Ponerse las pilas

19.12.2016 | 05:30 
Cuando leo el periódico, tomo notas en un cuaderno de aquello que me llama la atención. Hay días en los que no anoto nada porque nada me ha llamado la atención. Como el problema es mío, o eso acabo de decidir, salgo a dar una vuelta y me siento en la terraza cubierta de una cafetería, cerca de un hombre y una mujer de mediana edad que parecen enamorados. Observándolos con disimulo, descubro que los dos llevan tatuadas las muñecas (ella con un enchufe hembra y él con un enchufe macho), de tal modo que cuando se dan la mano producen la impresión de conectarse, no solo porque las clavijas encajan a la perfección, sino porque los dos parecen encenderse. Al poco, después de que la pareja se haya ido, completamente encendida, me pregunto si la existencia de este tipo de tatuajes es normal o acabo de ver una excepción. Entonces entro en el buscador de internet a través del móvil y escribo: «Tatuajes complementarios».
¡Existen! ¡Son normales! De hecho, veo la fotografía de dos brazos, uno masculino y otro femenino en los que aparecen las dos mitades de un aguacate a todo color. La mitad impresa en el brazo de la chica lleva el hueso de la fruta, mientras que la del chico muestra el vacío dejado por la semilla.
Sigo bajando y veo dos manos, cada una con medio corazón, que al unirse completan el dibujo. En la cara interna de un muslo de mujer aparece una cerilla y en la un hombre unos palos dispuestos en forma de hoguera. En una espalda, un pez de colores y en la otra una pecera. También descubro poemas o frases que empiezan en un cuerpo y terminan en el otro. La variedad es enorme. A medida que observo el muestrario me voy poniendo de buen humor. No hay como romper la rutina para que suceda algo.
Vuelvo a casa y repaso de nuevo los periódicos en los que no había encontrado nada que anotar. Enseguida, tropiezo con una entrevista en la que el doctor Josep Tabernero afirma que «el cerebro funciona mejor si está contento». Ello me hace pensar en la diferencia entre cerebro y mente. Vuelvo a Google y leo con entusiasmo unos cuantos artículos sobre el tema.
A la hora de comer me encuentro completamente renovado. Y todo gracias un par de tatuajes que me pusieron las pilas.

El destrozo

17.12.2016 | 01:11 
En el taller de escritura una alumna cuenta la historia de un tío suyo que se casó con su viuda.
–En la familia decíamos que se había casado con su viuda –aclara– porque contrajo matrimonio con una chica a la que sacaba cuarenta años.
El caso es que, vueltas que da la vida, la chica murió antes que él, enviudando así de su propia viuda. La alumna termina su historia y nos mira con expresión interrogativa, como preguntando si nos hacemos cargo de la paradoja. Le decimos que sí, que nos hacemos cargo.
–Por eso mismo –añade– mi tío es un viudo especial, casi un doble viudo. Me gustaría escribir una novela sobre él, pero no veo el modo de abordarla.
Un alumno le sugiere que escriba primero un cuento, a ver lo que da de sí. Si la cosa funciona, podría arriesgarse con la novela. Entonces todos vuelven la mirada hacia mí, para que dé mi opinión, pero no sé qué decir. Últimamente no sé qué decir. Me sorprende que haya gente que quiera escribir, con lo duro que es y las pocas satisfacciones que da. Para romper el silencio, pregunto a la alumna si su tío aún vive y dice que sí. Se quedó viudo de su viuda a los setenta (ahora tiene setenta y cinco) y desde entonces apenas sale de casa, donde ve la tele todo el día.
–No sé –confieso finalmente–, es imposible saber si hay una historia ahí. Lo que nos has contado es una anécdota que tiene cierta gracia, la gracia de un chiste malo, pero una novela es otra cosa. Me parece que exageras sus posibilidades.
A medida que hablo noto cómo crece el odio de la alumna hacia mí. Siempre ocurre lo mismo. Te piden tu opinión, la das, y te responden con un odio infinito. Los creadores, o las personas que aspiran a serlo, son frágiles. Puedes destrozarlas con una opinión negativa o no suficientemente entusiasta. Yo mismo he sido víctima de ese destrozo en varias ocasiones. La capacidad para superarlo es lo que da una idea de la voluntad creadora. La clase termina, los alumnos recogen sus cosas hasta el viernes. Cuando llega el viernes, la alumna que nos contó la historia de su tío no aparece. Destrozo no superado.

Una noticia

13.12.2016 | 05:30 
Cuando las ratas huyen de sus agujeros, mal asunto. Una de las más famosas novelas de Camus, ´La peste´, empieza de este modo. Alguien sale un día de su casa para dirigirse al trabajo, y tropieza en el portal con uno de estos roedores. Hay un pacto implícito entre las ratas y los hombres para que ninguna de las dos especies invada el territorio de la otra. Nosotros lo rompemos con más frecuencia que ellas, no para hacerlas desaparecer, lo que resulta poco menos que imposible, sino para que su población se mantenga estable y no necesite abandonar sus nichos en busca de alimento. De este modo, vamos tirando. Sería un escándalo de primera página que un lunes, cuando la gente comenzara su jornada, una familia de ratas atravesara la Gran Vía de cualquier ciudad. Y no solo por su significado real, sino, y sobre todo, por su sentido metafórico.
El caso es que hace poco unos transeúntes paseaban por una calle de Madrid a eso de la una y media de la madrugada, cuando algo del interior de un establecimiento les llamó la atención. El establecimiento era una panadería por cuyos expositores se paseaban tranquilamente un grupo de ratas. Los transeúntes las grabaron, denunciaron el caso y el asunto llegó a la prensa, ocupando más espacio en la cabeza de los lectores del que ocupaba en las páginas de los periódicos. Asociamos las ratas a la peste. Pero, más todavía que a esa enfermedad productora de mortandades de carácter histórico, a la pestilencia moral. Cuando las ratas ascienden, desde donde quiera que vivan, a la superficie, nadie duerme tranquilo. Representan algo que nos concierne, quizá algo que alude a nuestros orígenes más remotos: algo de lo que venimos huyendo desde el principio de los tiempos. Una rata en una panadería pone los pelos de punta al más templado. La policía investiga el caso.
Las ratas y los seres humanos solo conviven en los márgenes de la realidad. Allá donde la maquinaria social expulsa a quienes no se adaptan, allá las ratas se pasean por encima de los cuerpos de los niños dormidos. La mezcla de niños y ratas nos sobrecoge, por algo se trata de una mezcla frecuente en los relatos de terror. Pero lo que les hemos contado es una noticia.

Contra el cristal

10.12.2016 | 10:06 
Hay gente que por muy buena voluntad que ponga en entender la Teoría de la Relatividad no la entiende. O la entiende durante un segundo y luego se le escapa al modo en que se retiene un instante el agua entre las manos. Me pasa a mí, y no solo con la Teoría de la Relatividad, sino con infinidad de cuestiones científicas o literarias que, aun interesándome, no consigo aprehender. Y no todo es cuestión de voluntad, de empeño, es una cuestión de «poder». A veces, no se puede. La lucha contra aquello con lo que «no se puede» resulta agotadora, pero proporciona beneficios mentales. De las batallas intelectuales perdidas siempre queda algo. La misma sensación de pérdida ya es algo. Desde la depresión se puede emprender un viaje hacia la euforia. Pero desde la euforia, ¿adónde se va?
Pongamos el periódico. ¿Quién lo entiende? ¿Quién puede decir tras la lectura de cuatro o cinco diarios que comprende la realidad? Los analistas políticos aseguran entenderla, pero yo tengo serias dudas. Dichos analistas llevan varios días explicándonos las razones de la caída de Renzi, que asocian con el brexit y con el crecimiento del populismo en Europa. Nos aseguran que si unimos los puntos que unen tales acontecimientos, las líneas resultantes formarán un dibujo. Pero yo las he unido sin verlo.
Quiero decir que si algo caracteriza a la Europa actual no es el dibujo, sino el desdibujo. No la construcción, sino la deconstrucción. Aun así, con más voluntad que talento, continúo leyendo a los editorialistas. Me pasa con ellos como con la Teoría de Cuerdas, que intuyo algo que a los dos segundos se me escapa. Lo que se me escapa es la realidad.
Jamás nos hablaron tanto de la realidad como ahora mismo. Te levantas y te acuestas oyendo hablar de ella por tierra, mar y aire. Lo que se habla sobre la realidad ocupa más espacio que la realidad misma. A veces, cuesta verla, oculta como está por las palabras. La realidad, la realidad. La realidad y yo. ¡Qué esfuerzo eternamente fracasado el de integrarme en ella! Pero de ese fracaso, sin embargo, queda siempre algo, digamos, positivo: el deseo de volver a intentarlo un poco al modo de la mosca que se golpea contra el cristal.

El ratoncito ibuprofeno

07.12.2016 | 05:30 
En el taller de escritura, Marina lee un texto sobre su mesilla de noche. Dice que es un cajón de frutas que barnizó y al que colocó una balda en medio para convertirlo en una pequeña librería de dos pisos para libros de bolsillo. Puso encima una lámpara de Ikea con una bombilla de bajo consumo y, junto a ella, la novela que estuviera leyendo, además de una caja de ibuprofenos, pues en la cama le dolía la espalda. En ese mueble artesanal, cuenta Marina, se instaló a vivir un ratoncito que no molestaba nada, aunque mordía los bordes de los libros. Dice que decidió llamarlo Ratoncito Pérez y que le proporcionaba mucha compañía. Un día Ratoncito Pérez amaneció muerto junto a la caja de ibuprofenos. Cuando lo cogió, su cuerpo todavía estaba caliente. Dice que lo enterró en un tiesto donde hacía meses había plantado el hueso de un aguacate. La planta creció bien, quizá a expensas de Pérez, y dio un fruto, uno solo, con el que Marina se hizo un guacamole. Dice que el guacamole sabía a ratón y que se lo comió todo y rebañó con una miga de pan lo que había quedado en el fondo y en las paredes del bol. Dice que se fue a la cama y que durmió como nunca, aunque se olvidó de tomarse el ibuprofeno. Dice que desde entonces no necesitó tomar ningún tipo de analgésico.
Marina termina de leer su cuento, que se titula ´El Ratoncito Ibuprofeno´ y mira a su alrededor, esperando alguna reacción de sus compañeros. Todo el mundo calla, incluido yo, que me pregunto si el relato está bien o es una basura. Por fortuna, es la hora de finalizar la clase, de modo que aplazamos la discusión hasta mañana. Por casualidad he quedado a comer con un amigo en un mexicano donde nos ponen de entrada un guacamole que no sé si probar. Finalmente hundo un nacho en la masa, me lo llevo a la boca y se me quita de inmediato una neuralgia de ojo que venía dándome problemas desde primera hora de la mañana. Aliviado, pido una cerveza y le cuento a mi amigo la historia del Ratoncito Ibuprofeno. Me dice que es buenísima, pero a continuación añade: Ahora bien lo mismo que te digo una cosa te digo la otra: podría ser perfectamente una porquería. Entonces llega el camarero, y pedimos los platos principales. El Ratoncito Ibuprofeno. No me lo puedo quitar de la cabeza.

El vermú del domingo

06.12.2016 | 00:09 
Cada vez nacen menos niños en sábado y domingo, eso es lo que leo, perplejo, en el periódico de hoy. ¿Acaso los niños intuyen que son malos días para venir a este mundo porque las urgencias están colapsadas? No. Se debe a que muchos médicos se van de fin de semana al mar o a la montaña y llevan a cabo una cesárea el viernes. No hay estadísticas sobre los viernes, pero lo cierto es que en España se realizan más cesáreas que en los países de nuestro entorno, por decirlo con una frase políticamente correcta. Lo de los países de nuestro entorno viene sirviendo para igualarnos por abajo, jamás para poner el salario mínimo al nivel de Alemania. ¿Cuántos niños nacen en sábado o domingo en Berlín? Desconocemos la influencia del salario mínimo en tales cuestiones. Dicho esto, nos habría gustado saber cuál es el día de la semana en el que mueren más personas, pero no hemos hallado estadísticas. Lo digo porque se puede morir de cesárea también, de cesárea inversa, si ustedes, quieren, pero de cesárea. Lo malo de este método es que te pierdes la peripecia del túnel. Hay un túnel para nacer y otro para morir.
La cesárea a secas y la cesárea inversa constituyen un atajo por el que se llega antes, pero con más estrés. Los médicos muy biologicistas tienden a quitarle importancia al asunto del túnel porque consideran sagrada la hora del vermú de después de la misa.
–Doctor, esta paciente tiene muchas posibilidades de dar a luz el domingo al mediodía.
–Prepárenla para hacerle una cesárea el viernes.
Viene uno responsabilizando a los médicos y a lo mejor es culpa del sistema, que busca la eficacia por encima de la sentimentalidad. El parto espontáneo no puede programarse porque lo mismo sucede un lunes que un martes, pero gracias a la cesárea se pueden traer niños al mundo a destajo y medir así la productividad del especialista.
–Doctor, tiene usted programadas dieciocho cesáreas.
–Pon diecinueve, para el plazo de la tele.
Conozco a un tipo de mi edad que nació de cesárea y su nostalgia del túnel eral tal que se hizo revisor de la Renfe. Falleció al poco de jubilarse, para seguir viendo túneles.

No suban el volumen

05.12.2016 | 05:30 
Escucho a veces música a través del teléfono móvil. La calidad no es buena, pero es lo que hay. A veces, mientras escucho, observo la pequeña rendija por la que sale la voz del cantante, junto al sonido de los distintos instrumentos, y me viene a la cabeza la imagen de un grupo de personas apelotonadas en la puerta de un cine, huyendo de un incendio.
La angustia genera un tapón difícil de deshacer, un tapón en el que no se diferencian los hombres de las mujeres, los niños de los adultos ni los jóvenes de los ancianos. Todo deviene en una pasta homogénea en la que resulta imposible distinguir tales matices. Aunque el más fuerte, por razones obvias, es el que más pisotea.
Piensa uno que cuando dieciocho sonidos diferentes pugnan por salir de un altavoz minúsculo, sucede algo parecido. ¿Cómo distinguir con claridad un violín de una guitarra o una trompeta de un clarinete? ¿Cómo diferenciar, en la voz del cantante, las vocales de las consonantes y aprehender por tanto el sentido de lo que dice?
Significa que la calidad del sonido, en los soportes en los que habitualmente los escuchamos, es mala porque, como en el caso de los que huyen de un incendio, todo sale empastado, al modo de una especie de engrudo.
¿Cómo se resuelve ese problema? Subiendo el volumen. El mundo está ahora mismo lleno de gente convencida de que las cosas se resuelven subiendo el volumen.
Ayer mismo, en el metro, un adolescente iba escuchando música a través de unos cascos de cuyo interior salía un ruido que podíamos escuchar los que estábamos a su alrededor. Porque era ruido, no música. Tal vez el futuro de la música pase por el ruido. Hay gente partidaria de bajar el volumen, para dar una oportunidad a los matices, pero creo que tiene poco éxito.
Esto que ocurre en la música es la metáfora perfecta de lo que ocurre en la vida. Enciendes la tele para ver una tertulia política, esperando escuchar ideas que nadie, finalmente, produce.
A falta de ideas, los tertulianos se dicen: hagamos ruido. Y se ponen a chillar y a chillarse como locos, como si sus voces huyeran de un incendio y se quedaran atrapadas en la puerta, formando una masa en la que resulta imposible distinguir un pensamiento. Por favor, no suban ustedes el volumen, que suenan peor.