Cosas sin arreglo
Juan José Millás
11.11.2017 | 21:56
Internet te ofrece 418.000 respuestas a la pregunta sobre cómo hacer
una sopa de cebolla. Vale decir medio millón, casi, de recetas. No sabe
uno con cual quedarse y tampoco tiene tiempo para revisarlas todas
porque los invitados llegarán dentro de dos horas y ni siquiera has
puesto la mesa. De otro lado, y como unas palabras te remiten a otras,
puedes empezar en la sopa de cebolla y acabar de en una página de sexo
duro. Al final, tarde o temprano, todo desemboca en el sexo. O en la
plusvalía.
¿Tienes ya los ingredientes? –te pregunta tu mujer desde la cocina.
-Estoy en ello –dices abandonando la página de desnudos integrales en la que acabas de caer por culpa del hipertexto.
En
cualquier caso, si eres sensato y no te sales mucho del carril, al
final todo se soluciona. A mí me queda la duda de si debo de ponerle
queso o no a la sopa, pero está buena con y sin.
Aunque lo
mejor, créanme, es comprarla de sobre. El sobre es uno de los grandes
inventos de la humanidad, lo mismo sirve para pasar un sobresueldo que
para distribuir los ingredientes de un caldo. Pero me estoy perdiendo. A
lo que iba era a que hay asuntos, como el de la sopa de cebolla, para
el que disponemos de cientos de miles de soluciones, y asuntos para los
que no disponemos de ninguna.
Deberíamos empezar a acostumbrarnos
a eso: a que hay problemas sin solución. Y no estoy pensando en la
crisis catalana, que también, sino en cuestiones de orden doméstico. Una
gotera, por ejemplo. En mi casa hay una mancha de humedad que no
logramos averiguar de dónde viene. La hemos cercado como a un animal, la
hemos acorralado, pero no confiesa su origen. El mes pasado nos
resignamos a vivir con ella. Con ella y con un ruido que sale de debajo
el bidé. Más que de un ruido, se trata de una familia de ruidos que ha
anidado ahí y no hemos hallado el modo de exterminar.
Hay cosas
en la vida que no tienen solución. Deberíamos acostumbrarnos. Disponemos
de cientos de miles de recetas para la sopa de cebolla o para la
langosta al jengibre, pero ignoramos cómo educar a los hijos, he ahí
otro ejemplo.
El mercado nos ofrece todo, excepto aquello que de verdad necesitamos.
Queridos politólogos
Juan José Millás
16.11.2017 | 05:30
Escribí en el buscador de Google: «He leído un artículo muy bueno
sobre Cataluña». Y Google me respondió: No se ha encontrado ningún
resultado para «he leído un artículo muy bueno sobre Cataluña».
Significa que está por escribir. O que está escrito y nadie ha tropezado
con él. O que algunos lo conocen, pero no lo citan por celos. No lo sé.
En cualquier caso, me quedo sin leer el mejor artículo posible sobre el
asunto catalán y sin enterarme a fondo, por tanto, de qué va la cosa. Y
es que no va todos los días de lo mismo. Por ejemplo, cuando Puigdemont
huyó a Bélgica pasando por Marsella, todo el mundo hacía chistes de la
cuestión. Yo, como no tengo personalidad ni ideas políticas propias,
también. Pero han pasado los días y resulta que la maniobra no fue tan
idiota, o no fue idiota en absoluto. A los comentaristas políticos se
les ha helado la sonrisa. La extradición, en el caso de que se
concediera, tardaría por lo menos tres meses. Es decir, sería después de
las elecciones, a las que se puede presentar y hacer campaña desde
Bélgica. No se fue a tontas y a locas, pues, sino como producto de una
estrategia que ya ha comenzado a dar sus frutos.
En
todo este lío, los independentistas van siempre un paso por delante de
los analistas políticos, incluso del Gobierno. Seguramente, contaban
también con que el fiscal Maza actuaría y la jueza de la Audiencia
Nacional metiera en chirona a medio Govern, lo que de momento
proporciona más réditos políticos a los encarcelados que a los
encarceladores. Cada vez que mueven una ficha, da la impresión de que
conocen los siguientes doce movimientos del adversario. De modo que la
gente ingenua como un servidor, que se alimenta de editoriales
inteligentes y tertulianos astutos, se pasa el día cambiando de opinión
quedando fatal delante de los suyos.
- Pero si ayer dijiste que lo del exilio belga era de ópera bufa.
- Quizá debería haberlo dejado en ópera a secas.
Está
uno harto de decirse y de desdecirse, y todo porque nadie, según
Google, ha escrito aún el mejor artículo sobre la crisis catalana. Es
que ni Gabilondo acaba de dar en el clavo. Queridos politólogos, a ver
si se ponen a ello de una vez.
Alien
Juan José Millás
13.11.2017 | 05:30
Empecé a leer el libro con los zapatos puestos, como si tuviera que
salir en un rato. A la tercera página me los quité. A la quinta, me
saqué el jersey y me desabroché la camisa. A la décima, fui a la
habitación y cogí una almohada para colocarla en la mesa sobre la que
apoyaba los pies, pues habían comenzado a dolerme los talones. A las 50
páginas bajé al restaurante del hotel a tomarme una sopa de cebolla que
estaba muy caliente y me quemó la lengua. Y no sólo la lengua, sino la
boca entera. Noté que la mucosa del interior de las mejillas se
desprendía de sus paredes como un papel viejo. Nunca me había ocurrido
algo semejante. Me tocaba aquí y allá con la punta de la lengua y el
revestimiento mucoso se convertía en una materia grumosa, condesada,
como un engrudo caducado. Todo por la impaciencia de regresar a la
habitación para continuar la lectura del libro. Cuando subí, fui a
lavarme los dientes. Comencé por la parte derecha, pero me pareció que
estaba limpiando los dientes de otro. Habían encajado en mi rostro una
boca ajena. ¡Dios mío!, exclamé con aquella lengua extraña. Volví a la
salita, cogí el libro, continué leyendo después de quitarme de nuevo los
zapatos, sacarme el jersey y desabrocharme la camisa. La acción era
trepidante, no podía dejarlo. Pese a ello, me quedé dormido, siempre me
entra el sueño después de comer. Al despertar, sentí que mis ojos
tampoco eran mis ojos. Todo lo que veía lo veía para alguien. No sabría
decir para quién.
Terminé el
libro por la noche gracias a los ojos de ese otro para el que subrayé
también algunas frases. Me dormí masticando los trozos de carne blanda
que se desprendían de las paredes de mi boca, que en realidad ya no era
mi boca. Desperté a las siete u ocho horas. Abrí los ojos que no me
pertenecían, bostecé con la boca prestada y me dirigí al cuarto de baño
con unas piernas que acababa de estrenar. Yo era otro. Me ocurre cuando
viajo lejos y leo al mismo tiempo libros que implican un segundo viaje.
Pedí al servicio de habitaciones un desayuno abundante y salí a caminar
por la ciudad extranjera como si un alien me hubiese invadido. Tardé en
volver en mí lo mismo que en volver a Madrid.
El Antiguo Testamento
Juan José Millas
06.11.2017 | 05:30
En las habitaciones de los hoteles de Barcelona, en vez de la Biblia,
los turistas encuentran ahora una carta en la que se les asegura que la
situación no es tan grave como se percibe desde el exterior (servidor
debe de pertenecer al exterior). La misiva, me parece, tiene algo de
prospecto inverso, pues busca promover el efecto placebo más que el
nocebo. Personalmente, no sabía nada del efecto nocebo hasta que el otro
día leí un artículo sobre el tema en El País. Resulta que yo lo había
sufrido en mis carnes hace años con un fármaco contra el colesterol del
que se me ocurrió leer las instrucciones de uso. Estuve a punto de
ahogarme debido a una paralización de los músculos de la faringe. Fui a
Urgencias, donde me administraron un calmante y me cambiaron la
medicación bajo la advertencia de que no leyera el papel. Es lo que
hice, no leerlo. Gracias a eso continúo medicándome sin problemas y
tengo el colesterol controlado. Los prospectos, a poco influenciable que
sea uno, deben ignorarse porque anuncian todos los males del infierno.
De entrada, casi sin excepción, advierten de que el remedio puede
producir el mismo mal que pretende evitar. Los que son buenos para
colitis producen diarrea; los indicados para los espasmos provocan
temblores; y los que quitan las migrañas estimulan las cefaleas. Esto es
solo el principio. A partir de ahí, la descripción de los efectos
secundarios alcanza tal grado de crueldad que no es raro que aparezca el
efecto nocebo, del que, ya digo, no teníamos noticia hasta la fecha.
Por eso señalábamos que la carta de los hoteleros a los turistas parece
un prospecto inverso, ya que niega lo que puede ocurrirle al visitante
ingenuo y sentimental. Estimula, en fin, el efecto placebo, del que
somos más partidarios, en general, que del contrario. De hecho, la
palabra nocebo ha llegado a las páginas de la prensa, pero no a las del
diccionario. Ahora bien, alguien debería haber calculado las sospechas
que la citada carta, pese a su buena voluntad, podría despertar en el
turista. Si yo me la encontrara en un hotel de Nueva York o de París, me
diría; mal asunto, aquí ocurre algo de lo que no me habían advertido en
la agencia de viajes. Mejor no distribuirla. Resulta más
tranquilizadora la lectura de la Biblia, pese al Antiguo Testamento.
Cacahuetes o alpiste
Juan José Millás
04.11.2017 | 01:11
Llamaron a la puerta. Abrí, era el vecino. Hola, le dije. Hola, me
contestó. ¿Tienes un cigarrillo?, dijo él. Espera un momento, dije yo.
Fui adentro a por un paquete de Camel, volví y fumamos juntos, en
silencio, yo con las dos manos ocupadas, pues sostenía el cenicero con
la derecha.
–¿No quieres pasar? –le dije.
–No, que atufamos la casa.
Quería pedirme algo, pero para mi gusto se retrasaba demasiado. Cuando los cigarrillos estaban a punto de agotarse, se lanzó:
–Verás,
mañana me voy a Chile, pero no me puedo llevar al pájaro, no de
momento, ni a los peces. ¿Te importará pasar de vez en cuando a darles
de comer y a asearles el hábitat?
Me hizo gracia la expresión «asearles el hábitat». Sonaba más técnico
que limpiar la jaula y cambiar el agua. Le pregunté por cuánto tiempo e
hizo un gesto indefinido.
–Se lo podría pedir a mi madre –dijo-, pero vive lejos y se ha roto no hace mucho la cadera.
Accedí,
más por debilidad de carácter que por otra cosa y desde hace un mes
cuido el mini-zoológico de al lado, además de dar de comer a mi propio
gato, que tampoco es mío exactamente, pues entró en casa sin mi
consentimiento. Este trato incesante con animales encerrados me ha
llevado a pensar en mi propia cautividad.
A
los seres humanos no se nos cae de la boca la palabra libertad, pero
somos los menos libres de la naturaleza, aunque podamos irnos a Chile,
como mi vecino. Tienen más capacidad de decisión los peces en su acuario
o el pájaro en su jaula que yo mismo en mi casa. Si me comparo con el
gato, el agravio adquiere dimensiones monstruosas, pues se pasa las
tardes recorriendo los tejados de todo el barrio, donde caza gorriones
que me deja en la puerta a modo de presente.
Últimamente, el gato y yo pasamos más tiempo en el piso del vecino que
en el mío. Hemos cambiado de jaula, como si dijéramos, y nos encontramos
más a gusto que en la nuestra. Solo echamos de menos que los domingos
vengan visitantes y que nos echen cacahuetes o alpiste.
Motores neuronales
Juan José Millás
30.10.2017 | 05:30
Iba en el metro sin meterme con nadie cuando escuche la palabra
«motoneurona». Me volví para ver quién la había pronunciado y resultó
ser una joven con aspecto de estudiante que hablaba con una compañera.
Le explicaba que había tres clases de motoneuronas: Las somáticas, que
actuaban sobre los órganos implicados en la locomoción; las viscerales,
cuya utilidad no pude escuchar bien; y las viscerales generales, que se
relacionaban de algún modo con el corazón. Lo pillaba todo a medias por
culpa de los ruidos del tren y de la megafonía que anunciaba la estación
en la que estábamos a punto de entrar. La joven que escuchaba parecía
de letras, pero se la veía fascinada por la nomenclatura empleada por su
amiga para explicarle la lección de la que quizá tendría que examinarse
una o dos horas después. Cuando salí del metro, me vino a la cabeza la
expresión «motor neuronal», que quizá había leído en algún sitio antes
de escuchar este diálogo. Me parece que tropecé con ella en un artículo
sobre inteligencia artificial y que me llamó la atención por esa mezcla
entre biología y mecánica. Motor neuronal. Suena muy bien, pero resulta
algo inquietante, como si las neuronas, para ponerse en marcha,
necesitaran de un impulso previo del tipo del que recibe el automóvil
cuando introducimos la llave en el contacto y la giramos para producir
la chispa. Mientras caminaba calle abajo, me percibí a mí mismo como un
robot cuyas diferentes partes se activaban o desactivaban gracias a
estos motores neuronales distribuidos estratégicamente por mi geografía
orgánica.
Entré en un bar para
tomarme un té verde y al poco escuché el sintagma «sistema operativo».
Lo pronunció un joven que le hablaba a su novia del teléfono inteligente
que se acababa de comprar. Entré en la Wikipedia con mi propio móvil
para buscar su significado y leí que era el software que gestionaba los
recursos del hardware. El motor neuronal, como si dijéramos, de los
ordenadores. Me pareció prodigioso que en tan pocas horas hubiera oído
hablar tanto de mí mismo y decidí que esa misma noche volvería a ver
Blade Runner. Siempre sospeché que los seres humanos somos, sin
excepción, replicantes de un modelo original perdido en la noche de los
tiempos.
Un brote emocional
Juan José Millás
31.10.2017 | 23:36
Mi ordenador va bien, cumple todas mis órdenes, menos la de apagarse.
La cosa comenzó hace cuatro o cinco días. Salí de la cama, me aseé, y
preparé un té que me llevé al estudio. Para mi sorpresa, el portátil
(siempre trabajo con portátil) estaba funcionando. Pensé que quizá se me
habría olvidado apagarlo la noche anterior y no le di más vueltas al
asunto. Pero al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo, y ayer y antes
de ayer. Aprieto la tecla de apagado, pero ignora la orden. ¿Le da miedo
irse a dormir, como a los niños? Se lo he comunicado al técnico y me ha
dicho que no le dé importancia, que lo preocupante sería que no se
encendiera.
-Ya te he dicho varias veces que no deberías apagarlo nunca –ha añadido.
Desde
luego, prefiero que no se apague a que no se encienda. Pero no me gusta
esta actividad de 24 horas sobre 24. Me dan miedo los aparatos
encendidos cuando no estoy cerca de ellos. El ordenador más. ¿Y si
alguien entra en su sistema mientras yo estoy en la cama y le pone
bigote al personaje de la novela que estoy escribiendo? A veces, me
despierto a las tres de la mañana, me acerco con disimulo al estudio e
intento sorprender al portátil haciendo algo que no debe. Hasta ahora no
ha sucedido nada raro, si bien es cierto que posee una sensibilidad
extrema y que es capaz de oír mis pasos y fingir que no hace nada cuando
me asomo a él. No estoy tranquilo.
Me ha venido a la memoria un
cuento de ciencia ficción, de no me acuerdo quién, que leí hace años.
Trataba precisamente de la computadora central de una casa en la que
todo -desde las luces a las persianas- estaba automatizado. El caso es
que llega un instante en el que la computadora se resiste a ser
temporalmente apagada, como mi ordenador. Naturalmente, cierra y abre
las puertas a su antojo, pone el horno cuando le da la gana, y acaba
encerrando a su dueño en el interior de la vivienda, sin posibilidad de
salir. Hablamos mucho de la inteligencia artificial, pero apenas nada de
las emociones artificiales. Seguramente, lo que le ocurre a mi
ordenador es que ha tenido un brote emocional. Esta noche intentaré
apagarlo de nuevo.
El runrún
Juan José Millás
29.10.2017 | 05:00
Hoy la gente vive muy lejos de los pollos, a menos que estén asados.
Los vivos se encuentran en otra dimensión, quizá en unas instalaciones
denominadas granjas. En cualquier caso, no forman parte de las familias,
no se tropieza con ellos al entrar o salir del cuarto de baño. Por eso
muy pocos contemporáneos han visto correr por el pasillo de su casa a un
pollo sin cabeza. Conocen la expresión «ir de un lado a otro como pollo
sin cabeza», pero no les remite a ningún suceso real. Quizá muchos ni
siquiera comprendan su significado. A los pollos, antiguamente, se los
mataba así: decapitándolos en la cocina del hogar. Si inmediatamente
después los dejabas en el suelo, los animales erraban de un lado a otro
durante unos instantes, como si buscaran algo (¿su cabeza?).
La
imagen era brutal, sobre todo para los niños. Quien haya observado esa
escena, no la olvidará jamás. De los políticos se dice con frecuencia
que actúan como pollos sin cabeza. Es cierto: no hay más que asistir a
algunas sesiones parlamentarias o leer con detenimiento los periódicos.
Si decapitáramos a los principales líderes del espectro mundial, nos
proporcionarían un espectáculo muy parecido al que ya nos dan con la
cabeza sobre los hombros. Personalmente siempre que escucho la expresión
«iban de un lado a otro como pollos sin cabeza», regreso a la cocina de
mi infancia, donde se cometieron crímenes atroces de los que nunca me
he ocupado por escrito.
Cuando abro una lata de mejillones, me
viene a la memoria la palabra» acéfalo». El mejillón es acéfalo (sin
cabeza). Mientras doy cuenta de ellos con una copa de vino blanco,
asocio el mejillón a los pollos de mi infancia. La infancia es un
territorio lleno de portentos. Desde ese territorio doy un salto a la
Revolución Francesa, a la guillotina, y veo caer cabezas sobre una cesta
de mimbre. Me pregunto si la cabeza, una vez separada del cuerpo,
continúa pensando durante unos instantes. Entre tanto, la tarde ha
declinado y ha llegado la hora de encender la luz. Pero yo permanezco
todavía un buen rato a oscuras, en silencio, como un bulto, sentado a la
mesa, escuchando el runrún del motor de la nevera, que tanto se parece
al de la conciencia.
Desfibrilador
Juan José Millás
28.10.2017 | 05:30
Estábamos un grupo de amigos hablando de enfermedades sin meternos
con nadie, cuando en la mesa de al lado le dio un infarto a un tipo de
unos cincuenta años que compartía una paella de marisco con su familia.
Una familia grande, como de diez personas, donde había abuelos, padres,
hijos y nietos. Debían de estar celebrando algo, unas bodas de plata, no
sé quizá un nacimiento, porque había un bebé. Calculé que el infartado
formaba parte del grupo de los padres, lo que no excluye la posibilidad
de que fuera también hijo. Todo el mundo dejó de comer, claro, y de
hablar de enfermedades. El dueño del restaurante dijo que tenía un
desfibrilador en la cocina, pero que no sabía cómo usarlo porque lo
había puesto hacía dos días. Lo trajo de todas formas y uno de los
comensales comenzó a aplicarle en el pecho unas descargadas eléctricas
que elevaban durante unos segundos el tórax del enfermo para luego
dejarle caer.
Entre tanto, yo
llamé a los del 112, que anunciaron su llegada inmediata, y me metí
clandestinamente en la boca una gamba porque el suceso no me había
quitado el hambre. A la cuarta descarga, el hombre comenzó a respirar y
abrió los ojos. Durante unos instantes permaneció sin saber qué hacer o
decir. Luego pidió perdón por las molestias. En ese instante, entraron
unos enfermeros con una camilla y se lo llevaron fuera, seguido de toda
la familia que se había reunido allí para celebrar unas bodas de plata o
lo que quiera que estuvieran celebrando. El dueño del restaurante se
hizo cargo del desfibrilador y dijo mostrándolo a la concurrencia:
„Ya está amortizado.
La
gente regresó a sus mesas y poco a poco se fue restableciendo la
atmósfera anterior al incidente. Mis amigos y yo continuamos hablando de
enfermedades, ahora de las relacionadas con el aparato circulatorio.
Dos de ellos tenían arritmias que sobrellevaban con entereza, aunque se
asustaban mucho cuando se manifestaban. Yo no pude añadir nada porque
del corazón estoy bien, o eso creo, aunque tomo estatinas para el
colesterol. Lo que más me sorprendió de todo fue la cara de felicidad
del dueño del restaurante al anunciar que el desfibrilador estaba
amortizado.
Un mal sueño
Juan José Millás
25.10.2017 | 05:30
Los seres humanos tenemos un lado simiesco que se manifiesta con más
virulencia cuanto más tratamos de ocultarlo. Las señoras y señores
vestidos (o disfrazados) de gala, con guerreras repletas de medallas y
pechos saturados de condecoraciones, me recuerdan a los gorilas del zoo o
a los bonobos de los documentales de La 2. Cuando yo mismo acudo a una
ceremonia cuyo protocolo me exige una vestimenta especial, veo, al
mirarme en el espejo, a un gorila con pretensiones. Por suerte para
ellos, los gorilas no tienen pretensiones. No hay entre ellos sargentos
que aspiren a llegar a tenientes ni adjuntos al director que deseen
ascender a directores adjuntos. Qué curioso, por cierto, que adjunto al
director y director adjunto no sean la misma cosa. Averigüé hace poco la
diferencia y me hizo mucha gracia. No he logrado averiguar qué fue
antes, si lo primero o lo segundo, pero estoy en ello y pronto podré
darles noticias.
El caso es
que asistí hace poco a un cóctel de gente muy condecorada y de súbito vi
a todos los que me rodeaban y a mí mismo como a un conjunto de animales
adiestrados para imitar a los seres humanos. El ser humano es el que
mejor se imita a sí mismo. Ofrece la mano mejor que el más hábil de los
perros y se coloca la servilleta en el cuello con más gracia que un
chimpancé de circo. No digo nada de la habilidad de recorrer el salón de
un extremo a otro con una copa de la que no se derrama ni una gota. Me
resultó asombrosa, una vez sentados a la mesa, la maestría con la que
manejábamos la pala de pescado y el cuchillo de la carne. El ruido de
los cubiertos sobre los platos de porcelana producía una música digna de
nosotros mismos.
Tras el
café, me levanté para acudir al baño y oriné junto a otro primate muy
erguido. Creo que a los dos nos resultaba humillante no ya evacuar, sino
tener que sujetarnos el pene para evitar desviaciones. Resultó una
experiencia alucinante, como si me hubiera tomado un ácido. Al salir a
la calle y ver a la gente en vaqueros y camiseta, pero sobre todo al
llegar a casa y cambiarme de ropa, regresé a mi condición de hombre como
el que regresa a la realidad tras un mal sueño.
Pisar la calle
Juan José Millas
23.10.2017 | 05:30
El sintagma «riesgo de pobreza» es un eufemismo. Cuando uno está en
riesgo de pobreza, es pobre. A los países pobres, de un tiempo a esta
parte, se les denomina 'emergentes'. Así andamos, dándole vueltas a las
palabras no para modificar la realidad, que es muy tozuda, sino para
cambiar nuestra relación con ella.
Un
país emergente no produce tanta lástima, ni tanta culpa, como un país
pobre. Es más, lo envidiamos por esa capacidad para brotar en un mundo
que mayormente se hunde. En España, el 28% de sus habitantes está en
«riesgo de pobreza». Más de la cuarta parte, y eso en un momento en el
que la economía, si el Gobierno no miente, va viento en popa, a toda
vela. Trece millones de personas con nombres y apellidos, y con sus dos
pulmones, y con sus dedos de las manos y los pies, y con su lengua, y su
faringe, quizá hasta con su dentadura completa, trece millones,
decíamos, sudan tinta china para llegar desde el martes al miércoles y
desde el miércoles al jueves.
Muchas de estas personas, entre las que abundan mujeres, niños y
jóvenes de ambos sexos, dependen de un hilo a punto de romperse: el de
la pensión del abuelo. Cuando la pensión del abuelo falla, el tejado se
viene abajo, de modo que al llamado eufemísticamente «riesgo de pobreza»
le sigue la pobreza severa con toda su cadena de efectos secundarios:
bronquitis mal curadas, tiña, enfermedades digestivas, hambre, frío,
pánico y exclusión social. La exclusión social significa que dejas de
formar parte del paisaje, pese a que duermas en la puerta de un
establecimiento de la Gran Vía de tu ciudad.
Cuando
voy a la radio a primera hora de la mañana del domingo, veo cantidades
notables de excluidos sociales cubiertos con cartones de embalar. Están
ahí, en el centro de la ciudad, pero fuera de ella a la vez. Resultan
simultáneamente visibles e invisibles.
Tú
mismo haces por no verlos recordando la máxima de que no hay mayor
ciego que el que no quiere ver. Pero un día llega el Eurostat, que es la
Oficina Europea de Estadística, y te proporciona las cifras macro de la
pobreza (el 28%). En porcentajes duele menos y produce menos vergüenza.
Lo malo es cuando pisas la calle y ves a los pobres uno a uno.
Estamos jodidos
Juan José Millás
21.10.2017 | 00:08
La verdad, no sé qué es el dióxido de nitrógeno, tampoco el dióxido
de azufre, pero por la radio no dejan de referirse a ambos. Por lo
visto, flotan en la atmósfera de Madrid como una basura espacial que
cuando estás dentro de ella no la ves porque ella está dentro de ti. Has
de alejarte un poco de la ciudad y subirte a una colina para apreciar
la llamada 'boina' de contaminación. Y en verdad se trata de una boina
negra, negra como los pulmones de la ciudadanía y el alma de nuestros
dirigentes. Un verdadero chapapote gaseoso que se adhiere a nuestras
vías respiratorias como el alquitrán a las rocas marinas. Supongo que no
es un problema exclusivo de Madrid, pero en esta ciudad la mierda
alcanza concentraciones de terror. Las autoridades, en casos de extrema
gravedad, prohíben circular a más de 70 por hora y aparcar en la
almendra central. Lo cierto es que estos remedios funcionan mejor para
atenuar la culpa que para aliviar la bronquitis crónica: como el que
pasa de fumar dos paquetes diarios a uno. Aquí tenemos niños que, sin
haber encendido nunca un cigarrillo, tosen ya como viejos asmáticos. Y
todo eso, como se apuntaba más arriba, sin saber qué rayos es el dióxido
de nitrógeno. Ni el dióxido de azufre. El día que entremos para
averiguarlo en la Wikipedia, nos morimos de asco.
Y
todavía, como suele decirse, no se han encendido las calefacciones. Al
parecer, los residuos de los combustibles fósiles lo empeoran todo.
Hemos conseguido tener los pies calientes a cambio de abrasarnos las
vías respiratorias. Lo de los combustibles fósiles se sabe desde años,
pero no hay talento para promocionar las energías renovables. A veces,
incluso, las despromocionamos. De hecho, este Gobierno ha arruinado a
cientos o a miles de ingenuos que en su día invirtieron en estas formas
racionales de alimentar nuestras calderas y de poner en marcha nuestras
máquinas. No nos acordamos si fue antes o después de que Rajoy
preguntara a su primo por el cambio climático, pero lo cierto es que
este otoño nos ha pillado con la guardia baja y los incendios campeando a
su antojo por Galicia y Asturias, dos de las regiones más húmedas de la
península.
¿Qué va a ser de nosotros?
Juan José Millás
16.10.2017 | 05:30
Me pregunto si el viaje hacia Internet es comparable al avance hacia
el viejo Oeste. También si la conquista de nuevos territorios digitales
implica la pérdida de los analógicos. ¿Quién será el primero en escribir
un relato fronterizo sobre la epopeya que implica atravesar los límites
del átomo para alcanzar las orillas del bit? O del Bit, con mayúsculas.
Me vienen a la memoria las crónicas de Indias, donde los descubridores
de América nos contaban el significado de vivir con un pie en un mundo
familiar y con el otro en Marte, porque América era más o menos Marte.
No nos pongamos grandilocuentes: pensemos en el descubrimiento de algo
tan insignificante como la patata. Imaginemos a uno de aquellos hombres
barbados sosteniendo entre sus manos una pieza de ese bulbo que
convertiríamos en un quita-hambres. Lo más difícil de enfrentarse a un
mundo nuevo es contarlo con un lenguaje viejo. Esa falta de
correspondencia entre el discurso y la realidad alumbró relatos que aún
hoy leemos con asombro.
Cuando
el técnico de mantenimiento viene a casa para revisar mi ordenador,
utiliza un lenguaje analógico para hacerse entender. Ayer me dijo que
había encontrado cuatro «bichos» en mi máquina. Quería decir virus, otro
término proveniente del viejo mundo. Le pedí que me explicara en
términos informáticos lo que era un virus y no lo entendí, pero me gustó
la nomenclatura. Sonaba a poema. Por un momento, sentí que me había
trasladado al universo digital. Volví al analógico de golpe, cuando me
pasó la factura. Un visionario me aseguró hace poco que las facturas
tienen los días contados porque habrá una cámara de compensación
mundial, que tendrá los datos de todos los habitantes del Planeta, donde
se efectuarán las transacciones de dinero al modo de las transferencias
actuales entre banco y banco, en las que no se mueve pasta, solo datos.
El caso es que en esta nueva
conquista del Oeste, los descubridores caen como moscas. Me cuentan que
la juguetera Toys 'r-Us está al borde de la quiebra porque no ha
comprendido el significado de Internet. Si esto le pasa a los grandes,
¿qué va a ser de usted o de mí?
Mala política
Juan José Millás
10.10.2017 | 05:30
Los días políticamente convulsos se caracterizan porque en algún
momento alguien tiene que ir a comprar el pan. Quien dice comprar el pan
dice hacer la cama o cambiar el agua al canario. Creo que cambiar el
agua al canario tiene un doble sentido, pero ahora solo me viene el de
cambiarle el agua al canario. Tuve hace años uno al que no le gustaba
abandonar la jaula, aunque le dejaras la puerta abierta. A veces él
mismo la cerraba con el pico. La realidad, sin los límites de los
barrotes, le daba vértigo. Cantaba cuando yo abría el grifo de la cocina
para fregar los cacharros. Pero volvamos a lo que íbamos: a la difícil
combinación entre la vida cotidiana y la política cuando la política
adquiere unas dimensiones exageradas. La realidad política de estos días
lo impregna todo, pero si el niño se despierta con fiebre, hay que
llamar al médico. Si con fiebre y diarrea, los padres se angustian. De
momento, no se le puede llevar al cole. ¿A quién se lo dejamos?
A tus padres, que no trabajan -dice ella.
Pero están muy mayores y se cansan –dice él.
Pues a ver qué hacemos, yo ya llegado tarde al despacho un par de veces este mes.
A
lo mejor, en ese mismo instante, Puigdemont está haciendo unas
declaraciones importantísimas, que enseguida formarán parte de la
maquinaria de la realidad. Pero las ruedas dentadas de la realidad, tan
grandes, no siempre coinciden con los diminutos engranajes de la vida
doméstica. Mientras alguien coloca una bandera en su balcón, otro
alguien está decidiendo la calidad de la madera del ataúd en el que va a
incinerar a su padre.
Este está bien. Total, lo vamos a quemar –dice él.
Pero con mi padre dentro –dice ella.
La
política debería servir para hacernos más fácil la vida cotidiana. En
otras palabras, para que, cuando vamos al supermercado, en las
estanterías del aceite esté el aceite y, en las de las legumbres, las
legumbres. Si no podemos llevarnos a casa las lentejas, mal asunto.
Mucha gente, en Cataluña, ha hecho acopio estos días de aceite y
legumbres. Por miedo al desabastecimiento. Mala política, la que produce
ese miedo.
Alguien ha jugado
Juan José Millás
09.10.2017 | 05:30
Tuve de niño un profesor que hablaba todo el rato de lo difícil que
es meter la pasta de dientes en el tubo una vez que se encuentra fuera
de él. El hombre vivía obsesionado con el asunto, que sacaba a relucir
cada dos por tres para advertirnos de que algunas decisiones no tenían
marcha atrás. La imagen era muy potente. En el cuarto de baño de mi
casa, con el pestillo puesto, llevé a cabo con la pasta dentífrica
diferentes experimentos que le daba la razón y que me costaron más de un
disgusto familiar. A partir de ahí, y por no salir del ámbito alicatado
hasta el techo, probé también a devolver a sus posiciones originales un
rollo de papel higiénico desenrollado. No resultaba tan arduo como lo
de la pasta, pero el rollo jamás quedaba igual. Retroceder, en fin, era
muy difícil en cualquier aspecto. Por eso resultaban tan fascinantes
aquellas experiencias cinematográficas en las que se proyectaba una
cinta hacia atrás. Veíamos caer y romperse una taza contra el suelo y a
continuación asistíamos al proceso contrario: los pedazos ascendían
hacia la mesa y se unían como por arte de magia hasta devolver las cosas
a su posición original.
¡Qué bueno!
Introducir
la pasta en el tubo es tan difícil como meter el miércoles en el
martes. El miércoles, una vez que ha sucedido el martes, es inevitable.
Por más que lo empujes hacia atrás, él continúa dirigiéndose
implacablemente hacia el jueves. Si el martes has cometido un crimen, el
miércoles empezarás a pagar por él. Una vez que el pollo ha salido del
cascarón no hay forma de devolverlo a su interior. Solo el cine posee
esa capacidad para volver atrás.
En
la vida no hay rebobinado, los actos y las palabras tienen
consecuencias, etc. Esto deberían saberlo, antes que nadie, los
gobernantes. Nosotros, los ciudadanos de a pie, somos gente ingenua.
Desconocemos los hilos por los que unas regiones están cosidas a otras.
Ignoramos cómo se cortan y si alguno de ellos, al manipularlo, puede
provocar una explosión de gran alcance. Sabemos poco de economía y de
política, pero el olfato nos dice que aquí se han dicho y se han hecho
cosas a las que resulta muy difícil dar marcha atrás. Alguien ha jugado
en el cuarto de baño con el tubo de la pasta de dientes y lo ha puesto
todo perdido.
Armarse de valor
Juan José Millás
04.10.2017 | 05:30
El otro día me perdí en los intestinos de una gran torre moderna de
oficinas, adonde había ido a hacer una gestión. Estamos hablando de
cuarenta pisos, quizá más. Al acabar la gestión, fui a recoger el coche,
que había dejado en el sótano quinto, pero antes tenía que pasar por
una máquina para pagar la estancia. Siguiendo las indicaciones, abrí una
puerta que daba a un pequeño espacio absurdo, sin función, de cuatro o
cinco metros cuadrados, en una de cuyas paredes había otra puerta que
abrí para acceder a unas escaleras como de servició, o eso me pareció.
Miré hacia arriba y hacia abajo para descubrir un paisaje en el que solo
había escalones que subían hacia no sabía dónde o descendían, supuse
que al infierno. Intenté dar marcha atrás, pero la puerta por la que
había alcanzado aquel espacio inhóspito no se abría desde este lado.
Aunque advertí enseguida que la situación era de pesadilla, me propuse
no perder los nervios. Después de todo, aquella gigantesca mole estaba
llena de oficinas. Tarde o temprano, alguien pasaría por allí y sería
rescatado. Entretanto, empecé a subir por las escaleras para descubrir
que cada veinte escalones, más o menos, había una puerta, todas
indefectiblemente cerradas con llave. Quizá, pensé, me había equivocado
de camino. Tal vez debería haber bajado en vez de subir. No lo hice
porque las profundidades me dan más claustrofobia que las alturas. Pero
como llegó un momento en el que perdí completamente las nociones de
abajo y arriba, me pregunté si al ascender no estaría descendiendo y
viceversa. Cuando había subido (¿subido?) doscientos o trescientos
escalones, me senté y comencé a llorar. Luego me sequé las lágrimas y
continué escalando.
Finalmente,
una de las puertas se abrió. Daba a un espacio también muy inhóspito,
pero de carácter horizontal. Recorrí varios pasillos de paredes sucias,
llenos de tuberías con pérdidas, y al cabo de un rato, detrás de una de
las innumerables puertas que iba abriendo a mi paso, fui a dar a una
oficina con doscientos o trescientos empleados absortos en las pantallas
de sus ordenadores que ni siquiera repararon en mí. Desde allí, alcancé
un ascensor que me condujo a la calle. No recogí el coche, que debe de
seguir allí. A ver si me armo de valor y vuelvo.
La puntuación
Juan José Millás
07.10.2017 | 05:30
En tiempos de implosión mental como los actuales, uno había esperado
que Twitter redujera a la mitad los 140 caracteres, no que los
multiplicara por dos. No podemos explosionar por dentro e implosionar
por fuera, porque el encuentro entre las dos acciones provocaría
huracanes ideológicos de imprevisibles consecuencias. Ciento cuarenta
caracteres son muchos cuando las humanidades desaparecen, el mundo
intelectual se arruga como una pasa, y nadie sabe dónde colocar una
coma. Las comas son los bolardos de la escritura: estorban y protegen a
la vez, pero no se deben poner al azar. Hace falta diseño,
planificación, energía, estilo: todo aquello de lo que carece Twitter,
que tampoco es el reino de la sutileza.
Habría
estado bien que los 140 caracteres se convirtieran en 70 al objeto de
reducir también el número de comas mal puestas. Se empieza colocando
fuera de sitio una coma en la pantalla del teléfono, y acabamos
colocándola mal también en el cerebro. Una coma fuera de lugar en la
masa encefálica es una mina capaz de explotar al paso de una idea,
incluso de una idea buena. De ahí que abunden las ideas sin piernas y
sin brazos, que pululen las ideas sin cabeza. La peor de las comas, con
todo, es la que no existe. He aquí otro problema de Twitter: las comas
inexistentes que proporcionan al texto, en el mejor de los casos, un
carácter ambiguo. No es lo mismo decir «no, me gusta la fruta», que «no
me gusta la fruta». Ni «vamos a comer, niños», que «vamos a comer
niños». Son ejemplos de toda la vida, pero usted puede construir los de
ahora mismo.
Hablamos de las
comas por no hablar de los signos de puntuación en general, todos ellos
muy castigados por la expansión de las nuevas tecnologías. Siempre hemos
pensado que lo más importante de un twitter no es lo que nos dice del
mundo, sino lo que nos dice de sí mismo. Y lo que nos suelen decir de sí
mismos, especialmente estos días de ruido y furia, resulta un poco
deprimente. Mucho nos tememos que con los 240 caracteres la depresión se
agrave al aumentar el número de comas inexistentes o mal colocadas.
Alteraciones
Juan José Millás
03.10.2017 | 05:30
La estelada que cuelga de un balcón del Paseo de Gracia de
Barcelona y la bandera española que ondea en una terraza de la calle
Velázquez de Madrid vienen de China, las dos. Ignoramos si esto
significa algo o no significa nada, no somos lingüistas, en el caso de
que fuera materia para esta disciplina. A lo mejor, las dos banderas han
sido fabricadas por las mismas manos: las de un niño explotado, o las
de una mujer que trabaja en régimen de semiesclavitud, o las de un
hombre que trabaja 14 horas diarias por un salario basura. Es posible
que algún empresario se haya hecho rico con ellas y que las haya visto
partir, en paquetes de a mil, hacia un destino cuyo suelo no ha pisado
jamás.
¿Significa todo esto algo?
Nunca
nos habíamos preguntado de dónde vienen las banderas. Si en la escuela
nos hubieran dicho que de París, como los niños, lo habríamos aceptado
con la naturalidad con la que creíamos en la cigüeña que nos trajo a
nosotros y a nuestros hermanitos. Pero ahora, de mayores, al enterarnos
de que vienen de China (las banderas, no los hermanitos), nos hemos
parado un rato a pensar. Ahí estamos, en medio de la calle, observando
la fachada de un edificio caro parcialmente cubierta por las banderas
que vienen de China. ¿Y por qué de tan lejos? Porque allí son muy
baratas. Allí, por cuatro euros, puedes comprarlas a docenas, y de
cualquier país. No es probable que salgan más caras las de Francia o
Suecia que las de Cataluña o Extremadura. La bandera, en sí, producida
al por mayor, tiene un coste de producción de risa. Luego, al pasar de
un intermediario a otro, se va encareciendo, como los pantalones
vaqueros. Un vaquero de marca por el que aquí pagamos 200 euros, en
origen apenas ha costado 20. Digo veinte, pero lo mismo son siete, o
seis. Lo vimos un día en un documental de la tele y nos quedamos
absurdos.
Las banderas se
van inflando también a medida que viajan, inflando de significado,
queremos decir. Las ves salir de la cadena de producción como un mero
paño estampado de unos u otros colores, y cuando un joven hermoso la
ondea en España o Cataluña ya es otra cosa. El problema es que no
sabemos qué. Pero algo deben de significar cuando nos alteran tanto.
Nos tememos lo peor
Juan José Millas
02.10.2017 | 05:30
España es una nación casada consigo misma, no sabemos si por amor o
por conveniencia. Forma, ella sola, un matrimonio antiguo cuyos
cónyuges, al sonar el despertador, intercambian un gruñido en vez de
darse los buenos días. España suele levantase de mal humor, a veces de
un humor de perros, y en esas estamos. Esto de vivir en pareja con uno
mismo puede parecer raro, pero conozco a varios solteros en tal
situación. Teóricamente, una de las ventajas de estar solo es que no
puedes enfadarte con las manías de tu pareja, pero en la práctica hay
quien se enfada con las propias.
- ¡Ya he vuelto a dejarme abierta la tapa del retrete!
Si
colocáramos una cámara en la casa de un soltero, nos sorprenderían las
maldiciones que suelta al ver el tubo de la pasta de dientes aplastado
por la mitad, aunque lo haya aplastado él. La convivencia con uno mismo
es muy difícil, tienes que ser tolerante con singularidades de las que
no eres consciente del todo. Y conocer bien tus gustos. No todo el mundo
conoce bien sus gustos, entre otras cosas porque se encuentra mejor en
el disgusto. El disgusto protege del desencanto.
- Me temo lo peor.
Tal es la frase favorita del soltero emparejado consigo mismo. Se estropea la nevera, por ejemplo.
- Me temo lo peor –masculla entre dientes.
Lo
peor es que no tenga arreglo cuando ni siquiera ha terminado de
pagarla. España se levanta estos días temiéndose lo peor. No importa la
emisora de radio o de televisión que pongas: todos los analistas se
temen lo peor. En el mercado de la salud, hay terapias familiares para
uno solo porque hay solteros que en el diván hablan por siete. En
cambio, algunas familias numerosas enmudecen frente al psicoanalista.
España lleva psicoanalizándose toda la vida con resultados más bien
pobres. No hay más que ver lo poco que le duran los periodos de
estabilidad. El problema es que España no es una, son muchas, todas
ellas casadas consigo mismas, un poco ensimismadas y bastante hartas de
sus propias rarezas.
O sea, que nos tememos lo peor.
Dónde
Juan José Millás
01.10.2017 | 00:33
Siempre me pareció una anomalía vivir lejos del mar. Sin embargo, he
vivido en Madrid más de sesenta años, experimentados como un paréntesis
que sigue sin cerrarse. Podríamos decir que todo lo que he hecho ha sido
y sigue siendo provisional: una distracción del objetivo único: el de
instalarme en la costa. He ahí una provisionalidad fantástica. Vivir en
Madrid me ha obligado a transformar lo duradero en temporal. En otras
palabras, he convertido el desorden en un método. Puede lograrse si el
desorden te resulta muy desestabilizador.
Desde
pequeño, no he hecho otra cosa que combatir el caos. En casa éramos
nueve hermanos, por lo que jamás las sillas del comedor estaban en su
lugar. Cuando regresaba del colegio, me afanaba en recolocarlas
alrededor de la mesa del modo más simétrico posible. Si se tiene en
cuenta que yo era más bajo que las sillas, se comprenderá el esfuerzo
que implicaba.
Ahí estoy, en
fin, como un loco obsesivo, recolocando el mundo. El orden duraba lo que
tardaban en llegar mis hermanos para merendar. Pero yo volvía a
recomponerlo todo con una obstinación enfermiza. No podía abandonarme al
caos. De lo contrario, algo horrible sucedería, nos sucedería. Nadie,
en casa, era consciente de que el universo conservaba su equilibrio
gracias a mí. Es posible que los planetas mantengan sus órbitas debido
al esfuerzo de la gente que no pisa las rayas del suelo de la calle, o
que se lava las manos siete veces al día.
Ahora
vivo en el desorden. En un desorden sometido a control, es cierto, pero
que cada día me gana una batalla. Los libros, por ejemplo, yacen
amontonados, llenos de polvo, y quizá de lepismas, por todos los
rincones de mi estudio. Cada vez que comienzo una novela, me digo que me
desprenderá de ellos cuando la termine. Pero han pasado ya tres o
cuatro novelas desde que tomé la decisión y las pilas, lejos de
disminuir, han crecido. Siempre hago proyectos de limpieza para cuando
termine la novela que tengo entre manos, pero siempre los incumplo. Me
arrepiento, claro, por lo que he convertido el arrepentimiento en mi
estado natural. Me arrepiento de vivir en Madrid. Es una anomalía. La
pregunta es dónde moriré y si mi muerte la corregirá.
¿Hubo errores?
Juan José Millás
28.09.2017 | 05:30
Quizá Pilar Abel no sea hija de Dalí, pero merecería serlo. Es más,
los servicios de inteligencia deberían haber hecho algo para que los
análisis del ADN resultaran positivos. En una situación de emergencia
nacional como la que nos encontramos, la noticia de que Dalí tuvo una
hija vidente habría sido como efectuar una traqueotomía al cuerpo
informativo, asfixiado por el monotema. Necesitamos respirar, aunque sea
por la herida. Un día vi en un restaurante cómo un médico le abría el
cuello a un comensal que se había atragantado con el hueso de un pollo y
se ahogaba sin remedio. Cuando comenzó a entrar el aire por el corte,
respiramos todos. Si Pilar Abel hubiera sido hija de Dalí, estaríamos
más ventilados.
Pero aquí
seguimos, conteniendo la respiración. Solo falta que alguien pregunte a
gritos si hay algún médico en la sala. Y mientras aparece o no el médico
capaz de abrir una vía de oxígeno, los partidos se mueven como pollos
sin cabeza proponiendo y desproponiendo este remedio, y el otro, y el de
más allá. Y los tertulianos hablan y hablan enterrando las palabras de
ayer en la de hoy y las de hoy en las de mañana. Hay quien dice que el
hueso de pollo está a la entrada y quien asegura que ha llegado a la
tráquea.
„¿Pero hay o no hay un médico?
No,
no hay ningún médico. Y la traqueotomía no es una broma. Si la incisión
se realiza en el punto equivocado, podría ser peor el remedio que la
enfermedad. De otra parte, la cirugía debería ser la última de las
alternativas. En la actualidad hay un catálogo de remedios no invasivos
que el Gobierno debería conocer. Pero Rajoy viene de la tradición
aznariana del «había un problema y se ha solucionado». Hablamos de gente
muy partidaria de cortar por lo sano, que es una recomendación bárbara
en tiempos de microcirugía. Por eso nos habría ayudado tanto que Dalí
hubiera tenido una hija, no ya por la alegría de que fuera capaz de
concebir, sino por el alboroto informativo que la historia habría
producido. Si pudiéramos cambiar de conversación, durante unas horas,
regresaríamos al asunto más descansados y quizá también más lúcidos. Por
cierto, ¿se ha comprobado si hubo errores en la cadena de custodia del
ADN de la vidente?
Talento literario
Juan José Millás
26.09.2017 | 05:30
Caminaba por el parque intentando recordar unos versos de Juan Gil
Albert, pero no me llegaron hasta que mis pies comenzaron a producir
endecasílabos sobre la dura tierra. El poema decía así: «¿Quién no se ha
puesto un día una guerrera / de húsares, azul, un quepis negro / con un
aigret flamante, y las espuelas / con que el caballo vals galopa firme /
dentro de los espejos fugitivos / y cual viento de mayo se ha lanzado /
a la ocasión que pasa, al dulce atisbo / de la aventura errante, para
luego / llorar amargamente sobre el rastro / de una estrella fugaz?».
Hay versos para todas las ocasiones de la vida, incluso para todas las
ocasiones de la muerte. Recordemos el epitafio de Rilke: «Rosa, oh
contradicción pura / voluptuosidad de no ser el sueño de nadie / bajos
tantos párpados». No sé qué se entiende exactamente por una retirada a
tiempo, pero la poesía es un excelente refugio para las épocas de
turbación personal o colectiva. Lo decía muy bien Jaime Gil de Biedma en
De vita beata: «En un viejo país ineficiente, / algo así como España
entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una
casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no escribir, no
pagar cuentas / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi
inteligencia».
Qué
diferencia entre el poema de Juan Gil Albert, que habla, al menos en los
primeros versos, del atractivo de lo heroico, y los de Biedma, que
renuncian a cualquier clase de epopeya. ¡Y qué verdaderos los dos, los
dos poemas! Ambos, por cierto, para todas las edades: para aquella en la
que se corre detrás de las banderas y para aquella otra en la que se
corre delante, huyendo de la peste que dejan. En cierta ocasión, un club
de escritores jóvenes me invitó a dar una charla en su sede. Les dije
que un club de escritores jóvenes era tan absurdo como una asociación de
novelistas viejos. Todo escritor joven debe tener algo de viejo y todo
autor viejo debería tener algo de joven. Todo escritor que se precie
debería tener, incluso, algo de muerto. Esa unión de contrarios es la
que necesitamos ahora mismo en ámbitos tan alejados de la literatura.
¿Resultaría posible? Sí, pero con cantidades ingentes de talento
literario y de sensibilidad poética.
Decisiones inéditas
Juan José Millás
21.09.2017 | 05:30
Metí en el congelador una botella de vino blanco, me olvidé de ella y
se congeló. Pregunté en internet si me la podía beber, me dijeron que
sí y me la bebí. Yo todo se lo pregunto a internet. Ayer mismo le
pregunté qué rayos era una metaherramienta y acabé leyendo un artículo
sobre el cuervo de Nueva Caledonia, capaz de utilizar algunas
herramientas para fabricar otras, que es lo que define a la
metaherramienta. Cuando preguntas, además de averiguar lo que buscas
acabas encontrando lo que no buscabas, que con frecuencia es más
interesante. He adquirido con el cuervo de Nueva Caledonia una
familiaridad que no estaba en mis planes intelectuales ni afectivos.
Cada vez que salgo al campo y veo a un cuervo, aunque sea de aquí, lo
veo con unos ojos diferentes. Me ha cambiado la perspectiva sobre estos
pájaros y sobre los pájaros en general. Por eso, a todo el que esté
dispuesto a escuchar, le animo a que pregunte. La oración interrogativa
es uno de los grandes inventos gramaticales de la humanidad. En cierto
modo, es una metaherramienta especulativa, puesto que sirve para
fabricar otras herramientas de carácter mental.
No hay pregunta que no conduzca a otra. En el instante de cuestionarse
el asunto más nimio, el ser humano funda un rosario de interrogantes que
le conducirá, si no al estudio de las costumbres del cuervo de Nueva
Caledonia, a las consecuencias de la revolución agrícola, por ejemplo. Y
yo les aseguro que alguien capaz de hablar con cierto fundamento del
paso del cazador-recolector al agricultor estable durante el neolítico,
es alguien a quien conviene escuchar, porque al tiempo de contarnos ese
paso, está contándonos, como sin darse cuenta, nuestra vida. Todos, a lo
largo de nuestro crecimiento, hemos tenido algo de
cazadores-recolectores hasta que descubrimos las ventajas de la huerta
de tomates y lechugas en el jardín de casa.
La
capacidad de preguntar, si lo piensas, es fabulosa, mucho más que la de
contestar. Se aprende más preguntando que contestando. Los políticos
deberían ir a la tele a preguntar al público en vez de a ser preguntado
por él. De este modo, volverían a casa asombrados de lo aprendido y al
día siguiente tomarían decisiones inéditas.
Échense a temblar
Juan José Millás
18.09.2017 | 05:30
Un hombre de su tiempo, en los tiempos de la esclavitud, era
esclavista. No sé si con esto está dicho todo, pero los desarrollaremos,
por si acaso. El problema de nuestro tiempo es que está lleno de
hombres de nuestro tiempo que creen, pongamos por caso, en el interés
compuesto. Cuando tengamos perspectiva suficiente para observar el
interés compuesto como hoy observamos la esclavitud, nos echaremos las
manos a la cabeza.
„¿Cómo lo permitíamos? –nos preguntaremos espantados.
Todo
esto viene a significar que para que la humanidad progrese es preciso
que florezcan hombres (y mujeres, me di cuenta en la primera línea de
que el genérico no alcanzaba) que no sean de su tiempo. Hombres y
mujeres accidentales. Lo digo en el sentido en el que los ornitólogos
llaman «pájaro accidental» al que aparece en el lugar erróneo y en la
estación equivocada. Ese pájaro, que es un inadaptado, tiene muchas
posibilidades de morir. Pero si sobrevive habrá inaugurado un tiempo
nuevo para los de su especie. De modo que cuando oigan ustedes decir de
un banquero, un político, un escritor (vale decir una banquera, una
política, una escritora), como un halago, que son personas de su tiempo,
pónganse a temblar. Esta gente habría estado con la Inquisición en la
época de la Inquisición, con Hitler en la época de Hitler, y con los
geocentristas en la época del geocentrismo. No hay personas más
peligrosas que las de su tiempo.
Y
tal es nuestro problema actual, que estamos rodeados de gente de
nuestro tiempo. Trump es un hombre de nuestro tiempo, Mario Draghi es un
hombre de nuestro tiempo, Rajoy es un hombre de nuestro tiempo, Macron
es un hombre de nuestro tiempo, Christine Lagarde es una mujer de
nuestro tiempo, Theresa May es una mujer de nuestro tiempo, Ana Patricia
Botín es una mujer de nuestro tiempo. Se trata solo de un ramillete de
hombres y mujeres de nuestro tiempo, el primero que se nos ha venido a
la cabeza. Todos y todas desarrollan políticas económicas y actitudes
personales de nuestro tiempo. Son tantos, en fin, y tan agresivos que
uno tiene que disfrazarse de ellos para no ser esclavizado, vendido,
torturado o invadido.
Tú también
Juan José Millás
16.09.2017 | 00:11
Envejecer es como acostumbrarse a la oscuridad. Te pones a leer a las
tres de la tarde, por ejemplo, una novela apasionante junto a la
ventana de tu cuarto de estar, y mientras pasas las páginas, el sol
declina y la habitación se enluta sin que te des cuenta, pues tus ojos
van adaptándose a la pérdida paulatina de la luz. Solo cuando ya es
prácticamente de noche, se te ocurre encender una lámpara y entonces te
das cuenta del tiempo que llevabas leyendo a oscuras. Si en plena vejez,
encendiéramos la luz o, lo que es lo mismo, regresáramos de golpe a los
20 años, repararíamos en los estragos de la edad. Al no poder hacerlo,
tampoco somos conscientes de las capacidades perdidas, ni de las
habilidades adquiridas. Envejecer es como acostumbrarse a la oscuridad.
El día que la oscuridad deviene total, tampoco te enteras porque estás
muerto.
Hay otro asunto
curioso, y es que no se envejece de manera lineal. No todos los días o
todos los años de la vida se baja un escalón. A veces se suben dos,
aunque luego se bajen tres. Hay gente que está mejor de salud entre los
sesenta y los setenta que entre los cincuenta y los sesenta. Tarde o
temprano todo el mundo se muere, pero en el viaje hacia la tumba hay
retrocesos considerables, como si en vez de coger la autopista, se
pudieran elegir caminos secundarios con vueltas y revueltas capaces de
retrasar y de invertir incluso, siempre de forma temporal, el proceso.
Esto se debe al hecho de que en el camino hacia la vejez no solo
interviene la biología, sino también la mente.
Hasta
los médicos más biologicistas recurren en alguna ocasión al término
psicosomático para explicar un malestar sin causas físicas aparentes.
-Lo suyo es psicosomático.
Nadie, sin embargo, explica el bienestar desde ahí.
-Tiene usted una salud psicosomática a prueba de bombas.
Mal
hecho. La mente puede ser un acelerador o un retardador del
envejecimiento. Tanto o más que la vitamina D, ahora tan de moda. Por
cierto, que se me ha hecho de noche casi sin darme cuenta. Así, tú
también te harás viejo.
Atroz
Juan José Millás
12.09.2017 | 05:30
Lo de Cataluña produce más palabras de las que podemos leer, incluso
de las que somos capaces de escuchar. Hay una inflación verbal que quita
valor a las frases como la inflación económica resta valor al dinero.
Cada día que pasa, las frases valen menos, aunque las selecciones de los
medios más prestigiosos o de las firmas más lúcidas. Cuando el discurso
sobre cualquier asunto se devalúa, el asunto pierde fuelle también.
Nadie es capaz de leerse un sumario judicial de veinte mil folios, pero
sí una novela de cien páginas sobre ese sumario. La diferencia entre el
sumario y la novela está en el arte. El sumario no lo tiene; la novela,
sí. Lo de Cataluña comienza a adquirir el tamaño colosal de un sumario
con su lenguaje reiterativo y aburrido. Todos los artículos, dentro de
su variedad, son el mismo artículo; todas las opiniones, dentro de su
pluralidad, son la misma opinión. Aquí nos referimos a la sustancia, no a
la forma. La sustancia de fondo es pegajosa, impregna cualquier
información, no importa su tendencia o el medio en el que se difunda.
Viene a ser como si usted mezclara el jamón de jabugo con el pescado. El
jamón sabría a salmonete.
Los
expertos en vino llaman retrogusto a la permanencia de un sabor en el
paladar. El retrogusto de las informaciones sobre el asunto catalán es
de pescado. ¿Cómo es posible, se preguntarán muchos, cuando se trata de
un suflé? Pues por la misma mezcla a la que nos referíamos antes. Cuando
uno carga mucho el carrito de la compra, los huevos se rompen, la
merluza sufre un aplastamiento que se traduce en una pérdida de jugo, y
la fruta madura se descompone. No importa que haya comprado usted el
mejor chuletón de buey de la carnicería: su sabor de fondo será una
mezcla indistinguible de todo lo demás.
Es
lo que ha sucedido con el carrito de la compra intelectual en el que
hemos ido introduciendo informaciones varias sobre Cataluña: que lo
hemos llenado hasta los topes y lo dulce se ha mezclado con lo salado y
lo blando con lo duro. No nos sabe a nada. O, peor aún, sabe a pescado
rancio y huele a rayos. Aunque es cierto que unas palabras están más
podridas que otras, el conjunto resulta atroz. Necesitamos una novela
corta sobre el tema.
Deportes
Juan José Millas
11.09.2017 | 05:30
Uno va de pie, en el metro, manejando con dificultad las páginas
rebeldes del periódico. Ahí está uno, obsérvenlo, rodeado de infinidad
de unos. Decía Sartre que el infierno son los otros, pero aquí solo hay
unos. Los otros no viajan en metro. Los otros tienen coche oficial con
chófer.
Entonces, cuando uno
lee que España tiene el doble de millonarios que antes de la crisis,
levanta la mirada de la página para facilitar el tránsito del titular
por el duodeno de la mente (de ahí viene el colon irritable). Pero
resulta que al levantar la vista su mirada se cruza con la de otro uno
(valga la contradicción entre otro y uno) que a siete o diez cabezas de
él acaba de leer el mismo titular y trata de asimilar el golpe. De modo
que España tiene el doble de millonarios que antes de la crisis. Los dos
unos se observan, comprenden la coincidencia que les acaba de ocurrir y
telepáticamente se dicen:
No puede ser.
Pero
sí puede ser. El doble de millonarios que antes de la crisis, lo que
coincide con la multiplicación de los pobres, que también han sufrido un
crecimiento enorme. Si creemos en la teoría de los vasos comunicantes,
lo que se ha producido es una transferencia de renta de las clases
medias y bajas hacia las altas. Cuanto más sacan los ricos de su vaso,
más ciudadanos son expulsados hacia los márgenes del sistema
¡Caramba!
Debería
tratarse de una noticia que movilizara a las masas, que produjera una
vergüenza colectiva insoportable, que descalificara sin duda alguna, y
para la historia, la política económica de los últimos años. De modo que
la crisis ha consistido en que parte de los ahorros y de los salarios
de la gente humilde han ido a parar a las faltriqueras de los
millonarios.
¡Caramba!
Usted,
que es uno de los dos unos cuyas miradas se acaban de encontrar en el
vagón del metro, dice ¡caramba! no porque no sea capaz de pronunciar
interjecciones de extrañeza o enfado de mayor calibre, sino porque se
encuentra atónito (sin tono). Entonces, intercambia otra mirada de
impotencia con su interlocutor telepático e intenta llegar
desesperadamente a las páginas de Deportes.
Convicciones
Juan José Millás
09.09.2017 | 05:30
Vi hace poco en el telediario un vídeo donde un policía
norteamericano le decía a una mujer a la que acababa de detener que no
tuviera miedo, pues no pensaba disparar.
–Solo matamos a los negros– añadió.
Pensé
en la época, no tan lejana, en la que los negros, en el cine, solo
podían hacer de negros. Ahora ya pueden hacer, qué sé yo, de ingenieros.
Sin embargo, cuando los detiene la policía por un problema de tráfico
solo pueden hacer de muertos. Las minorías, sean del tipo que sean,
tienen muchas limitaciones. Hasta Juego de Tronos, los enanos, en las
películas, solo podían hacer de enanos. El enano de esa serie es la
excepción a la regla. Cuando en una playa nudista se introduce un tipo
con bañador, se convierte automáticamente en el 'textil' de la zona.
Creo que 'textil' se está convirtiendo en el antónimo de nudista, lo
escuché no sé dónde. Pues bien, ese hombre con bañador puede estar
dotado de un sinfín de virtudes o de defectos curiosísimos, pero nadie
se acercará a él para interesarse por su formación cultural o sus
habilidades culinarias. Será un 'textil', y punto. Del mismo modo, si en
una playa de textiles se colara un nudista, devendría inmediatamente en
'el nudista', aunque fuera también Premio Nobel de Física. Aficionados
que somos a las reducciones, sobre todo desde que nos hemos entregado a
la cocina. Siempre me sorprende escuchar el término 'reducción' en los
programas de gastronomía de la tele. Reducción al vino blanco.
Las
que más nos gustan, no obstante, son las reducciones al absurdo.
Escuché en la radio a una mujer que tenía un hijo autista. Intentaba, la
pobre, que no se hiciera lo que yo acabo de hacer: decir que alguien es
autista en vez de decir que tiene autismo. Si es autista, en el cine
solo podrá de hacer de autista como los negros, en los altercados con la
poli, hacen de muertos. Las etiquetas reducen y reducen precisamente al
absurdo. Pero parece que no podemos vivir sin ellas ni sin los
alfileres con los que clavamos al insecto disecado en el corcho.
Clasificar nos chifla, nos proporciona tranquilidad, nos confirma en
nuestras convicciones. En nuestras convicciones de mierda.
–Señora, no sufra, solo matamos a los negros.
Idealismo idiota
Juan José Millás
06.09.2017 | 09:52
La mayor amenaza contra el libre comercio es el libre comercio. Por
eso se persigue tanto a los manteros y a los vendedores de mojitos en
las playas, no por la materia fecal, que la materia fecal está en todas
partes, sino porque la venden de manera libre. Significa que la
expresión "libre comercio" es un invento para disfrazar y defender los
monopolios. A poca historia que se estudie, uno descubre que los que se
llaman partidarios del libre comercio son absolutamente proteccionistas
cuando las cuentas no les salen. La lucha entre el liberalismo y el
proteccionismo es más ficticia que real sin consideramos que los
temperamentos liberales son los que se comportan en la práctica de forma
más proteccionista. Hagan cuentas de lo que nos ha costado a los
españoles en los últimos años salvar a la banca liberal y comprenderán
de qué hablamos cuando hablamos de amor.
Libre comercio, sí, pero con reglas - dicen cuando se trata de perseguir a cuatro manteros.
Ya
conocemos las reglas y lo que hemos pagado por mantenerlas. También
sabemos de qué modo el llamado libre comercio ha arruinado a comunidades
enteras de campesinos y ganaderos de todas las partes del mundo. Cuando
escuchamos que se va a firmar un nuevo tratado de libre comercio entre
dos potencias mundiales, nos echamos a temblar, porque seguramente no
tiene otro objeto que el de condenar a muerte al pobre campesino de
Ecuador, por poner el ejemplo de un país que podría ser la despensa de
media humanidad.
El mejor
tratado de libre comercio debería ser el que no se firma, pero eso -nos
dirán- es una forma de idealismo idiota, ya que las cláusulas más
importantes de estos tratados son las que vienen en el apartado de las
restricciones. Ahí, en las restricciones, es donde nos encontramos al
mantero y al vendedor playero de mojitos, como si nunca hubiéramos
encontrado una rata muerta en el fondo de un bote de refrescos de una
marca importante. Todo ello por no hablar de la materia fecal que, en
forma de productos bancarios, nos han estado vendiendo los partidarios
del libre comercio a los que hemos tenido que rescatar con nuestro IRPF.
Las lumbares
Juan José Millas
04.09.2017 | 05:30
Desenterrar y exhumar significan lo mismo, pero Stephen King, de
escribir en español, utilizaría desenterrar, que suena más truculento.
Preferiría también enterrar a inhumar, porque inhumar parece un
eufemismo. Se inhuma a los Papas, pero a las personas corrientes se nos
entierra y se nos desentierra. La incineración ha venido a librarnos de
todo ese trajín. A Dalí, mayormente, lo han desenterrado. Lo acabo de
comprobar ojeando titulares de prensa en internet. Fueron pocos los
periodistas que lo exhumaron, pese a su vocación papal. Desembocamos en
septiembre con la impresión de hallarnos en un proceso de desentierro
colectivo. Los españoles somos muy de enterrarnos y desenterrarnos,
mucho más que de inhumarnos y exhumarnos. Somos un poco brutos, en fin,
nobles, pero brutos. Lee uno la prensa de estos días y todas las
rencillas políticas o sociales le suenan a otras épocas. Como si, en vez
de estrenar el otoño, que sería lo suyo, estuviéramos desenterrándolo.
Septiembre se nos aparece así, más que como un recién nacido, como un
cadáver cuyo rostro hubiera quedado al descubierto por la erosión de las
últimas granizadas.
No
sabemos qué dirá el análisis del ADN de Dalí, ni nos importa mucho, la
verdad, pero el ADN español vuelve donde solía. Estábamos yendo hacia
Europa a velocidades de vértigo, cuando Europa comenzó a retroceder
hacia España y nos encontramos en el centro, atónitos. Habría que
exhumar las viejas y románticas ideas que teníamos acerca de Europa,
seguramente falsas. La Europa de las catedrales, de las universidades,
de la cultura con fundamento. La vieja Europa. Pero no va a ser fácil
con Macron en el Elíseo. La grandeur francesa ha devenido en
rímel para las pestañas y coloretes para las mejillas. Todo ello muy
caro y muy barato a la vez. Muy caro desde el punto de vista económico y
tirado desde una perspectiva moral.
Con
el desentierro de septiembre, regresa el otoño caliente de toda la
vida. La lucha por lo obvio. Fíjense en las camareras de hotel, las
kellys, que a juzgar por lo que les duelen las lumbares, parece que
desentierran cada mañana a los clientes en vez de hacerles la cama. Solo
piden un salario como Dios manda. Pero Dios está enterrado. O inhumado,
ahora no caigo.
No es plan
Juan José Millás
02.09.2017 | 00:52
El cambio climático ha llegado a nuestro dormitorio. No al mío y al
de mi cónyuge, que también, sino al dormitorio de todos en general.
Hasta ahora, se trataba de algo que ocurría ahí fuera. Salías de casa y
lo notabas enseguida porque en el invierno ya no necesitabas abrigo y en
verano, aunque te fueras al norte, podías prescindir prácticamente del
paraguas. Pero un día te metiste en la cama y resulta que la temperatura
o la humedad no se correspondían con la hora, ni con la época. ¿Qué
ocurría? Que te habías acostado con el cambio climático. Significa que
ya no era un concepto, sino un compañero de cama. Cuando las ideas
abstractas se cuelan en el domicilio particular devienen en concreciones
amargas. Así, el dicho según el cual toda familia guarda un cadáver en
el armario tiene gracia mientras no pasa de refrán. Cuando da el salto
de frase hecha a hecho consumado, mal asunto. Si llaman de madrugada a
tu puerta, será la policía, no el lechero.
El
cambio climático se puede seguir en directo. Te sientas a ver el
telediario de la noche y ves cómo el granizo y la lluvia azotan el
tejado de tu propia casa, incluso puedes verte a ti mismo achicando el
agua de los bajos mientras dices a la cámara que esto no había pasado
nunca. Cuando pasa lo que no había pasado nunca, te ves obligado a
realizar unos ajustes mentales en los que la realidad suele ganar el
pulso. El pensamiento de que a no mucho tardar media España será un
desierto ha abandonado de súbito el mundo de las ideas para trasladarse
al mundo de las cosas. La relación entre el mundo de las ideas y el de
las cosas ha sido conflictiva desde Platón. No es lo mismo un temporal
imaginado que un temporal sucedido. Hasta ahora vivíamos en el mundo de
los imaginados, pero eso se acabó.
El
primo meteorólogo de Rajoy debería tomar nota y asesorar bien al
presidente del Gobierno. Nosotros no tenemos ni idea del asunto, somos
de letras y siempre hemos mirado la sección de El Tiempo de los
telediarios como una curiosidad repleta de isobaras y presiones
atmosféricas. Nos gustaba la familiaridad adquirida con el anticiclón de
las Azores. Pero es que el anticiclón se nos ha metido en la cocina. Y
no es plan.
Que lo embalsame
Juan José Millás
30.08.2017 | 05:30
Macron, nuestro héroe político y sentimental, se ha gastado 26.000
euros de dinero público en maquillaje y maquillador durante los primeros
tres meses de su mandato. Hagan cuentas. Ocho mil y pico euros al mes,
no tengo tiempo ahora de calcular cuántos salarios mínimos porque
escribo deprisa, deprisa, urgido por la intensidad informativa de
nuestro tiempo, donde las categorías y las anécdotas se revuelven en la
gusanera de la asquerosa actualidad. Un insecto pequeño recorre el
teclado de mi ordenador, evitando las teclas sobre las que caen mis
dedos y escribiendo a la vez, como sin darse cuenta, un artículo
alternativo en el que se caga en todo, que es lo que me gustaría a mí
esta mañana de bruma, cagarme en todo. No puedo hacerlo, sin embargo,
primero porque yo formo parte de todo y segundo porque estilísticamente
quedaría mal. Un martes le encargué a un alumno del taller de escritura
que escribiera un texto contra el caldo de pollo y el miércoles nos leyó
lo siguiente: «Me cago en el caldo de pollo».
El
texto era magnífico desde el punto de vista del encargo, quién lo duda.
Pero le faltaba elaboración. Tal es el peligro de nuestros días, la
falta de elaboración por las ganas de cagarnos rápidamente en todo. Y es
que lo de Macron, nuestro héroe político y sentimental, es una
categoría, aunque haya ido a parar al cajón de las anécdotas. Significa
que hay que ser un auténtico desgraciado para querer llevar a cabo en
Francia una reforma laboral como la que Rajoy perpetró en España y
gastarse a la vez 26.000 euros en afeites. Hay que ser un perfecto
sinvergüenza, un tipo sin escrúpulos, un desfachatado, seguramente un
facha. ¿En qué rayos pensaba este sujeto mientras le ponían en la cara
los colores que ha sacado a todos los que recomendaron votarle?
¿Continúa habilitado un cínico de tal calibre para gobernar Francia? Sin
duda, no, pero él no ha venido para gobernar, sino para hacer el caldo
gordo a los poderes financieros. Me cago en el caldo gordo.
Fuentes
del Elíseo aseguraron que existe la voluntad de reducir sustancialmente
esa tarifa. Pues nos cagamos también en las fuentes. Que sigan pagando
lo mismo al maquillador, pero que lo embalsame. Punto.
Paquetes
Juan José Millás
29.08.2017 | 05:30
Me enteré del regreso del fútbol a nuestras vidas por casualidad, al entrar en un bar cuyo televisor retransmitía un partido.
-¿Pero qué es esto? –pregunté.
-La Liga, que acaba de empezar.
-Si aún estamos en agosto.
-La Liga es muy madrugadora.
En
efecto, era la Liga. Septiembre acababa de ser inaugurado con diez o
doce días de adelanto. El entonces ministro Cascos dijo en su día que el
fútbol era una cuestión de interés general y que por lo tanto debía ser
gratuito. El tiempo ha acabado por darle la razón en lo primero.
Gratuito creo que no es. Todavía. Quizá deberíamos nacionalizarlo.
El
caso es que salí del bar con el típico escalofrío de los primeros días
del otoño y a la mañana siguiente estaba resfriado por culpa del
partido. Así es la vida: si no hubiera entrado en el bar a por tabaco,
no me habría enterado de nada y seguiría tan sano. Lo que no sé es si al
haber cogido ahora el constipado, me libraré de él en las fechas
canónicas o si este año cogeré dos. En cualquier caso, la llegada
anticipada de septiembre ha trastocado todos mis planes. De hecho,
pensaba haber dejado de fumar el día 1 y lo he adelantado, claro, con
gran desconcierto de mis neurotransmisores, que han tenido que activarse
también antes de la fecha prevista para sustituir a la acción de la
nicotina. Una lata, porque entre que la una se va y los otros llegan se
establece un vacío, una tierra de nadie, donde las terminaciones
nerviosas del cerebro establecen las conexiones que les da la gana. Una
sinapsis no controlada puede alumbrar ideas muy autodestructivas. He
dejado asimismo el gin tonic, que también es para el verano, por lo que
mis riñones se han levantado en armas, pues no conocen diurético mejor
que la ginebra.
El fútbol
tiene, a nivel social, un papel normalizador, desde luego. Enciendes la
radio, escuchas la epopeya de Ronaldo corriendo por la banda y aquí no
ha pasado nada. El mundo sigue igual. Pero individualmente puede
destrozarte la vida, ya sea gratuito o de pago. Yo lo pago, pero no sé
por qué. Debe de venir en un paquete y últimamente todo me lo venden en
paquetes.
Tuercas
Juan José Millás
26.08.2017 | 05:30
Hace poco me quedé colgado en un ascensor que había sido revisado esa
misma mañana. Mal revisado, supongo, con prisas, presionado el operario
o los operarios por una dirección que, obedeciendo a algoritmos
económicos, tasa cada minuto y cada segundo de sus trabajadores,
seguramente eventuales. Lo de mi ascensor es una anécdota. No pasó nada
porque los sistemas automáticos estaban en forma. Me sacaron y punto.
Pero como no era la primera vez que me ocurría, decidí volver a las
escaleras, donde me encuentro con vecinos que suben o bajan porque la
gente, creo yo, está volviendo a las escaleras debido a la pérdida de
confianza en el mantenimiento.
Se me estropeó la lavadora. Llamé al técnico.
-Cómprese una nueva –me dijo-, con los años que tiene se va a gastar más en el mantenimiento.
Cambié de coche 50.000 quilómetros antes de
lo previsto porque un mantenimiento de mala calidad empezaba a salirme
por un ojo de la cara (de dónde, si no). Si todo esto sucede a escala
individual, ¿Qué ocurrirá con el mantenimiento del Estado, por ejemplo?
¿Está privatizado? ¿Hay ya situaciones en las que el ascensor del Estado
de derecho se queda entre piso y piso o, peor, se desploma sin que se
active el sistema de frenado? ¿Hay gente a la que el Estado da con la
puerta en las narices porque no está en condiciones de abrírsela? Cuando
llegas, no sé, a las urgencias del hospital y te estabulan en un
pasillo, ¿eso qué es? Eso es falta de mantenimiento, la misma que me
dejó colgado a mí en el ascensor.
Cuando
Margaret Thatcher decidió ponerle a la economía británica un cohete en
el culo (dónde, si no), los trenes empezaron a descarrilar. Perdían en
muertos lo que habían ganado en despidos. Pero para el pensamiento
ultraliberal los muertos son el carbón del que se alimenta la caldera.
Nunca se le pidieron responsabilidades mientras estaba en condiciones de
darlas y luego se le fue cabeza. Es lo que se dice, que se le fue la
cabeza, cuando la verdad es que había llegado al gobierno sin ella. De
lo primero que prescindimos cuando hay que apretar las tuercas es del
mantenimiento. Pero a veces todo depende de una tuerca mal apretada.
Sin vergüenza
Juan José Millás
23.08.2017 | 07:41
Ahora que todo el mundo reconoce que las capas más pobres de la
ciudadanía son las que han pagado el pato de la crisis, cabe preguntarse
el porqué. Y lo único que se nos ocurre es que los que más tenían,
además de dinero, y quizá por eso, disponían a su antojo de la policía,
la justicia, la sanidad, las obras públicas, el PIB, el fondo de
pensiones y el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, entre otros.
La realidad tiene dueños que, como amos que eran del paisaje,
dispusieron quién pagaba el pato de la crisis, o de lo que haya sido,
porque aún no está claro si la crisis ha sido una crisis o un atraco. En
otras palabras, toda esta gente no solo no abonó la parte que le
correspondía, sino que se enriqueció más metiendo la mano en el bolsillo
de los débiles. Se aprecia muy claro en las estadísticas. En otras
palabras: el llamado Estado de derecho tiene dueños, de ahí, entre otras
cosas, que Hacienda haya transferido al Santander 500 millones de euros
por absorber con una pajita el Popular.
Sorprende
observar cómo hasta los empresarios más impresentables, si se les
pregunta, reconocen que el esfuerzo llevado a cabo para que la economía
se recuperara ha partido el lomo a los que ya lo tenían quebrado. Lo
confiesan sin vergüenza alguna, porque también son los dueños de las
palabras, para manifestar a continuación, con gesto indulgente, que tal
vez haya llegado el momento de que la bonanza alcance, un poquito, a los
salarios.
- ¿Acaso no deberíamos haber empezado por ahí?
- Primero teníamos que forrarnos nosotros.
- Pero si ustedes ya estaban forrados.
- Cállese o le aplico la reforma laboral.
Ahora
se comprende también cómo pudo ponerse en pie esa reforma que incluía
el cierre de los pocos despachos de abogados laboralistas que quedaban,
pues donde no hay derechos laborales es absurdo que haya defensores de
la mano de obra.
Lo más
provocador, si cabe imaginar algo más provocador, es que justifican la
necesidad de estas timidísimas subidas salariales en la caída del
consumo. Tenemos que consumir un poco más para no morirnos de inanición y
aguar la fiesta a los dueños de la realidad.
Nos hacemos cargo
Juan José Millás
22.08.2017 | 05:30
Para el ministro Guindos, lo esencial en el conflicto de los
trabajadores de Eulen es «la seguridad y la comodidad de los usuarios».
Guindos no es ministro de Interior, ni de Transportes, tampoco de
Turismo. Guindos es ministro de Economía. ¿Por qué entonces se mete
donde no le llaman? Como responsable de los números, lo que debería
preocuparle es si los trabajadores de Eulen llegan a fin de mes. O si
Eulen corre peligro de quebrar por sus reivindicaciones. Pero Eulen se
ha forrado con la externalización, o privatización, como quieran
llamarla. De hecho, no hace otra cosa que aumentar sus beneficios. Y
Aena ha ganado más de mil millones de euros, que es una fortuna. No
parece, pues, que las empresas corran peligro alguno. Los que sí están
hechos polvo, con salarios de hambre, son los trabajadores.
Guindos
no tiene ni idea de lo que gana un trabajador de Eulen o de cualquier
otro sitio. Guindos vive en las grandes cifras, delante de las grandes
cifras, detrás de las grandes cifras, alrededor de las grandes cifras.
Sería impensable que ante un conflicto como el que comentamos se
preguntara cuánto gana uno de esos hombres o mujeres que velan por
nuestra seguridad, cuántos hijos tienen, qué pagan de alquiler. ¿Se
imaginan a Guindos informándose acerca de si estos trabajadores pueden
encender la calefacción en invierno? No, en absoluto, pero no nos cuesta
nada imaginárnoslo comiendo con el presidente de Aena en un restaurante
de cinco tenedores. Miren cómo se lo ha pasado Dastis en Ecuador a
costa de nuestro IRPF.
Así que
lo que le preocupa a Guindos es «la seguridad y la comodidad de los
usuarios». ¿Cuántos crímenes se cometen en nombre de la seguridad? Hay
regímenes políticos que la prohíben bajo la coartada de garantizarla, o
que condenan la libertad con la excusa de protegerla. El de Franco era
experto en estas maniobras paradójicas que a veces colaban. Pero a lo
que íbamos es a que Guindos ha tenido una oportunidad única para
demostrar que, como ministro de Economía, era sensible a los problemas
salariales de los trabajadores, y la ha tirado a la basura colocándose
sibilinamente junto a los explotadores. Nos hacemos cargo. Después de
todo viene de donde viene y va a donde va.
Una forma de piedad
Juan José Millás
19.08.2017 | 05:30
El silencio llegó a la playa a través de los ruidosos móviles. De
súbito, había más gente de la acostumbrada observando el suyo. Algo
estaba pasando. Miraras adonde miraras, veías pantallas en las manos y
gestos de preocupación. La noticia saltaba de una sombrilla a otra.
- Un muerto y 13 heridos.
Se hablaba en voz baja, al modo en que se trasmiten las confidencias y los pésames
- Un atentado en Barcelona. Una furgoneta, en La Rambla.
La
playa iba quedando en silencio. Las gaviotas, extrañadas por la
pesadumbre que se cernía sobre los bañistas, no se aventuraban, como
otras tardes, a caer en picado sobre la merienda de los niños. Algo raro
pasaba ahí abajo. A medida que transcurrían las horas, aumentaba el
número de muertos, y de heridos. La gente que paseaba por la orilla,
advertida también de la tragedia, volvía a la toalla con expresión grave
para comprobar a través de su propio móvil lo que acababa de
escuchar. Los había con más cobertura que otros. Algunos medios
digitales se limitaban casi al titular. La confusión lógica de las
primeras horas. El desasosiego.
La tarde comenzaba a caer,
-Trece muertos y unos sesenta heridos.
Las
cifras subían al tiempo que el mar se retiraba. Había amanecido a las
7,30 y la puesta de sol sería a las 21,20. La bajamar, a las 20,43. Para
entonces, pese a la temperatura, excelente, apenas quedaba nadie en la
playa. Los excesos de realidad, paradójicamente, detienen la realidad.
El silencio como una forma de piedad por aquellos a los que ni siquiera
conocíamos.