Paquetes
Juan José Millás
29.08.2017 | 05:30
Me enteré del regreso del fútbol a nuestras vidas por casualidad, al entrar en un bar cuyo televisor retransmitía un partido.
-¿Pero qué es esto? –pregunté.
-La Liga, que acaba de empezar.
-Si aún estamos en agosto.
-La Liga es muy madrugadora.
En
efecto, era la Liga. Septiembre acababa de ser inaugurado con diez o
doce días de adelanto. El entonces ministro Cascos dijo en su día que el
fútbol era una cuestión de interés general y que por lo tanto debía ser
gratuito. El tiempo ha acabado por darle la razón en lo primero.
Gratuito creo que no es. Todavía. Quizá deberíamos nacionalizarlo.
El
caso es que salí del bar con el típico escalofrío de los primeros días
del otoño y a la mañana siguiente estaba resfriado por culpa del
partido. Así es la vida: si no hubiera entrado en el bar a por tabaco,
no me habría enterado de nada y seguiría tan sano. Lo que no sé es si al
haber cogido ahora el constipado, me libraré de él en las fechas
canónicas o si este año cogeré dos. En cualquier caso, la llegada
anticipada de septiembre ha trastocado todos mis planes. De hecho,
pensaba haber dejado de fumar el día 1 y lo he adelantado, claro, con
gran desconcierto de mis neurotransmisores, que han tenido que activarse
también antes de la fecha prevista para sustituir a la acción de la
nicotina. Una lata, porque entre que la una se va y los otros llegan se
establece un vacío, una tierra de nadie, donde las terminaciones
nerviosas del cerebro establecen las conexiones que les da la gana. Una
sinapsis no controlada puede alumbrar ideas muy autodestructivas. He
dejado asimismo el gin tonic, que también es para el verano, por lo que
mis riñones se han levantado en armas, pues no conocen diurético mejor
que la ginebra.
El fútbol
tiene, a nivel social, un papel normalizador, desde luego. Enciendes la
radio, escuchas la epopeya de Ronaldo corriendo por la banda y aquí no
ha pasado nada. El mundo sigue igual. Pero individualmente puede
destrozarte la vida, ya sea gratuito o de pago. Yo lo pago, pero no sé
por qué. Debe de venir en un paquete y últimamente todo me lo venden en
paquetes.
Tuercas
Juan José Millás
26.08.2017 | 05:30
Hace poco me quedé colgado en un ascensor que había sido revisado esa
misma mañana. Mal revisado, supongo, con prisas, presionado el operario
o los operarios por una dirección que, obedeciendo a algoritmos
económicos, tasa cada minuto y cada segundo de sus trabajadores,
seguramente eventuales. Lo de mi ascensor es una anécdota. No pasó nada
porque los sistemas automáticos estaban en forma. Me sacaron y punto.
Pero como no era la primera vez que me ocurría, decidí volver a las
escaleras, donde me encuentro con vecinos que suben o bajan porque la
gente, creo yo, está volviendo a las escaleras debido a la pérdida de
confianza en el mantenimiento.
Se me estropeó la lavadora. Llamé al técnico.
-Cómprese una nueva –me dijo-, con los años que tiene se va a gastar más en el mantenimiento.
Cambié de coche 50.000 quilómetros antes de
lo previsto porque un mantenimiento de mala calidad empezaba a salirme
por un ojo de la cara (de dónde, si no). Si todo esto sucede a escala
individual, ¿Qué ocurrirá con el mantenimiento del Estado, por ejemplo?
¿Está privatizado? ¿Hay ya situaciones en las que el ascensor del Estado
de derecho se queda entre piso y piso o, peor, se desploma sin que se
active el sistema de frenado? ¿Hay gente a la que el Estado da con la
puerta en las narices porque no está en condiciones de abrírsela? Cuando
llegas, no sé, a las urgencias del hospital y te estabulan en un
pasillo, ¿eso qué es? Eso es falta de mantenimiento, la misma que me
dejó colgado a mí en el ascensor.
Cuando
Margaret Thatcher decidió ponerle a la economía británica un cohete en
el culo (dónde, si no), los trenes empezaron a descarrilar. Perdían en
muertos lo que habían ganado en despidos. Pero para el pensamiento
ultraliberal los muertos son el carbón del que se alimenta la caldera.
Nunca se le pidieron responsabilidades mientras estaba en condiciones de
darlas y luego se le fue cabeza. Es lo que se dice, que se le fue la
cabeza, cuando la verdad es que había llegado al gobierno sin ella. De
lo primero que prescindimos cuando hay que apretar las tuercas es del
mantenimiento. Pero a veces todo depende de una tuerca mal apretada.
Sin vergüenza
Juan José Millás
23.08.2017 | 07:41
Ahora que todo el mundo reconoce que las capas más pobres de la
ciudadanía son las que han pagado el pato de la crisis, cabe preguntarse
el porqué. Y lo único que se nos ocurre es que los que más tenían,
además de dinero, y quizá por eso, disponían a su antojo de la policía,
la justicia, la sanidad, las obras públicas, el PIB, el fondo de
pensiones y el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, entre otros.
La realidad tiene dueños que, como amos que eran del paisaje,
dispusieron quién pagaba el pato de la crisis, o de lo que haya sido,
porque aún no está claro si la crisis ha sido una crisis o un atraco. En
otras palabras, toda esta gente no solo no abonó la parte que le
correspondía, sino que se enriqueció más metiendo la mano en el bolsillo
de los débiles. Se aprecia muy claro en las estadísticas. En otras
palabras: el llamado Estado de derecho tiene dueños, de ahí, entre otras
cosas, que Hacienda haya transferido al Santander 500 millones de euros
por absorber con una pajita el Popular.
Sorprende
observar cómo hasta los empresarios más impresentables, si se les
pregunta, reconocen que el esfuerzo llevado a cabo para que la economía
se recuperara ha partido el lomo a los que ya lo tenían quebrado. Lo
confiesan sin vergüenza alguna, porque también son los dueños de las
palabras, para manifestar a continuación, con gesto indulgente, que tal
vez haya llegado el momento de que la bonanza alcance, un poquito, a los
salarios.
- ¿Acaso no deberíamos haber empezado por ahí?
- Primero teníamos que forrarnos nosotros.
- Pero si ustedes ya estaban forrados.
- Cállese o le aplico la reforma laboral.
Ahora
se comprende también cómo pudo ponerse en pie esa reforma que incluía
el cierre de los pocos despachos de abogados laboralistas que quedaban,
pues donde no hay derechos laborales es absurdo que haya defensores de
la mano de obra.
Lo más
provocador, si cabe imaginar algo más provocador, es que justifican la
necesidad de estas timidísimas subidas salariales en la caída del
consumo. Tenemos que consumir un poco más para no morirnos de inanición y
aguar la fiesta a los dueños de la realidad.
Nos hacemos cargo
Juan José Millás
22.08.2017 | 05:30
Para el ministro Guindos, lo esencial en el conflicto de los
trabajadores de Eulen es «la seguridad y la comodidad de los usuarios».
Guindos no es ministro de Interior, ni de Transportes, tampoco de
Turismo. Guindos es ministro de Economía. ¿Por qué entonces se mete
donde no le llaman? Como responsable de los números, lo que debería
preocuparle es si los trabajadores de Eulen llegan a fin de mes. O si
Eulen corre peligro de quebrar por sus reivindicaciones. Pero Eulen se
ha forrado con la externalización, o privatización, como quieran
llamarla. De hecho, no hace otra cosa que aumentar sus beneficios. Y
Aena ha ganado más de mil millones de euros, que es una fortuna. No
parece, pues, que las empresas corran peligro alguno. Los que sí están
hechos polvo, con salarios de hambre, son los trabajadores.
Guindos
no tiene ni idea de lo que gana un trabajador de Eulen o de cualquier
otro sitio. Guindos vive en las grandes cifras, delante de las grandes
cifras, detrás de las grandes cifras, alrededor de las grandes cifras.
Sería impensable que ante un conflicto como el que comentamos se
preguntara cuánto gana uno de esos hombres o mujeres que velan por
nuestra seguridad, cuántos hijos tienen, qué pagan de alquiler. ¿Se
imaginan a Guindos informándose acerca de si estos trabajadores pueden
encender la calefacción en invierno? No, en absoluto, pero no nos cuesta
nada imaginárnoslo comiendo con el presidente de Aena en un restaurante
de cinco tenedores. Miren cómo se lo ha pasado Dastis en Ecuador a
costa de nuestro IRPF.
Así que
lo que le preocupa a Guindos es «la seguridad y la comodidad de los
usuarios». ¿Cuántos crímenes se cometen en nombre de la seguridad? Hay
regímenes políticos que la prohíben bajo la coartada de garantizarla, o
que condenan la libertad con la excusa de protegerla. El de Franco era
experto en estas maniobras paradójicas que a veces colaban. Pero a lo
que íbamos es a que Guindos ha tenido una oportunidad única para
demostrar que, como ministro de Economía, era sensible a los problemas
salariales de los trabajadores, y la ha tirado a la basura colocándose
sibilinamente junto a los explotadores. Nos hacemos cargo. Después de
todo viene de donde viene y va a donde va.
Una forma de piedad
Juan José Millás
19.08.2017 | 05:30
El silencio llegó a la playa a través de los ruidosos móviles. De
súbito, había más gente de la acostumbrada observando el suyo. Algo
estaba pasando. Miraras adonde miraras, veías pantallas en las manos y
gestos de preocupación. La noticia saltaba de una sombrilla a otra.
- Un muerto y 13 heridos.
Se hablaba en voz baja, al modo en que se trasmiten las confidencias y los pésames
- Un atentado en Barcelona. Una furgoneta, en La Rambla.
La
playa iba quedando en silencio. Las gaviotas, extrañadas por la
pesadumbre que se cernía sobre los bañistas, no se aventuraban, como
otras tardes, a caer en picado sobre la merienda de los niños. Algo raro
pasaba ahí abajo. A medida que transcurrían las horas, aumentaba el
número de muertos, y de heridos. La gente que paseaba por la orilla,
advertida también de la tragedia, volvía a la toalla con expresión grave
para comprobar a través de su propio móvil lo que acababa de
escuchar. Los había con más cobertura que otros. Algunos medios
digitales se limitaban casi al titular. La confusión lógica de las
primeras horas. El desasosiego.
La tarde comenzaba a caer,
-Trece muertos y unos sesenta heridos.
Las
cifras subían al tiempo que el mar se retiraba. Había amanecido a las
7,30 y la puesta de sol sería a las 21,20. La bajamar, a las 20,43. Para
entonces, pese a la temperatura, excelente, apenas quedaba nadie en la
playa. Los excesos de realidad, paradójicamente, detienen la realidad.
El silencio como una forma de piedad por aquellos a los que ni siquiera
conocíamos.
Cambios en el sector
Juan José Millás
16.08.2017 | 05:30
El turismo parece condenado a la clandestinidad. Si usted va a París,
disfrácese de parisino; si a Venecia, de veneciano; si a Barcelona, de
Barcelonés. En el futuro, lo más semejante a un turista será un agente
secreto. Véase a sí mismo en el interior de Notre Dame, fingiendo que
reza mientras observa de reojo la arquitectura de la catedral. Pasee
usted por la Gran Vía de Madrid como si, en vez de disfrutarla, la
sufriera. Dado el odio que el turista comienza a despertar, las agencias
de viajes tendrán que ampliar su negocio para enseñar a los turistas a
no parecerlo. De momento, nada de pantalones cortos, cámara fotográfica,
camisetas viejas y visera para el sol. Si usted desea visitar los
monumentos de Palma de Mallorca, mimetícese con el paisaje humano. Sea
uno de ellos. No pida cocido en Madrid, ni pescadito frito en Andalucía,
ni fabes con almejes en Asturias.
Como
proyecto novelesco, la idea de hacer turismo fingiendo que vas o
vuelves del trabajo, nos parece fabulosa. Se crearían patrullas
ciudadanas especializadas en desenmascarar a los impostores. Iría usted
paseando por la Piazza di Popolo, en Roma, haciendo como que se dirige
al notario, cuando alguien a unos metros gritaría:
- ¡Aquí hay una familia de turistas!
Volvería
usted los ojos y vería a un matrimonio japonés, con sus dos hijos y sus
nueras ridiculizados por la multitud. Se habían vestido de lagarterana,
sea como sea ese disfraz, hasta que un miembro de la patrulla notó que
caminaban demasiado juntos, como si estuviesen acostumbrados a moverse
en grupo. Ahí tienen a los seis delincuentes a punto de ser conducidos
al patíbulo mientras usted sigue caminando hacia la notaría falsa a paso
ligero.
Turismo
clandestino. Una nueva forma de ser, de viajar, que cambiará la faz de
ese importante sector industrial. En Buenos Aires, por ejemplo, para
escuchar tango, deberá usted disponer de contactos especiales que le
proporcionarán direcciones secretas, donde se cantará en voz baja para
no alertar a los vecinos. Y qué decir de los tablaos flamencos
sevillanos, ocultos tras la fachada de una pollería. Veo más problema en
los vuelos chárter. ¿Cómo aterrizar sin ser detectados?
Cuando truena
Juan José Millás
15.08.2017 | 05:30
La región lumbar posee unas fronteras imprecisas, de ahí las
dificultades para someterla cuando se levanta en armas. Quienes han
sentido sus embestidas saben que el dolor aparece cuando quiere y se va
cuando le da la gana. Su intensidad, muy variable, puede provocar una
molestia insignificante, pero también una parálisis total. Un día
cualquiera sales de la cama y hace sol y tú estás eufórico porque tu
madre muerta se te ha aparecido en sueños para decirte que no te
preocupes, porque todo se va a arreglar, de modo que te diriges a la
cocina, pones una taza de agua en el microondas para preparar el té,
pero he aquí que al sacar la bolsita de la caja se te escurre y va a
caer al suelo. Te agachas para recogerla y en ese mismo instante la
región lumbar te declara la guerra. Ignoras con qué te han disparado
pero lo cierto es que no puedes volver a la posición erguida.
Si
la intensidad del dolor es de la de quedarse doblado, no te pone
derecho ni una cita con el Rey, que es lo último que se suspende en la
vida. Rajoy la retrasó dos horas, que ya es retrasar para un hombre que
dispone de un equipo médico las 24 horas del día durante los 365 días
del año.
Y ese equipo
médico está siempre ahí, a diez o doce metros de distancia, con sus
desfibriladores y sus tensiómetros y sus estetoscopios, también con sus
antihistamínicos, sus ansiolíticos, sus pastillas para el mareo y sus
ampollas para el dolor de muelas. Significa que no tardan ni dos minutos
en atenderle, aunque no lleve encima la tarjeta de la Seguridad Social.
Tampoco se la piden. Seguro que le hicieron de todo, desde un masaje a
cuatro manos a la prescripción de medio quilo de antiinflamatorios.
Había que salvar la cita con el Rey, a la que llegó derecho, pero
grogui. Hemos de decir que se le notaba, ¿Y ahora qué? Pues a negociar
con la región lumbar. Lo primero que tiene que averiguar es qué quiere:
si más atenciones o la independencia. Se sabe de regiones lumbares que
han logrado la independencia provocando daños irreparables en el resto
de la geografía corporal. Nuestro consejo, pues, es que negocie, y que
lo haga sin trampas, con sinceridad. Desde aquí le advertimos que se
trata de una región difícil de la que solo nos acordamos cuando truena.
¿Quién habla de negocios?
Juan José Millás
13.08.2017 | 05:30
Amancio Ortega colecciona edificios y yo colecciono cajas. Parece que
no, pero se trata de la misma patología en cuyo origen está la pasión
por las oquedades. Es verdad que Ortega, después de comprar un edificio,
lo alquila, que viene a ser como forrar el hueco. Pero lo hace por
miedo al qué dirán, porque también es empresario.
Si
por él fuera, estoy seguro de que los tendría vacíos y por la noche, en
la cama, antes de rendirse al sueño, iría imaginariamente de uno a otro
como un vigilante que hace la ronda. Del edificio de veinte plantas de
Nueva York al de quince de Tokyo, o al de dieciocho de Londres, o al de
cuarenta y dos de Sídney. Así yo recorro mi colección de cajas vacías.
Tengo tantas que de algunas me olvido, aunque todas están registradas en
un cuaderno, como los edificios de Ortega en el notario.
Ahora
leo en el periódico que la hija mayor del magnate gallego ha heredado
este vicio de su padre y compra edificios allá donde se presenta la
ocasión. Edificios que, además, se revalorizan. Empezó con unas oficinas
normales, y a estas alturas posee ya un imperio, que también alquila
(por el que dirán, más que por las rentas, supongo).
Mis
cajas no se revalorizan, esa es otra de las diferencias que nos
separan. Al contrario, envejecen, entre otras cosas por problemas de
almacenamiento. Intente usted llenar sus casa de cajas de todos los
tamaños y verá la cantidad de espacio que ocupa el vacío. Hace poco tuve
que tirar media docena. Una de ellas, maravillosa, había contenido una
botella de ginebra que todavía no he terminado. Por las tardes, a la
hora de gin tonic, me arrepiento de haberme desprendido de ella. Perra vida.
Para
ahorrar espacio, y siguiendo el método de las muñecas rusas, he
guardado varias cajas pequeñas dentro de otras grandes, solo que las
cajas contenidas no tienen nada que ver con las contenedoras. Es una
solución, pero le quita toda la gracia a la oquedad, y ya hemos dicho
que la pasión por la caja oculta el entusiasmo por la oquedad. Desde
aquí les digo a Amancio y a su hija que si llegaran a aburrirse de
alguno de sus edificios, se lo cambiaría con gusto por alguna de mis
cajas. Ya sé que saldrían perdiendo, pero no estamos hablando de
negocios.
No llegó
Algunas vías del tren no conducen a lugar alguno
Juan José Millás
07.08.2017 | 00:11
Parece que si coges
las vías del tren y comienzas a andar, tienes que llegar a alguna parte.
Debió de ser lo que pensó Lucía Vivar, la niña de tres años
desaparecida el 26 de julio en Pizarra (Málaga), y hallada muerta luego.
Una cámara la grabó andando por la vía, intentando, seguramente,
alcanzar una traviesa sin haber despegado el pie de la anterior. Las
vías del tren dan mucho juego a la imaginación. Recuerdo haber
fantaseado de niño con ellas. Yo caminaba mucho (aún no he parado) y
agradecía cualquier cosa que indicara la posibilidad de un recorrido. Me
habían marcado las miguitas de pan del cuento de Pulgarcito y llevaba
siempre piedras en los bolsillos, por si acaso (todavía las llevo). Fue
un mazazo escuchar la expresión vía muerta. Significaba que algunas vías
no conducían a lugar alguno. Si al principio solo eran los trenes los
que entraban en vía muerta, más tarde fueron las vidas y los proyectos.
Cuando una novela entraba en vía muerta, significaba que se había
podrido. A veces pasaban años hasta que eras capaz de dar marcha atrás,
sacarla de ese callejón sin salida y emprender con ella un trayecto
nuevo.
"Callejón sin salida"
fue otro mazazo. La idea de que algunas calles morían sin desembocar en
otras resultaba difícil de aceptar. Había también vidas y proyectos y
novelas que entraban en callejones sin salida, perdiéndose en la
oscuridad de su fondo. Por eso nos han conmovido tanto la noticia de
Lucía Vivar. Al principio caminaría a ciegas, como se comienzan muchos
poemas, sin saber adónde la llevaban sus piernas. Quizá sintió un poco
de miedo hasta que descubrió las vías del tren. Con tres años ya se sabe
que conducen a algún sitio porque todavía no se ha escuchado la
expresión "vía muerta". Debió de ser un alivio para la pequeña. Ahora
solo faltaba no abandonar su huella. Probablemente estaba segura de que
la conducirían a donde había dejado a sus padres. Quiere uno pensar que
se encontraba tan segura que quizá jugara a saltar de una traviesa a
otra. Y cuando se cansó, se echó a dormir allí mismo, para no
extraviarse de nuevo, de forma que cuando despertara pudiera continuar
la ruta que la devolvía a casa. Por fortuna para ella, murió sin
enterarse de que no había llegado.
Cómo explicarlo
Juan José Millás
08.08.2017 | 00:15
Cuando solo tienes un par de zapatos, constituye un gasto imprevisto
que a uno de ellos se le despegue la suela. Si extravías el único par de
gafas que posees, ahí aparece otra sangría súbita. Si te despiertas con
dolor de muelas y careces de una caja de resistencia para desembolsos
accidentales, procura continuar durmiendo. O fíngelo, a ver si funciona.
Si aparece una humedad en el
techo de la cocina y el vecino de arriba no tiene seguro, si se estropea
la cisterna del retrete, si la nevera deja de enfriar, si el
microondas, si la lavadora, si la cerradura de la puerta, si el
esguince... Gastos imprevistos no significa gastos raros. De hecho no hay
semana en la que no se manifieste alguno. La ortodoncia del niño, el
entierro de la abuela, la multa de tráfico, la avería del coche... Lo
imprevisto está a la orden del día. Lo sabemos todos y cada uno de
nosotros, pero lo conoce a fondo el casi 40% de las familias españolas
que no pueden hacer frente a ninguno de estos gastos, que a veces se
presentan de dos en dos, incluso en grupos de tres o cuatro,
desobedeciendo minuciosamente la orden de dispersarse.
Leemos
que el aceite de girasol ha ganado la batalla al de oliva (que se rompa
la botella de aceite, por cierto: otro gasto imprevisto). No es que
haya una guerra entre los dos aceites, sería absurdo. Tampoco que
prefiramos el de girasol. Es que el de oliva es más caro. Producimos
masivamente un manjar al que la mayoría no tiene acceso. En la
contabilidad antigua había un Libro Mayor que lo explicaba todo y en el
que todo encajaba como las dos mitades de una nuez. Sería mucho exigir
el Libro Mayor cuando está en vías de extinción el de reclamaciones,
pero nos basta la cuenta de la vieja para advertir que las cifras que da
el Gobierno y las que nos proporciona la vida no cuadran.
No
se puede crecer a un ritmo heroico, comparable con la llegada del
hombre a la Luna, y sufrir por los gastos imprevistos en los porcentajes
que señalan las estadísticas. Es imposible que en un país de olivos, y
con lo saludable que es su aceite virgen extra, gane la batalla el
girasol. Tales distorsiones solo se explican si los ricos son cada día
más ricos y los pobres más pobres cada vez. Esa involución no estaba
prevista, ni en nuestras peores pesadillas.
El verdadero yo
Juan José Millás
03.08.2017 | 05:30
Escribo en el buscador de Google «áreas del cerebro implicadas en» y
el buscador me ofrece: en el lenguaje, en el sueño, en la memoria, en el
aprendizaje, en la atención, en la escritura, en las emociones, en el
amor... Tal cantidad de áreas me obligar a pensar en ese puñado de masa
gris como en una especie de astro blanco lleno de regiones, muchas de
ellas por descubrir. Cierro los ojos y veo una Luna con forma de
cerebro. En la Luna había (hay) una zona denominada Mar de la
Tranquilidad. El cerebro no tiene ningún mar con se nombre. Es una
víscera inquieta por naturaleza. Siempre en guardia. Incluso cuando
dormimos, el área del sueño no deja de producir cortos cinematográficos.
Si pudiéramos exhibir esos cortos en certámenes internacionales,
resultaría complicado decidir cuál es el mejor. Todos son buenos, pero
no se ha encontrado la forma de llevarlos al celuloide o a los píxeles.
He soñado los mejores cortos de amor, y los mejores de terror, y los
mejores de misterio. No hay ningún Mar de la Tranquilidad en el cerebro.
Toma los hipnóticos que quieras, lo ansiolíticos que te dé la gana,
complétalos con una dosis de alcohol, y métete en la cama. Tu cuerpo se
aflojará, pero tu cerebro, esa especie de astro blando y húmedo que
llevas sobre el cuello, continuará construyendo historias.
No tiene, en fin, Mar de la Tranquilidad, pero sí «lado oscuro». Tecleo
el Google «el lado oscuro del cerebro» y aparecen 750.000 resultados.
Echo un vistazo y compruebo que hay mucha gente que cree haber
descubierto el lado oscuro del cerebro. Algunos aseguran saber el punto
exacto en el que reside el mal, como si el mal fuera una ciudad de
provincias a la que se pudiera viajar. Ahí mismo, al fondo a la derecha,
dicen algunos, se encuentra el mal. Pero hay una región del cerebro que
está fuera de él, y es la conciencia, o la mente, como prefiramos
llamarla. La mente es una producción del cerebro, pero no es el cerebro.
Este es uno de los grandes misterios de esa entraña. La conciencia
tiene a su vez un lado oscuro al que se accede por casualidad, cuando
menos lo esperas, como una puerta dimensional que te saliera
inopinadamente al paso. En esa región es donde habita el verdadero yo.
Avances humanísticos
Juan José Millás
01.08.2017 | 05:30
Después de muchos años en los que nada era lo que parecía, llega por
fin Rajoy y dice que «hacemos lo que podemos» significa «hacemos lo que
podemos». Respondía así a una pregunta que se le hizo durante su
comparecencia como testigo por la presunta corrupción del PP. Ya era
hora de que las frases empezaran a significar lo que significan, no como
«crecimiento negativo», «movilidad exterior» o «ticket moderador
sanitario», por poner solo tres ejemplos muy escuchados durante los
últimos tiempos. Ahora solo falta que los significados se traduzcan en
consecuencias.
En otras
palabras, que dar ánimos a un presunto gánster desde la presidencia del
Gobierno implique, como mínimo, la dimisión del presidente. Pero eso no
ocurrirá porque una cosa es que las palabras empiecen a significar lo
que significan y otra muy distinta que la realidad sea consecuente con
ellas. Lo decía la Reina Loca de Alicia en el País de las Maravillas: Lo
que importa no es el significado, sino quién manda.
Lo
que importa, pongamos por caso, no es que la inflación se coma las
subidas salariales de los trabajadores, sino lo que ordenan las
organizaciones patronales, que acaban de afirmar que los incrementos
salariales nunca más tendrán que ver con la inflación.
Pero, por favor, si usted me sube un 2% y la inflación me come el 5%, me empobrezco en un 3%.
Eso es lo que dicen las palabras, pero estábamos hablando de quién manda.
En
el fondo, siempre se está hablando de quién manda. La 1 no emitió en
directo la comparecencia de Rajoy porque, pese a tratarse de un servicio
público, quienes mandan en ella están a las órdenes de intereses
privados. José Luis Coll, que en paz descanse, tenía un certificado
médico según el cual medía 1,80, aunque no alcanzaba a coger los vasos
de la estantería más alta de la alacena porque quien mandaba en este
asunto, y sin que haya servido de precedente, era la realidad.
Alegrémonos, en todo caso, de que una frase dicha por Rajoy signifique
lo que significa. He ahí un avance humanístico de proporciones
homéricas.
No somos nada
Juan José Millas
31.07.2017 | 05:30
Parece que los hijos de Lady Di, en el documental que le han
dedicado, dan mucha importancia a la última conversación telefónica que
mantuvieron con su madre. Lamentan que fuera rápida, de trámite, porque
estaban deseando volver a jugar con los primos, que habían acudido a
visitarles. Comento este acierto narrativo del documental en una cena de
amigos y uno de ellos recuerda, palabra por palabra, la última
conversación que, también a través del teléfono, mantuvo con su padre,
internado en una residencia. Esa noche su padre murió.
- ¿De qué habíais hablado? –preguntamos.
- De nada –dice él.
Ahora
mismo hay millones de personas en todo el mundo hablando por teléfono
de nada. En la playa, en el campo, en la piscina, en el cuarto de estar,
en la mitad de la calle, en el interior de unos grandes almacenes?
Pongan ustedes el oído y lo comprobarán. Nada es el tema de conversación
más frecuente, sea a través del fijo o del móvil. Cabría suponer que
para hablar de nada no es preciso enfadarse ni levantar la voz, pero hay
gente capaz de llegar a las manos por nada.
- Mi madre y yo –dice otro de los asistentes- discutimos por teléfono unas horas antes de que ella muriera.
- Y de qué discutíais.
- De nada. Pero fue una discusión muy violenta.
Siendo capaces de matar por nada, ¿cómo no serlo de discutir violentamente por nada?
Una amiga, ya en el segundo plato, cuenta que lleva treinta años sin hablarse con su hermana.
- „A veces –añade- sueño que hablamos por teléfono. - ¿De qué?
- De nada en particular.
- ¿Y por qué os peleasteis?
- Por nada.
Me
viene a la memoria entonces que hace unos días, en la tienda de los
chinos del barrio, un vecino estaba comentando el deceso de un familiar.
Le preguntamos de qué había muerto y dijo que de nada. Estamos rodeados
de nada. El universo entero es un grano de arena flotando en un océano
de nada. No somos nada.
A ver si pasa
Juan José Millás
29.07.2017 | 05:30
El caso de Ángel María Villar: ¿entra o no entra uno a fondo en el
asunto? Sabemos por las cabeceras de los telediarios y los titulares de
la prensa que ha estado robando, pongamos que supuestamente, durante los
últimos 20 o 30 años sin que nadie se diera cuenta. Como esos
atracadores que salen de una sucursal bancaria y entran en la siguiente
sin cambiar de antifaz. Villar iba siempre con el mismo traje, de manera
que resultaba fácil reconocerlo. Pero, por equis o por be, nadie se dio
cuenta. Vale. Ahora es donde usted y yo nos preguntamos si leemos a
fondo las noticias para conocer su modus operandi o lo dejamos pasar
porque la corrupción, venga de donde venga, nos aburre. He ahí un
conflicto de orden moral. Otro ejemplo: el caso de la llamada «rueda» de
la SGAE, en la que estaban implicadas algunas cadenas de TV. Lo hemos
visto por encima, pero sin acabar de comprender el mecanismo. Muchos
millones, eso sí, como en el caso Pujol, o en el caso Granados, o en el
caso González, por citar solo tres, pero la mecánica se nos escapa. Y se
nos escapa por pereza, porque no hay más que entrar en internet y
leerse media docena de artículos para aprenderse la receta.
- Averigua
antes si a los garbanzos en bote hay que quitarles o no el agua antes
de echarlos al puchero –grita nuestra conciencia.
Un verano repleto de dilemas, por no hablar de el dilema.
- ¿El dilema, por favor?
- Subiendo, a la derecha.
En
esto, llega Cifuentes y dice que no se va de vacaciones porque las
vacaciones no le gustan. Se queda en el despacho, no sabemos si con él
móvil apagado o encendido, aunque, según la ley, se puede desconectar
fuera de las horas de trabajo. ¿Entramos en los problemas psicológicos
de la presidenta de la Comunidad de Madrid, que sufre ataques
epilépticos si no sale en la tele cada día? Pero si no hemos entrado a
fondo en el caso Villar, ni en el de la «rueda» de la SGAE, ni en el
agua de los garbanzos, ni en el documental titulado «Las cloacas de
Interior», que pone los pelos de punta, ¿cómo vamos a hacer caso a los
reclamos publicitarios esta señora? En fin, que no resulta fácil ser
español estos días, nunca lo fue. A ver si se nos pasa.
Conviene cambiar
Juan José Millás
27.07.2017 | 05:30
Hace muchos años, como en el Pleistoceno, estaba yo echando una
cabezada en mi apartamento de soltero, cuando llamaron a la puerta. Fui a
abrir y resultó ser una encuestadora a la que invité a pasar. Me dijo
que pensaban abrir por la zona un supermercado.
- Pero primero queremos conocer los hábitos de consumo de los vecinos -añadió tomando asiento.
Creo
que era la primera vez que escuchaba esa expresión, «hábitos de
consumo». Ni siquiera era consciente de poseerlos hasta que la
entrevistadora abrió la carpeta y comenzó a hacer sus preguntas. Resultó
que, aunque un poco caóticas, yo era víctima de unas rutinas que
afectaban a mi manera de gastar el escaso dinero que entraba en mi
cuenta cada mes. Alguien quería profundizar en esas rutinas para obtener
de ellas unos beneficios económicos. A medida que respondía a la
encuestadora, iba observando cómo era mi vida: qué días compraba, qué
clase de productos, si me dejaba influir o no por los anuncios de la
tele. De súbito, tuve de mí la visión de un robot programado que los
jueves hacía esto, los viernes aquello y los domingos lo de más allá. Me
preguntó si estaba casado, es decir, si tenía el hábito de consumir
cónyuge, cosa improbable en un apartamento tan pequeño. Le dije que no,
claro, que no había adquirido ese hábito y tampoco el de tener hijos.
Todo lo que a usted pueda ocurrírsele, figuraba, traducido a un «hábito
de consumo», en los papeles de la joven.
Cuando
llegamos al apartado de los productos culturales, me negué a continuar
porque consideré que la lectura no podía calificarse de un «hábito de
consumo». Pero la chica me demostró que sí, pues desde el punto de vista
de la librería de una gran superficie no era lo mismo que los vecinos
de la zona tuvieran el hábito de consumir a Dostoievski que a Corín
Tellado, por ejemplo. Entonces se escuchó el canto de un jilguero en la
habitación contigua y tuve que confesar que tenía el hábito de consumir
pájaros. Ahora todo lo deducen de nuestras excursiones por internet.
Pero lo que yo digo es que los estudios sobre hábitos de consumo nos
esclerotizan, obligándonos a consumir siempre lo mismo. Y conviene
cambiar de vez en cuando.
La MERP
Juan José Millas
23.07.2017 | 05:30
Según la Autoridad Fiscal, que dicho de este modo, Autoridad Fiscal,
parece una institución de orden metafísico, las pensiones de los
jubilados deberán perder un 7% de poder adquisitivo en los próximos
cinco años, pérdida que apoya Europa (otra divinidad de carácter
mitológico), aunque insiste, junto al FMI, en que no es suficiente. Hay
que empobrecer más a los abuelos, y convencer a los jóvenes de que se
abran planes privados en las instituciones sin reputación llamadas
bancos.
„Pero si los sueldos no dan ni para el butano.
La
Europa hacia la que nos dirigimos es un territorio sin ley a cuya
entrada colgará un cartel con la siguiente inscripción: «Sálvese quien
pueda». Luego, nada más entrar, a la derecha, habrá un cuartel de la
Guardia Civil sobre cuya puerta se leerá: «Todo por la patria». En
realidad los dos carteles serán intercambiables, pues ya sabemos que los
que mueren por la patria, desde tiempos inmemoriales, son los pobres.
¡Qué
lista, Fátima Báñez! Decretó el famoso 0,25% asegurando que ese era el
modo de garantizar que las pensiones subieran siempre, y resulta que era
el modo de garantizar que bajaran todo el rato. Mintió a manos llenas.
Luego, fue misa, se confesó, y aquí paz y después gloria.
Pero
hay un invento llamado MERP, que significa Mesa Estatal por el
Referéndum sobre las Pensiones, formado por 200 organizaciones y que
cuenta ya con 800.000 firmas, al que puede usted sumar la suya. Este
«invento» ha nacido para presionar al Gobierno y al Congreso de los
Diputados para que blinden las pensiones en la Constitución. Se trata de
evitar que el mundo se llene de Fátimas Báñez de comunión diaria y todo
eso que intenten hacerle la vida imposible a los jubilados, pobres. La
MERP cuenta ya con apoyos importantísimos procedentes de los sectores
más diversos de la sociedad, pero no sobra ninguno, ni siquiera el de
Fátima Báñez, que se rendirá, eso esperamos, cuando los defensores y las
defensoras del pueblo le pongan sobre la mesa los cientos o miles de
expedientes en marcha. La Constitución debe prohibir que la Autoridad
Fiscal y Europa se ceben en los sectores más vulnerables de la sociedad.
De eso se trata.