Desfibrilador
Juan José Millás
28.10.2017 | 05:30
Estábamos un grupo de amigos hablando de enfermedades sin meternos
con nadie, cuando en la mesa de al lado le dio un infarto a un tipo de
unos cincuenta años que compartía una paella de marisco con su familia.
Una familia grande, como de diez personas, donde había abuelos, padres,
hijos y nietos. Debían de estar celebrando algo, unas bodas de plata, no
sé quizá un nacimiento, porque había un bebé. Calculé que el infartado
formaba parte del grupo de los padres, lo que no excluye la posibilidad
de que fuera también hijo. Todo el mundo dejó de comer, claro, y de
hablar de enfermedades. El dueño del restaurante dijo que tenía un
desfibrilador en la cocina, pero que no sabía cómo usarlo porque lo
había puesto hacía dos días. Lo trajo de todas formas y uno de los
comensales comenzó a aplicarle en el pecho unas descargadas eléctricas
que elevaban durante unos segundos el tórax del enfermo para luego
dejarle caer.
Entre tanto, yo
llamé a los del 112, que anunciaron su llegada inmediata, y me metí
clandestinamente en la boca una gamba porque el suceso no me había
quitado el hambre. A la cuarta descarga, el hombre comenzó a respirar y
abrió los ojos. Durante unos instantes permaneció sin saber qué hacer o
decir. Luego pidió perdón por las molestias. En ese instante, entraron
unos enfermeros con una camilla y se lo llevaron fuera, seguido de toda
la familia que se había reunido allí para celebrar unas bodas de plata o
lo que quiera que estuvieran celebrando. El dueño del restaurante se
hizo cargo del desfibrilador y dijo mostrándolo a la concurrencia:
„Ya está amortizado.
La
gente regresó a sus mesas y poco a poco se fue restableciendo la
atmósfera anterior al incidente. Mis amigos y yo continuamos hablando de
enfermedades, ahora de las relacionadas con el aparato circulatorio.
Dos de ellos tenían arritmias que sobrellevaban con entereza, aunque se
asustaban mucho cuando se manifestaban. Yo no pude añadir nada porque
del corazón estoy bien, o eso creo, aunque tomo estatinas para el
colesterol. Lo que más me sorprendió de todo fue la cara de felicidad
del dueño del restaurante al anunciar que el desfibrilador estaba
amortizado.
Un mal sueño
Juan José Millás
25.10.2017 | 05:30
Los seres humanos tenemos un lado simiesco que se manifiesta con más
virulencia cuanto más tratamos de ocultarlo. Las señoras y señores
vestidos (o disfrazados) de gala, con guerreras repletas de medallas y
pechos saturados de condecoraciones, me recuerdan a los gorilas del zoo o
a los bonobos de los documentales de La 2. Cuando yo mismo acudo a una
ceremonia cuyo protocolo me exige una vestimenta especial, veo, al
mirarme en el espejo, a un gorila con pretensiones. Por suerte para
ellos, los gorilas no tienen pretensiones. No hay entre ellos sargentos
que aspiren a llegar a tenientes ni adjuntos al director que deseen
ascender a directores adjuntos. Qué curioso, por cierto, que adjunto al
director y director adjunto no sean la misma cosa. Averigüé hace poco la
diferencia y me hizo mucha gracia. No he logrado averiguar qué fue
antes, si lo primero o lo segundo, pero estoy en ello y pronto podré
darles noticias.
El caso es
que asistí hace poco a un cóctel de gente muy condecorada y de súbito vi
a todos los que me rodeaban y a mí mismo como a un conjunto de animales
adiestrados para imitar a los seres humanos. El ser humano es el que
mejor se imita a sí mismo. Ofrece la mano mejor que el más hábil de los
perros y se coloca la servilleta en el cuello con más gracia que un
chimpancé de circo. No digo nada de la habilidad de recorrer el salón de
un extremo a otro con una copa de la que no se derrama ni una gota. Me
resultó asombrosa, una vez sentados a la mesa, la maestría con la que
manejábamos la pala de pescado y el cuchillo de la carne. El ruido de
los cubiertos sobre los platos de porcelana producía una música digna de
nosotros mismos.
Tras el
café, me levanté para acudir al baño y oriné junto a otro primate muy
erguido. Creo que a los dos nos resultaba humillante no ya evacuar, sino
tener que sujetarnos el pene para evitar desviaciones. Resultó una
experiencia alucinante, como si me hubiera tomado un ácido. Al salir a
la calle y ver a la gente en vaqueros y camiseta, pero sobre todo al
llegar a casa y cambiarme de ropa, regresé a mi condición de hombre como
el que regresa a la realidad tras un mal sueño.
Pisar la calle
Juan José Millas
23.10.2017 | 05:30
El sintagma «riesgo de pobreza» es un eufemismo. Cuando uno está en
riesgo de pobreza, es pobre. A los países pobres, de un tiempo a esta
parte, se les denomina 'emergentes'. Así andamos, dándole vueltas a las
palabras no para modificar la realidad, que es muy tozuda, sino para
cambiar nuestra relación con ella.
Un
país emergente no produce tanta lástima, ni tanta culpa, como un país
pobre. Es más, lo envidiamos por esa capacidad para brotar en un mundo
que mayormente se hunde. En España, el 28% de sus habitantes está en
«riesgo de pobreza». Más de la cuarta parte, y eso en un momento en el
que la economía, si el Gobierno no miente, va viento en popa, a toda
vela. Trece millones de personas con nombres y apellidos, y con sus dos
pulmones, y con sus dedos de las manos y los pies, y con su lengua, y su
faringe, quizá hasta con su dentadura completa, trece millones,
decíamos, sudan tinta china para llegar desde el martes al miércoles y
desde el miércoles al jueves.
Muchas de estas personas, entre las que abundan mujeres, niños y
jóvenes de ambos sexos, dependen de un hilo a punto de romperse: el de
la pensión del abuelo. Cuando la pensión del abuelo falla, el tejado se
viene abajo, de modo que al llamado eufemísticamente «riesgo de pobreza»
le sigue la pobreza severa con toda su cadena de efectos secundarios:
bronquitis mal curadas, tiña, enfermedades digestivas, hambre, frío,
pánico y exclusión social. La exclusión social significa que dejas de
formar parte del paisaje, pese a que duermas en la puerta de un
establecimiento de la Gran Vía de tu ciudad.
Cuando
voy a la radio a primera hora de la mañana del domingo, veo cantidades
notables de excluidos sociales cubiertos con cartones de embalar. Están
ahí, en el centro de la ciudad, pero fuera de ella a la vez. Resultan
simultáneamente visibles e invisibles.
Tú
mismo haces por no verlos recordando la máxima de que no hay mayor
ciego que el que no quiere ver. Pero un día llega el Eurostat, que es la
Oficina Europea de Estadística, y te proporciona las cifras macro de la
pobreza (el 28%). En porcentajes duele menos y produce menos vergüenza.
Lo malo es cuando pisas la calle y ves a los pobres uno a uno.
Estamos jodidos
Juan José Millás
21.10.2017 | 00:08
La verdad, no sé qué es el dióxido de nitrógeno, tampoco el dióxido
de azufre, pero por la radio no dejan de referirse a ambos. Por lo
visto, flotan en la atmósfera de Madrid como una basura espacial que
cuando estás dentro de ella no la ves porque ella está dentro de ti. Has
de alejarte un poco de la ciudad y subirte a una colina para apreciar
la llamada 'boina' de contaminación. Y en verdad se trata de una boina
negra, negra como los pulmones de la ciudadanía y el alma de nuestros
dirigentes. Un verdadero chapapote gaseoso que se adhiere a nuestras
vías respiratorias como el alquitrán a las rocas marinas. Supongo que no
es un problema exclusivo de Madrid, pero en esta ciudad la mierda
alcanza concentraciones de terror. Las autoridades, en casos de extrema
gravedad, prohíben circular a más de 70 por hora y aparcar en la
almendra central. Lo cierto es que estos remedios funcionan mejor para
atenuar la culpa que para aliviar la bronquitis crónica: como el que
pasa de fumar dos paquetes diarios a uno. Aquí tenemos niños que, sin
haber encendido nunca un cigarrillo, tosen ya como viejos asmáticos. Y
todo eso, como se apuntaba más arriba, sin saber qué rayos es el dióxido
de nitrógeno. Ni el dióxido de azufre. El día que entremos para
averiguarlo en la Wikipedia, nos morimos de asco.
Y
todavía, como suele decirse, no se han encendido las calefacciones. Al
parecer, los residuos de los combustibles fósiles lo empeoran todo.
Hemos conseguido tener los pies calientes a cambio de abrasarnos las
vías respiratorias. Lo de los combustibles fósiles se sabe desde años,
pero no hay talento para promocionar las energías renovables. A veces,
incluso, las despromocionamos. De hecho, este Gobierno ha arruinado a
cientos o a miles de ingenuos que en su día invirtieron en estas formas
racionales de alimentar nuestras calderas y de poner en marcha nuestras
máquinas. No nos acordamos si fue antes o después de que Rajoy
preguntara a su primo por el cambio climático, pero lo cierto es que
este otoño nos ha pillado con la guardia baja y los incendios campeando a
su antojo por Galicia y Asturias, dos de las regiones más húmedas de la
península.
¿Qué va a ser de nosotros?
Juan José Millás
16.10.2017 | 05:30
Me pregunto si el viaje hacia Internet es comparable al avance hacia
el viejo Oeste. También si la conquista de nuevos territorios digitales
implica la pérdida de los analógicos. ¿Quién será el primero en escribir
un relato fronterizo sobre la epopeya que implica atravesar los límites
del átomo para alcanzar las orillas del bit? O del Bit, con mayúsculas.
Me vienen a la memoria las crónicas de Indias, donde los descubridores
de América nos contaban el significado de vivir con un pie en un mundo
familiar y con el otro en Marte, porque América era más o menos Marte.
No nos pongamos grandilocuentes: pensemos en el descubrimiento de algo
tan insignificante como la patata. Imaginemos a uno de aquellos hombres
barbados sosteniendo entre sus manos una pieza de ese bulbo que
convertiríamos en un quita-hambres. Lo más difícil de enfrentarse a un
mundo nuevo es contarlo con un lenguaje viejo. Esa falta de
correspondencia entre el discurso y la realidad alumbró relatos que aún
hoy leemos con asombro.
Cuando
el técnico de mantenimiento viene a casa para revisar mi ordenador,
utiliza un lenguaje analógico para hacerse entender. Ayer me dijo que
había encontrado cuatro «bichos» en mi máquina. Quería decir virus, otro
término proveniente del viejo mundo. Le pedí que me explicara en
términos informáticos lo que era un virus y no lo entendí, pero me gustó
la nomenclatura. Sonaba a poema. Por un momento, sentí que me había
trasladado al universo digital. Volví al analógico de golpe, cuando me
pasó la factura. Un visionario me aseguró hace poco que las facturas
tienen los días contados porque habrá una cámara de compensación
mundial, que tendrá los datos de todos los habitantes del Planeta, donde
se efectuarán las transacciones de dinero al modo de las transferencias
actuales entre banco y banco, en las que no se mueve pasta, solo datos.
El caso es que en esta nueva
conquista del Oeste, los descubridores caen como moscas. Me cuentan que
la juguetera Toys 'r-Us está al borde de la quiebra porque no ha
comprendido el significado de Internet. Si esto le pasa a los grandes,
¿qué va a ser de usted o de mí?
Mala política
Juan José Millás
10.10.2017 | 05:30
Los días políticamente convulsos se caracterizan porque en algún
momento alguien tiene que ir a comprar el pan. Quien dice comprar el pan
dice hacer la cama o cambiar el agua al canario. Creo que cambiar el
agua al canario tiene un doble sentido, pero ahora solo me viene el de
cambiarle el agua al canario. Tuve hace años uno al que no le gustaba
abandonar la jaula, aunque le dejaras la puerta abierta. A veces él
mismo la cerraba con el pico. La realidad, sin los límites de los
barrotes, le daba vértigo. Cantaba cuando yo abría el grifo de la cocina
para fregar los cacharros. Pero volvamos a lo que íbamos: a la difícil
combinación entre la vida cotidiana y la política cuando la política
adquiere unas dimensiones exageradas. La realidad política de estos días
lo impregna todo, pero si el niño se despierta con fiebre, hay que
llamar al médico. Si con fiebre y diarrea, los padres se angustian. De
momento, no se le puede llevar al cole. ¿A quién se lo dejamos?
A tus padres, que no trabajan -dice ella.
Pero están muy mayores y se cansan –dice él.
Pues a ver qué hacemos, yo ya llegado tarde al despacho un par de veces este mes.
A
lo mejor, en ese mismo instante, Puigdemont está haciendo unas
declaraciones importantísimas, que enseguida formarán parte de la
maquinaria de la realidad. Pero las ruedas dentadas de la realidad, tan
grandes, no siempre coinciden con los diminutos engranajes de la vida
doméstica. Mientras alguien coloca una bandera en su balcón, otro
alguien está decidiendo la calidad de la madera del ataúd en el que va a
incinerar a su padre.
Este está bien. Total, lo vamos a quemar –dice él.
Pero con mi padre dentro –dice ella.
La
política debería servir para hacernos más fácil la vida cotidiana. En
otras palabras, para que, cuando vamos al supermercado, en las
estanterías del aceite esté el aceite y, en las de las legumbres, las
legumbres. Si no podemos llevarnos a casa las lentejas, mal asunto.
Mucha gente, en Cataluña, ha hecho acopio estos días de aceite y
legumbres. Por miedo al desabastecimiento. Mala política, la que produce
ese miedo.
Alguien ha jugado
Juan José Millás
09.10.2017 | 05:30
Tuve de niño un profesor que hablaba todo el rato de lo difícil que
es meter la pasta de dientes en el tubo una vez que se encuentra fuera
de él. El hombre vivía obsesionado con el asunto, que sacaba a relucir
cada dos por tres para advertirnos de que algunas decisiones no tenían
marcha atrás. La imagen era muy potente. En el cuarto de baño de mi
casa, con el pestillo puesto, llevé a cabo con la pasta dentífrica
diferentes experimentos que le daba la razón y que me costaron más de un
disgusto familiar. A partir de ahí, y por no salir del ámbito alicatado
hasta el techo, probé también a devolver a sus posiciones originales un
rollo de papel higiénico desenrollado. No resultaba tan arduo como lo
de la pasta, pero el rollo jamás quedaba igual. Retroceder, en fin, era
muy difícil en cualquier aspecto. Por eso resultaban tan fascinantes
aquellas experiencias cinematográficas en las que se proyectaba una
cinta hacia atrás. Veíamos caer y romperse una taza contra el suelo y a
continuación asistíamos al proceso contrario: los pedazos ascendían
hacia la mesa y se unían como por arte de magia hasta devolver las cosas
a su posición original.
¡Qué bueno!
Introducir
la pasta en el tubo es tan difícil como meter el miércoles en el
martes. El miércoles, una vez que ha sucedido el martes, es inevitable.
Por más que lo empujes hacia atrás, él continúa dirigiéndose
implacablemente hacia el jueves. Si el martes has cometido un crimen, el
miércoles empezarás a pagar por él. Una vez que el pollo ha salido del
cascarón no hay forma de devolverlo a su interior. Solo el cine posee
esa capacidad para volver atrás.
En
la vida no hay rebobinado, los actos y las palabras tienen
consecuencias, etc. Esto deberían saberlo, antes que nadie, los
gobernantes. Nosotros, los ciudadanos de a pie, somos gente ingenua.
Desconocemos los hilos por los que unas regiones están cosidas a otras.
Ignoramos cómo se cortan y si alguno de ellos, al manipularlo, puede
provocar una explosión de gran alcance. Sabemos poco de economía y de
política, pero el olfato nos dice que aquí se han dicho y se han hecho
cosas a las que resulta muy difícil dar marcha atrás. Alguien ha jugado
en el cuarto de baño con el tubo de la pasta de dientes y lo ha puesto
todo perdido.
Armarse de valor
Juan José Millás
04.10.2017 | 05:30
El otro día me perdí en los intestinos de una gran torre moderna de
oficinas, adonde había ido a hacer una gestión. Estamos hablando de
cuarenta pisos, quizá más. Al acabar la gestión, fui a recoger el coche,
que había dejado en el sótano quinto, pero antes tenía que pasar por
una máquina para pagar la estancia. Siguiendo las indicaciones, abrí una
puerta que daba a un pequeño espacio absurdo, sin función, de cuatro o
cinco metros cuadrados, en una de cuyas paredes había otra puerta que
abrí para acceder a unas escaleras como de servició, o eso me pareció.
Miré hacia arriba y hacia abajo para descubrir un paisaje en el que solo
había escalones que subían hacia no sabía dónde o descendían, supuse
que al infierno. Intenté dar marcha atrás, pero la puerta por la que
había alcanzado aquel espacio inhóspito no se abría desde este lado.
Aunque advertí enseguida que la situación era de pesadilla, me propuse
no perder los nervios. Después de todo, aquella gigantesca mole estaba
llena de oficinas. Tarde o temprano, alguien pasaría por allí y sería
rescatado. Entretanto, empecé a subir por las escaleras para descubrir
que cada veinte escalones, más o menos, había una puerta, todas
indefectiblemente cerradas con llave. Quizá, pensé, me había equivocado
de camino. Tal vez debería haber bajado en vez de subir. No lo hice
porque las profundidades me dan más claustrofobia que las alturas. Pero
como llegó un momento en el que perdí completamente las nociones de
abajo y arriba, me pregunté si al ascender no estaría descendiendo y
viceversa. Cuando había subido (¿subido?) doscientos o trescientos
escalones, me senté y comencé a llorar. Luego me sequé las lágrimas y
continué escalando.
Finalmente,
una de las puertas se abrió. Daba a un espacio también muy inhóspito,
pero de carácter horizontal. Recorrí varios pasillos de paredes sucias,
llenos de tuberías con pérdidas, y al cabo de un rato, detrás de una de
las innumerables puertas que iba abriendo a mi paso, fui a dar a una
oficina con doscientos o trescientos empleados absortos en las pantallas
de sus ordenadores que ni siquiera repararon en mí. Desde allí, alcancé
un ascensor que me condujo a la calle. No recogí el coche, que debe de
seguir allí. A ver si me armo de valor y vuelvo.
La puntuación
Juan José Millás
07.10.2017 | 05:30
En tiempos de implosión mental como los actuales, uno había esperado
que Twitter redujera a la mitad los 140 caracteres, no que los
multiplicara por dos. No podemos explosionar por dentro e implosionar
por fuera, porque el encuentro entre las dos acciones provocaría
huracanes ideológicos de imprevisibles consecuencias. Ciento cuarenta
caracteres son muchos cuando las humanidades desaparecen, el mundo
intelectual se arruga como una pasa, y nadie sabe dónde colocar una
coma. Las comas son los bolardos de la escritura: estorban y protegen a
la vez, pero no se deben poner al azar. Hace falta diseño,
planificación, energía, estilo: todo aquello de lo que carece Twitter,
que tampoco es el reino de la sutileza.
Habría
estado bien que los 140 caracteres se convirtieran en 70 al objeto de
reducir también el número de comas mal puestas. Se empieza colocando
fuera de sitio una coma en la pantalla del teléfono, y acabamos
colocándola mal también en el cerebro. Una coma fuera de lugar en la
masa encefálica es una mina capaz de explotar al paso de una idea,
incluso de una idea buena. De ahí que abunden las ideas sin piernas y
sin brazos, que pululen las ideas sin cabeza. La peor de las comas, con
todo, es la que no existe. He aquí otro problema de Twitter: las comas
inexistentes que proporcionan al texto, en el mejor de los casos, un
carácter ambiguo. No es lo mismo decir «no, me gusta la fruta», que «no
me gusta la fruta». Ni «vamos a comer, niños», que «vamos a comer
niños». Son ejemplos de toda la vida, pero usted puede construir los de
ahora mismo.
Hablamos de las
comas por no hablar de los signos de puntuación en general, todos ellos
muy castigados por la expansión de las nuevas tecnologías. Siempre hemos
pensado que lo más importante de un twitter no es lo que nos dice del
mundo, sino lo que nos dice de sí mismo. Y lo que nos suelen decir de sí
mismos, especialmente estos días de ruido y furia, resulta un poco
deprimente. Mucho nos tememos que con los 240 caracteres la depresión se
agrave al aumentar el número de comas inexistentes o mal colocadas.
Alteraciones
Juan José Millás
03.10.2017 | 05:30
La estelada que cuelga de un balcón del Paseo de Gracia de
Barcelona y la bandera española que ondea en una terraza de la calle
Velázquez de Madrid vienen de China, las dos. Ignoramos si esto
significa algo o no significa nada, no somos lingüistas, en el caso de
que fuera materia para esta disciplina. A lo mejor, las dos banderas han
sido fabricadas por las mismas manos: las de un niño explotado, o las
de una mujer que trabaja en régimen de semiesclavitud, o las de un
hombre que trabaja 14 horas diarias por un salario basura. Es posible
que algún empresario se haya hecho rico con ellas y que las haya visto
partir, en paquetes de a mil, hacia un destino cuyo suelo no ha pisado
jamás.
¿Significa todo esto algo?
Nunca
nos habíamos preguntado de dónde vienen las banderas. Si en la escuela
nos hubieran dicho que de París, como los niños, lo habríamos aceptado
con la naturalidad con la que creíamos en la cigüeña que nos trajo a
nosotros y a nuestros hermanitos. Pero ahora, de mayores, al enterarnos
de que vienen de China (las banderas, no los hermanitos), nos hemos
parado un rato a pensar. Ahí estamos, en medio de la calle, observando
la fachada de un edificio caro parcialmente cubierta por las banderas
que vienen de China. ¿Y por qué de tan lejos? Porque allí son muy
baratas. Allí, por cuatro euros, puedes comprarlas a docenas, y de
cualquier país. No es probable que salgan más caras las de Francia o
Suecia que las de Cataluña o Extremadura. La bandera, en sí, producida
al por mayor, tiene un coste de producción de risa. Luego, al pasar de
un intermediario a otro, se va encareciendo, como los pantalones
vaqueros. Un vaquero de marca por el que aquí pagamos 200 euros, en
origen apenas ha costado 20. Digo veinte, pero lo mismo son siete, o
seis. Lo vimos un día en un documental de la tele y nos quedamos
absurdos.
Las banderas se
van inflando también a medida que viajan, inflando de significado,
queremos decir. Las ves salir de la cadena de producción como un mero
paño estampado de unos u otros colores, y cuando un joven hermoso la
ondea en España o Cataluña ya es otra cosa. El problema es que no
sabemos qué. Pero algo deben de significar cuando nos alteran tanto.
Nos tememos lo peor
Juan José Millas
02.10.2017 | 05:30
España es una nación casada consigo misma, no sabemos si por amor o
por conveniencia. Forma, ella sola, un matrimonio antiguo cuyos
cónyuges, al sonar el despertador, intercambian un gruñido en vez de
darse los buenos días. España suele levantase de mal humor, a veces de
un humor de perros, y en esas estamos. Esto de vivir en pareja con uno
mismo puede parecer raro, pero conozco a varios solteros en tal
situación. Teóricamente, una de las ventajas de estar solo es que no
puedes enfadarte con las manías de tu pareja, pero en la práctica hay
quien se enfada con las propias.
- ¡Ya he vuelto a dejarme abierta la tapa del retrete!
Si
colocáramos una cámara en la casa de un soltero, nos sorprenderían las
maldiciones que suelta al ver el tubo de la pasta de dientes aplastado
por la mitad, aunque lo haya aplastado él. La convivencia con uno mismo
es muy difícil, tienes que ser tolerante con singularidades de las que
no eres consciente del todo. Y conocer bien tus gustos. No todo el mundo
conoce bien sus gustos, entre otras cosas porque se encuentra mejor en
el disgusto. El disgusto protege del desencanto.
- Me temo lo peor.
Tal es la frase favorita del soltero emparejado consigo mismo. Se estropea la nevera, por ejemplo.
- Me temo lo peor –masculla entre dientes.
Lo
peor es que no tenga arreglo cuando ni siquiera ha terminado de
pagarla. España se levanta estos días temiéndose lo peor. No importa la
emisora de radio o de televisión que pongas: todos los analistas se
temen lo peor. En el mercado de la salud, hay terapias familiares para
uno solo porque hay solteros que en el diván hablan por siete. En
cambio, algunas familias numerosas enmudecen frente al psicoanalista.
España lleva psicoanalizándose toda la vida con resultados más bien
pobres. No hay más que ver lo poco que le duran los periodos de
estabilidad. El problema es que España no es una, son muchas, todas
ellas casadas consigo mismas, un poco ensimismadas y bastante hartas de
sus propias rarezas.
O sea, que nos tememos lo peor.
Dónde
Juan José Millás
01.10.2017 | 00:33
Siempre me pareció una anomalía vivir lejos del mar. Sin embargo, he
vivido en Madrid más de sesenta años, experimentados como un paréntesis
que sigue sin cerrarse. Podríamos decir que todo lo que he hecho ha sido
y sigue siendo provisional: una distracción del objetivo único: el de
instalarme en la costa. He ahí una provisionalidad fantástica. Vivir en
Madrid me ha obligado a transformar lo duradero en temporal. En otras
palabras, he convertido el desorden en un método. Puede lograrse si el
desorden te resulta muy desestabilizador.
Desde
pequeño, no he hecho otra cosa que combatir el caos. En casa éramos
nueve hermanos, por lo que jamás las sillas del comedor estaban en su
lugar. Cuando regresaba del colegio, me afanaba en recolocarlas
alrededor de la mesa del modo más simétrico posible. Si se tiene en
cuenta que yo era más bajo que las sillas, se comprenderá el esfuerzo
que implicaba.
Ahí estoy, en
fin, como un loco obsesivo, recolocando el mundo. El orden duraba lo que
tardaban en llegar mis hermanos para merendar. Pero yo volvía a
recomponerlo todo con una obstinación enfermiza. No podía abandonarme al
caos. De lo contrario, algo horrible sucedería, nos sucedería. Nadie,
en casa, era consciente de que el universo conservaba su equilibrio
gracias a mí. Es posible que los planetas mantengan sus órbitas debido
al esfuerzo de la gente que no pisa las rayas del suelo de la calle, o
que se lava las manos siete veces al día.
Ahora
vivo en el desorden. En un desorden sometido a control, es cierto, pero
que cada día me gana una batalla. Los libros, por ejemplo, yacen
amontonados, llenos de polvo, y quizá de lepismas, por todos los
rincones de mi estudio. Cada vez que comienzo una novela, me digo que me
desprenderá de ellos cuando la termine. Pero han pasado ya tres o
cuatro novelas desde que tomé la decisión y las pilas, lejos de
disminuir, han crecido. Siempre hago proyectos de limpieza para cuando
termine la novela que tengo entre manos, pero siempre los incumplo. Me
arrepiento, claro, por lo que he convertido el arrepentimiento en mi
estado natural. Me arrepiento de vivir en Madrid. Es una anomalía. La
pregunta es dónde moriré y si mi muerte la corregirá.
¿Hubo errores?
Juan José Millás
28.09.2017 | 05:30
Quizá Pilar Abel no sea hija de Dalí, pero merecería serlo. Es más,
los servicios de inteligencia deberían haber hecho algo para que los
análisis del ADN resultaran positivos. En una situación de emergencia
nacional como la que nos encontramos, la noticia de que Dalí tuvo una
hija vidente habría sido como efectuar una traqueotomía al cuerpo
informativo, asfixiado por el monotema. Necesitamos respirar, aunque sea
por la herida. Un día vi en un restaurante cómo un médico le abría el
cuello a un comensal que se había atragantado con el hueso de un pollo y
se ahogaba sin remedio. Cuando comenzó a entrar el aire por el corte,
respiramos todos. Si Pilar Abel hubiera sido hija de Dalí, estaríamos
más ventilados.
Pero aquí
seguimos, conteniendo la respiración. Solo falta que alguien pregunte a
gritos si hay algún médico en la sala. Y mientras aparece o no el médico
capaz de abrir una vía de oxígeno, los partidos se mueven como pollos
sin cabeza proponiendo y desproponiendo este remedio, y el otro, y el de
más allá. Y los tertulianos hablan y hablan enterrando las palabras de
ayer en la de hoy y las de hoy en las de mañana. Hay quien dice que el
hueso de pollo está a la entrada y quien asegura que ha llegado a la
tráquea.
„¿Pero hay o no hay un médico?
No,
no hay ningún médico. Y la traqueotomía no es una broma. Si la incisión
se realiza en el punto equivocado, podría ser peor el remedio que la
enfermedad. De otra parte, la cirugía debería ser la última de las
alternativas. En la actualidad hay un catálogo de remedios no invasivos
que el Gobierno debería conocer. Pero Rajoy viene de la tradición
aznariana del «había un problema y se ha solucionado». Hablamos de gente
muy partidaria de cortar por lo sano, que es una recomendación bárbara
en tiempos de microcirugía. Por eso nos habría ayudado tanto que Dalí
hubiera tenido una hija, no ya por la alegría de que fuera capaz de
concebir, sino por el alboroto informativo que la historia habría
producido. Si pudiéramos cambiar de conversación, durante unas horas,
regresaríamos al asunto más descansados y quizá también más lúcidos. Por
cierto, ¿se ha comprobado si hubo errores en la cadena de custodia del
ADN de la vidente?
Talento literario
Juan José Millás
26.09.2017 | 05:30
Caminaba por el parque intentando recordar unos versos de Juan Gil
Albert, pero no me llegaron hasta que mis pies comenzaron a producir
endecasílabos sobre la dura tierra. El poema decía así: «¿Quién no se ha
puesto un día una guerrera / de húsares, azul, un quepis negro / con un
aigret flamante, y las espuelas / con que el caballo vals galopa firme /
dentro de los espejos fugitivos / y cual viento de mayo se ha lanzado /
a la ocasión que pasa, al dulce atisbo / de la aventura errante, para
luego / llorar amargamente sobre el rastro / de una estrella fugaz?».
Hay versos para todas las ocasiones de la vida, incluso para todas las
ocasiones de la muerte. Recordemos el epitafio de Rilke: «Rosa, oh
contradicción pura / voluptuosidad de no ser el sueño de nadie / bajos
tantos párpados». No sé qué se entiende exactamente por una retirada a
tiempo, pero la poesía es un excelente refugio para las épocas de
turbación personal o colectiva. Lo decía muy bien Jaime Gil de Biedma en
De vita beata: «En un viejo país ineficiente, / algo así como España
entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una
casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no escribir, no
pagar cuentas / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi
inteligencia».
Qué
diferencia entre el poema de Juan Gil Albert, que habla, al menos en los
primeros versos, del atractivo de lo heroico, y los de Biedma, que
renuncian a cualquier clase de epopeya. ¡Y qué verdaderos los dos, los
dos poemas! Ambos, por cierto, para todas las edades: para aquella en la
que se corre detrás de las banderas y para aquella otra en la que se
corre delante, huyendo de la peste que dejan. En cierta ocasión, un club
de escritores jóvenes me invitó a dar una charla en su sede. Les dije
que un club de escritores jóvenes era tan absurdo como una asociación de
novelistas viejos. Todo escritor joven debe tener algo de viejo y todo
autor viejo debería tener algo de joven. Todo escritor que se precie
debería tener, incluso, algo de muerto. Esa unión de contrarios es la
que necesitamos ahora mismo en ámbitos tan alejados de la literatura.
¿Resultaría posible? Sí, pero con cantidades ingentes de talento
literario y de sensibilidad poética.