Desfibrilador

28.10.2017 | 05:30
Estábamos un grupo de amigos hablando de enfermedades sin meternos con nadie, cuando en la mesa de al lado le dio un infarto a un tipo de unos cincuenta años que compartía una paella de marisco con su familia. Una familia grande, como de diez personas, donde había abuelos, padres, hijos y nietos. Debían de estar celebrando algo, unas bodas de plata, no sé quizá un nacimiento, porque había un bebé. Calculé que el infartado formaba parte del grupo de los padres, lo que no excluye la posibilidad de que fuera también hijo. Todo el mundo dejó de comer, claro, y de hablar de enfermedades. El dueño del restaurante dijo que tenía un desfibrilador en la cocina, pero que no sabía cómo usarlo porque lo había puesto hacía dos días. Lo trajo de todas formas y uno de los comensales comenzó a aplicarle en el pecho unas descargadas eléctricas que elevaban durante unos segundos el tórax del enfermo para luego dejarle caer.
Entre tanto, yo llamé a los del 112, que anunciaron su llegada inmediata, y me metí clandestinamente en la boca una gamba porque el suceso no me había quitado el hambre. A la cuarta descarga, el hombre comenzó a respirar y abrió los ojos. Durante unos instantes permaneció sin saber qué hacer o decir. Luego pidió perdón por las molestias. En ese instante, entraron unos enfermeros con una camilla y se lo llevaron fuera, seguido de toda la familia que se había reunido allí para celebrar unas bodas de plata o lo que quiera que estuvieran celebrando. El dueño del restaurante se hizo cargo del desfibrilador y dijo mostrándolo a la concurrencia:
„Ya está amortizado.
La gente regresó a sus mesas y poco a poco se fue restableciendo la atmósfera anterior al incidente. Mis amigos y yo continuamos hablando de enfermedades, ahora de las relacionadas con el aparato circulatorio. Dos de ellos tenían arritmias que sobrellevaban con entereza, aunque se asustaban mucho cuando se manifestaban. Yo no pude añadir nada porque del corazón estoy bien, o eso creo, aunque tomo estatinas para el colesterol. Lo que más me sorprendió de todo fue la cara de felicidad del dueño del restaurante al anunciar que el desfibrilador estaba amortizado.

Un mal sueño

25.10.2017 | 05:30
Los seres humanos tenemos un lado simiesco que se manifiesta con más virulencia cuanto más tratamos de ocultarlo. Las señoras y señores vestidos (o disfrazados) de gala, con guerreras repletas de medallas y pechos saturados de condecoraciones, me recuerdan a los gorilas del zoo o a los bonobos de los documentales de La 2. Cuando yo mismo acudo a una ceremonia cuyo protocolo me exige una vestimenta especial, veo, al mirarme en el espejo, a un gorila con pretensiones. Por suerte para ellos, los gorilas no tienen pretensiones. No hay entre ellos sargentos que aspiren a llegar a tenientes ni adjuntos al director que deseen ascender a directores adjuntos. Qué curioso, por cierto, que adjunto al director y director adjunto no sean la misma cosa. Averigüé hace poco la diferencia y me hizo mucha gracia. No he logrado averiguar qué fue antes, si lo primero o lo segundo, pero estoy en ello y pronto podré darles noticias.
El caso es que asistí hace poco a un cóctel de gente muy condecorada y de súbito vi a todos los que me rodeaban y a mí mismo como a un conjunto de animales adiestrados para imitar a los seres humanos. El ser humano es el que mejor se imita a sí mismo. Ofrece la mano mejor que el más hábil de los perros y se coloca la servilleta en el cuello con más gracia que un chimpancé de circo. No digo nada de la habilidad de recorrer el salón de un extremo a otro con una copa de la que no se derrama ni una gota. Me resultó asombrosa, una vez sentados a la mesa, la maestría con la que manejábamos la pala de pescado y el cuchillo de la carne. El ruido de los cubiertos sobre los platos de porcelana producía una música digna de nosotros mismos.
Tras el café, me levanté para acudir al baño y oriné junto a otro primate muy erguido. Creo que a los dos nos resultaba humillante no ya evacuar, sino tener que sujetarnos el pene para evitar desviaciones. Resultó una experiencia alucinante, como si me hubiera tomado un ácido. Al salir a la calle y ver a la gente en vaqueros y camiseta, pero sobre todo al llegar a casa y cambiarme de ropa, regresé a mi condición de hombre como el que regresa a la realidad tras un mal sueño.

Pisar la calle

23.10.2017 | 05:30
El sintagma «riesgo de pobreza» es un eufemismo. Cuando uno está en riesgo de pobreza, es pobre. A los países pobres, de un tiempo a esta parte, se les denomina 'emergentes'. Así andamos, dándole vueltas a las palabras no para modificar la realidad, que es muy tozuda, sino para cambiar nuestra relación con ella.
Un país emergente no produce tanta lástima, ni tanta culpa, como un país pobre. Es más, lo envidiamos por esa capacidad para brotar en un mundo que mayormente se hunde. En España, el 28% de sus habitantes está en «riesgo de pobreza». Más de la cuarta parte, y eso en un momento en el que la economía, si el Gobierno no miente, va viento en popa, a toda vela. Trece millones de personas con nombres y apellidos, y con sus dos pulmones, y con sus dedos de las manos y los pies, y con su lengua, y su faringe, quizá hasta con su dentadura completa, trece millones, decíamos, sudan tinta china para llegar desde el martes al miércoles y desde el miércoles al jueves.
Muchas de estas personas, entre las que abundan mujeres, niños y jóvenes de ambos sexos, dependen de un hilo a punto de romperse: el de la pensión del abuelo. Cuando la pensión del abuelo falla, el tejado se viene abajo, de modo que al llamado eufemísticamente «riesgo de pobreza» le sigue la pobreza severa con toda su cadena de efectos secundarios: bronquitis mal curadas, tiña, enfermedades digestivas, hambre, frío, pánico y exclusión social. La exclusión social significa que dejas de formar parte del paisaje, pese a que duermas en la puerta de un establecimiento de la Gran Vía de tu ciudad.
Cuando voy a la radio a primera hora de la mañana del domingo, veo cantidades notables de excluidos sociales cubiertos con cartones de embalar. Están ahí, en el centro de la ciudad, pero fuera de ella a la vez. Resultan simultáneamente visibles e invisibles.
Tú mismo haces por no verlos recordando la máxima de que no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Pero un día llega el Eurostat, que es la Oficina Europea de Estadística, y te proporciona las cifras macro de la pobreza (el 28%). En porcentajes duele menos y produce menos vergüenza. Lo malo es cuando pisas la calle y ves a los pobres uno a uno.

Estamos jodidos

21.10.2017 | 00:08
La verdad, no sé qué es el dióxido de nitrógeno, tampoco el dióxido de azufre, pero por la radio no dejan de referirse a ambos. Por lo visto, flotan en la atmósfera de Madrid como una basura espacial que cuando estás dentro de ella no la ves porque ella está dentro de ti. Has de alejarte un poco de la ciudad y subirte a una colina para apreciar la llamada 'boina' de contaminación. Y en verdad se trata de una boina negra, negra como los pulmones de la ciudadanía y el alma de nuestros dirigentes. Un verdadero chapapote gaseoso que se adhiere a nuestras vías respiratorias como el alquitrán a las rocas marinas. Supongo que no es un problema exclusivo de Madrid, pero en esta ciudad la mierda alcanza concentraciones de terror. Las autoridades, en casos de extrema gravedad, prohíben circular a más de 70 por hora y aparcar en la almendra central. Lo cierto es que estos remedios funcionan mejor para atenuar la culpa que para aliviar la bronquitis crónica: como el que pasa de fumar dos paquetes diarios a uno. Aquí tenemos niños que, sin haber encendido nunca un cigarrillo, tosen ya como viejos asmáticos. Y todo eso, como se apuntaba más arriba, sin saber qué rayos es el dióxido de nitrógeno. Ni el dióxido de azufre. El día que entremos para averiguarlo en la Wikipedia, nos morimos de asco.
Y todavía, como suele decirse, no se han encendido las calefacciones. Al parecer, los residuos de los combustibles fósiles lo empeoran todo. Hemos conseguido tener los pies calientes a cambio de abrasarnos las vías respiratorias. Lo de los combustibles fósiles se sabe desde años, pero no hay talento para promocionar las energías renovables. A veces, incluso, las despromocionamos. De hecho, este Gobierno ha arruinado a cientos o a miles de ingenuos que en su día invirtieron en estas formas racionales de alimentar nuestras calderas y de poner en marcha nuestras máquinas. No nos acordamos si fue antes o después de que Rajoy preguntara a su primo por el cambio climático, pero lo cierto es que este otoño nos ha pillado con la guardia baja y los incendios campeando a su antojo por Galicia y Asturias, dos de las regiones más húmedas de la península.

¿Qué va a ser de nosotros?

16.10.2017 | 05:30
Me pregunto si el viaje hacia Internet es comparable al avance hacia el viejo Oeste. También si la conquista de nuevos territorios digitales implica la pérdida de los analógicos. ¿Quién será el primero en escribir un relato fronterizo sobre la epopeya que implica atravesar los límites del átomo para alcanzar las orillas del bit? O del Bit, con mayúsculas. Me vienen a la memoria las crónicas de Indias, donde los descubridores de América nos contaban el significado de vivir con un pie en un mundo familiar y con el otro en Marte, porque América era más o menos Marte. No nos pongamos grandilocuentes: pensemos en el descubrimiento de algo tan insignificante como la patata. Imaginemos a uno de aquellos hombres barbados sosteniendo entre sus manos una pieza de ese bulbo que convertiríamos en un quita-hambres. Lo más difícil de enfrentarse a un mundo nuevo es contarlo con un lenguaje viejo. Esa falta de correspondencia entre el discurso y la realidad alumbró relatos que aún hoy leemos con asombro.

Cuando el técnico de mantenimiento viene a casa para revisar mi ordenador, utiliza un lenguaje analógico para hacerse entender. Ayer me dijo que había encontrado cuatro «bichos» en mi máquina. Quería decir virus, otro término proveniente del viejo mundo. Le pedí que me explicara en términos informáticos lo que era un virus y no lo entendí, pero me gustó la nomenclatura. Sonaba a poema. Por un momento, sentí que me había trasladado al universo digital. Volví al analógico de golpe, cuando me pasó la factura. Un visionario me aseguró hace poco que las facturas tienen los días contados porque habrá una cámara de compensación mundial, que tendrá los datos de todos los habitantes del Planeta, donde se efectuarán las transacciones de dinero al modo de las transferencias actuales entre banco y banco, en las que no se mueve pasta, solo datos.
El caso es que en esta nueva conquista del Oeste, los descubridores caen como moscas. Me cuentan que la juguetera Toys 'r-Us está al borde de la quiebra porque no ha comprendido el significado de Internet. Si esto le pasa a los grandes, ¿qué va a ser de usted o de mí?

Mala política

10.10.2017 | 05:30
Los días políticamente convulsos se caracterizan porque en algún momento alguien tiene que ir a comprar el pan. Quien dice comprar el pan dice hacer la cama o cambiar el agua al canario. Creo que cambiar el agua al canario tiene un doble sentido, pero ahora solo me viene el de cambiarle el agua al canario. Tuve hace años uno al que no le gustaba abandonar la jaula, aunque le dejaras la puerta abierta. A veces él mismo la cerraba con el pico. La realidad, sin los límites de los barrotes, le daba vértigo. Cantaba cuando yo abría el grifo de la cocina para fregar los cacharros. Pero volvamos a lo que íbamos: a la difícil combinación entre la vida cotidiana y la política cuando la política adquiere unas dimensiones exageradas. La realidad política de estos días lo impregna todo, pero si el niño se despierta con fiebre, hay que llamar al médico. Si con fiebre y diarrea, los padres se angustian. De momento, no se le puede llevar al cole. ¿A quién se lo dejamos?
A tus padres, que no trabajan -dice ella.
Pero están muy mayores y se cansan –dice él.
Pues a ver qué hacemos, yo ya llegado tarde al despacho un par de veces este mes.
A lo mejor, en ese mismo instante, Puigdemont está haciendo unas declaraciones importantísimas, que enseguida formarán parte de la maquinaria de la realidad. Pero las ruedas dentadas de la realidad, tan grandes, no siempre coinciden con los diminutos engranajes de la vida doméstica. Mientras alguien coloca una bandera en su balcón, otro alguien está decidiendo la calidad de la madera del ataúd en el que va a incinerar a su padre.
Este está bien. Total, lo vamos a quemar –dice él.
Pero con mi padre dentro –dice ella.
La política debería servir para hacernos más fácil la vida cotidiana. En otras palabras, para que, cuando vamos al supermercado, en las estanterías del aceite esté el aceite y, en las de las legumbres, las legumbres. Si no podemos llevarnos a casa las lentejas, mal asunto. Mucha gente, en Cataluña, ha hecho acopio estos días de aceite y legumbres. Por miedo al desabastecimiento. Mala política, la que produce ese miedo.

Alguien ha jugado

09.10.2017 | 05:30
Tuve de niño un profesor que hablaba todo el rato de lo difícil que es meter la pasta de dientes en el tubo una vez que se encuentra fuera de él. El hombre vivía obsesionado con el asunto, que sacaba a relucir cada dos por tres para advertirnos de que algunas decisiones no tenían marcha atrás. La imagen era muy potente. En el cuarto de baño de mi casa, con el pestillo puesto, llevé a cabo con la pasta dentífrica diferentes experimentos que le daba la razón y que me costaron más de un disgusto familiar. A partir de ahí, y por no salir del ámbito alicatado hasta el techo, probé también a devolver a sus posiciones originales un rollo de papel higiénico desenrollado. No resultaba tan arduo como lo de la pasta, pero el rollo jamás quedaba igual. Retroceder, en fin, era muy difícil en cualquier aspecto. Por eso resultaban tan fascinantes aquellas experiencias cinematográficas en las que se proyectaba una cinta hacia atrás. Veíamos caer y romperse una taza contra el suelo y a continuación asistíamos al proceso contrario: los pedazos ascendían hacia la mesa y se unían como por arte de magia hasta devolver las cosas a su posición original.
¡Qué bueno!
Introducir la pasta en el tubo es tan difícil como meter el miércoles en el martes. El miércoles, una vez que ha sucedido el martes, es inevitable. Por más que lo empujes hacia atrás, él continúa dirigiéndose implacablemente hacia el jueves. Si el martes has cometido un crimen, el miércoles empezarás a pagar por él. Una vez que el pollo ha salido del cascarón no hay forma de devolverlo a su interior. Solo el cine posee esa capacidad para volver atrás.

En la vida no hay rebobinado, los actos y las palabras tienen consecuencias, etc. Esto deberían saberlo, antes que nadie, los gobernantes. Nosotros, los ciudadanos de a pie, somos gente ingenua. Desconocemos los hilos por los que unas regiones están cosidas a otras. Ignoramos cómo se cortan y si alguno de ellos, al manipularlo, puede provocar una explosión de gran alcance. Sabemos poco de economía y de política, pero el olfato nos dice que aquí se han dicho y se han hecho cosas a las que resulta muy difícil dar marcha atrás. Alguien ha jugado en el cuarto de baño con el tubo de la pasta de dientes y lo ha puesto todo perdido.

Armarse de valor

04.10.2017 | 05:30
El otro día me perdí en los intestinos de una gran torre moderna de oficinas, adonde había ido a hacer una gestión. Estamos hablando de cuarenta pisos, quizá más. Al acabar la gestión, fui a recoger el coche, que había dejado en el sótano quinto, pero antes tenía que pasar por una máquina para pagar la estancia. Siguiendo las indicaciones, abrí una puerta que daba a un pequeño espacio absurdo, sin función, de cuatro o cinco metros cuadrados, en una de cuyas paredes había otra puerta que abrí para acceder a unas escaleras como de servició, o eso me pareció. Miré hacia arriba y hacia abajo para descubrir un paisaje en el que solo había escalones que subían hacia no sabía dónde o descendían, supuse que al infierno. Intenté dar marcha atrás, pero la puerta por la que había alcanzado aquel espacio inhóspito no se abría desde este lado. Aunque advertí enseguida que la situación era de pesadilla, me propuse no perder los nervios. Después de todo, aquella gigantesca mole estaba llena de oficinas. Tarde o temprano, alguien pasaría por allí y sería rescatado. Entretanto, empecé a subir por las escaleras para descubrir que cada veinte escalones, más o menos, había una puerta, todas indefectiblemente cerradas con llave. Quizá, pensé, me había equivocado de camino. Tal vez debería haber bajado en vez de subir. No lo hice porque las profundidades me dan más claustrofobia que las alturas. Pero como llegó un momento en el que perdí completamente las nociones de abajo y arriba, me pregunté si al ascender no estaría descendiendo y viceversa. Cuando había subido (¿subido?) doscientos o trescientos escalones, me senté y comencé a llorar. Luego me sequé las lágrimas y continué escalando.

Finalmente, una de las puertas se abrió. Daba a un espacio también muy inhóspito, pero de carácter horizontal. Recorrí varios pasillos de paredes sucias, llenos de tuberías con pérdidas, y al cabo de un rato, detrás de una de las innumerables puertas que iba abriendo a mi paso, fui a dar a una oficina con doscientos o trescientos empleados absortos en las pantallas de sus ordenadores que ni siquiera repararon en mí. Desde allí, alcancé un ascensor que me condujo a la calle. No recogí el coche, que debe de seguir allí. A ver si me armo de valor y vuelvo.

La puntuación

07.10.2017 | 05:30
En tiempos de implosión mental como los actuales, uno había esperado que Twitter redujera a la mitad los 140 caracteres, no que los multiplicara por dos. No podemos explosionar por dentro e implosionar por fuera, porque el encuentro entre las dos acciones provocaría huracanes ideológicos de imprevisibles consecuencias. Ciento cuarenta caracteres son muchos cuando las humanidades desaparecen, el mundo intelectual se arruga como una pasa, y nadie sabe dónde colocar una coma. Las comas son los bolardos de la escritura: estorban y protegen a la vez, pero no se deben poner al azar. Hace falta diseño, planificación, energía, estilo: todo aquello de lo que carece Twitter, que tampoco es el reino de la sutileza.
Habría estado bien que los 140 caracteres se convirtieran en 70 al objeto de reducir también el número de comas mal puestas. Se empieza colocando fuera de sitio una coma en la pantalla del teléfono, y acabamos colocándola mal también en el cerebro. Una coma fuera de lugar en la masa encefálica es una mina capaz de explotar al paso de una idea, incluso de una idea buena. De ahí que abunden las ideas sin piernas y sin brazos, que pululen las ideas sin cabeza. La peor de las comas, con todo, es la que no existe. He aquí otro problema de Twitter: las comas inexistentes que proporcionan al texto, en el mejor de los casos, un carácter ambiguo. No es lo mismo decir «no, me gusta la fruta», que «no me gusta la fruta». Ni «vamos a comer, niños», que «vamos a comer niños». Son ejemplos de toda la vida, pero usted puede construir los de ahora mismo.
Hablamos de las comas por no hablar de los signos de puntuación en general, todos ellos muy castigados por la expansión de las nuevas tecnologías. Siempre hemos pensado que lo más importante de un twitter no es lo que nos dice del mundo, sino lo que nos dice de sí mismo. Y lo que nos suelen decir de sí mismos, especialmente estos días de ruido y furia, resulta un poco deprimente. Mucho nos tememos que con los 240 caracteres la depresión se agrave al aumentar el número de comas inexistentes o mal colocadas.

Alteraciones

03.10.2017 | 05:30
La estelada que cuelga de un balcón del Paseo de Gracia de Barcelona y la bandera española que ondea en una terraza de la calle Velázquez de Madrid vienen de China, las dos. Ignoramos si esto significa algo o no significa nada, no somos lingüistas, en el caso de que fuera materia para esta disciplina. A lo mejor, las dos banderas han sido fabricadas por las mismas manos: las de un niño explotado, o las de una mujer que trabaja en régimen de semiesclavitud, o las de un hombre que trabaja 14 horas diarias por un salario basura. Es posible que algún empresario se haya hecho rico con ellas y que las haya visto partir, en paquetes de a mil, hacia un destino cuyo suelo no ha pisado jamás.
¿Significa todo esto algo?
Nunca nos habíamos preguntado de dónde vienen las banderas. Si en la escuela nos hubieran dicho que de París, como los niños, lo habríamos aceptado con la naturalidad con la que creíamos en la cigüeña que nos trajo a nosotros y a nuestros hermanitos. Pero ahora, de mayores, al enterarnos de que vienen de China (las banderas, no los hermanitos), nos hemos parado un rato a pensar. Ahí estamos, en medio de la calle, observando la fachada de un edificio caro parcialmente cubierta por las banderas que vienen de China. ¿Y por qué de tan lejos? Porque allí son muy baratas. Allí, por cuatro euros, puedes comprarlas a docenas, y de cualquier país. No es probable que salgan más caras las de Francia o Suecia que las de Cataluña o Extremadura. La bandera, en sí, producida al por mayor, tiene un coste de producción de risa. Luego, al pasar de un intermediario a otro, se va encareciendo, como los pantalones vaqueros. Un vaquero de marca por el que aquí pagamos 200 euros, en origen apenas ha costado 20. Digo veinte, pero lo mismo son siete, o seis. Lo vimos un día en un documental de la tele y nos quedamos absurdos.

Las banderas se van inflando también a medida que viajan, inflando de significado, queremos decir. Las ves salir de la cadena de producción como un mero paño estampado de unos u otros colores, y cuando un joven hermoso la ondea en España o Cataluña ya es otra cosa. El problema es que no sabemos qué. Pero algo deben de significar cuando nos alteran tanto.

Nos tememos lo peor

02.10.2017 | 05:30
España es una nación casada consigo misma, no sabemos si por amor o por conveniencia. Forma, ella sola, un matrimonio antiguo cuyos cónyuges, al sonar el despertador, intercambian un gruñido en vez de darse los buenos días. España suele levantase de mal humor, a veces de un humor de perros, y en esas estamos. Esto de vivir en pareja con uno mismo puede parecer raro, pero conozco a varios solteros en tal situación. Teóricamente, una de las ventajas de estar solo es que no puedes enfadarte con las manías de tu pareja, pero en la práctica hay quien se enfada con las propias.
- ¡Ya he vuelto a dejarme abierta la tapa del retrete!
Si colocáramos una cámara en la casa de un soltero, nos sorprenderían las maldiciones que suelta al ver el tubo de la pasta de dientes aplastado por la mitad, aunque lo haya aplastado él. La convivencia con uno mismo es muy difícil, tienes que ser tolerante con singularidades de las que no eres consciente del todo. Y conocer bien tus gustos. No todo el mundo conoce bien sus gustos, entre otras cosas porque se encuentra mejor en el disgusto. El disgusto protege del desencanto.
- Me temo lo peor.
Tal es la frase favorita del soltero emparejado consigo mismo. Se estropea la nevera, por ejemplo.
- Me temo lo peor –masculla entre dientes.

Lo peor es que no tenga arreglo cuando ni siquiera ha terminado de pagarla. España se levanta estos días temiéndose lo peor. No importa la emisora de radio o de televisión que pongas: todos los analistas se temen lo peor. En el mercado de la salud, hay terapias familiares para uno solo porque hay solteros que en el diván hablan por siete. En cambio, algunas familias numerosas enmudecen frente al psicoanalista. España lleva psicoanalizándose toda la vida con resultados más bien pobres. No hay más que ver lo poco que le duran los periodos de estabilidad. El problema es que España no es una, son muchas, todas ellas casadas consigo mismas, un poco ensimismadas y bastante hartas de sus propias rarezas.
O sea, que nos tememos lo peor.

Dónde

01.10.2017 | 00:33
Siempre me pareció una anomalía vivir lejos del mar. Sin embargo, he vivido en Madrid más de sesenta años, experimentados como un paréntesis que sigue sin cerrarse. Podríamos decir que todo lo que he hecho ha sido y sigue siendo provisional: una distracción del objetivo único: el de instalarme en la costa. He ahí una provisionalidad fantástica. Vivir en Madrid me ha obligado a transformar lo duradero en temporal. En otras palabras, he convertido el desorden en un método. Puede lograrse si el desorden te resulta muy desestabilizador.
Desde pequeño, no he hecho otra cosa que combatir el caos. En casa éramos nueve hermanos, por lo que jamás las sillas del comedor estaban en su lugar. Cuando regresaba del colegio, me afanaba en recolocarlas alrededor de la mesa del modo más simétrico posible. Si se tiene en cuenta que yo era más bajo que las sillas, se comprenderá el esfuerzo que implicaba.
Ahí estoy, en fin, como un loco obsesivo, recolocando el mundo. El orden duraba lo que tardaban en llegar mis hermanos para merendar. Pero yo volvía a recomponerlo todo con una obstinación enfermiza. No podía abandonarme al caos. De lo contrario, algo horrible sucedería, nos sucedería. Nadie, en casa, era consciente de que el universo conservaba su equilibrio gracias a mí. Es posible que los planetas mantengan sus órbitas debido al esfuerzo de la gente que no pisa las rayas del suelo de la calle, o que se lava las manos siete veces al día.
Ahora vivo en el desorden. En un desorden sometido a control, es cierto, pero que cada día me gana una batalla. Los libros, por ejemplo, yacen amontonados, llenos de polvo, y quizá de lepismas, por todos los rincones de mi estudio. Cada vez que comienzo una novela, me digo que me desprenderá de ellos cuando la termine. Pero han pasado ya tres o cuatro novelas desde que tomé la decisión y las pilas, lejos de disminuir, han crecido. Siempre hago proyectos de limpieza para cuando termine la novela que tengo entre manos, pero siempre los incumplo. Me arrepiento, claro, por lo que he convertido el arrepentimiento en mi estado natural. Me arrepiento de vivir en Madrid. Es una anomalía. La pregunta es dónde moriré y si mi muerte la corregirá.

¿Hubo errores?

28.09.2017 | 05:30
Quizá Pilar Abel no sea hija de Dalí, pero merecería serlo. Es más, los servicios de inteligencia deberían haber hecho algo para que los análisis del ADN resultaran positivos. En una situación de emergencia nacional como la que nos encontramos, la noticia de que Dalí tuvo una hija vidente habría sido como efectuar una traqueotomía al cuerpo informativo, asfixiado por el monotema. Necesitamos respirar, aunque sea por la herida. Un día vi en un restaurante cómo un médico le abría el cuello a un comensal que se había atragantado con el hueso de un pollo y se ahogaba sin remedio. Cuando comenzó a entrar el aire por el corte, respiramos todos. Si Pilar Abel hubiera sido hija de Dalí, estaríamos más ventilados.
Pero aquí seguimos, conteniendo la respiración. Solo falta que alguien pregunte a gritos si hay algún médico en la sala. Y mientras aparece o no el médico capaz de abrir una vía de oxígeno, los partidos se mueven como pollos sin cabeza proponiendo y desproponiendo este remedio, y el otro, y el de más allá. Y los tertulianos hablan y hablan enterrando las palabras de ayer en la de hoy y las de hoy en las de mañana. Hay quien dice que el hueso de pollo está a la entrada y quien asegura que ha llegado a la tráquea.
„¿Pero hay o no hay un médico?
No, no hay ningún médico. Y la traqueotomía no es una broma. Si la incisión se realiza en el punto equivocado, podría ser peor el remedio que la enfermedad. De otra parte, la cirugía debería ser la última de las alternativas. En la actualidad hay un catálogo de remedios no invasivos que el Gobierno debería conocer. Pero Rajoy viene de la tradición aznariana del «había un problema y se ha solucionado». Hablamos de gente muy partidaria de cortar por lo sano, que es una recomendación bárbara en tiempos de microcirugía. Por eso nos habría ayudado tanto que Dalí hubiera tenido una hija, no ya por la alegría de que fuera capaz de concebir, sino por el alboroto informativo que la historia habría producido. Si pudiéramos cambiar de conversación, durante unas horas, regresaríamos al asunto más descansados y quizá también más lúcidos. Por cierto, ¿se ha comprobado si hubo errores en la cadena de custodia del ADN de la vidente?

Talento literario

26.09.2017 | 05:30
Caminaba por el parque intentando recordar unos versos de Juan Gil Albert, pero no me llegaron hasta que mis pies comenzaron a producir endecasílabos sobre la dura tierra. El poema decía así: «¿Quién no se ha puesto un día una guerrera / de húsares, azul, un quepis negro / con un aigret flamante, y las espuelas / con que el caballo vals galopa firme / dentro de los espejos fugitivos / y cual viento de mayo se ha lanzado / a la ocasión que pasa, al dulce atisbo / de la aventura errante, para luego / llorar amargamente sobre el rastro / de una estrella fugaz?». Hay versos para todas las ocasiones de la vida, incluso para todas las ocasiones de la muerte. Recordemos el epitafio de Rilke: «Rosa, oh contradicción pura / voluptuosidad de no ser el sueño de nadie / bajos tantos párpados». No sé qué se entiende exactamente por una retirada a tiempo, pero la poesía es un excelente refugio para las épocas de turbación personal o colectiva. Lo decía muy bien Jaime Gil de Biedma en De vita beata: «En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras / civiles, en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. No leer, / no escribir, no pagar cuentas / y vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia».

Qué diferencia entre el poema de Juan Gil Albert, que habla, al menos en los primeros versos, del atractivo de lo heroico, y los de Biedma, que renuncian a cualquier clase de epopeya. ¡Y qué verdaderos los dos, los dos poemas! Ambos, por cierto, para todas las edades: para aquella en la que se corre detrás de las banderas y para aquella otra en la que se corre delante, huyendo de la peste que dejan. En cierta ocasión, un club de escritores jóvenes me invitó a dar una charla en su sede. Les dije que un club de escritores jóvenes era tan absurdo como una asociación de novelistas viejos. Todo escritor joven debe tener algo de viejo y todo autor viejo debería tener algo de joven. Todo escritor que se precie debería tener, incluso, algo de muerto. Esa unión de contrarios es la que necesitamos ahora mismo en ámbitos tan alejados de la literatura. ¿Resultaría posible? Sí, pero con cantidades ingentes de talento literario y de sensibilidad poética.