Juan José Millás
Por tener suerte
27.01.2016 | 05:30
Cabe suponer que toda publicidad, incluso la más engañosa, contiene un
porcentaje de información. Para la abogada del Estado que en el juicio
de Palma de Mallorca actúa como abogada de la infanta Cristina, sin
embargo, el eslogan Hacienda somos todos, es publicidad en el peor
sentido de la palabra: solo desinforma, ya que a la infanta no le atañen
las obligaciones que afectan al resto de los españoles. Quizá sea
cierto. Hay un montón de empresas y de particulares a los que se indulta
o que no pagan en la proporción en la que les correspondería si
Hacienda fuésemos verdaderamente todos. ¡Ojo, pues, a los anuncios
oficiales!
Hace poco tuve que realizar una gestión en una oficina
del departamento de Montoro. Inocentemente, me presenté allí a media
mañana y me dijeron que no podían atenderme, pues no había pedido hora.
Me pareció razonable, de modo que volví a casa, llamé a uno de los
teléfonos que me facilitaron y concerté una cita.
Como soy
puntual, llegué diez minutos antes, cogí el número de la máquina
expendedora y ni siquiera desdoblé el periódico, pues pensé que me
llamarían enseguida. Además, había que permanecer atento a una pantalla
en la que aparecían los números. Lo mismo te distraías leyendo una
corrupción y se te pasaba la vez. Advertí que todo el mundo observaba la
pantalla con expresión de súplica y enseguida comprendí por qué. La
hora que nos habían dado era falsa.
– ¿A qué hora le han citado a usted? –me preguntó una señora.
– A las once y media –dije yo.
– Le llamarán con suerte a la una menos cuarto.
Tuve
suerte, pues fue justo la hora en la que mi número apareció en la
pantalla. La señora sabía de lo que hablaba. Perdí una cita que tenía
después con el dentista y, como era viernes, pasé el fin de semana con
dolor de muelas. Por tener suerte.
Cuando terminé la gestión, reparé
en un gran cartel informativo en el que ponía: «No espere más, pida cita
previa». He dicho ´informativo´, aunque, visto lo visto, debía de ser
publicitario en el sentido que de la publicidad tenía la abogada de la
infanta Cristina. Qué lista, esa mujer. Llegará donde quiera.
Juan José Millás
Venimos de allí
26.01.2016 | 05:30
Tenemos la impresión de que la Prehistoria nos habla e interpela más que
la Historia. La idea, por ejemplo, de que un porcentaje de nuestra
carga genética proviene del neandertal resulta conmovedora, en parte
porque esta rama de la que éramos primos desapareció en la niebla de los
tiempos sin que sepamos cómo ni por qué. Sus componentes viven también,
de una forma minúscula, en nuestros corazones. Como un aliento, como un
soplo, quizá como una forma o variedad de alma.
Es una frase
hecha de los tanatorios que «siempre se van los mejores». Piensa uno que
el neandertal era mejor que el sapiens, más ingenuo, menos interesado.
Hacía las cosas por amor. Bueno, este espécimen posee la virtud de sacar
lo mejor de mí. A ver si me hago un análisis genético y descubro quién
soy. Todo esto es a cuento de lo publicado por la revista Nature, y
reproducido por la prensa generalista, sobre la que quizá fue una de las
primeras batallas entre seres humanos. Ocurrió hace 10.000 años, en
Kenia, a orillas del lago Turkana, donde vivía un grupo de
cazadores-recolectores que fueron asesinados por alguien que venía de
fuera. Se dice pronto, pero hay que pensarlo despacio: un grupo de gente
que había abandonado ya el nomadismo porque sabían recolectar y quizá
sembrar, además de cazar y pescar. He visto en la Red imágenes del lago,
que es de una belleza casi insoportable, y en cuyas aguas, hace 10.000
años, debían de hallarse toda clase de especies comestibles. El lugar,
con una temperatura media de 25 grados, podría ser lo más parecido al
paraíso.
Pues allí vivía tan feliz esta gente –una familia, una
tribu, un clan, no sé, un grupo–, sin domingos por la tarde ni lunes
por la mañana ni laborables ni festivos, allí estaban pasando la
jornada, cuando empezaron a volar sobre sus cabezas flechas con la punta
de obsidiana que trepanaron algún cráneo. Tras este primer ataque
aéreo, los invasores se acercaron y remataron con palos a sus víctimas,
entre las que había niños y una mujer embarazada. Ahí, hace 10.000 años,
estábamos usted y yo, bien en papel de vencedores, bien en el de
vencidos. Venimos de esa época más que de la Edad Media o del
Renacimiento. Por eso la vigencia de la Prehistoria en nuestras vidas.
Juan José Millás
Explicar y entender
20.01.2016 | 05:30
Si la Historia hubiera tenido ventanillas, habría habido ante ellas
colas de gente solicitando entrar, desde Nerón a Julio César, pasando
por Miguel Ángel y el Papa Inocencio III. Una de las particularidades de
esta disciplina venía siendo precisamente su prestigio. La cuestión era
pasar, aunque fuera formando parte de una lista odiada, como la de los
reyes godos. En fin, que no se sabía de nadie que no quisiera ingresar
en la Historia, al menos hasta ahora, porque si mañana se abriera un
departamento para recoger solicitudes de salida, habría más demandas de
las que los funcionarios pudieran atender. ¿Quién en su sano juicio, y
visto lo visto, querría a estas alturas formar parte de la Historia? Lo
ingleses acaban de votar sobre su permanencia en la UE y mayormente
están de acuerdo en irse. Irse de Europa es como irse de la Historia,
pues eso es lo que nos decían nuestros líderes que estábamos haciendo
con la creación del euro y todo lo demás: Historia, con mayúsculas, de
la que se estudia en los libros de texto y a cuyos protagonistas ponen
calles y plazas en sus pueblos. Quiere decirse que me imagino
perfectamente a Larra rellenando su solicitud de salida.
–Pero hombre, Mariano José, si usted está muy bien colocado en la Historia de la Literatura.
–O me sacan o me pego otro tiro –amenazaría el romántico.
Significa
que hay gente que entra dándose un tiro en la sien y gente que sale
disparándose en la boca. Pero a lo que íbamos era a que la Historia se
está poniendo difícil. Undargarín (o Urdangarín, ahora no caigo) dejó
una novia para entrar y ahora haría cualquier cosa por salir. Quien dice
Undargarín dice Pujol. Pujol ocupaba en la Historia de Cataluña una
serie de capítulos que borraría con gusto si hubiera cómo. Pero salir de
la Historia es más difícil que apostatar. Ya saben ustedes que la
Iglesia, una vez que te han bautizado, no permite que nadie les estropee
la contabilidad. Aunque con el tiempo te entregues al agnosticismo,
incluso al ateísmo, seguirás en sus archivos por una cuestión de orden
práctico que quizá tenga que ver con las subvenciones, no estamos
seguros. Y todo esto sucede porque la Historia, sobre todo la que nos ha
tocado vivir, se puede explicar, pero no se puede entender.
Juan José Millás
Desechos
18.01.2016 | 05:30
V iene colándose insensiblemente en nuestras vidas el término
´monetarizar´, que parece una prolongación cacofónica de monetizar, pero
que es otra cosa. Significa, si lo hemos entendido bien, transformar en
dinero una situación, una idea, una tontería, no sé, una aplicación
para móvil, un percance. Si usted se casa y vende la exclusiva a una
revista, por ejemplo, está monetarizando su boda.
Si se muere,
pero hace de ello un negocio, como David Bowie, monetariza su defunción.
Si es tesorero del PP y recibe mordidas a cambio de favores, monetariza
su puesto. Cuando los hijos demuestran una habilidad, conviene
preguntarse si es o no monetarizable para, en función de ello,
estimularlos o desanimarlos. Lo no monetarizable, en fin, es una
inmundicia, un desecho, una porquería, una basura. Te nombran embajador
en la India y lo primero que te preguntas es cómo monetarizar el cargo
(ahí tienen a Gustavo de Arístegui, sobre el que pesan acusaciones
gravísimas que quizá, listo como es, logre monetarizar de algún modo).
Consigues
un escaño en el Congreso de los Diputados y más de lo mismo (sigan la
pista de Pedro Gómez de la Serna, que se ha hecho fuerte en un escaño).
Te casas con una de las hijas del Rey, haces un curso de Esade y sales
convencido de que ese matrimonio hay que monetarizarlo. Hay trenes que
solo pasan una vez por delante de tu puerta, etcétera. A monetarizar, a
monetarizar, que el mundo se va a acabar.
Hubo un tiempo en el
que se hablaba de rentabilidades sociales, ideológicas, culturales.
Ahora, antes de escribir un poema de amor, debería usted pensar si será
monetarizable, lo mismo que antes de escribir una novela de uno u otro
género o de escalar el Everest. La monetarización no responde a los
esquemas clásicos de producción. No se trata, como hasta hace poco, de
monetarizar la fuerza de trabajo, que también, aunque eso da pocos
beneficios, cada día menos. Se trata de convertir en dinero la propia
existencia, de transformarse uno mismo en papel moneda y de que incluso
tu hígado, tu corazón y tus riñones coticen en la Bolsa. Tiempo al
tiempo.
Juan José Millás
La justicia industrial
17.01.2016 | 05:30
Hace muchos años me encargaron un reportaje sobre Murcia, de modo que
tras instalarme en uno de sus hoteles, y como no conocía la ciudad,
solicité un taxi y pedí al conductor que diera una vuelta por aquellos
lugares que le parecieran más relevantes. Llegamos enseguida a un
territorio inhóspito, pues no se veía a nadie por sus calles,
flanqueadas mayormente por naves industriales y conjuntos fabriles.
Sentí una desazón como de domingo por la tarde infantil. Cuando logré
salir de mi estupor, pregunté al taxista donde estábamos.
-En un polígono –respondió con orgullo.
Creo
que era la primera vez que escuchaba la palabra polígono aplicada a un
parque industrial. Luego, el término se popularizó y hasta se hicieron
películas sobre jóvenes poligoneros, así llamados, supongo, por vivir
cerca de estos polos industriales, lo que sin duda debe de imprimir
carácter. Según la Wikipedia, un polígono debe disponer de fuentes de
energía, transporte, mano de obra y servicios públicos esenciales para
las plantas que se ubiquen en él.
Significa que aunque pueden
crecer de forma espontánea y desordenada, lo ideal es que sean la
consecuencia de una planificación. Quizá el orgullo con el que el
taxista de Murcia me mostraba el suyo tenía que ver con que era el
resultado de un diseño. Desde entonces, por unas u otras razones, he
visitado varios polígonos a lo largo de mi vida. Todos, incluso los más
limpios, me han causado el mismo desasosiego que el primero. En cierto
modo, y pese a sus cafeterías o restaurantes, son antilugares, o así los
siento yo.
Me impresionó, por tanto, que el juicio por el caso
Nóos se llevara a cabo en un polígono de Palma de Mallorca, el de Son
Rossinyol, para ser más exactos.
Es probable que muchas de las
personas juzgadas, ricas como son, no hubieran pisado nunca antes un
polígono. Me pregunto si les habrá parecido un anticipo de su posible
condena. En todo caso, era más humana la cuesta aquella que los acusados
tenían que bajar cuando empezó todo y que conducía a la puerta de un
juzgado céntrico. Hemos llegado a un punto en el que la justicia, dada
la cantidad de justiciables, hay que impartirla en plan industrial.
Juan José Millás
Engendro narrativo
12.01.2016 | 05:30
Si la realidad actual fuera un guion de cine cuyo autor o autores
pasaran a un experto para que lo mejorara, lo primero que preguntaría el
experto sería por el significado de mejorar. De momento, ´mejorar´,
para los poderes fácticos, significa ahondar en las desigualdades entre
pobres y ricos. Al final, cuando alcanzas el tuétano de una historia, no
importa que sea de amor o de guerra, te das cuenta de que lo que la
sostiene es el argumento económico de fondo. Hay quien pasa necesidades y
hay quien no. Y el guion que hemos construido entre todos para sacar
adelante esta historia solo tiene un tema: el dinero.
Con
frecuencia, aquello de lo que trata una novela no aparece en ninguna de
sus páginas. En los talleres de escritura suele escucharse que en las
novelas de fantasmas no debe aparecer la palabra fantasma. Lo implícito
funciona narrativamente mejor que lo explícito. Lo no dicho permanece
ahí, como una amenaza. Los niños lo saben bien, porque los niños son
expertos en escuchar lo que no se dice. De ahí que sean los primeros en
percibir que papá y mamá están a punto de separarse. Viene todo esto a
cuento de que el papel moneda está vías de extinción para ajustarse a
esa ley de la narrativa universal. Dentro de nada, las transacciones
económicas se harán o desharán a través del teléfono móvil. Los ricos se
parecen ya a los pobres en que nunca llevan dinero encima.
Y
bien, hablábamos del sentido de ´mejorar´ el guion de la realidad.
¿Quieren ustedes más niños esclavos, más trata de blancas, más tráfico
de órganos, más guerras, más refugiados perdiendo la vida en altamar?
Son algunas de las preguntas que haría el experto. ¿Desean más
fronteras, más ejecuciones, más salarios basura, más tristeza? ¿Desean
un guion con el final catastrófico que se advierte en la lógica interna
del relato que nos han pasado? Esta es la cuestión: que la lógica
interna del escenario actual solo puede conducir al desastre. Hay
fuerzas que luchan en la dirección contraria, en la búsqueda desesperada
de un final feliz, pero carecen de la fibra precisa para modificar el
rumbo de los acontecimientos. No hay guionista capaz de arreglar este
engendro narrativo. Pero aun sabiéndolo, uno tiene la obligación de
intentarlo.
Juan José Millás
El bucle
11.01.2016 | 05:30
Tiene uno la impresión de permanecer retenido en 2015, como si el año
anterior no hubiera muerto. Personalmente, hay semanas en las que me
quedo en el lunes y no logro salir de él hasta transcurridos seis o
siete días. Desde ese lunes-jaula, observo pasar el martes, el
miércoles, el jueves, etc., pero pasan fuera de mí. Los veo como desde
la ventana. Caprichos del tiempo, que se dobla y se desdobla. O de las
endorfinas.
El caso es que 2015 sigue aquí con todas sus
obsesiones dentro. Elecciones catalanas, elecciones generales,
autodestrucción del PSOE y Mariano Rajoy haciendo gimnasia a los acordes
de una canción de Raphael de hace un siglo. Pronto volveremos a ver a
la vicepresidenta bailando en el programa de Motos, y al presidente en
la casa de Bertín Osborne, exhibiendo su campechanía. Miquel Iceta
alegrará de nuevo los telediarios y así todo de forma sucesiva. Esto de
que el tiempo no fluya se parece un poco a repetir curso. Lo digo por
experiencia propia, pues fui un repetidor compulsivo. Recuerdo estar
sentado en el mismo pupitre y en la misma clase del año anterior, sobre
los mismos libros, un poco deteriorados por el uso. Jugaba con la idea
de que el tiempo no había pasado, sino que se había estirado, como el
chicle, y yo era víctima de ese estiramiento que no afectaba, en cambio,
a quienes habían pasado de primero a segundo.
Por alguna razón,
estos últimos envejecían un año, mientras que yo permanecía igual. De
hecho, a ellos les empezaba a salir el bigote y a mí no. También en
estas cuestiones pilosas fui un poco tardío. Una cosa es cierta: los
compañeros no repetidores de entonces están ahora más viejos que yo.
Comimos juntos hace poco y pese a tener todos la misma edad, yo era el
más joven. ¿Ventajas de ser un retrasado? Pues eso, que estamos
repitiendo curso, ahora de forma colectiva. Somos un país de
repetidores. Abres un periódico de hoy y parece uno del año pasado, no
solo por las noticias, que vuelven sin piedad, sino por los artículos de
opinión sobre la cuestión catalana y el bipartidismo, que han entrado
en un bucle, de forma que cuando crees que has alcanzado el final,
regresas sin transición la cabecera. A lo mejor envejecemos menos.
Juan José Millás
Ahí queda eso
06.01.2016 | 05:30
En mi juventud se hablaba mucho de la familia como fuente de locura. Se
predicaba que en casi todas había un chivo expiatorio (el loco), que era
el que pagaba el pato de las contradicciones que al grupo le resultaban
insoportables. El chivo expiatorio venía a ser el cubo de la basura
sobre el que los hermanos y los padres (a veces los abuelos y los tíos)
proyectaban lo que no les gustaba de sí mismos. Cuando se afirmaba que
todas las familias guardaban un cadáver en el armario, se quería señalar
que no había una sana. Según Freud, supongo, no había vivienda en cuya
puerta pudiera colgarse el siguiente lema: «Aquí no pasa nada».
A
mí me marcó la frase del cadáver en el armario porque la escuché de muy
joven y la interpreté, como es usual en la infancia, de forma literal.
Yo conocía el armario en el que guardábamos nosotros el cadáver: el de
tres cuerpos, con un espejo en la puerta del central, que estaba en la
habitación de mis padres. Dada su hondura, cabía la posibilidad de que
contuviera más de un muerto. ¿Quién los mataba? He ahí una de las
grandes preguntas de mi niñez.
La familia como fuente de locura,
pues. Ha pasado el tiempo y leemos en el periódico que el clan de los
Pujol, según el magistrado José de la Mota, actuaba como una
organización criminal. Solo que en vez de guardar cadáveres en el
armario, escondía dinero. En esa familia –una cosa por otra– no hay
ningún loco, ningún chivo expiatorio. Significa que todos estaban en el
ajo: el padre, la madre, los numerosos hermanos? Uno de ellos, el mayor,
se hacía cargo de las mordidas, que distribuía inteligentemente en
diferentes apartados, y aquí paz y después gloria.
Los hermanos
ponían la mano al final de mes, recibían su parte, se montaban en la
moto y se largaban a México o adonde les apeteciera gastársela. Lo más
notable, insistimos, es que en ninguno de ellos, pese a tratarse de una
familia numerosa, se aprecian rasgos de demencia, ni siquiera de una
neurosis leve. Todos tienen la cabeza en su sitio, como el padre.
¿Significa
que el crimen es incompatible con la locura? Ni idea, pero la
psiquiatría haría bien en estudiar este caso. La familia Pujol debería
ser objeto de un congreso de expertos en salud mental que dilucidara la
cuestión.
Ahí queda eso.
Juan José Millás
Todo patas arriba
03.01.2016 | 05:30
Buscaba desesperadamente una agenda analógica de 2016 (ya no las hay o
son malísimas), cuando se me acercó un tipo que, sin darme tiempo a
reaccionar, me contó que le habían despedido del trabajo hacía tres
horas y que no se lo había contado a nadie todavía, ni a su mujer ni, a
sus hijos, ni a sus padres.
–Usted –añadió– es el primero que lo sabe.
–¿Y eso por qué?– pregunté molesto.
–No
sé, he visto la librería, he entrado para hacer tiempo y he decidido
que a la primera persona con la que me cruzara se lo contaría.
Yo
había sido esa primera persona. Loterías en las que uno lleva un número
sin saberlo. Ese martes, el hombre se habría levantado a la hora de
siempre, se habría arreglado, quizá había llevado a los niños al
colegio. Luego se habría dirigido a la oficina, se habría quitado el
abrigo, habría cogido un café de la máquina, siguiendo así todos los
rituales de una jornada laboral, cuando fue llamado de la dirección de
recursos humanos de la empresa para comunicarle que prescindían de él.
Yo
mi parte, tenía que ir al centro, a la radio, adonde llegué media hora
antes, por lo que me metí en la librería de enfrente en busca de la
agenda.
Para que el destino de ese hombre y el mío coincidieran
en aquella sección del establecimiento, tendrían que haberse producido
millones de sincronías ocultas desde el principio de los tiempos. Una
lotería negativa, como la de Babilonia, que me acababa de tocar a mí.
–No sabe cómo lo siento –le dije–, pero no sé qué hacer con su despido. Prefería vivir sin esa información que tanto me duele.
Y
era cierto, me dolía en el alma, como si aquel conocimiento implicara
también una responsabilidad. Y lo que menos necesitaba en esos momentos
eran responsabilidades.
–Le he hecho polvo– dijo el hombre.
–En cierto modo, sí– confesé yo.
La
víctima era él y el que estaba hecho polvo era yo. A eso me refería, a
que estaba todo patas arriba. Además, no encontré la agenda que buscaba.