Juan José Millás
El circo
28.11.2015 | 05:30
En momentos como el actual siempre nos hacemos la misma pregunta: ¿Votos
y audiencia son la misma cosa? ¿La gente que sintoniza los programas
más vistos de la tele elige también a los candidatos que más salen y que
más habilidades circenses demuestran? ¿Un encuentro con Bertín Osborne
es, desde el punto de vista electoral, más rentable que la aparición en
un programa de arte y ensayo (si existen, que creo que no)? ¿La
banalidad funciona? ¿Será obligatorio en un futuro próximo haber pasado
por la casa de Gran Hermano, por Sálvame, o programas similares, para
llegar a la Moncloa?
No lo sabemos, no sabemos nada, no tenemos
ni idea de cómo funciona el mundo ni qué actitudes activan más
eficazmente nuestro cerebro de reptil, pero disponemos de algunos
indicadores. Pablo Iglesias, por ejemplo, alcanzó la cumbre de la
intención de voto con una exposición televisiva moderada. De hecho, su
caída es paralela a su ascensión mediática.
Ahora bien, ignoramos
si hay normas, es decir, si los mismos índices de audiencia que castigan
a unos benefician a otros y en razón de qué. Tampoco hay forma de medir
lo que se obtiene o lo que se pierde cantando, bailando o tocando las
maracas en un plató a la hora de la cena.
Salir en la tele
significa salir en la tele y carece por tanto de otro sentido que no sea
el de salir en la tele. En eso están de acuerdo todos los teóricos. Lo
que resulta más difícil de valorar es el efecto de no salir. ¿Sería
posible ganar las elecciones apareciendo solo en la prensa escrita, en
la radio y, quizá excepcionalmente, en algún espacio televisivo que no
fuera de mero entretenimiento? ¿Se puede alcanzar el gobierno de un país
desde la alta costura o solo desde el prêt-à-porter? ¿Desde el cine de
autor o desde el de masas?
Misterio, pero cómo nos gustaría la
aparición de un candidato discreto, que dijera algo original cada vez
que abriera la boca y que hablara a nuestra razón más que a nuestro
intestino grueso, un candidato que abandonara el circo ambulante en el
que ahora mismo viajan todos y montara un espectáculo pequeño,
alternativo y culto.
Puede parecer un riesgo, pero lo cierto es que estos espectáculos dan con frecuencia la sorpresa.
Juan José Millás
Un filósofo
26.11.2015 | 05:30
En mi barrio todavía se habla de los cuatros goles que le metió el Barça
al Madrid el sábado último. En realidad, no se habla de otra cosa, pese
a la cantidad de cosas que suceden y nos suceden. El asunto ha generado
mucha frustración en unas personas y mucha furia en otras. 4-0, cuando
se trata de equipos de esta categoría, no es ganar, es un ejercicio
sado-maso en el que el masoquista es el Madrid.
„Le gusta que le aticen „dice el fontanero mojando el cruasán en el café con leche.
„¿A quién le gusta que le aticen? „responde el director de la sucursal bancaria de la esquina.
„A mí „responde el fontanero-, y no te doy detalles porque estamos en horario infantil.
Ocurre
esto en la cafetería en la que leo el periódico, o finjo leerlo,
mientras tomo nota de las conversaciones. No entiendo el fútbol, no me
gusta, aunque me interesa. El sábado, durante la celebración del
´clásico´ (así lo llaman), no encendí la tele ni la radio, pero estuve
atento al grito de ´gol´ que se cuela en mi piso cuando el equipo de
casa logra un tanto.
Me gusta ese instante por lo misterioso que
resulta. Es como un movimiento telúrico, da la impresión de que el grito
procede de las entrañas de la tierra y no de los salones de las
viviendas colindantes. Me gusta, ya digo, me estremece, me proporciona
un grado de extrañeza saludable respecto a la realidad. ¡Qué fuerza para
un monosílabo! ¡Goooool!
Pero el sábado no llegaban. En cambio,
cada vez que el Barça metía un gol se escuchaba un grito inverso. La
experiencia, por novedosa, me puso los pelos de punta. Un grito inverso
de ¡gol! viene a ser un pico de silencio que se parece a un agujero
negro. Escuché cuatro agujeros negros y luego pedí una pizza por
teléfono, para recuperarme.
„A Casillas no le habrían metido cuatro goles „dice ahora el fontanero.
„No sé, no sé „duda el director de la sucursal bancaria.
„Echamos a Casillas por masoquismo „insiste el fontanero„. Y disfrutamos con ello. Lo que te decía, nos gusta que nos den.
El fontanero es un filósofo y yo pido un té verde.
Juan José Millás
La incertidumbre
25.11.2015 | 05:30
Érase una vez un hombre que tenía dudas sobre si debía casarse o no.
¿Debo hacerlo?, le preguntó a su novia, que respondió que ella también
las tenía. Curiosamente, las dudas de ella despejaron las suyas. Decidió
casarse y cuanto antes mejor. A los dos años, él le habló de sus dudas
acerca de si debían o no traer hijos al mundo, a lo que ella respondió
que tampoco estaba segura, a ratos pensaba que sí y a ratos que no. El
resultado fue que tuvieron tres hijos.
Cuando llegó el momento de
decidir si compraban un piso, pues los alquileres se habían puesto por
las nubes, todo discurrió de forma semejante a lo ya relatado. Las dudas
de la mujer eliminaban las del hombre incluso en las cuestiones más
nimias de la vida cotidiana. No sé si echarme un rato, decía él después
de comer. Yo tampoco, decía ella, y al poco estaban en la cama.
Se
hicieron mayores sin abandonar este método decisorio, que siempre
funcionó al gusto de ambos, y un día ella se murió en un acceso de tos.
Ya en el tanatorio, contemplando a su mujer a través del cristal de la
pecera que dividía a la muerta de los vivos, él le dijo mentalmente que
no sabía si morirse o no. Ella no movió un músculo, claro, y él se quedó
con la duda. Pasados unos días, dudó si vaciar el armario de su mujer y
regalar su ropa. Tampoco recibió respuesta. A los dos meses del
fallecimiento de su esposa tenía más dudas que granos un adolescente, y
lo malo es que no cesaban de aumentar. Era una duda andante, un signo de
interrogación vivo, una incertidumbre continua. No sabía qué dieta
seguir ni qué película ver ni qué programa de televisión sintonizar.
A
veces, se detenía en medio del pasillo, dudando si entrar en la cocina o
en el cuarto de baño. Y a quién votar, Dios mío, se preguntaba, a quién
votar, y qué ropa me pongo para la primera comunión de la segunda
nieta. Titubeaba siempre, incluso al hacer la compra, pues si pedía un
quilo de mandarinas al final decía que le quitaran cuatro piezas. Ya en
el lecho de muerte, el hijo mayor le preguntó si prefería que lo
incineraran o lo enterraran, a lo que respondió: «Que me incitierren».
Había resuelto por primera vez en su vida una duda por sí solo. Y así se
hizo. Lo convirtieron en cenizas que a su vez inhumaron en la sepultura
familiar. Una vida.
Juan José Millás
Ni idea
21.11.2015 | 01:28
Tropecé a la entrada del parque con la pierna de un muñeco, o de una
muñeca, cómo saberlo. La recogí y fui con ella en la mano hasta la zona
de los rosales, donde hallé un brazo, el derecho, que parecía del mismo
muñeco (o muñeca). Hay gente que va dejando piernas y brazos en lugar de
miguitas de pan. Se me ocurrió que quizá fuera un juego organizado por
una marca de cafés, o por unos laboratorios farmacéuticos. Tal vez si
lograba reunir al muñeco o a la muñeca enteros me darían un sueldo para
toda la vida.
El caso es que olvidé el objetivo del paseo,
tonificar los músculos, y puse toda mi atención en hallar otros
fragmentos de aquel organismo de juguete. Si consiguiera todas las
piezas, me las llevaría a casa y las armaría de nuevo. ¿Y después qué?,
se preguntarán algunos. Después, encontraría otro asunto en el que
depositar mi amor. La vida funciona así, con proyectos pequeños y
realizables.
Hallé el brazo izquierdo, con la correspondiente
mano, junto a uno de esos baños con forma de cápsula espacial que hay en
los parques de ahora y que funcionan con monedas. Había salido de casa
sin dinero, por lo que no podía abrir la puerta para mirar si dentro
había más piezas. Se me había metido en la cabeza que sí.
Afortunadamente, el baño estaba ocupado, por lo que decidí esperar a que
saliera su ocupante y aprovechar ese momento para echar un vistazo.
Pasaron diez minutos y no salió nadie. Luego otros diez, luego media
hora. Golpeé la puerta sin obtener respuesta y al cabo me rendí y seguí
mi camino con la pierna y los dos brazos obtenidos hasta el momento.
Al
llegar a la rotonda en la que suelo iniciar el camino de regreso, di
con el cuerpo del muñeco, que era de los antiguos, pues carecía de sexo.
Tengo entendido que los de ahora llevan sus genitales y que incluso
hacen pis, ignoro si otras cosas. Y no hallé nada más. Una vez en casa,
organicé las piezas de que disponía y me salió un muñeco con los dos
brazos y una pierna. Le faltaban la cabeza, de la que habría podido
deducir el sexo, y una pierna. Lo he colocado en la librería, junto a
otros fetiches y le he preguntado a mi mujer cómo ha llegado eso ahí
antes de que me lo preguntara ella. Dice que no tiene ni idea.
Juan José Millás
Impostura
18.11.2015 | 05:30
Tropecé en la calle con un viejo conocido al que hacía tiempo que no
veía. Precisamente, me dijo, esta noche he soñado contigo. En mi
interior sonó una señal de alarma cuyo sentido no descifré hasta pasadas
unas horas. Resulta que hacía dos o tres años habíamos coincidido en un
restaurante y me había dicho lo mismo: que aquella noche había soñado
conmigo. Pura mercadotecnia social, pensé. Ahora bien, ¿qué vendía? Ni
idea. Por la noche llamé a un amigo que conocía al sujeto en cuestión y
le conté lo sucedido. Me contó que también había soñado con él, o eso le
dijo en la cola de un cine, hacía un mes o mes y medio.
Al día
siguiente, iba a Hacienda a resolver unos papeleos cuando oí que alguien
me llamaba. Me volví y era una excuñada con la que había perdido toda
relación desde que se separó de mi hermano, hacía ya cuatro o cinco
años. Como no sabía muy bien de qué hablar, le dije que, curiosamente,
esa noche había soñado con ella. Percibí que se sintió muy halagada, por
lo que durante las semanas siguientes repetí la fórmula con ese tipo de
personas que ves de ciento a viento en presentaciones de libros a las
que no deberías haber acudido o en bares en los que no deberías haber
entrado. Precisamente, esta noche he soñado contigo. Ah, dice el otro
felizmente confundido por esa confesión. He advertido también que lo
normal es que no pregunten de qué iba el sueño.
Lo que importa
aquí no es el argumento, sino que el otro haya formado parte de él. Que
alguien se meta entre tus sábanas, aunque sea para mal, implica que
forma parte de tu vida y a todo el mundo le gusta formar parte de la
existencia de los demás. Vivir en la conciencia de los otros, dice
Carrère. Pero el truco, en poco tiempo, se ha generalizado y es una
peste. El martes pasado alguien me dijo que había soñado esa noche
conmigo antes de que me diera tiempo a que se lo dijera yo. De todos
modos, lejos de arredrarme, le dije que también yo había soñado con él.
Se quedó de piedra, claro, atrapado en la impostura que yo le había
devuelto como uno de esos espejos deformantes. Esa noche soñé con una
prima segunda o tercera a la que vi de lejos al día siguiente, entrando
en una farmacia. Ni siquiera me atreví a acercarme a ella.
Juan José Millás
Languidecemos
17.11.2015 | 05:30
En la primera página de un libro ya percibes si hay o no hay atmósfera
y, en caso de haberla, si te pertenece. Entiendo por atmósfera la capa
moral en la que se desenvuelve la vida de los personajes. Esa capa no se
crea, en la mayoría de los casos, de un modo consciente, sino que surge
como un exudado de la acción. No hay momento más feliz para el lector
que aquel en el que toma un volumen de la mesa de novedades de una
librería, lo abre, lee las primeras líneas y su olfato recibe un aliento
que le resulta de forma simultánea familiar y extraño. Familiar porque
en esa escritura reconoce lo que busca, y extraño porque no es fácil dar
con un conjunto de valores a los que uno se acomoda o incomoda de
manera inmediata. Entrar en un libro del gusto de uno se parece mucho a
entrar en una casa que no conocías, pero que la haces tuya desde que te
abren la puerta.
Hay temporadas en las que el ejercicio de leer
se vuelve áspero, no siempre por culpa de los libros. El caso es que no
halla uno nada que lo conmueva. Leemos, sí, cosas que nos interesan,
pero de las que solo disfrutamos con nuestro costado racional mientras
el irracional aúlla por falta de alimentos. Es frecuente que en esas
ocasiones volvamos a los clásicos, a nuestros clásicos, que no siempre
coinciden con los del canon. Languidecemos, en fin, hasta que un día, de
súbito, llega a nuestras manos una novela cuya atmósfera nos
proporciona un alivio semejante al que siente un pez devuelto al agua
después de haber sido capturado. Me ha ocurrido recientemente con ´El
comensal´, un relato breve de Gabriela Ybarra, una primera novela de una
joven de 32 años cuya pericia narrativa es, cuando menos, sorprendente.
´El
comensal´ pertenece al género de la pérdida y del duelo por la pérdida.
Se nuclea en torno a dos muertes, la del abuelo paterno y la de la
madre de la protagonista. Dos muertes que en principio nada tienen que
ver entre sí, pero que se anudan de forma enigmática en la conciencia de
la narradora. Leyéndola se asiste una vez más a ese misterio por el que
la vida de otro, que poco o nada tiene que ver con la tuya, deviene en
una cuestión de orden personal. Como si, más que una novela, se tratara
de una carta dirigida a ti.
Juan José Millás
Me salvó un topo
14.11.2015 | 02:33
A mí ya no me hace falta leer el periódico para ignorar qué opino del
mundo. Lo ignoro sin leerlo. Ahora bien, es cierto que leyéndolo lo
ignoro de otro modo. De una forma más culta. Diríamos que al leerlo
adquiero no una opinión, pero sí una prótesis de opinión. Creo que nos
ocurre a muchos. Ayer cené con el grupo de antiguos alumnos con el que
me reúno una vez al año y todos se mostraban ansiosos por enseñar sus
nuevas prótesis mentales. Dado que los últimos meses han sido ricos en
acontecimientos políticos, estaban llenos de ellas, yo también. Pero de
súbito sentí su artificialidad, lo que me hundió en el desconcierto.
De
vez en cuando, alguien se dirigía a mí para preguntarme qué opinaba
sobre este asunto o este otro. Tenía opiniones sobre todos ellos, pero
ya no las sentía como mías, sino como cuerpos extraños implantados en mi
mente. Tuve un sentimiento de irrealidad o de despersonalización que me
provocó a su vez un ataque de angustia.
Conozco estas acometidas
de mi débil psiquismo, aunque hacía tiempo que no sufría ninguna, lo
que me había proporcionado, durante los últimos años, una seguridad
insensata. Empecé a traspirar copiosamente, y enseguida no daba abasto
para achicar el sudor de mis cejas, donde se acumulaba tras recorrer la
frente. Después del sudor, a veces, venía el desmayo, la lipotimia, así
que pedí disculpas, me levanté y me apresuré en dirección al baño, que
estaba en el sótano, por lo que tuve que bajar medio a ciegas una
escalera que parecía conducir al infierno.
Me lavé la cara, respiré
hondo, pensé en un prado verde por el que corría un topo que enseguida
se metió en un agujero. El prado verde es un recurso habitual para estas
situaciones de estrés, pero el topo apareció de forma ajena a mi
voluntad. Quiero decir que no se ocurrió a mí, sino al prado. ¡Qué
misterio!, pensé regresando a la mesa más o menos recompuesto, dándole
vueltas al asunto del topo. Alguien me preguntó entonces qué pensaba del
problema catalán, del que se hablaba en ese instante, y no tuve
inconveniente en utilizar la prótesis mental que sustituía a mi
auténtica opinión, todavía por descubrir. Creo que me salvó el topo. El
topo inesperado.
Juan José Millás
Incentivación
10.11.2015 | 05:30
Odio mi vida-, le dice una chica de instituto a otra, en el autobús, volviendo a casa después de las clases.
–
Te la cambio –dice su amiga o compañera abandonando la pesada mochila
en el suelo-, al menos tu padre tiene curro y no se pasa todo el día
tirado en el sofá, delante de la tele.
– ¿Llamas curro a lo de mi padre?
– Ya lo sé, es una basura, pero te la cambio, te cambio la vida. Si me das tiempo para ahorrar, te la compro.
Uno
es testigo a lo largo de la semana de conversaciones terribles. Dos
crías de quince años no deberían hablar con esa amargura. Me pregunto a
quién representan temiéndome que a una parte significativa de la
población. Vuelvo la vista y veo a un joven de barba incipiente que
observa con minuciosidad inquietante a los pasajeros del bus. Los mira
como si calculara si la vida de ellos es más llevadera o menos que la
suya. Quizá está pensando con quién se cambiaría. Con éste sí, con éste
no, con aquél quizá. Solo se fija en los hombres, lo que quiere decir
que no se ha planteado cambiar de sexo. Al menos está de acuerdo con
algo de lo que le sucede. El sexo es, en efecto, algo que nos sucede,
pero la situación en la vida debería ser el producto de una
planificación. Si estudio Económicas, haré esto y si Física Nuclear esto
otro. Ahora, la planificación no funciona. Si eres bueno quizá acabes
en la cárcel. No hay más que ver la cantidad de malhechores que siguen
fuera de ella. En la antigüedad había una figura llamada ´alarma social´
que habría impedido a los Pujol o a Rato circular libremente.
Que
dos crías se planteen intercambiar sus vidas porque cada una está hasta
la coronilla de la propia es preocupante, sobre todo si no fueran dos,
sino doscientas mil. De continuar progresando a este ritmo, podría darse
el caso de que España entera quisiera ser otra. Francia, no, porque no
aceptaría el intercambio, ni Alemania, ni Bélgica? Somos capaces de
imaginar los países que estarían encantados del trueque, pero ninguno
nos conviene. Así que no nos queda más remedio que ser lo que somos.
Pero sería bueno que lo incentivaran, como en otro tiempo incentivaban
las horas extras o las nocturnas.
Juan José Millás
Anonadado
07.11.2015 | 00:58
Si es cierto que ´cultura´, ´bizarro´ y ´haber´, por este orden, fueron
las palabras más buscadas en la versión digital del diccionario de la
RAE a lo largo de último año, alguien nos debería una explicación,
porque no tiene sentido lo mires por donde lo mires. Se rompe uno la
cabeza intentando hallar los vínculos entre los tres términos y no hay
manera. Se entiende, quizá, la búsqueda de ´haber´ por el miedo a
confundirlo con ´a ver´. Bueno, algo es algo. Pero por qué la gente
busca ´cultura´ con esa pasión. Tal vez por la curiosidad de averiguar
qué es eso que gravan con el 21% de IVA (lo dicen en la tele a todas
horas)
– Niño, ¿has visto ya qué rayos es la cultura?
– Sí, mama, aquí dice que es el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su propio juicio.
– ¿Y por qué le meten un impuesto de ese calibre?
– Por eso mismo, mama, porque el Gobierno no quiere que desarrollemos un juicio propio.
– Lo difícil, creo yo, sería desarrollar un juicio ajeno.
–
Qué va, mama, mucha gente se cree que estamos mejor ahora que cuando
comenzó a gobernar Rajoy. En eso consiste desarrollar un juicio ajeno.
– No aproveches para hablar de política.
– No es política, mama, es nomenclatura.
Uno
entendería que la segunda palabra más buscada hubiera sido
nomenclatura. Pero no: ha sido bizarro. Si hay mucha gente que utiliza
ese término en las conversaciones cotidianas, es que uno está
completamente fuera de la realidad, signifique lo que signifique
realidad (y bizarro, claro). Se lo pregunto al hijo adolescente del
vecino:
– ¿Tú utilizas bizarro?
– Mucho, está de moda entre los colegas.
– A ver, ponme un ejemplo.
– No sé, Risto Mejide es muy bizarro.
– ¿Pero qué quiere decir bizarro?
– Bizarro significa bizarro, la misma palabra lo dice.
Se monta bizarramente en la bici y me deja en la puerta de casa, anonadado, que voy a ver qué quiere decir.
Juan José Millás
Mala gente
05.11.2015 | 05:30
Imaginemos que nos gusta fusilar. No en tiempos de paz, claro, porque en
tiempos de paz a ver quién se atreve. Nos gusta fusilar en momentos de
revueltas populares o antipopulares, en épocas de confusión, cuando
nadie se fija mucho en lo que haces. Esta es la nuestra, nos decimos
mientras arden por doquier las pasiones más bajas, cuando la gente
denuncia por denunciar o porque debe dinero al denunciado. O porque ese
primo nuestro nos cae mal desde siempre, sin más explicaciones. Como
ocurre, en fin, en las guerras civiles, donde la gente mata a la misma
persona a la que hace dos días le pedía un par de ajos para hacer un
sofrito. Tienes que pensar a quien le prestas los ajos, hay vecinos que
no soportan que les hagas un favor. Bueno, pues estamos ahí, en esa
situación en la que podemos tirar la piedra y esconder la mano o fusilar
sin problemas legales porque la ley es precisamente su ausencia. Nos
apuntamos a un pelotón de fusilamiento y preguntamos al jefe dónde
fusilamos esta noche. En tal barranco, o frente a la tapia de tal
cementerio, nos dice el mandamás. Y nosotros, dóciles frente a la
autoridad, nos subimos a la caja del camión, junto a los fusilables, que
van con las manos atadas a la espalda y hacemos el camino gastando
bromas y escupiendo de medio lado y mirando con superioridad a los
pobres infelices que dentro de dos horas estarán enterrados en una
cuneta o abandonados en un vertedero. A lo mejor, en un acto de
generosidad supremo, ofrecemos una calada del cigarrillo que acabamos de
encender al que va a nuestro lado.
Bien, ya tenemos una imagen
más o menos precisa de lo que es ir a fusilar y de lo perverso que hay
que ser para participar de una de esas expediciones. Pero nosotros
disfrutamos matando, torturando, haciendo sufrir en general. Así que el
camión se detiene no sabemos dónde, hacemos bajar a los presos, les
obligamos a cavar su tumba mientras contamos unos chistes, y luego los
colocamos en fila para fusilarlos por orden. En ese instante, vemos que
una de nuestras víctimas va en pijama. ¿Quién sería capaz de matar a un
hombre en pijama, con la vulnerabilidad que eso produce? Nosotros, pese a
lo malos que somos, no, desde luego. Pero así es como fusilaron a
Lorca, pobre, en pijama. Qué mundo.
Juan José Millás
Un belén
04.11.2015 | 01:04
A medida que nos hacemos mayores las Navidades nos recuerdan a los que
faltan. Las próximas, en cambio, nos recordarán a los que sobran,
empezando por los políticos en campaña. Convocar las elecciones tan
cerca de las fiestas es de una maldad indescriptible. Los anuncios de
colonias caras, mezclados con los eslóganes políticos baratos, nos
sumirán en una confusión olfativa y mental sin precedentes. La
alternancia entre la sofisticación de los plateados o dorados navideños y
el cutrerío mitinero confundirán la vigilia con el sueño, igual que la
combinación de villancico e himno. Los más pequeños de la casa viajarán
de la niñez a los asuntos a unas edades no aptas para combinados tan
fuerte.
Quienes aman la Navidad y quienes la odian deberían
organizarse para evitar que su amor o su odio quede contaminado para
siempre por el aluvión de las promesas electorales de consumo.
Resulta
increíble que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia no
haya intervenido para evitar este desafuero. De no actuar con rapidez,
veremos a Rajoy, a Sánchez y a Rivera a la puerta de los grandes
almacenes, disfrazados de Reyes Magos, repartiendo programas a los niños
que hayan ido a ver a Baltasar. Resultará muy significativo averiguar
quién hace de Rey negro y quién, en contra de las tradiciones más
arraigadas, actúa de Papá Noel. El asunto apesta. Si se cumplen las
fechas que los expertos vienen manejando, la toma de posesión del nuevo
gobierno coincidiría con el comienzo de las rebajas de enero. Su imagen
quedará asociada a la rotación infernal de los productos de usar y
tirar.
Tendremos un presidente low cost, unos ministros low cost y
unos secretarios de estado low cost. Esta sensación se multiplicaría si
en Cataluña, tal como prevén algunos analistas, hubiera que repetir las
elecciones también por esas mismas fechas. Hagan algo, no podemos mirar
cómo beben los peces en el río y defendemos a la vez de las mentiras
ambientales que corromperán la atmósfera navideña cual gases de efecto
invernadero. O miramos a los peces o nos defendemos de las mentiras. Se
va a montar un belén, tiempo al tiempo.
Juan José Millás
Movimientos mentales
03.11.2015 | 05:30
Cerca del quiosco hay una cafetería en la que recala mucha gente después
de comprar el periódico. Estoy hablando de las nueve de la mañana,
cuando yo mismo, con mi ejemplar debajo del brazo, tomo asiento en la
terraza acristalada del establecimiento, pido un té verde y empiezo su
lectura. Desde mi mesa observo los movimientos de los otros lectores.
Hay quien echa un vistazo al sumario, como el que prepara los jugos
gástricos al repasar el menú, y quien le da la vuelta y empieza
directamente por la última. Hay quien va al editorial, a las cartas al
director, a la sección de cultura y hay quien lee el diario siguiendo el
itinerario que le propone el editor (empezando por el principio y
terminando por el final).
En todo caso, advierte uno, atrincherado
detrás de su propio papel, que no solo se lee el periódico para saber
qué ha pasado. Lo que ha pasado lo sabemos de sobra y con independencia
de nuestra voluntad. Vivimos asaeteados por lo que ha pasado, incluso
por lo que va a pasar. Desde que te levantas hasta que te acuestas tu
cerebro, además de ser atravesado por miles de millones de neutrinos,
recibe cientos de impactos informativos procedentes de la radio, la
tele, la cuenta de twitter, el correo electrónico o las llamadas
telefónicas de tu madre. Eso sin contar con la información o
desinformación de las vallas publicitarias del metro, de los adhesivos
del autobús y de la cartelería en general que inunda las calles. Lo
sabemos o lo desabemos todo, según, de modo que a estas alturas no
leemos los periódicos de papel para informarnos ni para desinformarnos,
sino para darnos gusto.
Quizá a usted no le interese lo que ocurre
estos días en Argentina, pero si tropieza con una crónica bien escrita,
la lee. Como efecto secundario, se informa. Significa que los lectores
de periódicos de papel que van quedando sienten, leyéndolos, un placer
que se parece mucho al de la lectura creativa, aquella que implica una
forma de interactuación con lo que se lee. No creo que leer la prensa en
internet proporcione este tipo de gozo. A internet se acude sobre todo
en busca de titulares o flashes. No deja de ser curioso que el medio más
aparentemente interactivo sea el que menos movimientos mentales genere.