Juan José Millás 

El circo

28.11.2015 | 05:30
El circo
En momentos como el actual siempre nos hacemos la misma pregunta: ¿Votos y audiencia son la misma cosa? ¿La gente que sintoniza los programas más vistos de la tele elige también a los candidatos que más salen y que más habilidades circenses demuestran? ¿Un encuentro con Bertín Osborne es, desde el punto de vista electoral, más rentable que la aparición en un programa de arte y ensayo (si existen, que creo que no)? ¿La banalidad funciona? ¿Será obligatorio en un futuro próximo haber pasado por la casa de Gran Hermano, por Sálvame, o programas similares, para llegar a la Moncloa?
No lo sabemos, no sabemos nada, no tenemos ni idea de cómo funciona el mundo ni qué actitudes activan más eficazmente nuestro cerebro de reptil, pero disponemos de algunos indicadores. Pablo Iglesias, por ejemplo, alcanzó la cumbre de la intención de voto con una exposición televisiva moderada. De hecho, su caída es paralela a su ascensión mediática.
Ahora bien, ignoramos si hay normas, es decir, si los mismos índices de audiencia que castigan a unos benefician a otros y en razón de qué. Tampoco hay forma de medir lo que se obtiene o lo que se pierde cantando, bailando o tocando las maracas en un plató a la hora de la cena.
Salir en la tele significa salir en la tele y carece por tanto de otro sentido que no sea el de salir en la tele. En eso están de acuerdo todos los teóricos. Lo que resulta más difícil de valorar es el efecto de no salir. ¿Sería posible ganar las elecciones apareciendo solo en la prensa escrita, en la radio y, quizá excepcionalmente, en algún espacio televisivo que no fuera de mero entretenimiento? ¿Se puede alcanzar el gobierno de un país desde la alta costura o solo desde el prêt-à-porter? ¿Desde el cine de autor o desde el de masas?
Misterio, pero cómo nos gustaría la aparición de un candidato discreto, que dijera algo original cada vez que abriera la boca y que hablara a nuestra razón más que a nuestro intestino grueso, un candidato que abandonara el circo ambulante en el que ahora mismo viajan todos y montara un espectáculo pequeño, alternativo y culto.
Puede parecer un riesgo, pero lo cierto es que estos espectáculos dan con frecuencia la sorpresa.
Juan José Millás

Un filósofo

26.11.2015 | 05:30
Un filósofo
En mi barrio todavía se habla de los cuatros goles que le metió el Barça al Madrid el sábado último. En realidad, no se habla de otra cosa, pese a la cantidad de cosas que suceden y nos suceden. El asunto ha generado mucha frustración en unas personas y mucha furia en otras. 4-0, cuando se trata de equipos de esta categoría, no es ganar, es un ejercicio sado-maso en el que el masoquista es el Madrid.
„Le gusta que le aticen „dice el fontanero mojando el cruasán en el café con leche.
„¿A quién le gusta que le aticen? „responde el director de la sucursal bancaria de la esquina.
„A mí „responde el fontanero-, y no te doy detalles porque estamos en horario infantil.
Ocurre esto en la cafetería en la que leo el periódico, o finjo leerlo, mientras tomo nota de las conversaciones. No entiendo el fútbol, no me gusta, aunque me interesa. El sábado, durante la celebración del ´clásico´ (así lo llaman), no encendí la tele ni la radio, pero estuve atento al grito de ´gol´ que se cuela en mi piso cuando el equipo de casa logra un tanto.
Me gusta ese instante por lo misterioso que resulta. Es como un movimiento telúrico, da la impresión de que el grito procede de las entrañas de la tierra y no de los salones de las viviendas colindantes. Me gusta, ya digo, me estremece, me proporciona un grado de extrañeza saludable respecto a la realidad. ¡Qué fuerza para un monosílabo! ¡Goooool!
Pero el sábado no llegaban. En cambio, cada vez que el Barça metía un gol se escuchaba un grito inverso. La experiencia, por novedosa, me puso los pelos de punta. Un grito inverso de ¡gol! viene a ser un pico de silencio que se parece a un agujero negro. Escuché cuatro agujeros negros y luego pedí una pizza por teléfono, para recuperarme.
„A Casillas no le habrían metido cuatro goles „dice ahora el fontanero.
„No sé, no sé „duda el director de la sucursal bancaria.
„Echamos a Casillas por masoquismo „insiste el fontanero„. Y disfrutamos con ello. Lo que te decía, nos gusta que nos den.
El fontanero es un filósofo y yo pido un té verde.
Juan José Millás 

La incertidumbre

25.11.2015 | 05:30
La incertidumbre
Érase una vez un hombre que tenía dudas sobre si debía casarse o no. ¿Debo hacerlo?, le preguntó a su novia, que respondió que ella también las tenía. Curiosamente, las dudas de ella despejaron las suyas. Decidió casarse y cuanto antes mejor. A los dos años, él le habló de sus dudas acerca de si debían o no traer hijos al mundo, a lo que ella respondió que tampoco estaba segura, a ratos pensaba que sí y a ratos que no. El resultado fue que tuvieron tres hijos.
Cuando llegó el momento de decidir si compraban un piso, pues los alquileres se habían puesto por las nubes, todo discurrió de forma semejante a lo ya relatado. Las dudas de la mujer eliminaban las del hombre incluso en las cuestiones más nimias de la vida cotidiana. No sé si echarme un rato, decía él después de comer. Yo tampoco, decía ella, y al poco estaban en la cama.
Se hicieron mayores sin abandonar este método decisorio, que siempre funcionó al gusto de ambos, y un día ella se murió en un acceso de tos. Ya en el tanatorio, contemplando a su mujer a través del cristal de la pecera que dividía a la muerta de los vivos, él le dijo mentalmente que no sabía si morirse o no. Ella no movió un músculo, claro, y él se quedó con la duda. Pasados unos días, dudó si vaciar el armario de su mujer y regalar su ropa. Tampoco recibió respuesta. A los dos meses del fallecimiento de su esposa tenía más dudas que granos un adolescente, y lo malo es que no cesaban de aumentar. Era una duda andante, un signo de interrogación vivo, una incertidumbre continua. No sabía qué dieta seguir ni qué película ver ni qué programa de televisión sintonizar.
A veces, se detenía en medio del pasillo, dudando si entrar en la cocina o en el cuarto de baño. Y a quién votar, Dios mío, se preguntaba, a quién votar, y qué ropa me pongo para la primera comunión de la segunda nieta. Titubeaba siempre, incluso al hacer la compra, pues si pedía un quilo de mandarinas al final decía que le quitaran cuatro piezas. Ya en el lecho de muerte, el hijo mayor le preguntó si prefería que lo incineraran o lo enterraran, a lo que respondió: «Que me incitierren». Había resuelto por primera vez en su vida una duda por sí solo. Y así se hizo. Lo convirtieron en cenizas que a su vez inhumaron en la sepultura familiar. Una vida.
Juan José Millás 

Ni idea

21.11.2015 | 01:28
Ni idea
Tropecé a la entrada del parque con la pierna de un muñeco, o de una muñeca, cómo saberlo. La recogí y fui con ella en la mano hasta la zona de los rosales, donde hallé un brazo, el derecho, que parecía del mismo muñeco (o muñeca). Hay gente que va dejando piernas y brazos en lugar de miguitas de pan. Se me ocurrió que quizá fuera un juego organizado por una marca de cafés, o por unos laboratorios farmacéuticos. Tal vez si lograba reunir al muñeco o a la muñeca enteros me darían un sueldo para toda la vida.
El caso es que olvidé el objetivo del paseo, tonificar los músculos, y puse toda mi atención en hallar otros fragmentos de aquel organismo de juguete. Si consiguiera todas las piezas, me las llevaría a casa y las armaría de nuevo. ¿Y después qué?, se preguntarán algunos. Después, encontraría otro asunto en el que depositar mi amor. La vida funciona así, con proyectos pequeños y realizables.
Hallé el brazo izquierdo, con la correspondiente mano, junto a uno de esos baños con forma de cápsula espacial que hay en los parques de ahora y que funcionan con monedas. Había salido de casa sin dinero, por lo que no podía abrir la puerta para mirar si dentro había más piezas. Se me había metido en la cabeza que sí. Afortunadamente, el baño estaba ocupado, por lo que decidí esperar a que saliera su ocupante y aprovechar ese momento para echar un vistazo. Pasaron diez minutos y no salió nadie. Luego otros diez, luego media hora. Golpeé la puerta sin obtener respuesta y al cabo me rendí y seguí mi camino con la pierna y los dos brazos obtenidos hasta el momento.
Al llegar a la rotonda en la que suelo iniciar el camino de regreso, di con el cuerpo del muñeco, que era de los antiguos, pues carecía de sexo. Tengo entendido que los de ahora llevan sus genitales y que incluso hacen pis, ignoro si otras cosas. Y no hallé nada más. Una vez en casa, organicé las piezas de que disponía y me salió un muñeco con los dos brazos y una pierna. Le faltaban la cabeza, de la que habría podido deducir el sexo, y una pierna. Lo he colocado en la librería, junto a otros fetiches y le he preguntado a mi mujer cómo ha llegado eso ahí antes de que me lo preguntara ella. Dice que no tiene ni idea.
Juan José Millás 

Impostura

18.11.2015 | 05:30
Impostura
Tropecé en la calle con un viejo conocido al que hacía tiempo que no veía. Precisamente, me dijo, esta noche he soñado contigo. En mi interior sonó una señal de alarma cuyo sentido no descifré hasta pasadas unas horas. Resulta que hacía dos o tres años habíamos coincidido en un restaurante y me había dicho lo mismo: que aquella noche había soñado conmigo. Pura mercadotecnia social, pensé. Ahora bien, ¿qué vendía? Ni idea. Por la noche llamé a un amigo que conocía al sujeto en cuestión y le conté lo sucedido. Me contó que también había soñado con él, o eso le dijo en la cola de un cine, hacía un mes o mes y medio.
Al día siguiente, iba a Hacienda a resolver unos papeleos cuando oí que alguien me llamaba. Me volví y era una excuñada con la que había perdido toda relación desde que se separó de mi hermano, hacía ya cuatro o cinco años. Como no sabía muy bien de qué hablar, le dije que, curiosamente, esa noche había soñado con ella. Percibí que se sintió muy halagada, por lo que durante las semanas siguientes repetí la fórmula con ese tipo de personas que ves de ciento a viento en presentaciones de libros a las que no deberías haber acudido o en bares en los que no deberías haber entrado. Precisamente, esta noche he soñado contigo. Ah, dice el otro felizmente confundido por esa confesión. He advertido también que lo normal es que no pregunten de qué iba el sueño.
Lo que importa aquí no es el argumento, sino que el otro haya formado parte de él. Que alguien se meta entre tus sábanas, aunque sea para mal, implica que forma parte de tu vida y a todo el mundo le gusta formar parte de la existencia de los demás. Vivir en la conciencia de los otros, dice Carrère. Pero el truco, en poco tiempo, se ha generalizado y es una peste. El martes pasado alguien me dijo que había soñado esa noche conmigo antes de que me diera tiempo a que se lo dijera yo. De todos modos, lejos de arredrarme, le dije que también yo había soñado con él. Se quedó de piedra, claro, atrapado en la impostura que yo le había devuelto como uno de esos espejos deformantes. Esa noche soñé con una prima segunda o tercera a la que vi de lejos al día siguiente, entrando en una farmacia. Ni siquiera me atreví a acercarme a ella.
Juan José Millás 

Languidecemos

17.11.2015 | 05:30
Languidecemos
En la primera página de un libro ya percibes si hay o no hay atmósfera y, en caso de haberla, si te pertenece. Entiendo por atmósfera la capa moral en la que se desenvuelve la vida de los personajes. Esa capa no se crea, en la mayoría de los casos, de un modo consciente, sino que surge como un exudado de la acción. No hay momento más feliz para el lector que aquel en el que toma un volumen de la mesa de novedades de una librería, lo abre, lee las primeras líneas y su olfato recibe un aliento que le resulta de forma simultánea familiar y extraño. Familiar porque en esa escritura reconoce lo que busca, y extraño porque no es fácil dar con un conjunto de valores a los que uno se acomoda o incomoda de manera inmediata. Entrar en un libro del gusto de uno se parece mucho a entrar en una casa que no conocías, pero que la haces tuya desde que te abren la puerta.

Hay temporadas en las que el ejercicio de leer se vuelve áspero, no siempre por culpa de los libros. El caso es que no halla uno nada que lo conmueva. Leemos, sí, cosas que nos interesan, pero de las que solo disfrutamos con nuestro costado racional mientras el irracional aúlla por falta de alimentos. Es frecuente que en esas ocasiones volvamos a los clásicos, a nuestros clásicos, que no siempre coinciden con los del canon. Languidecemos, en fin, hasta que un día, de súbito, llega a nuestras manos una novela cuya atmósfera nos proporciona un alivio semejante al que siente un pez devuelto al agua después de haber sido capturado. Me ha ocurrido recientemente con ´El comensal´, un relato breve de Gabriela Ybarra, una primera novela de una joven de 32 años cuya pericia narrativa es, cuando menos, sorprendente.
´El comensal´ pertenece al género de la pérdida y del duelo por la pérdida. Se nuclea en torno a dos muertes, la del abuelo paterno y la de la madre de la protagonista. Dos muertes que en principio nada tienen que ver entre sí, pero que se anudan de forma enigmática en la conciencia de la narradora. Leyéndola se asiste una vez más a ese misterio por el que la vida de otro, que poco o nada tiene que ver con la tuya, deviene en una cuestión de orden personal. Como si, más que una novela, se tratara de una carta dirigida a ti.
Juan José Millás 

Me salvó un topo

14.11.2015 | 02:33
Me salvó un topo
A mí ya no me hace falta leer el periódico para ignorar qué opino del mundo. Lo ignoro sin leerlo. Ahora bien, es cierto que leyéndolo lo ignoro de otro modo. De una forma más culta. Diríamos que al leerlo adquiero no una opinión, pero sí una prótesis de opinión. Creo que nos ocurre a muchos. Ayer cené con el grupo de antiguos alumnos con el que me reúno una vez al año y todos se mostraban ansiosos por enseñar sus nuevas prótesis mentales. Dado que los últimos meses han sido ricos en acontecimientos políticos, estaban llenos de ellas, yo también. Pero de súbito sentí su artificialidad, lo que me hundió en el desconcierto.
De vez en cuando, alguien se dirigía a mí para preguntarme qué opinaba sobre este asunto o este otro. Tenía opiniones sobre todos ellos, pero ya no las sentía como mías, sino como cuerpos extraños implantados en mi mente. Tuve un sentimiento de irrealidad o de despersonalización que me provocó a su vez un ataque de angustia.
Conozco estas acometidas de mi débil psiquismo, aunque hacía tiempo que no sufría ninguna, lo que me había proporcionado, durante los últimos años, una seguridad insensata. Empecé a traspirar copiosamente, y enseguida no daba abasto para achicar el sudor de mis cejas, donde se acumulaba tras recorrer la frente. Después del sudor, a veces, venía el desmayo, la lipotimia, así que pedí disculpas, me levanté y me apresuré en dirección al baño, que estaba en el sótano, por lo que tuve que bajar medio a ciegas una escalera que parecía conducir al infierno.
Me lavé la cara, respiré hondo, pensé en un prado verde por el que corría un topo que enseguida se metió en un agujero. El prado verde es un recurso habitual para estas situaciones de estrés, pero el topo apareció de forma ajena a mi voluntad. Quiero decir que no se ocurrió a mí, sino al prado. ¡Qué misterio!, pensé regresando a la mesa más o menos recompuesto, dándole vueltas al asunto del topo. Alguien me preguntó entonces qué pensaba del problema catalán, del que se hablaba en ese instante, y no tuve inconveniente en utilizar la prótesis mental que sustituía a mi auténtica opinión, todavía por descubrir. Creo que me salvó el topo. El topo inesperado.
Juan José Millás 

Incentivación

10.11.2015 | 05:30
Incentivación
Odio mi vida-, le dice una chica de instituto a otra, en el autobús, volviendo a casa después de las clases.
– Te la cambio –dice su amiga o compañera abandonando la pesada mochila en el suelo-, al menos tu padre tiene curro y no se pasa todo el día tirado en el sofá, delante de la tele.
– ¿Llamas curro a lo de mi padre?
– Ya lo sé, es una basura, pero te la cambio, te cambio la vida. Si me das tiempo para ahorrar, te la compro.
Uno es testigo a lo largo de la semana de conversaciones terribles. Dos crías de quince años no deberían hablar con esa amargura. Me pregunto a quién representan temiéndome que a una parte significativa de la población. Vuelvo la vista y veo a un joven de barba incipiente que observa con minuciosidad inquietante a los pasajeros del bus. Los mira como si calculara si la vida de ellos es más llevadera o menos que la suya. Quizá está pensando con quién se cambiaría. Con éste sí, con éste no, con aquél quizá. Solo se fija en los hombres, lo que quiere decir que no se ha planteado cambiar de sexo. Al menos está de acuerdo con algo de lo que le sucede. El sexo es, en efecto, algo que nos sucede, pero la situación en la vida debería ser el producto de una planificación. Si estudio Económicas, haré esto y si Física Nuclear esto otro. Ahora, la planificación no funciona. Si eres bueno quizá acabes en la cárcel. No hay más que ver la cantidad de malhechores que siguen fuera de ella. En la antigüedad había una figura llamada ´alarma social´ que habría impedido a los Pujol o a Rato circular libremente.
Que dos crías se planteen intercambiar sus vidas porque cada una está hasta la coronilla de la propia es preocupante, sobre todo si no fueran dos, sino doscientas mil. De continuar progresando a este ritmo, podría darse el caso de que España entera quisiera ser otra. Francia, no, porque no aceptaría el intercambio, ni Alemania, ni Bélgica? Somos capaces de imaginar los países que estarían encantados del trueque, pero ninguno nos conviene. Así que no nos queda más remedio que ser lo que somos. Pero sería bueno que lo incentivaran, como en otro tiempo incentivaban las horas extras o las nocturnas.
Juan José Millás 

Anonadado

07.11.2015 | 00:58
Anonadado
Si es cierto que ´cultura´, ´bizarro´ y ´haber´, por este orden, fueron las palabras más buscadas en la versión digital del diccionario de la RAE a lo largo de último año, alguien nos debería una explicación, porque no tiene sentido lo mires por donde lo mires. Se rompe uno la cabeza intentando hallar los vínculos entre los tres términos y no hay manera. Se entiende, quizá, la búsqueda de ´haber´ por el miedo a confundirlo con ´a ver´. Bueno, algo es algo. Pero por qué la gente busca ´cultura´ con esa pasión. Tal vez por la curiosidad de averiguar qué es eso que gravan con el 21% de IVA (lo dicen en la tele a todas horas)
– Niño, ¿has visto ya qué rayos es la cultura?
– Sí, mama, aquí dice que es el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su propio juicio.
– ¿Y por qué le meten un impuesto de ese calibre?
– Por eso mismo, mama, porque el Gobierno no quiere que desarrollemos un juicio propio.
– Lo difícil, creo yo, sería desarrollar un juicio ajeno.
– Qué va, mama, mucha gente se cree que estamos mejor ahora que cuando comenzó a gobernar Rajoy. En eso consiste desarrollar un juicio ajeno.
– No aproveches para hablar de política.
– No es política, mama, es nomenclatura.
Uno entendería que la segunda palabra más buscada hubiera sido nomenclatura. Pero no: ha sido bizarro. Si hay mucha gente que utiliza ese término en las conversaciones cotidianas, es que uno está completamente fuera de la realidad, signifique lo que signifique realidad (y bizarro, claro). Se lo pregunto al hijo adolescente del vecino:
– ¿Tú utilizas bizarro?
– Mucho, está de moda entre los colegas.
– A ver, ponme un ejemplo.
– No sé, Risto Mejide es muy bizarro.
– ¿Pero qué quiere decir bizarro?
– Bizarro significa bizarro, la misma palabra lo dice.
Se monta bizarramente en la bici y me deja en la puerta de casa, anonadado, que voy a ver qué quiere decir.
Juan José Millás 

Mala gente

05.11.2015 | 05:30
Mala gente
Imaginemos que nos gusta fusilar. No en tiempos de paz, claro, porque en tiempos de paz a ver quién se atreve. Nos gusta fusilar en momentos de revueltas populares o antipopulares, en épocas de confusión, cuando nadie se fija mucho en lo que haces. Esta es la nuestra, nos decimos mientras arden por doquier las pasiones más bajas, cuando la gente denuncia por denunciar o porque debe dinero al denunciado. O porque ese primo nuestro nos cae mal desde siempre, sin más explicaciones. Como ocurre, en fin, en las guerras civiles, donde la gente mata a la misma persona a la que hace dos días le pedía un par de ajos para hacer un sofrito. Tienes que pensar a quien le prestas los ajos, hay vecinos que no soportan que les hagas un favor. Bueno, pues estamos ahí, en esa situación en la que podemos tirar la piedra y esconder la mano o fusilar sin problemas legales porque la ley es precisamente su ausencia. Nos apuntamos a un pelotón de fusilamiento y preguntamos al jefe dónde fusilamos esta noche. En tal barranco, o frente a la tapia de tal cementerio, nos dice el mandamás. Y nosotros, dóciles frente a la autoridad, nos subimos a la caja del camión, junto a los fusilables, que van con las manos atadas a la espalda y hacemos el camino gastando bromas y escupiendo de medio lado y mirando con superioridad a los pobres infelices que dentro de dos horas estarán enterrados en una cuneta o abandonados en un vertedero. A lo mejor, en un acto de generosidad supremo, ofrecemos una calada del cigarrillo que acabamos de encender al que va a nuestro lado.
Bien, ya tenemos una imagen más o menos precisa de lo que es ir a fusilar y de lo perverso que hay que ser para participar de una de esas expediciones. Pero nosotros disfrutamos matando, torturando, haciendo sufrir en general. Así que el camión se detiene no sabemos dónde, hacemos bajar a los presos, les obligamos a cavar su tumba mientras contamos unos chistes, y luego los colocamos en fila para fusilarlos por orden. En ese instante, vemos que una de nuestras víctimas va en pijama. ¿Quién sería capaz de matar a un hombre en pijama, con la vulnerabilidad que eso produce? Nosotros, pese a lo malos que somos, no, desde luego. Pero así es como fusilaron a Lorca, pobre, en pijama. Qué mundo.
Juan José Millás 

Un belén

04.11.2015 | 01:04
Un belén
A medida que nos hacemos mayores las Navidades nos recuerdan a los que faltan. Las próximas, en cambio, nos recordarán a los que sobran, empezando por los políticos en campaña. Convocar las elecciones tan cerca de las fiestas es de una maldad indescriptible. Los anuncios de colonias caras, mezclados con los eslóganes políticos baratos, nos sumirán en una confusión olfativa y mental sin precedentes. La alternancia entre la sofisticación de los plateados o dorados navideños y el cutrerío mitinero confundirán la vigilia con el sueño, igual que la combinación de villancico e himno. Los más pequeños de la casa viajarán de la niñez a los asuntos a unas edades no aptas para combinados tan fuerte.
Quienes aman la Navidad y quienes la odian deberían organizarse para evitar que su amor o su odio quede contaminado para siempre por el aluvión de las promesas electorales de consumo.
Resulta increíble que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia no haya intervenido para evitar este desafuero. De no actuar con rapidez, veremos a Rajoy, a Sánchez y a Rivera a la puerta de los grandes almacenes, disfrazados de Reyes Magos, repartiendo programas a los niños que hayan ido a ver a Baltasar. Resultará muy significativo averiguar quién hace de Rey negro y quién, en contra de las tradiciones más arraigadas, actúa de Papá Noel. El asunto apesta. Si se cumplen las fechas que los expertos vienen manejando, la toma de posesión del nuevo gobierno coincidiría con el comienzo de las rebajas de enero. Su imagen quedará asociada a la rotación infernal de los productos de usar y tirar.
Tendremos un presidente low cost, unos ministros low cost y unos secretarios de estado low cost. Esta sensación se multiplicaría si en Cataluña, tal como prevén algunos analistas, hubiera que repetir las elecciones también por esas mismas fechas. Hagan algo, no podemos mirar cómo beben los peces en el río y defendemos a la vez de las mentiras ambientales que corromperán la atmósfera navideña cual gases de efecto invernadero. O miramos a los peces o nos defendemos de las mentiras. Se va a montar un belén, tiempo al tiempo.
Juan José Millás 

Movimientos mentales

03.11.2015 | 05:30
Movimientos mentales
Cerca del quiosco hay una cafetería en la que recala mucha gente después de comprar el periódico. Estoy hablando de las nueve de la mañana, cuando yo mismo, con mi ejemplar debajo del brazo, tomo asiento en la terraza acristalada del establecimiento, pido un té verde y empiezo su lectura. Desde mi mesa observo los movimientos de los otros lectores. Hay quien echa un vistazo al sumario, como el que prepara los jugos gástricos al repasar el menú, y quien le da la vuelta y empieza directamente por la última. Hay quien va al editorial, a las cartas al director, a la sección de cultura y hay quien lee el diario siguiendo el itinerario que le propone el editor (empezando por el principio y terminando por el final).
En todo caso, advierte uno, atrincherado detrás de su propio papel, que no solo se lee el periódico para saber qué ha pasado. Lo que ha pasado lo sabemos de sobra y con independencia de nuestra voluntad. Vivimos asaeteados por lo que ha pasado, incluso por lo que va a pasar. Desde que te levantas hasta que te acuestas tu cerebro, además de ser atravesado por miles de millones de neutrinos, recibe cientos de impactos informativos procedentes de la radio, la tele, la cuenta de twitter, el correo electrónico o las llamadas telefónicas de tu madre. Eso sin contar con la información o desinformación de las vallas publicitarias del metro, de los adhesivos del autobús y de la cartelería en general que inunda las calles. Lo sabemos o lo desabemos todo, según, de modo que a estas alturas no leemos los periódicos de papel para informarnos ni para desinformarnos, sino para darnos gusto.
Quizá a usted no le interese lo que ocurre estos días en Argentina, pero si tropieza con una crónica bien escrita, la lee. Como efecto secundario, se informa. Significa que los lectores de periódicos de papel que van quedando sienten, leyéndolos, un placer que se parece mucho al de la lectura creativa, aquella que implica una forma de interactuación con lo que se lee. No creo que leer la prensa en internet proporcione este tipo de gozo. A internet se acude sobre todo en busca de titulares o flashes. No deja de ser curioso que el medio más aparentemente interactivo sea el que menos movimientos mentales genere.