Cosas sin arreglo

11.11.2017 | 21:56
Internet te ofrece 418.000 respuestas a la pregunta sobre cómo hacer una sopa de cebolla. Vale decir medio millón, casi, de recetas. No sabe uno con cual quedarse y tampoco tiene tiempo para revisarlas todas porque los invitados llegarán dentro de dos horas y ni siquiera has puesto la mesa. De otro lado, y como unas palabras te remiten a otras, puedes empezar en la sopa de cebolla y acabar de en una página de sexo duro. Al final, tarde o temprano, todo desemboca en el sexo. O en la plusvalía.
¿Tienes ya los ingredientes? –te pregunta tu mujer desde la cocina.
-Estoy en ello –dices abandonando la página de desnudos integrales en la que acabas de caer por culpa del hipertexto.
En cualquier caso, si eres sensato y no te sales mucho del carril, al final todo se soluciona. A mí me queda la duda de si debo de ponerle queso o no a la sopa, pero está buena con y sin.
Aunque lo mejor, créanme, es comprarla de sobre. El sobre es uno de los grandes inventos de la humanidad, lo mismo sirve para pasar un sobresueldo que para distribuir los ingredientes de un caldo. Pero me estoy perdiendo. A lo que iba era a que hay asuntos, como el de la sopa de cebolla, para el que disponemos de cientos de miles de soluciones, y asuntos para los que no disponemos de ninguna.
Deberíamos empezar a acostumbrarnos a eso: a que hay problemas sin solución. Y no estoy pensando en la crisis catalana, que también, sino en cuestiones de orden doméstico. Una gotera, por ejemplo. En mi casa hay una mancha de humedad que no logramos averiguar de dónde viene. La hemos cercado como a un animal, la hemos acorralado, pero no confiesa su origen. El mes pasado nos resignamos a vivir con ella. Con ella y con un ruido que sale de debajo el bidé. Más que de un ruido, se trata de una familia de ruidos que ha anidado ahí y no hemos hallado el modo de exterminar.
Hay cosas en la vida que no tienen solución. Deberíamos acostumbrarnos. Disponemos de cientos de miles de recetas para la sopa de cebolla o para la langosta al jengibre, pero ignoramos cómo educar a los hijos, he ahí otro ejemplo.
El mercado nos ofrece todo, excepto aquello que de verdad necesitamos.

Queridos politólogos

16.11.2017 | 05:30
Escribí en el buscador de Google: «He leído un artículo muy bueno sobre Cataluña». Y Google me respondió: No se ha encontrado ningún resultado para «he leído un artículo muy bueno sobre Cataluña». Significa que está por escribir. O que está escrito y nadie ha tropezado con él. O que algunos lo conocen, pero no lo citan por celos. No lo sé. En cualquier caso, me quedo sin leer el mejor artículo posible sobre el asunto catalán y sin enterarme a fondo, por tanto, de qué va la cosa. Y es que no va todos los días de lo mismo. Por ejemplo, cuando Puigdemont huyó a Bélgica pasando por Marsella, todo el mundo hacía chistes de la cuestión. Yo, como no tengo personalidad ni ideas políticas propias, también. Pero han pasado los días y resulta que la maniobra no fue tan idiota, o no fue idiota en absoluto. A los comentaristas políticos se les ha helado la sonrisa. La extradición, en el caso de que se concediera, tardaría por lo menos tres meses. Es decir, sería después de las elecciones, a las que se puede presentar y hacer campaña desde Bélgica. No se fue a tontas y a locas, pues, sino como producto de una estrategia que ya ha comenzado a dar sus frutos.
En todo este lío, los independentistas van siempre un paso por delante de los analistas políticos, incluso del Gobierno. Seguramente, contaban también con que el fiscal Maza actuaría y la jueza de la Audiencia Nacional metiera en chirona a medio Govern, lo que de momento proporciona más réditos políticos a los encarcelados que a los encarceladores. Cada vez que mueven una ficha, da la impresión de que conocen los siguientes doce movimientos del adversario. De modo que la gente ingenua como un servidor, que se alimenta de editoriales inteligentes y tertulianos astutos, se pasa el día cambiando de opinión quedando fatal delante de los suyos.
- Pero si ayer dijiste que lo del exilio belga era de ópera bufa.
- Quizá debería haberlo dejado en ópera a secas.

Está uno harto de decirse y de desdecirse, y todo porque nadie, según Google, ha escrito aún el mejor artículo sobre la crisis catalana. Es que ni Gabilondo acaba de dar en el clavo. Queridos politólogos, a ver si se ponen a ello de una vez.

Alien

13.11.2017 | 05:30
Empecé a leer el libro con los zapatos puestos, como si tuviera que salir en un rato. A la tercera página me los quité. A la quinta, me saqué el jersey y me desabroché la camisa. A la décima, fui a la habitación y cogí una almohada para colocarla en la mesa sobre la que apoyaba los pies, pues habían comenzado a dolerme los talones. A las 50 páginas bajé al restaurante del hotel a tomarme una sopa de cebolla que estaba muy caliente y me quemó la lengua. Y no sólo la lengua, sino la boca entera. Noté que la mucosa del interior de las mejillas se desprendía de sus paredes como un papel viejo. Nunca me había ocurrido algo semejante. Me tocaba aquí y allá con la punta de la lengua y el revestimiento mucoso se convertía en una materia grumosa, condesada, como un engrudo caducado. Todo por la impaciencia de regresar a la habitación para continuar la lectura del libro. Cuando subí, fui a lavarme los dientes. Comencé por la parte derecha, pero me pareció que estaba limpiando los dientes de otro. Habían encajado en mi rostro una boca ajena. ¡Dios mío!, exclamé con aquella lengua extraña. Volví a la salita, cogí el libro, continué leyendo después de quitarme de nuevo los zapatos, sacarme el jersey y desabrocharme la camisa. La acción era trepidante, no podía dejarlo. Pese a ello, me quedé dormido, siempre me entra el sueño después de comer. Al despertar, sentí que mis ojos tampoco eran mis ojos. Todo lo que veía lo veía para alguien. No sabría decir para quién.
Terminé el libro por la noche gracias a los ojos de ese otro para el que subrayé también algunas frases. Me dormí masticando los trozos de carne blanda que se desprendían de las paredes de mi boca, que en realidad ya no era mi boca. Desperté a las siete u ocho horas. Abrí los ojos que no me pertenecían, bostecé con la boca prestada y me dirigí al cuarto de baño con unas piernas que acababa de estrenar. Yo era otro. Me ocurre cuando viajo lejos y leo al mismo tiempo libros que implican un segundo viaje. Pedí al servicio de habitaciones un desayuno abundante y salí a caminar por la ciudad extranjera como si un alien me hubiese invadido. Tardé en volver en mí lo mismo que en volver a Madrid.

El Antiguo Testamento

06.11.2017 | 05:30
En las habitaciones de los hoteles de Barcelona, en vez de la Biblia, los turistas encuentran ahora una carta en la que se les asegura que la situación no es tan grave como se percibe desde el exterior (servidor debe de pertenecer al exterior). La misiva, me parece, tiene algo de prospecto inverso, pues busca promover el efecto placebo más que el nocebo. Personalmente, no sabía nada del efecto nocebo hasta que el otro día leí un artículo sobre el tema en El País. Resulta que yo lo había sufrido en mis carnes hace años con un fármaco contra el colesterol del que se me ocurrió leer las instrucciones de uso. Estuve a punto de ahogarme debido a una paralización de los músculos de la faringe. Fui a Urgencias, donde me administraron un calmante y me cambiaron la medicación bajo la advertencia de que no leyera el papel. Es lo que hice, no leerlo. Gracias a eso continúo medicándome sin problemas y tengo el colesterol controlado. Los prospectos, a poco influenciable que sea uno, deben ignorarse porque anuncian todos los males del infierno. De entrada, casi sin excepción, advierten de que el remedio puede producir el mismo mal que pretende evitar. Los que son buenos para colitis producen diarrea; los indicados para los espasmos provocan temblores; y los que quitan las migrañas estimulan las cefaleas. Esto es solo el principio. A partir de ahí, la descripción de los efectos secundarios alcanza tal grado de crueldad que no es raro que aparezca el efecto nocebo, del que, ya digo, no teníamos noticia hasta la fecha. Por eso señalábamos que la carta de los hoteleros a los turistas parece un prospecto inverso, ya que niega lo que puede ocurrirle al visitante ingenuo y sentimental. Estimula, en fin, el efecto placebo, del que somos más partidarios, en general, que del contrario. De hecho, la palabra nocebo ha llegado a las páginas de la prensa, pero no a las del diccionario. Ahora bien, alguien debería haber calculado las sospechas que la citada carta, pese a su buena voluntad, podría despertar en el turista. Si yo me la encontrara en un hotel de Nueva York o de París, me diría; mal asunto, aquí ocurre algo de lo que no me habían advertido en la agencia de viajes. Mejor no distribuirla. Resulta más tranquilizadora la lectura de la Biblia, pese al Antiguo Testamento.

Cacahuetes o alpiste

04.11.2017 | 01:11
Llamaron a la puerta. Abrí, era el vecino. Hola, le dije. Hola, me contestó. ¿Tienes un cigarrillo?, dijo él. Espera un momento, dije yo. Fui adentro a por un paquete de Camel, volví y fumamos juntos, en silencio, yo con las dos manos ocupadas, pues sostenía el cenicero con la derecha.
–¿No quieres pasar? –le dije.
–No, que atufamos la casa.
Quería pedirme algo, pero para mi gusto se retrasaba demasiado. Cuando los cigarrillos estaban a punto de agotarse, se lanzó:
–Verás, mañana me voy a Chile, pero no me puedo llevar al pájaro, no de momento, ni a los peces. ¿Te importará pasar de vez en cuando a darles de comer y a asearles el hábitat?
Me hizo gracia la expresión «asearles el hábitat». Sonaba más técnico que limpiar la jaula y cambiar el agua. Le pregunté por cuánto tiempo e hizo un gesto indefinido.
–Se lo podría pedir a mi madre –dijo-, pero vive lejos y se ha roto no hace mucho la cadera.
Accedí, más por debilidad de carácter que por otra cosa y desde hace un mes cuido el mini-zoológico de al lado, además de dar de comer a mi propio gato, que tampoco es mío exactamente, pues entró en casa sin mi consentimiento. Este trato incesante con animales encerrados me ha llevado a pensar en mi propia cautividad.
A los seres humanos no se nos cae de la boca la palabra libertad, pero somos los menos libres de la naturaleza, aunque podamos irnos a Chile, como mi vecino. Tienen más capacidad de decisión los peces en su acuario o el pájaro en su jaula que yo mismo en mi casa. Si me comparo con el gato, el agravio adquiere dimensiones monstruosas, pues se pasa las tardes recorriendo los tejados de todo el barrio, donde caza gorriones que me deja en la puerta a modo de presente.
Últimamente, el gato y yo pasamos más tiempo en el piso del vecino que en el mío. Hemos cambiado de jaula, como si dijéramos, y nos encontramos más a gusto que en la nuestra. Solo echamos de menos que los domingos vengan visitantes y que nos echen cacahuetes o alpiste.

Motores neuronales

30.10.2017 | 05:30
Iba en el metro sin meterme con nadie cuando escuche la palabra «motoneurona». Me volví para ver quién la había pronunciado y resultó ser una joven con aspecto de estudiante que hablaba con una compañera. Le explicaba que había tres clases de motoneuronas: Las somáticas, que actuaban sobre los órganos implicados en la locomoción; las viscerales, cuya utilidad no pude escuchar bien; y las viscerales generales, que se relacionaban de algún modo con el corazón. Lo pillaba todo a medias por culpa de los ruidos del tren y de la megafonía que anunciaba la estación en la que estábamos a punto de entrar. La joven que escuchaba parecía de letras, pero se la veía fascinada por la nomenclatura empleada por su amiga para explicarle la lección de la que quizá tendría que examinarse una o dos horas después. Cuando salí del metro, me vino a la cabeza la expresión «motor neuronal», que quizá había leído en algún sitio antes de escuchar este diálogo. Me parece que tropecé con ella en un artículo sobre inteligencia artificial y que me llamó la atención por esa mezcla entre biología y mecánica. Motor neuronal. Suena muy bien, pero resulta algo inquietante, como si las neuronas, para ponerse en marcha, necesitaran de un impulso previo del tipo del que recibe el automóvil cuando introducimos la llave en el contacto y la giramos para producir la chispa. Mientras caminaba calle abajo, me percibí a mí mismo como un robot cuyas diferentes partes se activaban o desactivaban gracias a estos motores neuronales distribuidos estratégicamente por mi geografía orgánica.
Entré en un bar para tomarme un té verde y al poco escuché el sintagma «sistema operativo». Lo pronunció un joven que le hablaba a su novia del teléfono inteligente que se acababa de comprar. Entré en la Wikipedia con mi propio móvil para buscar su significado y leí que era el software que gestionaba los recursos del hardware. El motor neuronal, como si dijéramos, de los ordenadores. Me pareció prodigioso que en tan pocas horas hubiera oído hablar tanto de mí mismo y decidí que esa misma noche volvería a ver Blade Runner. Siempre sospeché que los seres humanos somos, sin excepción, replicantes de un modelo original perdido en la noche de los tiempos.

Un brote emocional

31.10.2017 | 23:36
Mi ordenador va bien, cumple todas mis órdenes, menos la de apagarse. La cosa comenzó hace cuatro o cinco días. Salí de la cama, me aseé, y preparé un té que me llevé al estudio. Para mi sorpresa, el portátil (siempre trabajo con portátil) estaba funcionando. Pensé que quizá se me habría olvidado apagarlo la noche anterior y no le di más vueltas al asunto. Pero al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo, y ayer y antes de ayer. Aprieto la tecla de apagado, pero ignora la orden. ¿Le da miedo irse a dormir, como a los niños? Se lo he comunicado al técnico y me ha dicho que no le dé importancia, que lo preocupante sería que no se encendiera.
-Ya te he dicho varias veces que no deberías apagarlo nunca –ha añadido.
Desde luego, prefiero que no se apague a que no se encienda. Pero no me gusta esta actividad de 24 horas sobre 24. Me dan miedo los aparatos encendidos cuando no estoy cerca de ellos. El ordenador más. ¿Y si alguien entra en su sistema mientras yo estoy en la cama y le pone bigote al personaje de la novela que estoy escribiendo? A veces, me despierto a las tres de la mañana, me acerco con disimulo al estudio e intento sorprender al portátil haciendo algo que no debe. Hasta ahora no ha sucedido nada raro, si bien es cierto que posee una sensibilidad extrema y que es capaz de oír mis pasos y fingir que no hace nada cuando me asomo a él. No estoy tranquilo.
Me ha venido a la memoria un cuento de ciencia ficción, de no me acuerdo quién, que leí hace años. Trataba precisamente de la computadora central de una casa en la que todo -desde las luces a las persianas- estaba automatizado. El caso es que llega un instante en el que la computadora se resiste a ser temporalmente apagada, como mi ordenador. Naturalmente, cierra y abre las puertas a su antojo, pone el horno cuando le da la gana, y acaba encerrando a su dueño en el interior de la vivienda, sin posibilidad de salir. Hablamos mucho de la inteligencia artificial, pero apenas nada de las emociones artificiales. Seguramente, lo que le ocurre a mi ordenador es que ha tenido un brote emocional. Esta noche intentaré apagarlo de nuevo.