Juan José Millás 

Hace un par de horas

26.07.2016 | 05:30
Hace un par de horas
La asignatura pendiente en el mundo del libro siempre fue la distribución. Aun hoy, cuando solicitas en una librería de referencia un título que no aparece en la tienda, tardan una semana o más en conseguírtelo. Eso sí, han logrado avisarte a través del wasap, cuando con esos ritmos sería más lógico emplear el correo postal. Nadie, nunca, ha logrado explicarme este asunto de forma que lo entendiera. En las farmacias, te consiguen por la tarde el medicamento que has encargado por la mañana. Siempre recomendé a los editores que o bien copiaran ese sistema de distribución o bien vendieran sus libros en las boticas. Pero mis consejos cayeron en saco roto. La distribución, la logística, he ahí uno de los grandes temas de nuestra época. En cierta ocasión, entrevisté a un experto en logística y me explicó el lío que organizaba uno cuando inocentemente metía en el carrito de la compra una lata de sardinas.
Esa ausencia, la de la lata de sardinas, provocaba una sucesión increíble de movimientos destinados a reponerla de manera inmediata. De hecho, no se ha dado el caso que uno vaya al supermercado a por esa conserva y no la encuentre. En cambio, es posible que en una librería de fondo no encuentres un título de Sartre.
– Le avisaremos cuando lo consigamos.
Eso te pasa por preguntar por Sartre en una librería, sobre todo habiendo farmacias.
Amazon, que empezó vendiendo libros por Internet a toda velocidad, ha ido ampliando su campo de negocio y ahora pone a disposición del cliente todo lo que su cabeza sea capaz de imaginar, a más velocidad de la que antes te servía el Ulises de Joyce. En una hora, para ser exactos, pagando seis euros adicionales, o en dos, si lo prefieres gratis. En Amazon no son libreros ni pescaderos ni vendedores de helados.
En Amazon son distribuidores. Distribuidores vocacionales, se entiende. Acabarán, si se lo proponen, sirviendo sueños a domicilio con drones manejados a distancia. El asunto de la logística es más literario de lo que parece. Y les dejo, que tengo que acercarme a la farmacia a recoger unos ansiolíticos de última generación que encargué hace un par de horas.
Juan José Millás 

Una llama de hielo

23.07.2016 | 01:00
Una llama de hielo
Voy al mercado y compro como si luego fuera a tener hambre. Cuando llega «luego» estoy inapetente y he de congelar la mitad de lo adquirido. ¿La congelación, me pregunto, es un invento comparable al del fuego? Quizá sí, pero el fuego se inventó hace un millón de años y la congelación, hablando en términos históricos, es de anteayer. Recordemos, si no, el comienzo de un clásico del siglo XX: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo».
Yo mismo, habitante incierto del siglo XXI, conocí tarde el hielo. De pequeño, desde el portal de una casa del extrarradio de Madrid, veía llegar en verano al chico que lo vendía. Era un espectáculo casi de orden religioso, pues atribuíamos al «poseedor del hielo» poderes semejantes a las que nuestros ancestros prehistóricos adjudicaban al «poseedor del fuego».
El repartidor del hielo portaba sobre el hombro, protegido con un saco de arpillera, una barra que sujetaba con un garfio. Con un golpe de ese garfio partía un cuarto de la barra, o la mitad. Al golpearla, saltaban diminutos diamantes que se deshacían en el aire.
Años después aparecieron los frigoríficos eléctricos, con un congelador en el que podías fabricar tu propio hielo. Disponer de un congelador en casa resultó tan novedoso como llevar, en otro tiempo, una caja de fósforos en el bolsillo. Cuando el hombre aprendió a fabricar el hielo, se cerró un círculo. Poseía el fuego y su contrario, el hielo, aunque los dos quemaban. ¡Qué sorpresa, hallar en éste las mismas propiedades que en aquél!
Así que he congelado lo que compré para el hambre de «luego» y cuya visión sobre la mesa de la cocina me provocó inapetencia. La inapetencia suscita un pudor atenuado por la posibilidad de congelar. La congelación es como el revés de la cocción. En el fuego todo se acelera y en el frío todo se retrasa. Por eso el verano arde tan deprisa. Las semanas saben a días y los días a horas. ¿Se podría congelar el verano? Una llama de hielo, he ahí una imagen poderosa. Abrir el congelador y sacar una llama de hace tres meses para encender el fuego de hoy.
Juan José Millás 

Imaginen

20.07.2016 | 05:30
Imaginen
El adúltero se encontraba en la casa de la adúltera, tal vez charlando o tomando el té. Los adúlteros no hacen siempre lo que imagina la gente fiel. De hecho, la infidelidad se practica por el afán de averiguar cosas acerca de uno mismo y de los otros. Sé de una adúltera vocacional cuyo matrimonio marcha bien gracias a las escapadas de ella (y quizá a las de él). El problema del adulterio es que, resultando saludable para el matrimonio, no se puede institucionalizar, ya que en ese mismo instante se volvería tóxico.
Debe, pues, practicarse en condiciones de clandestinidad y sin que los cónyuges de los implicados lo sospechen siquiera. A mí no me gusta hacer cálculos (como a Madina, que dice que Sánchez ha perdido un voto por minuto desde que es secretario general), pero ahora mismo se están cometiendo en el mundo más adulterios que letras tiene este periódico. No puede ser tan malo, en fin.
Ahora bien, igual que en toda actividad de riesgo, de vez en cuando sucede una desgracia como la que leí recientemente en el diario La Nueva España. Sucedió en Pakistán, lo que nos permite hablar de ello con más libertad que si hubiera sucedido en Cuenca, donde se conoce todo el mundo. El amante, como decíamos, se hallaba en casa de la amada, ejercitándose en las actividades propias de su condición, cuando los infieles escucharon ruidos en el interior de la vivienda. La amante invitó al hombre a que se introdujera en un baúl del dormitorio, que, para mayor seguridad, cerró con llave, y el hombre falleció por falta de oxígeno. Lo hallaron más tarde, completamente cadáver.
El suceso invita a preguntarse de qué rayos hacen los baúles en Pakistán. ¿Cómo es posible que no se produjera en su interior la mínima corriente de aire capaz de mantener con vida a un adúltero inocente? Incluso los baúles más herméticos tienen rendijas a las que aplicar la boca en situaciones desesperadas. En todo caso, tampoco suelen ser tan sólidos como para resistirse a las patadas o a la presión de un cuerpo normalmente constituido encerrado en él. Todo esto significa que si yo perteneciera a la policía pakistaní, investigaría el suceso, por si se tratara de un crimen. Imaginen quién es el sospechoso.
Juan José Millás 

Lo advierto

19.07.2016 | 01:44
Lo advierto
Hace años se puso de moda un concepto, el de ´la zona´, como ese estado psico-físico en el que uno se encuentra en la plenitud de sus facultades. Conquistan la zona aquellos jugadores de fútbol (o de tenis, lo mismo da) que un día, durante algunos minutos de un partido importante, consiguen que su talento y su fuerza física se pongan de acuerdo para llevar a cabo una jugada genial. Los seres de este mundo (los que no somos futbolistas) podemos intuir en qué consiste esa combinación de energía y ánimo algunos días en los que al salir a la calle y respirar el aire húmedo (ha llovido y la atmósfera está empapada en ozono) sentimos una plétora extraña, que durará con suerte hasta que nos metamos en el ascensor de la oficina. La zona, según nos parecía entender, era un estado cuya posesión exigía sacrificios previos: alimentación adecuada, gimnasio, no fumar, no beber, no llevarse disgustos. Estuve durante una época obsesionado con la zona. Un día le hablé de ella a mi psiquiatra.
-Bueno, bueno –me dijo contemporizador–, tú de momento sigue con los ansiolíticos y más adelante ya veremos.
Con los ansiolíticos no alcanzas la zona, pero llegas a la sub-zona, donde el desasosiego se encuentra muy atenuado por la química. Lo bueno sería dar con una cápsula que te excitara al tiempo de quitarte la ansiedad, lo cual quizá sea contradictorio. Ayer vi una foto de Leo Messi en un yate, con una copa de champán en la mano, y comprendí que ese hombre había alcanzado la zona. A veces, la zona es un yate.
Viene todo esto a cuento de la expresión «abandonar la zona de confort» que últimamente todo el mundo repite sin cesar. Ahora lo que está de moda no es conquistar la zona, sino abandonarla. Incluso aunque no se haya alcanzado. Para Messi es fácil salir del yate. No tiene más que abrir la puerta (en el caso de que los yates tengan puerta) y dar un paso al frente. Además sería recibido por los directivos del Barça con los brazos abiertos. Es otra moda: la de que cada institución tenga en nómina a un defraudador a modo de mascota. El único modo, sin embargo, que tengo yo de abandonar mi zona de confort es quitarme de los ansiolíticos. Pero ya advierto que me pongo como una fiera.
Juan José Millás 

Berlanga vive

16.07.2016 | 05:30
Berlanga vive
Obama tiene un cuerpo y el día tiene 24 horas. Poco cuerpo y pocas horas para todo lo que hay que hacer. De ahí que el hombre reparta una cosa y otra con la mezquindad inevitable con la que las he repartido en su reciente viaje a España. No es mezquindad, es agenda. La agenda es como un hígado que suelta un poco de bilis aquí, otro poco allá, además de sintetizar proteínas o enzimas.
– Americanos, os recibimos con alegría.
Veintiuna horas estuvo en España el mandatario estadounidense. Para protegerlo, habían traído de su país La Bestia, que es un automóvil sin sentimientos, del que no se pueden subir ni bajar las ventanillas traseras (como en algunos de nuestros taxis) y en el que Obama se desplaza como en un ataúd de acero cuyas paredes miden, más o menos, veinte centímetros (para ser presidente de los EE UU no puedes tener claustrofobia). Junto a La Bestia desembarcaron unos cuantos cientos de automóviles más y miles de secretarios y guardaespaldas que forman el séquito del político más importante del universo mundo.
– Americanos, os recibimos con alegría.
Obama desembarcó en Torrejón de Ardoz dispuesto a distribuir su tiempo y su cuerpo con la generosidad de aquel al que le estorba la calderilla en el bolsillo de la chaqueta. Le dio una hora a Felipe VI, otra a Rajoy y arrojó al suelo diez minutos para que se los disputaran entre Rivera, Sánchez e Iglesias. Lo más gracioso es que, según las crónicas, estos tres líderes intercambiaron con él opiniones sobre asuntos importantes.
Así, Pedro Sánchez habló con Obama de baloncesto y del Brexit. Albert Rivera le puso al tanto de la situación política española y de la importancia de su partido en el contexto actual. Pablo Iglesias conversó acerca de la política de los EE UU y le regaló un libro con una dedicatoria que llevaba ya escrita, porque de haberla escrito durante el encuentro no habrían tenido tiempo de charlar.
– Americanos, os recibimos con alegría.
Obama no fue a Sevilla, donde habían limpiado las calles para él. Pero los sevillanos dicen que otra vez será. Si Berlanga levantara la cabeza?
Juan José Millás 

Que abran los ojos

13.07.2016 | 05:30
Que abran los ojos
Hace unos días murió Michael Herr, autor de ´Despachos de guerra´, un libro fundamental del siglo XX en el que se recopilan sus crónicas sobre la guerra del Vietnam. En el prólogo, Herr habla del impacto emocional e intelectual que le provocó la experiencia. En algún momento dice que «somos responsables de lo que vemos». Esta frase, escrita hace tantos años, cobra hoy un significado mayor del que su autor pudo imaginar.
En efecto, en una u otra medida, somos responsables de lo que vemos. Y hoy lo vemos todo. Vemos cómo muere un niño desnutrido en Niger y cómo otro es violado al atravesar un desierto en dirección al norte de África. Vemos cómo se especula con el agua y la comida, cómo se patentan las semillas, que es como patentar el semen. Vemos cómo los ricos aumentan su riqueza en una proporción idéntica a la que crece el número de pobres, cómo los fondos de inversión adquieren a bajo precio viviendas sociales que venden por el doble.
Vemos el tráfico de armas y las guerras que provoca ese comercio. Disponemos de una visión del mundo en pantalla panorámica, de manera que, además de los indigentes de aquí, vemos los de allí y vemos también a los seres humanos que se ahogan en el Mediterráneo huyendo del hambre y de las balas.
Lo vemos todo. La visión se ha globalizado. Vemos, pues, las fábricas asiáticas en las que trabajan, poco menos que en régimen de esclavitud, los niños, las mujeres y los hombres que confeccionan la ropa barata que nos compramos los sábados por la tarde. Vemos cómo de vez en cuando se derrumba una de esas fábricas acabando con la vida de 200 o 300 obreros. Vemos la hipocresía de las grandes firmas, que envían unos céntimos para los ataúdes. Nada escapa en esta época a nuestro conocimiento.
Y somos, como decía Herr, responsables de lo que vemos. Somos, decía Pessoa, del tamaño de lo que vemos. Y lo que vemos está mal, da asco, resulta insostenible. Pero tiene una solución que pasa por el reparto de la riqueza. Si los ricos tuvieran para la vida el mismo talento que demuestran para los negocios, serían los primeros en exigir a los gobiernos unos sistemas tributarios que aliviaran las diferencias. También ellos son responsables de lo que ven. Solo falta que abran los ojos.
Juan José Millás 

Qué hago

12.07.2016 | 05:30
Qué hago
El caso es que no dormía bien y consulté al médico sobre la posibilidad de tomar algo. Me pidió que le describiera el tipo de insomnio y se lo narré porque las descripciones me agotan. Tras el relato, me habló de un ansiolítico suave que tenía efectos secundarios en la memoria, aunque tardaban tanto en llegar que cuando se manifestaran ya estaría yo criando malvas. Criar malvas es una actividad muy absorbente, sobre todo para la malva, de manera que me pareció bien iniciar el tratamiento. Lo que ocurre es que ahora recuerdo lo que quiero olvidar y olvido lo que me apetecería recordar.
He leído atentamente el prospecto, por si mencionara un caso semejante de reacción individual ante el fármaco, pero no dice nada. Puede provocar cualquier síntoma imaginable e inimaginable, excepto el que me provoca a mí. También es mala suerte. Y no me atrevo a llamar al médico porque le tengo un poco harto.

Entonces enciendo la tele, donde pillo una película de Robert Redford, aunque soy incapaz de seguir el argumento porque de súbito lo único que me interesa es recordar el nombre del actor, que se me queda atascado en la punta de la lengua. Comienzo, pues, una cadena de recursos nemotécnicos que me alejan todavía más del argumento de la película y al rato, ¡zas!, me viene.
– Robert Redford -digo en voz alta con un suspiro de satisfacción.
– Dustin Hoffman -corrige mi mujer.
En efecto, es Dustin Hoffman. Creo que he acertado por aproximación: los dos son actores. ¿Pero duermo mejor? Sí y no. Antes me despertaba tres veces a lo largo de la noche y ahora me despierto una. Duermo seis o siete horas casi seguidas, pero sueño que estoy despierto, por lo que amanezco como si no hubiera pegado ojo. Me incorporo a la vigilia, en fin, como si viniera de trabajar, en lugar de salir de entre las sábanas. A cambio de eso, tengo durante todo el día la sensación de estar soñando. Camino como si soñara, escribo como si soñara, cocino y friego los cacharros como si soñara, me pongo los calcetines como si soñara.
¿Continúo tomándolos, doctor?
Juan José Millás 

Causas operativas

09.07.2016 | 05:30
Causas operativas
Escucho desde la cama, por la radio, los lamentos desesperados de una parte de las siete u ocho mil personas a las que Vueling ha dejado tiradas por aquí y por allí, como el que, poseído por un rencor social irrefrenable, sale a la calle con la bolsa de la basura, cuyo contenido disemina al azar. Tal es la consideración que la compañía aérea tiene de sus clientes: basura. Durante meses, ha estado vendiendo compromisos de vuelo que no podría atender. Y lo sabía. Lo sabía porque resulta imposible cometer tal cantidad de errores.
Lo sabía como los directores de las sucursales bancarias sabían que estafaban a los jubilados cuando les vendían preferentes. Ahí está esa pobre pareja que en febrero planificó y cerró un viaje imposible, ahora, de llevar a cabo. Ahí está esa familia con niños pequeños que hace meses, para que les saliera más barato, compraron un viaje a la playa. Ahí están esos jóvenes que pensaban vivir la primera experiencia viajera sin la tutela de los padres. Todos diseminados como basura humana por los inhabitables pasillos de los aeropuertos. Los escucho desde la cama no porque haya dejado de madrugar, sino porque he caído enfermo. Y bien contento que estoy con mi enfermedad, que me aparta temporalmente del mundo, de un mundo en el que nos están acostumbrando a fechorías a las que da vergüenza acostumbrarse. Entonces sale un portavoz de la empresa y dice que todo se debe a causas operativas. Hay que tener cara. Lo más probable es que el portavoz se haya reunido a primera hora con su equipo de asesores para estudiar cómo hacer frente al desastre.
– Diremos que ha sido por causas operativas.
De modo que el caradura de turno se manifiesta en la radio y dice que todo el lío se debe a causas operativas. Uno espera que la policía lo detenga en ese mismo instante, por sinvergüenza y mala persona, pero el tipo sale indemne de su fechoría, mientras los estafados, en los aeropuertos, buscan inútilmente una ventanilla de información. Necesitan saber qué va a ser de ellos. ¿Quién lo sabe? Todo depende de cómo evolucionen las causas. Nos estamos acostumbrando a todo. Es lo que pienso, feliz, desde la cama. ¿Qué por qué estoy enfermo? Por causas operativas.
Juan José Millás 

Daría una mano

06.07.2016 | 01:07
Daría una mano
Hay libros que gozan del prestigio de lo que se lee y libros que gozan del prestigio de lo que no se lee. Entre estas dos clases (con sus numerosas subclases) existe un foso lleno de oscuridad. Hay lectores que desde los libros que se leen miran al otro lado del foso y ven títulos que les tientan, pero a los que nunca se acercarán. En cierto modo, se los saben, o creen que se los saben, debido a esa especie de ósmosis colectiva por la que todo el mundo conoce ´El Quijote´ sin haberlo leído. Viene esto a cuento de que el año pasado Anagrama publicó ´El hambre´, de Martín Caparrós, que se convirtió enseguida en un libro de referencia; en otras palabras, de los que no se leen (no se leen mucho, al menos), pero de los que todo el mundo relata maravillas. Yo me encontraba entre los que creía sabérmelo hasta que la otra tarde se me ocurrió abrirlo, para lamentar a las treinta o cuarenta primeras páginas la injusticia de que no hubiera sido un best-seller. No una injusticia para el libro ni para el autor, que también, sino para sus no-lectores.
El no-lector de ´El hambre´ se está privando de un conocimiento esencial. ¿Pero cómo convencerlo de que acuda ya mismo a una librería o a una biblioteca pública, se haga con él y empiece a deglutirlo para aprender lo que quizá ya sabe, aunque lo sabe sin sentido, sin articular, sin provecho alguno para él mismo y para quienes le rodean? ´El hambre´ es un relato minucioso de esa construcción llamada hambre.
Caparrós la monta y la desmonta en un relato prodigioso en el que se advierte, por decir algo, la locura mística de los antiguos constructores de catedrales. Aquí un arbotante, aquí un arco, aquí una gárgola, aquí la nave central, las laterales, la cúpula. Todo ese juego de fuerzas y contrafuerzas precisas para mantener en pie un pensamiento complejo. El hambre como arquitectura. Los dueños del hambre, que no son los que la padecen, sino los que especulan con ella en las Bolsas del mundo, como sus arquitectos. Los mercados del hambre. Sus dividendos. Teme uno que al hablar de este libro contribuya a aumentar su prestigio de libro de referencia y por lo tanto el número de sus no-lectores. Pero lo que no se puede evitar no se puede evitar. Daría una mano por haberlo escrito.
Juan José Millás 

Turbulencias

05.07.2016 | 05:30
Turbulencias
Conocí a alguien que cada día abría el periódico y se buscaba, aunque no había ninguna razón para que apareciera en sus páginas. Lo cerraba extrañado, melancólico. Ahora se asoma sin pausa a los diarios digitales, que se actualizan cada cuarto de hora. En quince minutos puede pasar lo que no ocurre en cien días. Significa que entra y sale de Internet en una especie de mete-saca delirante y agotador. Si entrara y saliera de ese modo de la panadería, lo detendrían por sospechoso.
– ¿Adónde vas?
– A Internet.
– ¿De dónde vienes?
– De Internet.
Hay gente que vive aquí y duerme allí o viceversa. Pero volver de Internet no es como volver de Valladolid. De Valladolid vuelves cansado porque has estado todo el día de acá para allá. De Internet, no, porque no te has levantado de la silla. Ha sido la realidad digital la que se ha movido. Pero tienes la impresión de avanzar entre los bits al modo en que la vista penetra en el dibujo de una perspectiva lineal con punto de fuga. Muy desasosegante, este trasiego entre la realidad analógica y la digital, más que ir y volver del médico con un diagnóstico innombrable.
En el avión, a mi lado, un tipo lee el periódico con el gesto del que se buscara a sí mismo sin hallarse. Imagino que se ha buscado primero en la sección de Deportes porque fantasea que es un gran tenista. Como no estaba allí, ha ido degenerando de sección en sección (Economía, Internacional, Política) hasta caer como última opción en Cultura, donde increíblemente tampoco aparece.
Quizá, piense, se encuentre en las necrológicas del día. Acude y, en efecto, se ve. Hay al menos alguien que se llama igual, pues tanto su nombre como sus apellidos son corrientes. Le veo cerrar el periódico con menos ansiedad de la que mostraba cuando lo abrió. Me lo ofrece y le doy las gracias, aunque no me gustan los periódicos manoseados ni la ropa interior de segunda mano. En ese momento cae un rayo muy cerca del ala del avión y el piloto anuncia por la megafonía que entramos en una zona de turbulencias. La vida.
Juan José Millás 

Ideas muertas

02.07.2016 | 01:30
Ideas muertas
Escuché en la radio la expresión «muerte térmica» y tomé nota mental de ella. Al llegar a casa la busqué en la Wikipedia. Decía que «tiene su origen en la segunda ley de la termodinámica, según la cual la entropía tiende a aumentar en un sistema aislado». Me detuve ahí, para no hacerme un lío, dando por hecho que por ´entropía´ se entendía una forma de desorden relacionada con la pérdida de calor. La segunda ley de la termodinámica, pese a sus complejidades, es muy popular. Se utiliza bastante en los discursos filosóficos. En términos groseros, significa que todo va a peor. Los años que discurren desde el nacimiento hasta la muerte están marcados por la entropía. Morimos de muerte térmica, fallecemos por fugas de calor, como la caldera de gas.
Es lo que le acaba de ocurrir a la mía. «Está vieja y llena fugas», me ha dicho el técnico. Que la caldera de la calefacción muera de muerte térmica tendría su gracia de no ser por lo cara que sale su sustitución. De modo, pensé, que la entropía tiende a aumentar en los sistemas aislados. Le di muchas vueltas al asunto, como el niño que observa el interior de un juguete de cuerda que ha destripado por curiosidad. El cuerpo es un sistema aislado.
Podemos abrazarnos a otros cuerpos, confundirnos con ellos, pero al final, básicamente, cada uno de nosotros somos un sistema aislado. Pensé en ello al pie del estanque, en cuyo fondo un par de peces rojos se mueven a cámara lenta, en busca de una larva de mosquito. El estanque es un sistema aislado. Si no me ocupara de él, caería en un proceso entrópico y los peces morirían en cuestión de semanas.
¿El Universo es un sistema aislado? Parece que sí. Por eso está condenado a muerte. A muerte térmica. La idea del Universo como un sistema aislado produce vértigo. Conviene no obsesionarse con ella. En realidad, conviene no obsesionarse con ninguna idea, sobre todo cuando se trata de ideas aisladas, condenadas a deteriorarse por fugas de energía. Las ideas desaparecen también por muerte térmica. Llega un punto en el que no dan más de sí, o de no, y se colapsan al modo de una estrella en el interior del cerebro. Lo que no sabemos es si estas ideas muertas se transforman en agujeros negros.
Juan José Millás 

Volver a fumar

29.06.2016 | 05:30
Volver a fumar
Dice mi vendedor de periódicos que cuando se jubile, desaparecerá el quiosco. A nadie le interesa. En mi barrio, hasta hace poco, había diez de los que solo quedan cuatro. En España se han cerrado miles en poco tiempo. Esta caída es paralela a la de la prensa de papel, que agoniza despacio pero firme. Conozco gente que hace años no podía comenzar el día sin la lectura de su diario de referencia, y que ahora ni se acuerda de él. Escucha la radio, picotea un poco en internet y sale con la impresión de estar informada. Ha cambiado la idea que teníamos de estar informados. Cuando un servidor de ustedes era joven, poseer una opinión sólida costaba lo suyo. De hecho, admirábamos a la gente con opinión, que no abundaba porque el talento, por suerte o por desgracia, es un bien escaso. En la actualidad, por apenas unos céntimos, puedes obtener toneladas de opiniones. En los chinos de mi barrio, si compras un pack de una docena de cervezas, te regalan seis opiniones.
El domingo estuve comiendo en la casa de unos amigos donde había jóvenes de entre veinte y treinta años. Ninguno tenía trabajo, pero les salían las opiniones por la orejas. No solo sobre política, sino sobre cine, literatura, filosofía y cocina asiática. Inundaron el jardín de opiniones y se fueron a echar la siesta. Cuando llegué a casa y observé mis libros, muchos de ellos estropeados por el uso, sentí un complejo de inferioridad enorme. He alcanzado una edad considerable, dedicando gran parte de mi vida a la lectura y al estudio, y apenas tengo opiniones sólidas sobre nada. Se lo dije a mi quiosquero:
-Cada día tengo menos opinión.
-La ausencia de opinión –dijo para consolarme- no es incompatible con la sabiduría.
Ya vamos viendo que mi quiosquero no es un vendedor de periódicos normal. Sabe cómo reforzar la vanidad de sus clientes. Le tengo mucho aprecio. Cuando fumábamos los dos, echábamos un cigarrillo comentando las portadas de los periódicos del día. Ahora los periódicos los guarda en el interior porque vive más de la venta de chuches. Cuando se jubile, lo mismo vuelvo a fumar para compensar con la nicotina la falta de opinión.
Juan José Millás 

Momentos

28.06.2016 | 05:30
Momentos
Reflexión a partir del telediario 
Estaba viendo el telediario en la casa de un amigo donde me habían invitado a cenar, cuando el adolescente de la familia se volvió a su padre y le preguntó:
-Papá, dime, ¿el mundo es una mierda?
El telediario al que asistíamos era terrible, como casi todos (en mi casa apago la tele cuando hay niños delante), de manera que la pregunta del joven estaba más que justificada. ¿El mundo es una mierda? ¿Qué responder a un hijo en tales circunstancias? Mi amigo se aclaró la garganta y titubeó. Al fin dijo:
-El mundo es una producción nuestra, hijo. No podemos hablar de él como si lo hicieran otros. Tenemos en nuestras manos hacerlo peor o mejor.
-O sea, que es una mierda –concluyó el joven antes de retirarse a su habitación.
Durante la cena, mi amigo discutió con su mujer. Ella no estaba de acuerdo en que el adolescente viera los telediarios.
-¿A qué edad debería empezar a verlos? –preguntó mi amigo.
-No lo sé, pero todavía no –dijo ella.
Luego se dirigieron a mí para ver qué pensaba. Les dije que el mundo era, en efecto, una mierda, pero que jamás me había atrevido a confesárselo a mis propios hijos.
-Pero si es así, deben saberlo –argumentó mi amigo.
-¿De qué modo justificarías entonces haber contribuido a su nacimiento? –pregunté.
-Por amor. Los hemos traído por amor –dijo él.
La conversación terminó ahí porque comprendimos que íbamos cayendo poco a poco en una espiral malsana, pesimista, en una espiral triste como la televisión. Nos tragamos la cena sin apetito y a continuación nos servimos unos gin-tonics para levantar el ánimo. Regresé a casa muy tarde, paseando, pues mis amigos viven cerca, y vi la luna llena, hermosísima. Se había levantado un poco de aire que venía de la sierra y que me despejaba la cabeza, ahuyentando de ella los malos augurios. Se me ocurrió una historia para un cuento y decidí que tomaría notas antes de meterme en la cama. El mundo era una mierda, a qué negarlo, pero tenía momentos que valían la pena.
Juan José Millás 

Depende

25.06.2016 | 01:45
Depende
Escuché por la radio que el populismo consiste en aplicar soluciones sencillas a problemas complejos. Se dice con frecuencia esta frase. Pruebe usted a pronunciarla al revés. ¿Acaso no somos muy dados a aplicar soluciones complejas a problemas sencillos? El hambre en el mundo, sin ir más lejos, es un problema sencillo. No es que no haya comida para todos, es que está mal repartida. Estos días ha aparecido en la prensa, a doble página, un anuncio cuya cabecera decía así: «Redistribuir la riqueza, al Parlamento».
Argumentaba que solo había dos caminos posibles para España: redistribuir la riqueza o sufrir un aumento de los recortes para el 90% de la población. E incluía una serie de propuestas que no eran ideológicas, sino de sentido común. ¿No es una locura que el 10% de la población posea tanto como el 90% restante? Entre los firmantes de la propuesta, que eran casi dos mil, no había gente desquiciada ni extremista.
Estaban, por ejemplo, el pintor Antonio López, el actor Manuel Galiana, y un conjunto de personas jubiladas que piensan más en el futuro de sus hijos o nietos que en su propio presente. Dejemos, pues, de buscar complejidades de método allá donde solo hace falta voluntad política. Con la mitad del dinero oculto en los paraísos fiscales podríamos dar de comer a un continente y aliviar las penalidades de los sesenta y cinco millones de refugiados que vagan como fantasmas por el mundo. ¿Es difícil acabar con esa forma de delincuencia? Depende.
Si los gobiernos están de parte de los delincuentes, sí, claro. En España los hemos amnistiado y han pagado menos de lo que les habría correspondido de cumplir a tiempo con sus obligaciones fiscales. La complejidad, en fin, está en la cabeza de nuestros dirigentes, meros peones de ese pequeño porcentaje de la población mundial que posee el 90% de las riquezas del planeta. Lo que ocurre es que el planeta es de todos. Bastaría con que cambiara la idea que tenemos de justicia y de sentido común para que esos miles de niños que atraviesan solos las fronteras, expuestos a ser violados, raptados y explotados, gozaran de la protección que merecen. El problema es que nos empeñamos en adoptar soluciones complejas a problemas sencillos.

Nadie sabe nada

22.06.2016 | 05:30
Nadie sabe nada
He leído muchos artículos sobre el Brexit y ninguno me aclara nada. He preguntado en las comidas con amigos inteligentes y todos ponen el gesto enigmático de quien, sin tener ni idea, pretende que no se note demasiado.
–¿Pero nos arruinamos si Inglaterra se va?
–Bueno, arruinarse, arruinarse?
Las Bolsas tampoco se manifiestan de un modo fiable. Bajan porque tienen la obligación de bajar ante cualquier escenario que rompa la rutina, pero no tanto como para que demos fiabilidad a sus aspavientos.
– Se recuperará a los tres días del Brexit, si llegara a producirse –asegura un tipo con barba, sentado en una de las esquinas de la mesa.
-¿Y si no se produce el Brexit?
– Subirá un poco, como para decir que se alegra.

Deduzco que ni las penas serán excesivas si los británicos se van, ni las alegrías exageradas si se quedan. No obstante, como soy una persona voluntariosa, sigo buscando artículos de opinión sobre el asunto. Todos tienen algo en común: que son un coñazo. Y otra cosa: que no se aclaran. A lo más que llegan es a explicarte lo que sabes: que el Reino Unido está mal cosido a Europa. El hecho de que no entraran en el euro ya indican que el costurón se nota aunque lo observes desde el sur. Se asoma uno a la ventana de su casa, mira en la dirección precisa y, más que un puente o un túnel, lo que observa es una cicatriz de color rosado que supura un poco. ¿Cuándo y cómo se produjo la herida? Habría que preguntárselo a los historiadores, pero ahora anda uno detrás de los economistas, por si los ahorros.
Bien visto, Europa entera se desangra por las uniones resultantes de la Unión, valga la paradoja. Hay un problema general de pegamento, o de costura. De hecho, uno de los efectos posibles de la salida de los británicos, sería que se iniciase una desbandada. Pero para que haya desbandada tiene que haber países descolgados. Y tal es la impresión que producen los países del sur, incluida Francia, que tras la última reforma laboral (inspirada en la nuestra) está más cerca de Marruecos que de Bruselas.
Juan José Millás 

Ritos fúnebres

21.06.2016 | 05:30
Ritos fúnebres
Estábamos jugando mis hermanos y yo a los cojos, cuando entró mi padre en la habitación y dijo que Dios nos podría castigar dejándonos cojos de verdad. Lo cierto es que si no jugábamos a los cojos, jugábamos a los mancos o a los tuertos, a veces a los ciegos. El único juguete de que disponíamos era el propio cuerpo, de modo que explotábamos al cien por cien todas sus prestaciones. Dios no nos castigó, al menos de la forma en que imaginaba nuestro padre, lo que en alguna medida nos decepcionó, apartándonos un poco de la Iglesia.
Luego nos fuimos haciendo mayores y dejamos de hacer tonterías con el cuerpo como dejas de hacer tonterías con el móvil cuando te acostumbras a él. La vida es un continuo acostumbrarse y desacostumbrarse. De súbito, cuando la relación con el cuerpo se estabiliza, aparecen, no sé, las muelas del juicio tratando de hacerse un lugar en unas mandíbulas que no dan de sí. No pasa nada, te las quitas y aquí paz y después gloria.

A lo mejor, después del suceso de esas muelas, pasas diez años como si no tuvieras cuerpo. Lo olvidas, aunque te levantas y te acuestas con él, porque no da problemas. Hasta que, vaya por Dios, te sale una hernia o comienzas a sufrir ardor de estómago. Ya digo, el cuerpo va y viene.
Se pasa la vida así, yendo y viniendo. Parece que en la vejez, como en la infancia, lo tenemos más cerca. ¿Pero quién va a ponerse en la vejez a jugar a los tuertos, a los mancos o a los cojos? Pues un grupo de jubilados (la mitad hombres y la mitad mujeres) a los que sorprendí ayer, en el parque. Estaba dando mi paseo matinal cuando los vi hacer cosas raras. Al acercarme, comprobé que jugaban a hacerse el muerto, o la muerta, según su condición. Dirigía el juego una monitora joven que impartía instrucciones y calificaba la calidad de la defunción de cada uno.
-Ese rictus -decía- no es suficientemente cadavérico. Tienes los músculos labiales demasiados rígidos.
Comprendí que hacían una especie de yoga, aunque un yoga un poco fúnebre y siniestro, que poseía sin embargo un poderoso atractivo.
Cuando repararon en mi presencia, no sabiendo qué hacer, les dije que Dios les castigaría y seguí andando.
Juan José Millás 

Nos vuelven idiotas

18.06.2016 | 01:16
Nos vuelven idiotas
Pedro Sánchez, que anhela la presidencia del Gobierno, continúa reprochando a Pablo Iglesias que haya aspirado a la vicepresidencia, como si el deseo de gobernar ocultara alguna inclinación patológica. ¿Por qué entonces, cabría preguntarse, se presenta él a las elecciones? ¿Debemos sentirnos mezquinos los contribuyentes por desear que gane nuestro candidato? ¿No es normal que quien carece de apoyos suficientes para la presidencia se conforme con la vicepresidencia?
Todo esto es muy raro, como si un padre alentara a su hijo a estudiar Arquitectura al tiempo de afearle su afición a realizar maquetas de edificios. El líder del PSOE debería hacérselo mirar. Y muchos de nosotros también, pues a fuerza de escuchar esa crítica feroz hemos llegado a interiorizar que un político con ambiciones de poder es despreciable. Si Sánchez carece de tales ambiciones, debería dedicarse a otra cosa.
Esto es solo una muestra de las incoherencias con las que viene desarrollándose esta campaña, en la que a Albert Rivera le ha tocado (o ha asumido) el papel de desarrollar la teoría loca de Sánchez respecto al poder. Así, lo que Rivera echa en cara a Iglesias es que quiere controlar a los espías (asociados, entre otras tareas, a la vicepresidencia). Bueno, tampoco habría nada de malo en esto.
Los servicios de inteligencia son una de las vigas maestras de cualquier proyecto gubernativo. Pero Rivera se refiere a los espías como si fueran la escoria de la sociedad. La pretensión de obtener alguna influencia sobre ellos implicaría el deseo de hacer un trabajo sucio. Como ocuparse de la recogida de basuras. Tanto Rivera como Sánchez pintan la vicepresidencia de un gobierno (incluso de uno en el que ellos fueran presidentes) como una institución apta solo para ser dirigida por maleantes o personas sin escrúpulos. ¿Se dan cuenta de los que dicen? ¿Nos damos cuenta nosotros de lo que nos dicen?
Estas invectivas absurdas, que sin embargo nos tragamos dócilmente desde el rabo hasta las orejas, son posibles, creo yo, porque los canales de televisión emiten, junto a sus series y programas basura, unos vapores malignos que salen por los poros de las pantallas de los televisores y nos vuelven idiotas.