Juan José Millás
Normalidad dominante
25.05.2016 | 05:30
El sentido común está inventado, pero también está inventada la música y
cada día es distinta. El sentido común del Papa actual, por ejemplo, no
tiene nada que ver con el de sus antecesores. A Francisco I le parece
normal que las mujeres sean diaconisas y que casen a la gente y la
bauticen y le den la comunión.
No sabemos cuántos Papas más harán
falta para que el sentido común de la Iglesia las autorice a ordenarse
sacerdotisas y les otorgue la posibilidad de alcanzar el obispado o el
papado. A nadie le quepa la menor duda de que ese momento llegará como
llegará el final del celibato (lo dice el sentido común). Significa que
no basta con inventar un modelo teórico de normalidad. Luego hay que
hacerlo funcionar. Al sentido común conviene moverlo o removerlo cada
tanto. El mío no tiene nada que ver con el de mis padres, que a su vez
no se parecía nada al de mis abuelos. Eso no quita para que haya
personas de ahora mismo con el sentido común de hace cuarenta años.
Tampoco significa que el sentido común vigente resulte saludable por el
mero hecho de ser contemporáneo. Rajoy, que se propone a sí mismo como
un modelo de sentido común, escribe a Juncker unas cosas que anonadan.
Ya en su día le pareció normal no dimitir después de haber enviado un
mensaje de solidaridad a un gánster. Su sentido común le aconsejó
aguantar y ahí lo tenemos, mintiendo más que habla. Tal vez sea verdad
que las etiquetas de ´derecha´, ´izquierda´ y ´centro´ se han quedado
anticuadas.
Lo dice tanta gente que es como para pensárselo.
Muertas estas denominaciones de origen, ¿qué nos queda? El sentido
común. Esto es por lo que debemos luchar, por cambiar la idea dominante
de sentido común. ¿Es de sentido común, no sé, que, a medida que la
economía se recupera, la gente de la clase media sea expulsada a la
pobreza y la de la pobreza a la indigencia? No lo parece. ¿Es de sentido
común que millones de personas no puedan encender la calefacción porque
el kilovatio está al precio del caviar? Tampoco. Podríamos preguntarnos
quién nos impone esa forma de sentido común y hacerle frente, sea de
derechas, izquierdas o centro.
Juan José Millás
Atracción fatal
24.05.2016 | 05:30
A una mujer le robaron unos óvulos en un hospital y ahora anda
preocupada por la posibilidad de que con ellos se puedan engendrar unos
hijos que no conocerá. La idea de dejar hijos por ahí angustia a algunas
personas y causa indiferencia a otras. He ahí los donantes de semen (o
las de óvulos). Te levantas un día, vas al banco de semen, te estudian,
sí, no, etc. Supongamos que es usted apto y que entrega un paquete de
esperma con una concentración de ochenta millones o más de
espermatozoides por mililitro, cuya movilidad debe ser superior al 50%,
además de presentar una morfología normal. Bueno, son las normas. Hay
donantes que cobran (entre 30 y 50 euros) y donantes desinteresados que
no (los óvulos salen más caros, entre 500 y 1.000 euros). Pues bien,
usted, varón de 25 o 30 años acaba de donar y vuelve a casa en el metro.
El
metro se inventó para pensar. La coartada fue el traslado, pero donde
más se piensa del mundo es el metro. Basta fijarse en las caras de los
viajeros, o en la propia, reflejada en la ventanilla, para comprender
que si Sócrates viviera, se haría todos los días la línea 5 del metro de
Madrid, ida y vuelta. La gente va pensando en sus cosas, en sus hijos,
en sus padres, en ese compañero de trabajo que le hace la vida
imposible. La gente hace números, calcula el dinero que lleva en el
bolsillo y conjetura cuánto podrá estirarlo, etc. Entre los que piensan,
hay quizá uno que viene de vender o de donar 300 o 400 millones de
espermatozoides, algunos de los cuales serán descongelados un día u otro
para que penetren un óvulo. Quizá esa chica que va sentada delante del
donador de semen viene también de donar óvulos. Sería gracioso que de
los dos, sin comerlo ni beberlo, naciera un Ricardo o una Josefina.
El
donante imagina. Todo está dispuesto para que nunca conozca a los hijos
que nacerán de su semen, ahora congelado. Pero los tendrá y se moverán
en el mundo. Quizá un día coincidan en el metro. Tal vez dentro de unos
años, recorriendo, como Sócrates, la línea 5, sienta una atracción fatal
e inexplicable por un joven. ¿Será mi hijo?, se preguntará. El donante
anticipa situaciones, se monta novelas. Pero es que, si lo piensas, la
vida es una novela. A una mujer, en no sé dónde, le han robado unos
óvulos y la pobre anda preocupada.
Juan José Millás
Graniza y ya está
19.05.2016 | 01:16
La campaña electoral va adquiriendo las particularidades de un fenómeno
atmosférico. Deberían informar de ella los expertos en el tiempo.
Siempre la misma nomenclatura, ya me entienden, las isobaras, las bajas o
las altas presiones, las tormentas eléctricas, los cirros, los nimbos,
el anticiclón de las Azores. Los líderes de las formaciones políticas se
han sentado a diseñar una campaña y les ha salido un mapa del tiempo.
Llueve cuando quiere, no cuando lo ordena el meteorólogo.
Significa
que a Pedro Sánchez, por poner un ejemplo, no se le ha venido a la
cabeza el «puedo prometer y prometo» como al hombre del tiempo no se le
viene a la cabeza la gota fría. La gota fría ocurre. A Sánchez le ha
ocurrido Suárez y anda por ahí el hombre, invadido por el espíritu de la
UCD como si hubiera viajado en el tiempo. La campaña, en fin, como
destino. Pero la vida no se acaba ahí. Es preciso atender también a las
pequeñas cosas. Hay que llevar a los hijos o a los nietos al colegio,
hay que comprar el pan y la fruta. Hay que planificar la comida del
domingo de modo que parezca un poco especial sin que resulte más cara
que la del martes. Hay que ganarse la vida, o intentarlo. A ti no te
pagan, como a Martínez Pujalte, por tomarte un café. Para eso hay que
tener mucha cara o ser directamente un sinvergüenza. Tú no eres un
embajador corrupto, no eres Cotino, ni Camps, ni Correa, no perteneces a
esas bandas criminales tan mimadas por la política. Tú no eres Rita
Barberá, ni su hermana. Tú te mueves en el modesto ´hay que´ de cada
día.
Hay que arreglar la cisterna, que pierde agua; hay que ir al
ambulatorio a por las recetas; hay que descongelar los filetes de
pollo; hay que sacar la ropa de verano; hay que coser los pantalones de
Ricardo; hay que rellenar los papeles de Hacienda; hay que visitar al
abuelo y echar una mano a la abuela. Mientras repasas los ´hay que´ del
día, la radio del coche, o la de la cocina, emite campaña electoral en
sesión continua. Puedes dejarla en cualquier momento, al azar, y cogerla
en otro cualquiera sin miedo de perder el hilo argumental. No lo tiene,
como no tiene hilo argumental una granizada. Graniza y ya está. La
campaña sobrevuela nuestras cabezas al modo de las nubes perezosas de
mayo, que a veces descargan.
Juan José Millás
Tormenta
18.05.2016 | 05:30
Creí que las hormigas salían del sumidero del lavabo, pero no. Tienen su
nido detrás del espejo del cuarto de baño. Se trata de un espejo fijo,
pegado a la pared y con un marco, también fijo, de cerámica. Por la
mañana, el lavabo está repleto de ellas. Parece negro, aunque es blanco.
Son minúsculas. A primera vista, podrían parecer pulgas o microbios, no
sé. Es su manera de moverse y de relacionarse lo que las delata. Luego,
observadas con una lupa, te das cuenta de que tienen las partes del
cuerpo de una hormiga: cabeza, tórax y abdomen. La cabeza posee un par
de antenas que mueven en todas las direcciones. No sé si está catalogada
esta clase de hormiga de cuarto de baño, supongo que sí, aunque, según
los expertos, hay más de 22.000 especies, muchas de ellas sin estudiar.
Venían
apareciendo desde hace años por estas fechas, pero hace meses hicimos
obra y saneamos todos los rincones, de modo que creíamos haber acabado
con ellas. Pues no. Después de dar muchas vueltas, he descubierto en el
marco de cerámica del espejo un agujero del tamaño de la cabeza de un
alfiler por el que entran y salen a placer. ¿De qué viven? Supongo que
de nuestras escamas. El cuerpo de los seres humanos es una despensa para
estas colonias de insectos sociales.
Da envidia lo que hablan
entre sí y lo bien que se llevan, todo ello sin dejar de trabajar. El
caso es que hace días tapé el agujero y desaparecieron del lavabo, pero
no de mi cabeza. Al afeitarme, las imaginaba detrás del espejo, quizá a
la altura de mi nariz o de mis ojos. Me hacían más daño dentro que
fuera. Ayer por fin, al levantarme, el lavabo estaba negro de nuevo.
Había tantas que parecía un campo de fútbol. Fue repugnante y
tranquilizador al mismo tiempo. Las recogí con una toalla húmeda y las
arrojé al retrete.
Luego permanecí quieto y al rato las vi
aparecer por un orificio mínimo, practicado en el otro extremo del
anterior. Salían como un hilillo de agua de un grifo mal cerrado. Me
pregunté si serían comestibles y, en tal caso, si no debía considerarlas
como una fuente de riqueza. Me extrañó descubrir un par de ellas con
alas. Consulté en la Wikipedia y significaba que iba a llover. En
efecto, a media mañana hubo tormenta.
Juan José Millás
Disculpen el cambio
17.05.2016 | 05:30
Compartí hace poco mesa y mantel con un columnista al que admiro y en el
segundo plato comenzamos a intercambiar secretos de cocina.
Como
me ha pedido que no lo mencione, no lo menciono, qué le vamos a hacer.
No llevábamos ni tres copas de vino cuando me confesó que él escribía
sus columnas al poco de salir de la cama, sin pasar por la ducha.
–
Me gusta escribir -añadió- con la sensación de suciedad corporal con la
que nos despertamos. Con la boca pastosa, si he bebido la noche
anterior, con los ojos legañosos y el pelo revuelto. Con los intestinos
sin vaciar y los sueños todavía medio vivos, aunque ya en proceso de
disolución, en la memoria. Escriba sobre lo que escriba, parte de toda
esa inmundicia se cuela en el texto. Y funciona. A la columna
periodística le viene muy bien un punto de roña, una pátina de
herrumbre.
Me contó también que a veces, por experimentar, ha
escrito después de ducharse. A ver, él me lo refiere con detalles:
ducharse implica lavarse la cabeza, además de pasarse la esponja por el
resto del cuerpo, todo ello con el agua caliente y purificadora
escurriéndose por toda tu geografía. Implica aclararse la garganta,
escupir. Bajo la ducha, te vas convirtiendo en otro distinto de aquel
que acaba de salir de entre las sábanas. De la cama surges cabreado; de
la bañera, sedado. Con frecuencia, después de ducharte, te afeitas, pues
los poros de la piel están más dilatados, por el calor, y la maquinilla
apura más. Una cosa llama a la otra. Luego te secas el pelo, te pones
ropa interior limpia y apareces en el pasillo de tu casa con la actitud
casi de un moje budista. El mundo está mal, es cierto, pero tú estás
bien. Te esperan en la cocina un zumo de naranja, un café con leche y
quizá una tostada.
– Ponte a escribir con ese grado de bienestar –concluyó- y verás qué mierda te sale.
Nos despedimos casi a media tarde, después de haber tomado un par de
gin-tonics digestivos. Llegué a casa, me puse delante del ordenador y me
dije: voy a contarlo. Le llamé para que me autorizara a revelar su
nombre y me dijo que no. Que no le importaba la fama de columnista
cabreado, aunque tampoco quiere que se empiece a hablar de él como un
cochino. Por mi parte, a partir de mañana me apunto a su método.
Disculpen el cambio de carácter.
Juan José Millás
¡Lo dice la banca!
12.05.2016 | 05:30
Si es verdad que la clase media es el adhesivo que sujeta los cromos, el
álbum se está quedando vacío. Peor que vacío: con las casillas sucias
por el engrudo seco, testigo del desastre. Significa que tres millones
de personas han pasado en los últimos años de la clase media a la baja.
Abres el álbum de fotos de la clase media y no ves a la tía Julia, ni al
tío José, ni a los primos Clara y Fortunato. ¿Dónde están? En el álbum
de los pobres, del que se ha caído también un montón de gente que ha
pasado al de la indigencia.
El único álbum que ha crecido es el
de los ricos de siempre, que ahora son más ricos que nunca. La
desigualdad, la brecha, el espanto, elijan ustedes el sinónimo. Como
decía Groucho, salimos de la nada y a base de trabajar y trabajar hemos
llegado a la más profunda de las miserias. Y la tendencia sigue.
Ignoramos cuál es límite de esta disimilitud trazada por los poderes
financieros y ejecutada por sus brazos políticos, no sabemos hasta dónde
se puede estirar la goma sin que se rompa, pero los señores del dinero
están en ello. En que se rompa.
De la clase media se ha dicho con
frecuencia que es la que proporciona estabilidad al conjunto. A más
clase media, mayor fortaleza. ¿Por qué entonces nos la estamos cargando
de este modo? Porque en esa clase hay mucho ahorro. Con el dinero que
guarda en los calcetines, un bróker levanta en dos días un imperio.
La
clase media es conservadora. Ahorra para mañana, para el futuro, para
la universidad de los hijos, para las enfermedades. Si el banco le
aconseja que meta ese dinero en Preferentes, lo mete en Preferentes
porque la clase media cree en el sistema, en los valores del sistema. De
ahí que haya caído tanta gente de clase media en estafas como Afinsa o
Fórum Filatélico.
Eran valores seguros, porque los sellos, en el
peor de los casos, siempre conservarían su valor facial, etc. Discurso
no les falta a estos salteadores. Lo raro es que reciba tantos apoyos
políticos. Una sociedad sin clases medias es como una salsa sin trabar.
Un asco de salsa, un asco de sociedad en el que da vergüenza mirarse.
Pero es ahí hacia donde nos dirigimos. No lo digo yo, lo dice una
fundación del BBVA. ¡Lo dice la banca!
Juan José Millás
Trátala bien
11.05.2016 | 05:30
Ha venido el técnico informático a echarle un vistazo a ´la Máquina´. Él
se refiere de este modo a mi ordenador. La Máquina es un pequeño
portátil de tres o cuatro quilos. Parece una ironía llamarlo de este
modo, como llamar Melenas a un calvo. Pero el técnico siempre se expresa
de forma literal. Cuando dice Máquina quiere decir máquina.
Casi
nunca viene a casa, pues lo arregla todo a distancia. Entra desde su
´máquina´ en la mía y le hace un chequeo completo en apenas una hora.
Mientras él hurga en sus entrañas, observo cómo el puntero se desliza
por la pantalla sin que yo toque el ratón y se me ponen un poco los
pelos de punta. Ese hombre conoce mi ordenador mejor de lo que yo
conozco mi cabeza. Si tenemos en cuenta que el ordenador es una sucursal
de la cabeza, podemos deducir que no tengo secretos para mi técnico. A
veces me da pudor encontrarme con él de este modo, cara a cara. Por
fortuna es muy discreto y finge no saber nada de mí. Hoy ha venido a
limpiar por dentro la Máquina. Ahora está levantando el teclado, que es
como levantar la tapa de los sesos, mientras canturrea ´Las lágrimas de
un día´, una canción antiquísima, de mi infancia, que no coincide con la
suya. Si la buscas en Internet, aparece después de ´Las lágrimas de
Amancio Ortega´, el dueño de Zara, que por lo visto lloró hace poco.
El
asunto me inquieta porque el otro día, con motivo del aniversario de la
muerte de mi madre, sentí la necesidad imperiosa de escucharla y la
encontré en YouTube. ¿No es raro que al técnico le venga esa melodía a
la cabeza justo cuando está hurgando en las tripas del portátil?
Y
bien, por establecer algún tipo de comunicación, le digo que el
ordenador está unos días rápido y, otros, lento. El hombre levanta la
cabeza de la máquina y dice:
– ¿Y tú?
– ¿Yo qué?
– ¿Tú no estás unos días rápido y otros lento?
– Pues sí.
El técnico vuelve a lo suyo como si yo mismo hubiera dado respuesta a mi pregunta. Al despedirse, me dice:
– Trata bien a la Máquina. Es muy buena.
Juan José Millás
Los nuevos ogros
10.05.2016 | 05:30
Hay épocas poco propicias para la literatura infantil. Para que haya
cuentos infantiles tiene que haber niños, y los hay, pero no sabemos
dónde.
Acaban de decir en el telediario que muchos hoteles, junto
a las ofertas económicas de fin de semana, garantizan al cliente que no
habrá niños por los alrededores. Hoteles sin niños. Me pregunto si
habrá también hoteles sin viejos, sin adolescentes, hoteles, no sé, sin
tuertos o con el ojo de cristal obligatorio. Lo de hoteles sin niños es
ilegal, pero no nos escandaliza. Son un incordio. Tampoco los encuentras
en los restaurantes porque molestan a la clientela. Hoy, para ver
niños, tienes que irte a un parque infantil. El problema es que si te
ven allí, sin un niño propio o prestado, pueden pensar que eres un
pederasta. Parece más prudente ver hormigas que niños. Yo, para ver
niños, me voy al parque con mi nieta. Mi nieta es la coartada.
Fingiendo
que la vigilo a ella, me fijo en todos los demás y puedo asegurar que
son un espectáculo. Observar a un grupo de niños, ahora que escasean, y
hay que buscarlos en estas reservas con toboganes y columpios, resulta
estimulante. Dios mío, te dices, si supieran que tienen prohibida la
entrada en muchos hoteles, ¿qué pensarían? Perros no. Niños no.
Pongámonos en la cabeza del director de un hotel que ha tomado esta
decisión. Está el hombre dándole vueltas a cómo sacarle más partido a la
hora del gin-tonic. Quizá bajaría más gente a tomárselo si no hubiera
niños dando la lata. De manera que, ignorante de las leyes y del sentido
común, llama a la agencia de publicidad y le encarga una campaña de
publicidad que ni Herodes habría mejorado. Si a este hombre insensible
no le preocupa que se extingan los niños, debería preocuparle que
desapareciera la literatura infantil. La literatura infantil buena es
también la mejor literatura para adultos. Sin darse cuenta, los
directores de los hoteles sin niños se han convertido en los ogros y
brujas de los cuentos de la tradición oral. Si un par de hermanitos
(Hansel y Gretel, por ejemplo) se perdieran por los pasillos de uno de
estos establecimientos de cuatro estrellas y acabaran sin querer en el
despacho del director, serían devorados ipso facto.
Juan José Millás
Rinitis
07.05.2016 | 05:30
De una dolencia habitual se dice que es crónica. Mi madre nos advertía
de los catarros mal curados porque cronificaban la tos. Los avances en
medicina están convirtiendo en crónicas enfermedades que hasta hace poco
eran mortales. Se dice de estas enfermedades que no te mueres de ellas,
sino con ellas. Todo esto viene a significar que la cronificación no
siempre es indeseable. La campaña electoral ha devenido crónica desde
hace varios años.
Algunos jóvenes serán incapaces de recordar un
solo momento de su vida sin campaña. Tendríamos que remontarnos mucho en
el tiempo para recordar un telediario de sábado o domingo que no
abriera con un mitin o cualquiera de sus sucedáneos. Pero nos hemos
acostumbrado a la campaña como a la tos del catarro mal curado. Quiere
decirse que la vida sigue. Acabo de venir de la plaza, donde he tenido
que hacer cola en varios establecimientos, lo que me ha permitido
escuchar las conversaciones de la gente. Y nadie hablaba de la campaña,
ni de la repetición de las elecciones, ni del gobierno provisional.
Convivimos con la interinidad política como con la rinitis primaveral.
No es que nos guste la rinitis, pero por la mañana, en la ducha, nos
limpiamos las narices con agua con sal, que es astringente, y vamos
tirando sin necesidad de contar a nadie la historia de nuestras
mucosidades. Si alguien hace alusión a ello, le decimos:
– Nada, un catarro mal curado.
En
política, vivimos las consecuencias de unas elecciones mal curadas. Mal
tratadas, cabría decir. Observados con perspectiva los resultados del
20D, nos parece que los partidos podrían haber llegado a un arreglo.
Tuvieron cuatro meses para diseñar el edificio, pero no fueron capaces,
qué le vamos a hacer. Por fortuna, su incapacidad no ha provocado un
desastre, solo pequeñas molestias que se pueden aliviar con remedios
caseros. Dado que todos los líderes han expresado su deseo de gastar
menos en esta segunda vuelta, sus mítines serán menos ruidosos, sus
declaraciones, quizá, menos altisonantes, de forma que usted, la
macroeconomía y yo prestaremos menos atención a sus discursos. A menos
que haya alguien que hable al fin con esperanza y fundamento de la
economía doméstica.
Juan José Millás
Por el déficit
03.05.2016 | 05:30
Telepizza sale a Bolsa y se la pega. No será por mi culpa, pues he
utilizado más de lo que debiera sus servicios. Salir a Bolsa y pegársela
parece un modo de ir por lana y salir trasquilado. Pero a Telepizza no
le ocurre nada que no le ocurra a cualquier persona normal de este país,
al fin y al cabo se trata de una pizzería de clase media cuya emisión
de títulos habría cubierto en otros tiempos sin problemas. En los
tiempos del ahorro, queremos decir. Ahora estamos en pleno desahorro,
quizá en una época de ahorro inverso. No sé si es a lo que los
economistas llaman déficit. Se nota en que la gente come menos y pide
menos viandas a domicilio. No sé nada de números, pero cuando vi el
anuncio de la salida a Bolsa, me dije: se la van a pegar. Y es que no
preguntan ustedes a la gente que entiende y que es, paradójicamente, la
que no sabe.
La que sabe es la que nos ha llevado al desastre.
Y
es que no preguntan ustedes a la gente que entiende y que es,
paradójicamente, la que no sabe. La que sabe es la que nos ha llevado al
desastre. A ver, yo calculé los partidos importantes de fútbol que se
televisan al año, los multipliqué por un número secreto, y me salieron
las pizzas a domicilio que se consumirían al año que viene en España.
Pocas. La gente tira de lo que hay en la cocina. De seguir así, pronto
comenzaremos a comernos la nevera. Empiezas a rascar un trozo de nata
antediluviano adherido a sus paredes y con ella te llevas un trozo de
plástico. Y están los cubitos de hielo, que se pueden masticar.
– ¿Queréis picar unos cubitos? -preguntamos a la familia, reunida en torno a Madrid-Barça.
– Pero dales una vuelta en el microondas –dirá un cuñado gracioso.
Lo
de Telepizza ha sido una locura. Es como si hubiéramos salido a Bolsa
usted o yo. Vale uno más cuanto más se ignora lo que vale. Por eso,
supongo, El Corte Inglés sigue siendo una sociedad limitada. La Bolsa
solo mide lo tangible cuando en la actualidad el valor más seguro es el
intangible. Algunas empresas han empezado a darse cuenta y hablan de
ello, de su intangible, pero en general no saben lo que dicen. Mucha
gente mirará ahora las pizzas de Telepizza con aprensión, como si se
hubieran contaminado del trastazo financiero. Yo seguiré pidiéndolas
(pero solo en días de fútbol, por el déficit).
Juan José Millás
Oraciones gramaticales
01.05.2016 | 05:30
Dicen los candidatos que la ventaja de estas segundas elecciones es que
ahora nos conocemos todos un poco mejor. No sé, quizá se conozcan mejor
entre ellos; tal vez nosotros hayamos averiguado rasgos que ignorábamos
del carácter de este o aquel. ¿Pero qué saben ellos de nosotros? Poco.
No tienen ni idea, por ejemplo, del cansancio que nos produce el
conjunto de los argumentos precocinados con el que cada grupo culpa al
otro del fracaso de las negociaciones.
Parecen robots dotados de
un número limitado de frases que utilizan de manera mecánica desde la
hora del desayuno a la de cena. En el telediario de las nueve repiten
con la misma expresión las oraciones gramaticales pronunciadas en el
informativo de las ocho de la mañana. Las llamo oraciones gramaticales
porque carecen de otro valor que no sea el de la mera forma.
El
contenido, si alguna vez lo tuvo, se ha filtrado por los poros como el
agua por una vasija de arcilla mal cocida. Todas sus frases están mal
cocidas, cuando no crudas.
Acabo de escuchar, y no es más que un
ejemplo, a Pedro Sánchez hablar por la radio de la importancia que
representa para el proyecto socialista la presencia de Eduardo Madina.
Es tan necesario que el 20 D lo colocó en el número siete de las lista,
donde las posibilidades de salir eran nulas. Y con el agravante de
privilegiar a Irene Lozano, que había dicho desde UPyD lo que no está
escrito del PSOE, y a la advenediza Zaida Cantera. Si lo piensas, a
Sánchez solo le faltó escupir a Madina en la cara. Y en cierto modo lo
hizo.
A la pregunta de qué puesto le va a adjudicar ahora,
responde con toda la jeta que el mismo, pues siente por él un aprecio
sin límites y quiere contar con su talento político en la nueva etapa
que se abre, etc.
„¿Y a Irene Lozano? –le preguntan.
Y
responde que no va a modificar las listas, adornando el disparate con
más gramática vacía, más sujetos, más verbos, más complementos directos o
circunstanciales no siempre debidamente colocados.
Apenas cuatro
horas después nos enteramos de que la propia Irene Lozano se marcha por
propia iniciativa y, suponemos, porque le da vergüenza su situación
dentro de un partido al que detesta. ¿Nos vamos conociendo?
Juan José Millás
Naturalezas muertas
30.04.2016 | 05:30
Oigo en la tele del vecino, que está a todo volumen, que somos el país
más ruidoso del mundo después del Japón. Bueno, los ruidos anidan allá
donde encuentran unas condiciones favorables para reproducirse y España
es uno de ellos. En los alrededores de mi mesa hay una familia de ruidos
que entra en acción a las ocho de la mañana, cuando yo llevo una o dos
horas trabajando.
Se manifiestan con una serie de pitidos
semejantes a los de las señales horarias de la radio. Descansan a las
ocho y diez y regresan media hora más tarde para taladrarme los tímpanos
durante otros diez minutos. He tratado de localizar la fuente, pero
cuando me acerco a una esquina parece que proceden de la otra. La
acústica es así de misteriosa.
Un amigo experto calcula que esos
ruidos deben de estar alojados en una de esas postales de Navidad que al
abrirlas liberan una musiquilla impertinente. Tengo dos cajas llenas de
correspondencia antigua que no me atrevo a abrir porque vendría a ser
como exhumar un cadáver al objeto de hacerle una segunda autopsia. Y no
estoy ahora mismo para segundas autopsias, ni siquiera para primeras.
„¿Cuánto le durará la pila? -pregunto al experto.
„Es imprevisible -dice-, lo mismo dura más que tú.
Significa
que mis hijos podrían heredar mis ruidos. Parece raro, pero yo mismo
heredé uno de mi padre. Se trata de un ruido interno, que se produce a
la altura de los bronquios y que aumenta en las épocas de estrés. Un
pequeño silbido, acompañado de una ligera dificultad respiratoria
destinada a recordarme que soy mortal.
¿Más ruidos de orden
personal? Sí, el ladrido de mi perro, que murió hace cinco o seis años y
que me parece escuchar al caer la tarde, cuando salíamos a pasear. En
ocasiones, en vez de un ladrido, emite un lamento que parece venir de
más allá. Del Japón, por citar un sitio alejado.
Con todo, los
peores ruidos no son los de la ciudad, sino los del campo. Desde la
invención de las sierras mecánicas ya no hay naturalezas silenciosas,
solo muertas. Siempre te encuentras a alguien talando un árbol por los
alrededores.
Mientras escribo estas líneas, escucho a través de
las paredes el informativo que emite la tele del vecino, que casualmente
es japonés.