Pastas integrales
Juan José Millas
17.07.2017 | 05:30
Que seas alérgico al gluten no quiere decir que seas alérgico a Dios.
Ni que Dios sea alérgico a ti. Pero implica que no puedes comulgar a
menos que te expongas a sufrir un shock anafiláctico. Ha habido
iniciativas para hacer hostias sin gluten que El Vaticano rechaza por
heterodoxas. El gluten es obligatorio, aunque sea en pocas proporciones.
Basta un ligero toque de esta proteína para que Dios pueda manifestarse
en la oblea. Una vez más, ya lo vamos viendo, la importancia de los
albuminoides.
Un sobrino mío tomó el año pasado la primera
comunión con una hostia sin gluten y sus padres se acaban de enterar de
que en aquella forma no se encontraba Dios.
"Parece increíble -me cuentan-, porque el chico sufrió una especie de arrebato místico".
"El efecto placebo" –aventuro.
"O que el Vaticano se equivoca y sí estaba Dios" –apunta la madre con agresividad.
"Bueno –digo yo-, Dios está en todas partes".
"Está
en todas partes, pero a nadie se le ocurre comulgar con un mejillón en
escabeche. En la hostia está de otro modo, no sé, eso es lo que nos han
enseñado, que en la hostia están su carne y su sangre".
Se me
ocurre, pero no digo nada, que para averiguar si El Vaticano se equivoca
habría que hacer comulgar a cien personas con hostias a base de gluten y
a otras cien sin, para comprobar los efectos extáticos en unas y otras.
Pero no estoy seguro de que el método doble ciego funcione en los
asuntos de orden espiritual.
"¿Le habéis dicho ya al chico que en realidad no tomó la primera comunión?" –pregunto.
"No, y no se te ocurra decirle nada. Se lo diremos cuando tenga edad de comprenderlo".
Después
de este intercambio de opiniones, un poco tenso para decirlo todo, los
padres del falso comulgante, sacan un café con pastas integrales. Al ver
las pastas sobre la mesa, no puedo reprimirme y pregunto si llevan
gluten.
"Dejemos ya el gluten" –dice ella con expresión de tortura.
Pero dejar el gluten, pienso para mis adentros, es como dejar a Dios. Es lo que dice la Santa Sede.
El café
Juan José Millás
16.07.2017 | 05:30
Cuando escucho la expresión «pequeños electrodomésticos», siento
ternura por el exprimidor y por la cafetera y por la batidora. Al
microondas lo dejo fuera porque, siendo pequeño, presta grandes
servicios. Además, es complejo. Y los rayos que emite nos podrían matar
si no cerrara herméticamente. Mi padre decía que el microondas calienta
de dentro afuera. Significa que si metes una patata comienza a cocerla
por el corazón. En otras palabras, alcanza el centro sin haber pasado
por la periferia. Y eso da miedo, aunque el electrodoméstico capaz de
llevarlo a cabo sea diminuto. Nada que ver con un secador de pelo, una
tostadora, una báscula, una plancha, una máquina de afeitar, un mechero
piezoeléctrico.
Los pequeños electrodomésticos son los duendes
del hogar. Cuando la lavadora se estropea, la cambias por otra. La
sandwichera vieja, sin embargo, puede rondar por la casa años, hasta la
muerte de los padres. Incluso entonces hay hijos que se la llevan a su
piso porque, total, no abulta nada y a lo mejor la desarmo y consigo
ponerla en marcha. La diferencia entre los grandes y los pequeños
electrodomésticos es que los primeros carecen de alma y los segundos no.
El otro día, en una casa a la que fui a cenar, descubrí una minipimer
de hacía cuarenta años. Pregunté si todavía funcionaba y me dijeron que
sí, aunque a nadie se le ocurría utilizarla por miedo a que dejara de
hacerlo.
Los pequeños electrodomésticos no son pequeños
porque hayan nacido ayer (una minipimer, con los años, no se convierte
en una Thermomix). Son pequeños porque nacen ya con esa condición en la
que la insignificancia forma parte del núcleo de su identidad. Si los
vendedores tuvieran más vista comercial, los llamarían electrodomésticos
insignificantes. ¿Quién se resiste a adquirir una nadería? Pienso todo
esto mientras recorro la línea de cafeteras del supermercado. Me las
llevaría todas, pues todas, sin excepción, resultan enormemente
seductoras. Por cierto, que ayer dijeron por la tele que el café, que
era tan malo, vuelve a ser bueno. Bueno para la digestión, para el
colesterol, para la memoria, para el estado de ánimo... El problema es
con cuál de todas estas cafeteras hacerlo.
Saber caer
Juan José Millás
15.07.2017 | 05:30
El capitalismo, que estaba lleno de achaques, le ha salido el tumor
de la economía financiera. No es que no lo tuviera ya, pero le ha
crecido en proporciones exageradas. Eso no quiere decir que el
capitalismo se vaya a morir, ni siquiera a refundar. Al contrario, las
enfermedades lo hacen más fuerte. Quienes nos vamos a morir somos sus
víctimas. La información sobre la Bolsa, con la que la radio amanece
cada día, es en realidad un parte médico que despierta por igual a los
pobres y a los ricos. Las cotizaciones empiezan a subir o a bajar en
Oriente, por donde sale el Sol, y la gráfica de la fiebre recorre el
planeta hasta llegar adonde muere. Ese señor con barba de tres días que
sale de la cama en Madrid para sentarse a ver la tele, porque es un
parado de larga duración, escucha que la Bolsa está en los 10.600 puntos
y comprende que la ambición de la gráfica es alcanzar los 11.000.
Instintivamente, se pone a favor de los 11.000, que es como desear que
el termómetro alcance los 40. Hemos llegado a un punto en el que hace
más daño la salud que la enfermedad. La Bolsa, como el tabaco, mata,
pero no sabemos si mata más cuando sube o cuando cae.
A corto plazo, mata más cuando cae.
Dado
que vivimos instalados en el corto plazo, deseamos que suba, claro,
porque la vida es corta. El que venga atrás, que arree. Mientras los
doctores discuten si lo del paciente es psicológico u orgánico, el
enfermo se agita en medio de dolores insoportables. Significa que
vivimos rodeados de teorías y de sufrimiento. Pero el sufrimiento
importa poco. De hecho, a más sufrimiento ciudadano, más crece el tumor
de la economía financiera, de cuyo empeoramiento se felicitan los
gobiernos de todo el mundo. Viene a ser como la diferencia que hay entre
los que se encuentran en el frente y los que se instalan en la
retaguardia. Los generales juegan en la retaguardia con mapas teóricos
que provocan muertes reales. La economía financiera mata a los que están
en las trincheras, pero proporciona cifras muy esperanzadoras a la
gente de los despachos. De ahí que, según las autoridades, la política
económica de Montoro, por poner un ejemplo, sea un éxito. Usted y yo es
que hemos caído del lado de la economía real, que es la trinchera.
De hinojos
Juan José Millás
13.07.2017 | 05:30
Resulta bastante normal pedir un préstamo para liquidar otro. No nos
extraña, aunque debería, pues viene a ser como hacer un roto para tapar
un descosido, o al revés, ahora no caigo. Lo dice un anuncio de la
radio:
"Si quiere usted liquidar una deuda, pídanos un préstamo".
Yo
no lo haría, a menos que mi acreedor fuera un gánster dispuesto a
romperme las piernas si mañana no recibe lo suyo. Significa que las
relaciones humanas se han gansterizado de manera notable, como si
viviéramos dentro de una serie de televisión. Cuando entro por internet
en mi banco para ver si he cobrado, lo primero que aparece es la
concesión de un préstamo que no he pedido. Para materializarlo, solo
tengo que hacer un clic. Está usted a un clic de conseguir tres mil
euros. La tentación es enorme. Pero seguro que tras el clic se siente
una tristeza parecida a la del adolescente después de masturbarse. Lo
que te están ofreciendo en realidad es un orgasmo sin amor.
–Entiendo
que usted quiera prestarme tres mil euros, y quizá los acepte, pero ¿no
deberíamos hablar un poco antes, tomar un café, no sé, conocernos, en
fin?
A los adultos deberían advertirnos de no aceptar
préstamos del banco como a los niños de no aceptar caramelos de
desconocidos. Digo del banco por decir, porque el mundo se ha llenado de
empresas especializadas en fabricar deuda. Ahí mismo, en una farola que
me sale al paso cuando vuelvo de comprar cien gramos de jamón de York
en el chino, veo un cartel en el que me ofrecen, ya, en este mismo
instante, mil euros con la sola garantía de mi coche. Resulta tan
tentador que mejor no tener coche.
"Si no tienes coche es porque no quieres. Cómprate uno hoy y empieza a pagarlo en enero".
De
aquí a enero pueden ocurrir tantas cosas que casi resulta poco
inteligente no aceptarlo. Si luego no hay forma de hacer frente a la
primera cuota, solicita un préstamo al banco para liquidarla. Hay gente
que vive atada a una cadena de pequeños préstamos. Debería haber una
oficina en la que apuntarse para que a uno no le concedieran nunca un
préstamo, aunque lo pidiera de rodillas. Pero quienes te los ofrecen de
hinojos son los prestamistas.
Performance
Juan José Millas
10.07.2017 | 05:30
La compra del Popular sin disponer de la información suficiente.
Leo, estupefacto, que el banco de Santander compró el Popular a
ciegas, sin disponer de todos los datos de los que habría precisado para
culminar la operación sin sustos posteriores. Lean atentamente este
entrecomillado: «algunas estimaciones con las que el Santander tomó la
decisión de la adquisición podrían ser inexactas, incompletas,
incorrectas u obsoletas». O este otro, donde afirma que «podría
encontrar activos dañados o deteriorados, riesgos desconocidos y pasivos
ocultos que excedan las previsiones actuales y que no estén cubiertos,
lo que podría producir un efecto adverso significativo en el Santander».
Son solo un par de ejemplos de un rosario de irregularidades extraídos
no de un libelo de la competencia, sino de un folleto del propio banco
que en la noche del 6 al 7 de junio decidió la compra del Popular sin la
información, como vamos viendo, que habría requerido un movimiento de
este calibre. Suponemos que, al tratarse de una aventura
financiera, no tenía necesidad alguna de pasar por la razón. Bastaba con
el olfato. En este sentido los expertos que diseñaron la maniobra
actuaron como el novelista que ignora a dónde va la acción o el poeta
que no tiene ni idea de cómo será el último verso.
Pero la
diferencia entre adquirir un banco y escribir un poema es notable. Con
el poema, aunque salga mal, no arruinas a nadie. Todos tenemos, sin
embargo, en la cabeza la ampliación de capital de Bankia, que llevó a
tantas familias al desastre. Rodrigo Rato se comportó como un poeta (un
poeta maldito), sin darse cuenta de que no manipulaba palabras, sino
acciones. La dirección del Santander no tiene en estos momentos ni idea
de lo que adquirió (por un euro), lo que viene a ser como si ignoráramos
la resistencia de un puente hasta el día de su inauguración.
Significa
que la banca se comporta con la irresponsabilidad que tradicionalmente
atribuimos a los artistas, aunque sin producir sus efectos estéticos.
Más que una compra, el Santander ha llevado a cabo una performance,
es decir, un espectáculo de vanguardia con el que sus accionistas, si tienen sensibilidad artística, deberían estar encantados. Enhorabuena.
Conversaciones normales
Juan José Millás
05.07.2017 | 05:30
Viajando con la pereza propia de estos días de una región a otra de
Internet, doy con un foro en el que se discute sobre la duración de las
bombonas de butano. Hay un tipo al que le duran un mes y otro al que le
duran tres. Se establece entre ellos una competición por ver quién es
más limpio. Un tercer interviniente critica el exceso de higiene,
responsable, según él, de la mayoría de las alergias actuales.
"Ducharse
todos los días –dice- es malo para el cuerpo porque produce dermatitis y
malo para el medio ambiente porque se gasta el agua".
Yo
permanezco en silencio porque he caído ahí por casualidad. El butano no
es realmente mi tema, pero me asombra que la gente se meta en la red
para hablar de estas cosas a las cuatro de la tarde de un día de verano.
"Y un paquete de arroz, ¿cuánto os dura a vosotros un paquete de arroz?" –pregunta ahora un tal Ismael.
El
salto del butano al arroz me deja estupefacto. Sospecho que se trata de
un foro de hombres procedentes de matrimonios muy tradicionales, que
ahora viven solos, y que acaban de descubrir la duración de las cosas.
Quizá se trate de un foro privado en el que me he colado sin darme
cuenta por unas de esas rendijas que aparecen en la superficie de la
seguridad cibernética.
"Yo hago –dice otro llamado Anselmo-
arroz blanco para tres días. Cuatro tazas pequeñas. Lo meto en la nevera
y lo rehogo con ajo antes de servírmelo. Un paquete me dura un par de
semanas".
Durante un rato discuten sobre lo que debe durar un
paquete de arroz. Pero de súbito va uno y uno pregunta cuánto dura un
catarro.
"O cuánto debe durar" –se corrige.
"A mí, el último me duró más que la bombona de butano" –contesta Ismael.
"Entonces es alérgico" –le responde Antonio-. "Toma Ebastel. Ebastel Flash de diez miligramos y se acabó".
El
mundo es portentoso. Debería de haber en algún sitio un registro de
todas las conversaciones que se consideran normales. Solo para que
advirtiéramos su radical anomalía.
Papel moneda
Juan José Millás
04.07.2017 | 05:30
Picasso pagaba en los restaurantes con cheques porque sus
beneficiarios, en vez de cobrarlos, los enmarcaban para colgarlos de la
pared como una obra de arte. No sabemos cuántos cheques de aquellos se
pudren hoy en los sótanos de los viejos restauradores o de sus
descendientes, pero cuando en su día leímos la noticia nos quedamos
estupefactos. ¿Por qué? Quizá por envidia, pero también porque intuíamos
que la anécdota era el síntoma de una patología que entonces no
sabíamos nombrar y ahora tampoco. Ayer mismo nos hemos enterado de que
una fotografía de Amancio Ortega en bañador vale nueve mil euros.
Amancio Ortega no es Picasso, ni falta que le hace, pero pienso que si
sacara reproducciones, a tamaño cromo, de esa fotografía, podría comer
gratis el resto de su vida en los restaurantes de medio mundo a cambio
de una de esas estampas.
Hay muchas clases de papel moneda. Una
de ellas es esta, la estampa milagrosa. ¿O no es un milagro que valga
nueve mil euros? Debe de resultar extraño que la vida te coloque en una
posición tan cómoda por un lado y tan incómoda por otro. Que no sepas a
quién invitar a tomar una copa en tu yate por miedo a que alguien
obtenga furtivamente una imagen que se venderá y revenderá luego hasta
la extenuación. Entre los invitados a este tipo de embarcaciones siempre
hay un pobre infiltrado que intenta hacer negocio. Y este es el tema:
el del pobre infiltrado que fotografió al magnate gallego en bañador
mientras éste repasaba en cubierta las cotizaciones bursátiles.
Suponemos que a estas horas ya habrá sido identificado por sus servicios
de seguridad.
Falso autónomo La foto que me interesa a mí
es la del intruso por lo que tiene de autónomo, quizá de falso autónomo.
La de Ortega en bañador me importa un rábano a menos que me ofrezcan
detalles del bañador: dónde se fabricó la tela, quién diseñó la prenda,
qué manos de mujer, hombre o niño unió sus pedazos y a cuántos
quilómetros de aquí. Daría algo por saber si el multimillonario abonó la
factura en euros o en estampas. Pero de eso nadie habla. Todavía no
conocemos la marca del famoso calzón transparente con el que vimos a
Rato trepar hacia la cubierta de otro yate. El viejo periodismo está en
vías de extinción.
Por qué no dimite
Juan José Millás
02.07.2017 | 05:30
Con lo que Bárcenas escondía en Suiza habríamos podido curar a unos
1.500 pacientes de hepatitis C. Sin embargo, la impresión general es que
nos salen más caros los enfermos de hepatitis C que los Bárcenas. ¿Por
qué? Por la propaganda manifiesta y por la subliminal, cuyos efectos se
suman en el inconsciente del ciudadano que ahora mismo está calentando
agua para el té en la cocina de su casa. Es su único vicio, el té, del
que desde hace tiempo solo compra marcas blancas de aquí, pese a lo que
le gustaban las de importación de allí. Ese ciudadano, que observa con
un interés desmesurado el cazo de agua para cortar el gas en el momento
mismo en el que el agua arranque a hervir al objeto de que la bombona de
butano le duré más, ese ciudadano, decíamos, escucha la radio, donde
casualmente, ahora mismo, están dando los precios del Solvaldi, el
fármaco que cura la hepatitis C.
Las cantidades de euros hierven
unos segundos en su encéfalo y luego se filtran, como la lluvia fina, a
la parte más recóndita de su conciencia. Quizá sus emociones, que no su
razón, le lleven a preguntarse si un país del tamaño de España se puede
permitir el lujo de atender a todos los pacientes de esa enfermedad.
Ahí comienza a funcionar de manera confusa lo que se dice y lo que no se
dice. No se dice, por ejemplo, lo que nos han costado Bárcenas y
Granados, por citar solo dos nombres emblemáticos. No se menciona, al
mismo tiempo de informar sobre el precio de las medicinas, lo que nos
está costando reflotar a una banca dirigida por sinvergüenzas. Y es que
quienes tienen por el mango la sartén del Estado están convencidos de
que nos salen más caros los quirófanos que los ladrones de guante blanco
a los que vienen protegiendo.
Ignoramos el porqué de ese
convencimiento, ya que las cifras son claras como el agua. No hay más
que abrir un cuaderno y hacer cuentas. Ahora bien, en un reino en el que
el ministro de Hacienda dicta una amnistía fiscal para los ricos y
defraudadores que el propio Tribunal Constitucional califica de ilícita,
todo es posible. Incluso que ese ministro no dimita. Y no dimite porque
está convencido, como señalábamos al principio, de que nos salen más
caras la educación y la sanidad y los enfermos de hepatitis C, que los
ladrones amnistiados.