Cosas sin arreglo
Juan José Millás
11.11.2017 | 21:56
Internet te ofrece 418.000 respuestas a la pregunta sobre cómo hacer
una sopa de cebolla. Vale decir medio millón, casi, de recetas. No sabe
uno con cual quedarse y tampoco tiene tiempo para revisarlas todas
porque los invitados llegarán dentro de dos horas y ni siquiera has
puesto la mesa. De otro lado, y como unas palabras te remiten a otras,
puedes empezar en la sopa de cebolla y acabar de en una página de sexo
duro. Al final, tarde o temprano, todo desemboca en el sexo. O en la
plusvalía.
¿Tienes ya los ingredientes? –te pregunta tu mujer desde la cocina.
-Estoy en ello –dices abandonando la página de desnudos integrales en la que acabas de caer por culpa del hipertexto.
En
cualquier caso, si eres sensato y no te sales mucho del carril, al
final todo se soluciona. A mí me queda la duda de si debo de ponerle
queso o no a la sopa, pero está buena con y sin.
Aunque lo
mejor, créanme, es comprarla de sobre. El sobre es uno de los grandes
inventos de la humanidad, lo mismo sirve para pasar un sobresueldo que
para distribuir los ingredientes de un caldo. Pero me estoy perdiendo. A
lo que iba era a que hay asuntos, como el de la sopa de cebolla, para
el que disponemos de cientos de miles de soluciones, y asuntos para los
que no disponemos de ninguna.
Deberíamos empezar a acostumbrarnos
a eso: a que hay problemas sin solución. Y no estoy pensando en la
crisis catalana, que también, sino en cuestiones de orden doméstico. Una
gotera, por ejemplo. En mi casa hay una mancha de humedad que no
logramos averiguar de dónde viene. La hemos cercado como a un animal, la
hemos acorralado, pero no confiesa su origen. El mes pasado nos
resignamos a vivir con ella. Con ella y con un ruido que sale de debajo
el bidé. Más que de un ruido, se trata de una familia de ruidos que ha
anidado ahí y no hemos hallado el modo de exterminar.
Hay cosas
en la vida que no tienen solución. Deberíamos acostumbrarnos. Disponemos
de cientos de miles de recetas para la sopa de cebolla o para la
langosta al jengibre, pero ignoramos cómo educar a los hijos, he ahí
otro ejemplo.
El mercado nos ofrece todo, excepto aquello que de verdad necesitamos.
Queridos politólogos
Juan José Millás
16.11.2017 | 05:30
Escribí en el buscador de Google: «He leído un artículo muy bueno
sobre Cataluña». Y Google me respondió: No se ha encontrado ningún
resultado para «he leído un artículo muy bueno sobre Cataluña».
Significa que está por escribir. O que está escrito y nadie ha tropezado
con él. O que algunos lo conocen, pero no lo citan por celos. No lo sé.
En cualquier caso, me quedo sin leer el mejor artículo posible sobre el
asunto catalán y sin enterarme a fondo, por tanto, de qué va la cosa. Y
es que no va todos los días de lo mismo. Por ejemplo, cuando Puigdemont
huyó a Bélgica pasando por Marsella, todo el mundo hacía chistes de la
cuestión. Yo, como no tengo personalidad ni ideas políticas propias,
también. Pero han pasado los días y resulta que la maniobra no fue tan
idiota, o no fue idiota en absoluto. A los comentaristas políticos se
les ha helado la sonrisa. La extradición, en el caso de que se
concediera, tardaría por lo menos tres meses. Es decir, sería después de
las elecciones, a las que se puede presentar y hacer campaña desde
Bélgica. No se fue a tontas y a locas, pues, sino como producto de una
estrategia que ya ha comenzado a dar sus frutos.
En
todo este lío, los independentistas van siempre un paso por delante de
los analistas políticos, incluso del Gobierno. Seguramente, contaban
también con que el fiscal Maza actuaría y la jueza de la Audiencia
Nacional metiera en chirona a medio Govern, lo que de momento
proporciona más réditos políticos a los encarcelados que a los
encarceladores. Cada vez que mueven una ficha, da la impresión de que
conocen los siguientes doce movimientos del adversario. De modo que la
gente ingenua como un servidor, que se alimenta de editoriales
inteligentes y tertulianos astutos, se pasa el día cambiando de opinión
quedando fatal delante de los suyos.
- Pero si ayer dijiste que lo del exilio belga era de ópera bufa.
- Quizá debería haberlo dejado en ópera a secas.
Está
uno harto de decirse y de desdecirse, y todo porque nadie, según
Google, ha escrito aún el mejor artículo sobre la crisis catalana. Es
que ni Gabilondo acaba de dar en el clavo. Queridos politólogos, a ver
si se ponen a ello de una vez.
Alien
Juan José Millás
13.11.2017 | 05:30
Empecé a leer el libro con los zapatos puestos, como si tuviera que
salir en un rato. A la tercera página me los quité. A la quinta, me
saqué el jersey y me desabroché la camisa. A la décima, fui a la
habitación y cogí una almohada para colocarla en la mesa sobre la que
apoyaba los pies, pues habían comenzado a dolerme los talones. A las 50
páginas bajé al restaurante del hotel a tomarme una sopa de cebolla que
estaba muy caliente y me quemó la lengua. Y no sólo la lengua, sino la
boca entera. Noté que la mucosa del interior de las mejillas se
desprendía de sus paredes como un papel viejo. Nunca me había ocurrido
algo semejante. Me tocaba aquí y allá con la punta de la lengua y el
revestimiento mucoso se convertía en una materia grumosa, condesada,
como un engrudo caducado. Todo por la impaciencia de regresar a la
habitación para continuar la lectura del libro. Cuando subí, fui a
lavarme los dientes. Comencé por la parte derecha, pero me pareció que
estaba limpiando los dientes de otro. Habían encajado en mi rostro una
boca ajena. ¡Dios mío!, exclamé con aquella lengua extraña. Volví a la
salita, cogí el libro, continué leyendo después de quitarme de nuevo los
zapatos, sacarme el jersey y desabrocharme la camisa. La acción era
trepidante, no podía dejarlo. Pese a ello, me quedé dormido, siempre me
entra el sueño después de comer. Al despertar, sentí que mis ojos
tampoco eran mis ojos. Todo lo que veía lo veía para alguien. No sabría
decir para quién.
Terminé el
libro por la noche gracias a los ojos de ese otro para el que subrayé
también algunas frases. Me dormí masticando los trozos de carne blanda
que se desprendían de las paredes de mi boca, que en realidad ya no era
mi boca. Desperté a las siete u ocho horas. Abrí los ojos que no me
pertenecían, bostecé con la boca prestada y me dirigí al cuarto de baño
con unas piernas que acababa de estrenar. Yo era otro. Me ocurre cuando
viajo lejos y leo al mismo tiempo libros que implican un segundo viaje.
Pedí al servicio de habitaciones un desayuno abundante y salí a caminar
por la ciudad extranjera como si un alien me hubiese invadido. Tardé en
volver en mí lo mismo que en volver a Madrid.
El Antiguo Testamento
Juan José Millas
06.11.2017 | 05:30
En las habitaciones de los hoteles de Barcelona, en vez de la Biblia,
los turistas encuentran ahora una carta en la que se les asegura que la
situación no es tan grave como se percibe desde el exterior (servidor
debe de pertenecer al exterior). La misiva, me parece, tiene algo de
prospecto inverso, pues busca promover el efecto placebo más que el
nocebo. Personalmente, no sabía nada del efecto nocebo hasta que el otro
día leí un artículo sobre el tema en El País. Resulta que yo lo había
sufrido en mis carnes hace años con un fármaco contra el colesterol del
que se me ocurrió leer las instrucciones de uso. Estuve a punto de
ahogarme debido a una paralización de los músculos de la faringe. Fui a
Urgencias, donde me administraron un calmante y me cambiaron la
medicación bajo la advertencia de que no leyera el papel. Es lo que
hice, no leerlo. Gracias a eso continúo medicándome sin problemas y
tengo el colesterol controlado. Los prospectos, a poco influenciable que
sea uno, deben ignorarse porque anuncian todos los males del infierno.
De entrada, casi sin excepción, advierten de que el remedio puede
producir el mismo mal que pretende evitar. Los que son buenos para
colitis producen diarrea; los indicados para los espasmos provocan
temblores; y los que quitan las migrañas estimulan las cefaleas. Esto es
solo el principio. A partir de ahí, la descripción de los efectos
secundarios alcanza tal grado de crueldad que no es raro que aparezca el
efecto nocebo, del que, ya digo, no teníamos noticia hasta la fecha.
Por eso señalábamos que la carta de los hoteleros a los turistas parece
un prospecto inverso, ya que niega lo que puede ocurrirle al visitante
ingenuo y sentimental. Estimula, en fin, el efecto placebo, del que
somos más partidarios, en general, que del contrario. De hecho, la
palabra nocebo ha llegado a las páginas de la prensa, pero no a las del
diccionario. Ahora bien, alguien debería haber calculado las sospechas
que la citada carta, pese a su buena voluntad, podría despertar en el
turista. Si yo me la encontrara en un hotel de Nueva York o de París, me
diría; mal asunto, aquí ocurre algo de lo que no me habían advertido en
la agencia de viajes. Mejor no distribuirla. Resulta más
tranquilizadora la lectura de la Biblia, pese al Antiguo Testamento.
Cacahuetes o alpiste
Juan José Millás
04.11.2017 | 01:11
Llamaron a la puerta. Abrí, era el vecino. Hola, le dije. Hola, me
contestó. ¿Tienes un cigarrillo?, dijo él. Espera un momento, dije yo.
Fui adentro a por un paquete de Camel, volví y fumamos juntos, en
silencio, yo con las dos manos ocupadas, pues sostenía el cenicero con
la derecha.
–¿No quieres pasar? –le dije.
–No, que atufamos la casa.
Quería pedirme algo, pero para mi gusto se retrasaba demasiado. Cuando los cigarrillos estaban a punto de agotarse, se lanzó:
–Verás,
mañana me voy a Chile, pero no me puedo llevar al pájaro, no de
momento, ni a los peces. ¿Te importará pasar de vez en cuando a darles
de comer y a asearles el hábitat?
Me hizo gracia la expresión «asearles el hábitat». Sonaba más técnico
que limpiar la jaula y cambiar el agua. Le pregunté por cuánto tiempo e
hizo un gesto indefinido.
–Se lo podría pedir a mi madre –dijo-, pero vive lejos y se ha roto no hace mucho la cadera.
Accedí,
más por debilidad de carácter que por otra cosa y desde hace un mes
cuido el mini-zoológico de al lado, además de dar de comer a mi propio
gato, que tampoco es mío exactamente, pues entró en casa sin mi
consentimiento. Este trato incesante con animales encerrados me ha
llevado a pensar en mi propia cautividad.
A
los seres humanos no se nos cae de la boca la palabra libertad, pero
somos los menos libres de la naturaleza, aunque podamos irnos a Chile,
como mi vecino. Tienen más capacidad de decisión los peces en su acuario
o el pájaro en su jaula que yo mismo en mi casa. Si me comparo con el
gato, el agravio adquiere dimensiones monstruosas, pues se pasa las
tardes recorriendo los tejados de todo el barrio, donde caza gorriones
que me deja en la puerta a modo de presente.
Últimamente, el gato y yo pasamos más tiempo en el piso del vecino que
en el mío. Hemos cambiado de jaula, como si dijéramos, y nos encontramos
más a gusto que en la nuestra. Solo echamos de menos que los domingos
vengan visitantes y que nos echen cacahuetes o alpiste.
Motores neuronales
Juan José Millás
30.10.2017 | 05:30
Iba en el metro sin meterme con nadie cuando escuche la palabra
«motoneurona». Me volví para ver quién la había pronunciado y resultó
ser una joven con aspecto de estudiante que hablaba con una compañera.
Le explicaba que había tres clases de motoneuronas: Las somáticas, que
actuaban sobre los órganos implicados en la locomoción; las viscerales,
cuya utilidad no pude escuchar bien; y las viscerales generales, que se
relacionaban de algún modo con el corazón. Lo pillaba todo a medias por
culpa de los ruidos del tren y de la megafonía que anunciaba la estación
en la que estábamos a punto de entrar. La joven que escuchaba parecía
de letras, pero se la veía fascinada por la nomenclatura empleada por su
amiga para explicarle la lección de la que quizá tendría que examinarse
una o dos horas después. Cuando salí del metro, me vino a la cabeza la
expresión «motor neuronal», que quizá había leído en algún sitio antes
de escuchar este diálogo. Me parece que tropecé con ella en un artículo
sobre inteligencia artificial y que me llamó la atención por esa mezcla
entre biología y mecánica. Motor neuronal. Suena muy bien, pero resulta
algo inquietante, como si las neuronas, para ponerse en marcha,
necesitaran de un impulso previo del tipo del que recibe el automóvil
cuando introducimos la llave en el contacto y la giramos para producir
la chispa. Mientras caminaba calle abajo, me percibí a mí mismo como un
robot cuyas diferentes partes se activaban o desactivaban gracias a
estos motores neuronales distribuidos estratégicamente por mi geografía
orgánica.
Entré en un bar para
tomarme un té verde y al poco escuché el sintagma «sistema operativo».
Lo pronunció un joven que le hablaba a su novia del teléfono inteligente
que se acababa de comprar. Entré en la Wikipedia con mi propio móvil
para buscar su significado y leí que era el software que gestionaba los
recursos del hardware. El motor neuronal, como si dijéramos, de los
ordenadores. Me pareció prodigioso que en tan pocas horas hubiera oído
hablar tanto de mí mismo y decidí que esa misma noche volvería a ver
Blade Runner. Siempre sospeché que los seres humanos somos, sin
excepción, replicantes de un modelo original perdido en la noche de los
tiempos.
Un brote emocional
Juan José Millás
31.10.2017 | 23:36
Mi ordenador va bien, cumple todas mis órdenes, menos la de apagarse.
La cosa comenzó hace cuatro o cinco días. Salí de la cama, me aseé, y
preparé un té que me llevé al estudio. Para mi sorpresa, el portátil
(siempre trabajo con portátil) estaba funcionando. Pensé que quizá se me
habría olvidado apagarlo la noche anterior y no le di más vueltas al
asunto. Pero al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo, y ayer y antes
de ayer. Aprieto la tecla de apagado, pero ignora la orden. ¿Le da miedo
irse a dormir, como a los niños? Se lo he comunicado al técnico y me ha
dicho que no le dé importancia, que lo preocupante sería que no se
encendiera.
-Ya te he dicho varias veces que no deberías apagarlo nunca –ha añadido.
Desde
luego, prefiero que no se apague a que no se encienda. Pero no me gusta
esta actividad de 24 horas sobre 24. Me dan miedo los aparatos
encendidos cuando no estoy cerca de ellos. El ordenador más. ¿Y si
alguien entra en su sistema mientras yo estoy en la cama y le pone
bigote al personaje de la novela que estoy escribiendo? A veces, me
despierto a las tres de la mañana, me acerco con disimulo al estudio e
intento sorprender al portátil haciendo algo que no debe. Hasta ahora no
ha sucedido nada raro, si bien es cierto que posee una sensibilidad
extrema y que es capaz de oír mis pasos y fingir que no hace nada cuando
me asomo a él. No estoy tranquilo.
Me ha venido a la memoria un
cuento de ciencia ficción, de no me acuerdo quién, que leí hace años.
Trataba precisamente de la computadora central de una casa en la que
todo -desde las luces a las persianas- estaba automatizado. El caso es
que llega un instante en el que la computadora se resiste a ser
temporalmente apagada, como mi ordenador. Naturalmente, cierra y abre
las puertas a su antojo, pone el horno cuando le da la gana, y acaba
encerrando a su dueño en el interior de la vivienda, sin posibilidad de
salir. Hablamos mucho de la inteligencia artificial, pero apenas nada de
las emociones artificiales. Seguramente, lo que le ocurre a mi
ordenador es que ha tenido un brote emocional. Esta noche intentaré
apagarlo de nuevo.
El runrún
Juan José Millás
29.10.2017 | 05:00
Hoy la gente vive muy lejos de los pollos, a menos que estén asados.
Los vivos se encuentran en otra dimensión, quizá en unas instalaciones
denominadas granjas. En cualquier caso, no forman parte de las familias,
no se tropieza con ellos al entrar o salir del cuarto de baño. Por eso
muy pocos contemporáneos han visto correr por el pasillo de su casa a un
pollo sin cabeza. Conocen la expresión «ir de un lado a otro como pollo
sin cabeza», pero no les remite a ningún suceso real. Quizá muchos ni
siquiera comprendan su significado. A los pollos, antiguamente, se los
mataba así: decapitándolos en la cocina del hogar. Si inmediatamente
después los dejabas en el suelo, los animales erraban de un lado a otro
durante unos instantes, como si buscaran algo (¿su cabeza?).
La
imagen era brutal, sobre todo para los niños. Quien haya observado esa
escena, no la olvidará jamás. De los políticos se dice con frecuencia
que actúan como pollos sin cabeza. Es cierto: no hay más que asistir a
algunas sesiones parlamentarias o leer con detenimiento los periódicos.
Si decapitáramos a los principales líderes del espectro mundial, nos
proporcionarían un espectáculo muy parecido al que ya nos dan con la
cabeza sobre los hombros. Personalmente siempre que escucho la expresión
«iban de un lado a otro como pollos sin cabeza», regreso a la cocina de
mi infancia, donde se cometieron crímenes atroces de los que nunca me
he ocupado por escrito.
Cuando abro una lata de mejillones, me
viene a la memoria la palabra» acéfalo». El mejillón es acéfalo (sin
cabeza). Mientras doy cuenta de ellos con una copa de vino blanco,
asocio el mejillón a los pollos de mi infancia. La infancia es un
territorio lleno de portentos. Desde ese territorio doy un salto a la
Revolución Francesa, a la guillotina, y veo caer cabezas sobre una cesta
de mimbre. Me pregunto si la cabeza, una vez separada del cuerpo,
continúa pensando durante unos instantes. Entre tanto, la tarde ha
declinado y ha llegado la hora de encender la luz. Pero yo permanezco
todavía un buen rato a oscuras, en silencio, como un bulto, sentado a la
mesa, escuchando el runrún del motor de la nevera, que tanto se parece
al de la conciencia.