Juan José Millás 

Homo antecesor

27.10.2015 | 05:30
Homo antecesor
Amancio Ortega, que es a ratos el hombre más rico del mundo, ha hecho su fortuna vendiendo ropa. ¿Quién habría podido imaginar en la Prehistoria que el negocio del futuro estaba ahí? Ni en el pedernal ni en las hamburguesas ni en las cerbatanas. En la ropa. Como no tengo nada que hacer, imagino que soy capaz de aparecerme a un homo sapiens y que se lo adelanto:
– Si quieres hacerte rico, dedícate a la confección.
¿Qué me diría él?
– Te preguntaría que qué es eso de hacerse rico, idiota.
Es cierto, la riqueza debe de ser una cosa relativamente moderna, lo mismo que la confección. Hace poco abrieron en la Gran Vía de Madrid una tienda de ropa y las colas daban la vuelta a la manzana. Se convirtió en una noticia de alcance nacional. Daba la impresión de que se acababa de inventar la indumentaria barata. Primark, que tal es el nombre del establecimiento, viene de Irlanda, pero fabrica sus productos en la India o por ahí. Es una de las marcas que ocupaban el Rana Plaza de Bangladés cuando se derrumbó matando a más de mil semiesclavos e hiriendo a otros dos mil quinientos. Vete a contarle esto a un neandertal. Los neandertales eran muy sensibles, más que los sapiens, quizá lo habrían entendido. A lo mejor se les apareció alguien revelándoles que el futuro estaba en la confección low cost y decidieron exterminarse ipso facto, que significa por el mismo hecho.
Estuve en la Gran Vía, entré en Primark y juro que era, formalmente hablando, como penetrar en un templo. Lo difícil era encontrar a Dios. En cambio, había ángeles por todas partes. Los ángeles eran las empleadas que por 700 euros al mes te atendían con una dedicación que ningún ser humano se merece. Salí francamente impresionado, pensando en la Prehistoria. Siempre pienso en la Prehistoria cuando no entiendo el presente. Luego, ya en el metro, de vuelta a casa, imaginé que yo mismo era un homo antecesor al que se le aparecía una cajera de Primark del año 2015 para explicarle su trabajo de tantas horas a la semana a tanto la hora. En el supuesto de que hubiera logrado entenderla, ¿qué habría hecho? Lo tengo claro: dejarme devorar dulcemente por un oso. Ipso facto, o sea, por el hecho en sí.
Juan José Millás 

Todo en orden

24.10.2015 | 05:30
Todo en orden
Según vamos viendo, la espalda de Europa está llena de callejones sin asfaltar, azotados por la lluvia y el frío. No pasaría nada si solo sirvieran para colocar los cubos de la basura, pero están llenos de hombres, mujeres y niños a los que las ONG apenas pueden proporcionar un trozo de plástico para resguardarse del agua. Hablamos de un resguardo más bien de carácter simbólico, pues cuando las cámaras de TV entran en esos callejones vemos que tanto los niños como los adultos tienen los pies empapados. Los pies empapados y a temperaturas cercanas a los cero grados.
Según los representantes de las organizaciones humanitarias, pronto habrá muertes. La pregunta es si las autoridades europeas dirigirán el tráfico de los muertos con la misma ineficacia con la que están gestionando el de los vivos. La hipotermia, como el terror, puede entrar por cualquier parte, a veces por la boca, por los ojos, a veces por las manos o los pies, en ocasiones por varios sitios de forma simultánea. Una vez que se enfría la piel es como si se hubiera enfriado todo el mapa, pues eso somos un territorio y un mapa. Cada zona de nuestro cuerpo, desde que conquistamos la capacidad simbólica, representa una región moral que puede quedar reducida a la mera animalidad cuando las condiciones ambientales devienen extremas. Esos grupos de hombres, mujeres y niños, andrajosos, tocados ya por el frío y la lluvia del invierno, sufren inevitablemente un proceso de animalización que nosotros hemos completado, de otro modo no se entiende la pasividad con la que contemplamos el panorama.
Pronto habrá muertes que los aguerridos reporteros nos mostrarán con pelos y señales. Veremos excelentes grupos escultóricos formados por matrimonios extintos con un niño o dos, también cadáveres, entre los brazos. No nos faltarán ocasiones para enternecernos y disfrutar de la buena conciencia que el enternecimiento proporciona. Todavía nos acordamos del arrebato sentimental por el que fuimos atacados cuando lo del niño ahogado en una playa turca. Nos vamos a poner hasta aquí de buenos sentimientos. Quizá, si hay suerte, coincidan con el turrón. El gozo, entonces, carecerá de límites. El frío pondrá los muertos y nosotros las lágrimas de cocodrilo. Todo en orden.
Juan José Millás 

Propuestas comerciales

21.10.2015 | 05:30
Propuestas comerciales
Toni Cantó ha acabado en Ciudadanos e Irene Lozano en el PSOE. Los partidos grandes se reparten los restos de UPyD como los soldados romanos la túnica de Cristo. No hay sonido más audible que el que produce el desgarro de un tejido. La política como ganapán. Le pregunté en la radio a Irene Lozano, por quien siento cierta simpatía, si no había dudado ni siquiera un minuto, por razones estéticas, y me dio una respuesta política. Significa que no dijo nada. Esa misma tarde, las radios reprodujeron los piropos que la diputada había dedicado al PSOE durante la legislatura que agoniza. Les dijo de todo. La suponíamos incapaz por tanto de entrar en un partido en el que admitieran a gente como Sánchez. Pero no. He ahí un seguro de cuatro años al precio de desdecirse hasta el tuétano. Ya no le importan ni el bipartidismo ni la corrupción ni la regeneración democrática.
Un minuto. ¡Nos habría gustado tanto que dudara un minuto! Uno de los problemas del votante frente a los partidos tradicionales es que apenas se diferencian. Llegado el momento, todos son intercambiables, o reversibles, como las gabardinas. Irene Lozano lo acaba de demostrar.

También lo ha demostrado Sánchez al ofrecerle trabajo. Le pregunté a la exdiputada de UPyD qué puesto le iban a dar en las listas. Dijo que lo ignoraba, pero se supo horas después. Lo más probable era que mintiera. El puesto forma parte de la negociación, o del negocio, como prefieran llamarlo.
-No voy a pasar este bochorno –le diría a Sánchez– si no me colocas bien.
No bien, muy bien: el número cuatro. Se comprende el enfado de los militantes de toda la vida. Pero vamos a ver, ¿por qué el PSOE hace esto? ¿Necesitan de verdad a Lozano para lo que sea que la hayan contratado? Es evidente que no. ¿Entonces? Por puro márquetin, o marketing o mercadotecnia, elijan ustedes el término. Sánchez debe de haber sido vendedor en una existencia pasada, posee la arquitectura física de un comercial, pero le falta, pues ha descontentado a muchos sin contentar a nadie, excepto a Lozano, le falta, decíamos, tacto. Y es que la política no es un chiringuito, o no debería serlo. Y ahí los tienen. Argumentando.
Juan José Millás 

Tome nota

20.10.2015 | 05:30
Tome nota
Si siempre llevamos doblados los billetes de banco por la mitad, ¿por qué no los hacen más pequeños? Piensen en la cantidad de papel que nos ahorraríamos y en los bosques que salvaríamos. Durante años, nuestro carnet de identidad tenía un tamaño incómodo sin que se supiera muy bien por qué. Un día, a alguien, en el ministerio del Interior, se le ocurrió reducirlos a las dimensiones de la tarjeta de crédito y la idea afortunadamente prosperó. Muchos recordarán todavía el viejo carné de conducir: parecía un desplegable. De hecho, lo era. Debido a ello, envejecía mal. Antes de que caducara estaba lleno de grietas. Daba apuro enseñárselo a la autoridad competente cuando lo requería. Pero un día llegó a Tráfico un director nuevo que preguntó:
-¿Hay alguna razón por la que el carné de conducir tenga que ser más grande que una tarjeta de crédito?
Como nadie respondiera, se tomaron las disposiciones pertinentes y llegamos a la situación actual. El DNI y el de conducir tienen el tamaño de la Visa y puedes almacenarlos junto a ella en el departamento correspondiente de la billetera. Con todo esto, vamos viendo que las tarjetas de crédito han marcado tendencia. Resulta imposible no plegarse a su funcionalidad, a su encanto, a sus prestaciones. Pero el papel moneda llega tarde a todas partes. De hecho, llega a finales de mes, cuando estamos ya al borde de la asfixia financiera. Eso forma parte de su carácter, muy ligado al salario mínimo. Se puede corregir, pero se requieren cambios políticos que no se aprecian en el horizonte. En cambio, para modificar su tamaño solo haría falta una decisión administrativa.
Si hay algo que se deteriora en la cartera es el dinero, incluso cuando dure poco. ¿Por qué un billete de cincuenta euros no puede tener el tamaño de una 4B? Seguramente, porque nadie se lo ha preguntado todavía. Es posible que la gente que ordena la fabricación los billetes no los use, ya que los ricos no llevan billetera para que no se les deforme la chaqueta. Y para no mancharse, que el dinero pasa por muchas manos y transmite multitud de infecciones. Si el presidente del Banco Central Europeo leyera estas líneas, cosa poco probable, tome nota. Gracias.
Juan José Millás 

Vamos a mejor

17.10.2015 | 01:14
Vamos a mejor
Parece un chiste de indios y americanos, pero resulta que el 1% de la población mundial tiene rodeado al 90% restante. Setenta millones de personas dominan a casi siete mil millones. ¿Cómo? Con una mezcla de recursos militares y psicológicos, cabe deducir, y con cientos de miles de capataces a su servicio.
Todo el dinero que emiten los bancos mundiales va a parar a manos de esa minoría que es la que dicta las leyes laborales, de modo que lo reparte como le da la gana.
En un país de este modo y en aquel de este otro, depende de las resistencias que encuentre. Esos cuatro gatos son también los dueños de la mayor parte de las tierras cultivables y de las minas, así que confeccionan a su gusto la geografía del hambre y hasta la de las enfermedades, porque poseen las grandes corporaciones farmacéuticas y las materias primas de las que se nutren. Son los dueños de todo, para qué enumerar uno a uno los recursos de la Tierra.
Si solo tuvieran el monopolio de las cosas, quizá podríamos oponernos, pero detentan también el del vocabulario. Ese 1% de la población mundial decide, por ejemplo, qué es violencia y qué no. Especular con el trigo y matar de hambre a poblaciones enteras no es violencia. Sin embargo protestar pacíficamente delante de un Congreso, donde se están tomando decisiones que perjudican a millones de seres humanos, sí. Y se castiga, porque así lo disponen ellos, con penas privativas de libertad.
Quiere decirse que, del mismo modo que logran llegar con sus tentáculos a una sucursal bancaria de un barrio de la periferia de Londres o Manila, pueden modificar el diccionario. En otras palabras, monopolizan el pensamiento, que está hecho de palabras, hasta el punto de que pueden permitirse el lujo de que se publique este dato («El 1% posee tanto dinero como el 99% restante») sin que suceda escándalo alguno en parte alguna del planeta.
Podría pensarse que a ese 1% le interesaría crecer, aunque solo fuera por equilibrar un poco la balanza, pero tiende por el contrario a disminuir para que solo un individuo mande en toda la Galaxia.
Vamos a mejor.
Juan José Millás 

Vender el alma

14.10.2015 | 05:30
Vender el alma
Economía con alma».Parece un eslogan, aunque no sabemos de quién o qué. Ninguna empresa capitalista (en el caso de que haya empresas socialistas) se atrevería a utilizarlo en un anuncio. ¿Se imaginan al Banco de Santander o al BBVA, por citar dos grandes, presumiendo de espíritu? Saltarían chispas en las secciones de opinión de la prensa diaria y en las parodias de la tele. No digamos si se le hubiera ocurrido la idea a Volkswagen. Automóviles con alma. Volkswagen como la banca, de tener, tiene intestinos por los que expulsa desechos que nos matan. Lo más parecido a la insinuación del alma fueron las ´Conversaciones´ del Sabadell, de las que huíamos como de la peste. Parecían sermones. Iker Casillas, que en su día promocionó al BBVA, anuncia ahora una firma de abogados que se querella contra Bankia. Al portero le metieron un gol de unos cuantos cientos de miles con esas acciones que arruinaron a multitud de ahorradores.
Lo curioso, o contradictorio, es que si algo tiene alma en este mundo es el dinero. ¿Se atrevería usted a tirar a la basura un billete, pongamos, de 50 euros? Desde luego que no. Y no por su valor material, pues materialmente hablando no es más que un pedazo de papel que a lo mejor ha pasado ya por más de cien manos, algunas muy sucias. Lo que proporciona valor al billete es su capacidad de compra, su espíritu. Nada más espiritual, perdónenme porque acabo de descubrirlo, que el papel moneda. De hecho, no lo amamos por su aspecto físico, sino por su inteligencia. Y si un billete de 50 euros tiene el talento que tiene, imagínense uno de 500. De mil no existen porque no existe cuerpo físico capaz de contener un alma de ese tamaño. Bien visto, las cajas fuertes de los bancos, más que materia, contienen cantidades ingentes de espíritu.
Íbamos a que lo de la ´Economía con alma´ es, según hemos leído, un invento de los asesores de Rajoy para la campaña electoral en curso. Le han dicho que después de estos cuatro años de economía criminal hay vender un poco de ilusión, de inmaterialidad, de quimera. Ha llegado, con la recuperación, el momento de vender el alma y de venderla asociada a los números. Ni el diablo, creo yo, la compraría.
Juan José Millás 

Datos y metadatos

13.10.2015 | 05:30
Datos y metadatos
Si tanto nos preocupa la protección de datos, es porque están a la intemperie. Ahora bien, ¿a qué llamamos dato? En la antigüedad (anteayer) un dato era la fecha de nacimiento. Otro dato era el nombre, y los apellidos. A los treinta o cuarenta años habías acumulado siete u ocho datos, pongamos que diez, y casi todos cabían en el carné de identidad. La Humanidad era poco datosa, si se nos permite el neologismo. La datitis, que no es una inflamación del dato, sino un aumento desmesurado de su cantidad, es una patología reciente, muy ligada a la aparición de las tarjetas de crédito y del mundo virtual. Cada uno de nosotros tenemos adheridos más datos que mejillones una roca marina. Ahí están, en forma de racimos invisibles que nos identifican con determinados hábitos de compra, con tales preferencias gastronómicas, o con inclinaciones sexuales del montón.
Entras en Google para buscar un restaurante japonés cercano a tu domicilio, y acabas de crear un dato. Un dato que necesita protección para evitar que durante las siguientes semanas te bombardeen con ofertas de sushi. A Max Schrems, un joven abogado austriaco, se le ocurrió un día reclamar a Facebook el registro de los datos que la red social almacenaba sobre él, y le enviaron 1.200 páginas. El bueno de Schrems, con tan solo 28 años de edad, había producido sobre sí mismo más datos, que una población mediana del siglo XIX en toda su historia. Entre la información que recibió figuraba, por poner un ejemplo, las veces que había pichado el icono de ´me gusta´. Tú estás leyendo sin meterte con nadie un artículo de prensa, le das a la manita que tiene el pulgar hacia arriba, y acabas de enviar un mensaje a un coleccionista de datos. Los coleccionistas de datos, como los filatélicos, acaban vendiendo el álbum. A veces se forran.
Significa que o bien conviene proteger los datos o bien no crearlos, aunque esto último resulta imposible en nuestros días. Exudamos datos como producimos jugos gástricos. Se trata de un movimiento involuntario, como el pestañear. Pero cuando nosotros vamos, los ladrones de datos están de vuelta. De hecho, lo que más les interesa ahora son los metadatos, de los que hablaremos en otra ocasión.
Juan José Millás 

Ideólogos

10.10.2015 | 02:32
Ideólogos
La filosofía desaparece de la dieta intelectual porque el pensamiento entorpece el avance del liberalismo económico. El pensamiento emite radiaciones que conviene aislar en zonas de exclusión. Se traza un perímetro en torno a él y se prohíbe la entrada para evitar que los jóvenes se contaminen. Se hizo en Chernóbil y se hizo en Fukushima, cuando sus respectivos desastres nucleares. La zona de exclusión queda así aureolada de misterio.
Permanecen en ella las casas, con sus enseres, pues sus dueños han sido evacuados a toda prisa. La vegetación crece en los jardines. Los animales domésticos, que ignoran la prohibición, regresan con frecuencia a sus antiguos hogares y ocupan, frente al televisor apagado, el lugar en el que se acomodaban sus dueños. Ciertas personas entran de madrugada, clandestinamente, a la zona de exclusión para dar de comer a sus gatos, que se niegan a cambiar de domicilio. Los pájaros cruzan continuamente la frontera en una u otra dirección sin que las autoridades puedan hacer nada por evitarlo.
La Filosofía ha sido decretada zona de exclusión. Apenas se estudiará en el bachillerato por miedo a sus efectos contaminantes. Platón y Aristóteles permanecerán dentro del perímetro prohibido, como los gatos del párrafo anterior. Quizá sean leídos por gente que se aventure a penetrar en la zona sellada. Tal vez haya jóvenes rebeldes que se acerquen a la biblioteca de sus mayores y cojan un tomo de Lógica. Y que después del tomo de lógica se interesen por la historia de los sistemas filosóficos y averigüen por su cuenta, y con gran peligro para la estabilidad política, quiénes fueron Descartes o Kant o Spinoza. Tal vez se acerquen al existencialismo o al marxismo, quizá averigüen secretamente las diferencias entre la esencia o la existencia. ¡Qué peligro!
Seguro que quienes vienen creando desde hace tiempo zonas de exclusión en torno a las humanidades lo hacen con la mejor de sus voluntades. Es posible que argumenten para sí razones de orden práctico, pero en realidad, lo sepan o no, son ideólogos del tipo de José Ignacio Wert, nuestro anterior ministro de Educación. Y ya sabemos qué pensaba este hombre de los estudios.
Juan José Millás 

Aliviar la rabia

06.10.2015 | 05:30
Aliviar la rabia
Volkswagen ha mostrado unos reflejos increíbles para llevar a cabo dos acciones que se anulan entre sí: A) Habilitar un teléfono para los clientes afectados por su estafa, y B) Que el teléfono naciera colapsado. Viene a ser como devolver una deuda con billetes falsos. Se trataba de cubrir las apariencias y cubiertas están. Solo cometieron un fallo: que el teléfono para la supuesta reclamación fuera gratuito. Deberían haber puesto un 902.
O mejor, un número erótico en los que el minuto sale por un ojo de la cara. Seguro que a algún directivo se le ocurrió y lo propuso, entre las risotadas de los consejeros, aunque no prosperó porque querían darle una nota de gravedad al asunto.
– Un teléfono colapsado – concluiría el presidente.
Y así se hizo sin que el asunto produjera gran escándalo porque comemos ya de todo. Una marca que ha puesto en circulación millones de automóviles defectuosos, y que ha cobrado subvenciones públicas fingiendo que no contaminaban, no se ruboriza por nada. Si antes engañaban con las cantidades de CO2, ahora engañan con el servicio de atención al cliente. Para el capitalismo ya no hay límites. Fíjense en todo lo que sigue saliendo de Bankia, de Rato, piensen en la cantidad de personas que adquirieron de buena fe acciones de la Caja o a las que les colaron las preferentes. Todas esas personas, de lo único de que disponen después de su ruina es de un teléfono colapsado, o de un sistema judicial colapsado, o de una honradez institucional colapsada, da lo mismo, que los tiene a la espera.
– Si es usted moreno, pulse 1; si rubio, pulse 2; si llama por las preferentes, pulse 3; si por las acciones, pulse 4.
Pulsar. Tal es el último consuelo que le queda al usuario de la democracia, de Bankia o de Volkswagen.
– ¿Qué haces colgado del teléfono todo el día, querido? –pregunta la esposa.
– Pulso, para aliviar la rabia.
A todo esto, de un momento a otro aparecerá un emprendedor que haya tomado nota y empiece a vender números de teléfonos colapsados desde su nacimiento. ¿Cómo no se le ha ocurrido todavía a ningún servicio de reclamaciones? ¿O sí?
Juan José Millás 

A oscuras

05.10.2015 | 05:30
A oscuras
Si usted va al supermercado a comprar un litro de leche, compra un litro de leche y santas pascuas. No necesita saber álgebra para coger la botella de la estantería y pasar por caja. Tampoco para calcular el gasto mensual en desayunos. Cuando se le acaba la botella, vuelve al súper o manda al niño a los chinos de la esquina. Lo único que debe indicarle al crío es si la quiere entera, semi o desnatada. Así de sencillo. Ahora bien, si a usted se le ocurre adquirir un vatio (el frío acecha) y no quiere que su eléctrica le estafe o se lo cobre a precio de oro, usted debe entrar todos los días en una página web y consultar unos baremos de los que deducirá (si tiene estudios superiores) cuándo es mejor comprarlo, si al mediodía o de madrugada.
No es que haya vatios desnatados o enteros, sino que hay vatios que, proporcionando idéntica cantidad de prestaciones, cuestan esto o lo otro en función de variables que un usuario medio no comprende.
O que se niega a comprender porque ya tenemos la vida diaria lo suficientemente complicada como para andar haciendo ecuaciones de tercer grado para ver si podemos leer un rato en la cama, antes de dormirnos, sin que la bombilla de bajo consumo, que nos costó un riñón, nos cueste el otro.
Además, piensa uno que si han sustituido los contadores tontos por los inteligentes, es para que ellos te hagan el trabajo a ti y no al revés. La inteligencia de verdad, en lo que se refiere a servicios esenciales, consistiría en hacer sencillo lo complejo. En definitiva, que no haya sido preciso leer a Kant para decidir a qué hora haces la colada.
La relación de las eléctricas con el usuario parece un ensayo de laboratorio en el que el usuario es el ratón. Es como si intentaran averiguar hasta qué punto podemos aceptar lo anormal como normal o cuántas humillaciones seremos capaces de resistir antes de colgarnos del hilo de cobre cuyo enganche ya nos salió en su día por un ojo de la cara.
Todo ello en complicidad con el Gobierno o los gobiernos, cuyos miembros, una vez retirados de la política, acabarán formando parte del consejo de Endesa o Iberdrola. La electricidad, que debería servir para alumbrarnos, nos tiene a oscuras.
Juan José Millás 

Fallo patriótico

03.10.2015 | 02:10
Fallo patriótico
La dulce idea de irse a Marte, ahora que resulta que hay agua. Acabaremos allí, no es más que una cuestión de tiempo, haciendo escala en la Luna. Lo dice Stephen Hawking, creo: solo sobreviviremos colonizando otros planetas. Aquí empezamos a ser demasiados para los recursos naturales que malgastamos de forma concienzuda. Hacer las maletas, pues, ponernos el traje de astronauta y entrar a dar un beso a papá y mamá, que siguen en la cama, y a los que hemos hecho creer que volveremos en Nochebuena, para discutir durante la cena sobre la independencia de Cataluña.
Tomar el metro para acudir a la estación espacial despidiéndonos mentalmente de todos esos viajeros con los que llevamos años coincidiendo a las mismas horas y en posturas idénticas. Adiós, adiós, queridos, nos marchamos a colonizar Marte como el que decide irse a vivir a Cuenca, solo que de Cuenca te puedes arrepentir. De Marte, no. Las autoridades solo nos facilitan el viaje de ida. Hay en el vagón otras seis u ocho personas con traje de astronauta, colonizadoras también, de las que la mitad son mujeres. Quizá una de ellas, andando el tiempo, se convierta en tu pareja marciana. Tal vez tengáis hijos marcianos, aunque para tener hijos marcianos, dirán algunos, tampoco es necesario irse tan lejos.
La estación espacial, a las alturas de las que hablamos, no es muy diferente de una estación de autobuses. Digamos que se trata de una estación espacial costumbrista, con olor a calamares fritos, desde la que despegas en dirección a la luna. El trasbordo se debe a cuestiones operativas. Llegar desde la Tierra a Marte es más costoso que hacerlo desde la luna, debido a la ausencia de gravedad del satélite. La estación de la luna es menos cutre que la de la Tierra, pero no demasiado.
Mientras pasas de una nave a otra te preguntas si, transcurrido el tiempo, te sentirás marciano como otros se sienten catalanes, españoles, norteamericanos o finlandeses. Incluso si diseñarás una bandera de Marte que colgarás del balcón de tu casa. La pregunta te hace gracia porque allá abajo, en esa abola azul de la que ahora te alejas, fuiste siempre un marciano sin bandera. Qué fallo patriótico, el de la bandera.
Juan José Millás 

Mal asunto

01.10.2015 | 01:26
Mal asunto
En España, ahora mismo, trabajamos a ratos. O por horas, que viene a ser lo mismo. Es lo que dicen los informes que nos comparan con el resto de los países europeos y de los que salimos muy mal parados. Nos estamos convirtiendo en una especie de domingueros del trabajo como ya hay domingueros de la literatura, de la cocina o del bricolaje. El otro día, en El Intermedio, entrevistaron a un joven que en una vida laboral cortísima había firmado 130 contratos diferentes, el último de 4 horas. Significa que vamos a transformar todos los días de la semana en domingo, para hacer chapuzas por las que cobraremos poco o nada. Un país sin lunes, martes, miércoles, etc., puede resultar divertido para un cuento, sobre todo para un cuento infantil. Pero llevado a la realidad es un desastre. Ya dijo el poeta que «quizá, quizá, tienen razón los días laborables» (Gil de Biedma). No lo duden. Darle la razón al domingo y a sus chapuzas domésticas del modo en que se la estamos dando solo puede acarrear desgracias. De hecho, tenemos la tasa de paro juvenil más alta de la UE. En cuanto a los afortunados que trabajan, la mayoría son domingueros, aunque los contraten un miércoles. Hay hogares en los que la familia se levanta de la cama a las 8, y se miran unos a otros con la tristeza de los festivos.
Eso quiere decir que ninguno tiene adónde ir porque ya han recorrido todas las colas de las oficinas de empleo y han echado todos los currículos del mundo. A lo mejor, en ese instante del café con leche suena el teléfono y es una empresa de trabajo temporal que propone al más joven un empleo de cuatro horas para arreglar un par de cisternas que gotean. Una actividad de domingo, vaya. Claro que, cuando hayamos convertido los laborables en festivos tristes, valga la contradicción, los domingos devendrán e dobles festivos. Si el domingo por la tarde es de por sí un poco siniestro, imagíneselo, querido lector, funcionando al doble de su potencia. Piense en un domingo por la tarde con turbo y se hará cargo de lo que intentamos llevar a su ánimo. Pues bien, hacia ese horizonte nos dirigimos trabajando a ratos, que es en lo que estamos. Mal asunto.

Juan José Millás

Quitarse de conducir

30.09.2015 | 05:30
Quitarse de conducir
Quitarse de conducir
Gran parte del éxito popular del automóvil continúa apoyado en lo que simboliza, aunque se haya convertido en un estorbo. He ahí un símbolo mustio, agonizante, un símbolo en vías de extinción. Si uno hace números, el automóvil en propiedad sale por un ojo de la cara. Hay que comprarlo, claro, pero luego es preciso mantenerlo, lo que cada día es más caro. Tienen que aparecer, quizá estén apareciendo ahora mismo, formas de propiedad colectiva que nos liberen de su esclavitud.
El automóvil ya no representa la idea de libertad individual de mi juventud, cuando lo primero que queríamos hacer al cumplir los 18 era irnos de la casa de nuestros padres y sacarnos el carné de conducir, no sé si por este orden. También ha dejado de simbolizar la potencia sexual. Ahora, resultan dramáticos los hombres que siguen confundiendo su vehículo con su pene. El automóvil es, literalmente, un trasto que llena las calles de chatarra y el aire de CO2 y que nos obliga a tener un garaje cuando apenas tenemos cocina. Puedes prescindir del garaje, claro, pero te dará más disgustos al aire libre que encerrado. Conozco a muchos jóvenes a los que ni se les pasa por la cabeza sacarse el carné de conducir y a los que resulta difícil explicarles por qué a nosotros nos provocaba tanta ansiedad no tenerlo. El coche ha dejado de ser una herramienta práctica para convertirse en una tortura que además, tarde o temprano (siempre en el peor momento), te dejará tirado.
Sobran coches por todas partes. Con el mío, nos podríamos arreglar tres familias y con el de mi vecino otras tres. Bastaría con que nos pusiéramos de acuerdo. Los avances de la economía colaborativa tendrán, creo, un efecto letal sobre la producción de estos trastos. Se trata de un sector tocado, aunque él aún no lo sabe. En Alemania, uno de cada siete puestos de trabajo depende directa o indirectamente de la industria automovilística. Nos hemos enterado de ello a propósito del escándalo de Volkswagen. Los gobiernos no se han percatado de que la gente está intentando quitarse del coche como el que intenta quitarse de fumar (y lo consigue). El automóvil también mata, más que el tabaco, y en parte por las mismas razones.
Juan José Millás  

El retrete

26.09.2015 | 05:30
El retrete
La convivencia entre el coche y la bici en las grandes ciudades se nos antoja tan difícil como la del insecto palo y el elefante en la naturaleza. Lo curioso es que se va logrando gracias a la capacidad de mímesis del ciclista, que se adapta a un paisaje francamente hostil cuando no declaradamente antagonista. Lo decía mi madre:
-Hijo, lleva cuidado, que en la bici el chasis eres tú.
Lo de ser un chasis me impresionaba vivamente por la posibilidad de las abolladuras. Siempre tuve un respeto enorme por este término, abolladura, que se aplicaba, además de a la chapa de los coches, al hierro de las cacerolas y las sartenes. Pero yo, más que como un chasis, me veía como un insecto palo, no ya por el aspecto de mis piernas y mis brazos, tan delgados, sino por las formas alambicadas de la bicicleta sobre la que me mimetizaba con el entorno. Nunca me atropellaron, seguramente por piedad, pero volvía a casa con la cara sucia y los pulmones llenos de CO2, o lo que quiera que suelten los tubos de escape. Me desintoxicaba, ¡qué tiempos!, con un Camel.
Lo que acabamos de averiguar sobre el Volkswagen no va a facilitar la convivencia de la que hablábamos al principio. La boca y las narices del ciclista son como sumideros por los que penetran los restos de la combustión de estos vehículos que nos venden como el no va más del respeto a la naturaleza. Si pudiéramos unir las vías respiratorias de todos los ciclistas de una ciudad como Madrid o Barcelona, nos saldría una alcantarilla más pestilente que las del subsuelo.
Lleva razón, pues, el gran jefe de la marca alemana al decir que «la hemos cagado». No sé si lo ha dicho en inglés o en alemán, pero todos los que la han traducido al español coinciden en la cagada. El problema es dónde venían cagándola. Yo se lo digo: en los pulmones de los ciclistas ingenuos que cuando veían un Volkswagen se colocaban detrás de él en la creencia de que sus emisiones eran más limpias que las de los otros. Ahora sabemos que no eran emisiones sino defecaciones. Lo ha dicho el mismísimo consejero delegado de la marca, que increíblemente (busquen las fotos) tiene cara de culo.
Hijo, lleva cuidado porque en la bici tú eres el retrete.
Juan José Millás 

Vergüenza

23.09.2015 | 05:30
Vergüenza
Me piden que firme un papel por el que se solicita el establecimiento de una normativa que proteja a las víctimas de las novatadas en los colegios mayores y aledaños. Las seguimos llamando novatadas, que suena a broma inocente, pero constituyen vejaciones insoportables. Sus promotores no están culturalmente muy lejos de los neandertales que en Tordesillas, excitados por los efluvios del vino barato, persiguen hasta la muerte a un pobre toro que, lógicamente, expira sin haber entendido nada. En España, pese a nuestros excelentes caldos, siempre hemos tenido muy mal vino. Lo malo es que ha gozado de prestigio. Si repasamos nuestro álbum de fotos familiar, aparecen bebedores egregios, tipo Millán Astray, que cuando olía el tapón de una botella daba vivas a la muerte (a la de los otros, no a la suya) con la guerrera desabrochada y la baba (la mala baba) a la altura de la barbilla. Aquí hemos tenido mal vino incluso cuando no hemos bebido, porque el mal vino, como la mala leche y la mala baba, parece que se maman o que vienen de serie. Entre las bromas más inocentes de estos muchachotes que van para universitarios y que están destinados a ser los líderes de la comunidad el día de mañana, vemos la de llenar de sangría, con la ayuda de un embudo, el estómago del novato hasta que pierde el sentido. Se parece mucho a una de las torturas empleadas en Guantánamo por aguerridos soldados que defienden de ese modo la civilización occidental.
El catálogo de novatadas es es amplio e ingenioso. Fíjense en esta otra consistente en utilizar a la víctima de cenicero durante toda una noche. El novato ha de permanecer en paños menores, de rodillas y con la boca abierta, para que el culto veterano de clase media sacuda sobre ella la ceniza de su cigarrillo. No mencionaremos la de obligar al aspirante a limpiarse los dientes con la escobilla del váter para no herir la sensibilidad del lector. Le llegan a uno peticiones rarísimas. Firmo una media de dos o tres manifiestos a la semana. En muchos de ellos pongo mi nombre con orgullo. En otros, como en el de las novatadas, lo hago con la vergüenza de pertenecer a esta especie, raza, o lo que quiera que hemos llegado a ser.
Juan José Millás 

Una prueba

22.09.2015 | 05:30
Una prueba
Europa es una casa con habitaciones grandes y habitaciones pequeñas, con salones de ricos y de pobres, con cuartos de baño limpios y retretes infames. Hay esquinas de Europa en las que se amontonan alcobas de dos metros cuadrados separadas entre sí, más que por tabiques, por concertinas, esos alambres de espino que suenan a música, pero que le dejan a uno la piel hecha un mapa. Europa es un edificio enorme con dependencias miserables para la servidumbre y lujos increíbles para los señores. Europa empezó a ponerse mal cuando se convirtió en un proyecto del mismo modo que el tráfico de drogas comenzó a crecer cuando empezó a perseguirse.
Antes del proyecto, nos encantaba porque era un espacio amplio de saber, de saberes, de arquitectura, urbanismo, novela, literatura, filosofía, teatro? Cuando Europa representaba un proyecto personal, más que político, daba gusto llamar a sus puertas. El proyecto, que venía de lejos, como un runrún al que apenas prestábamos atención, se concretó en el euro. Y ahí en donde las cosas empezaron a torcerse. De entrada, el euro nos empobreció un 30% o así. A veces, si descendíamos a precio del café con leche, todavía más. Mil pesetas, que era un dinero, al traducirlas a euros (seis) se quedaban en nada, te los gastabas antes de llegar a la esquina. Con el euro nos dieron un recorte, en fin, a cambio de mucha retórica sobre las ventajas de la cama de Procusto, o moneda única, de la que ahora mismo afirman los economistas más solventes del universo mundo que fue un disparate porque se olvidaron, que ya es olvidarse, de montar también una unidad fiscal. Entre otras cosas.
Pero todo está perdonado. Continuamos dispuestos a creer, o a fingirlo, que el proyecto europeo, además de ilusionante, es sensato y viable y tan beneficioso para los del norte como para los del sur. Viene a ser como imaginar que la Ley Seca sirvió para sacar el alcohol de la circulación o que la política antidroga evita su contrabando. Pero somos gente ingenua. Incluso con el drama griego delante de las narices, colocado ahí a modo de amenaza para los países díscolos, estamos dispuestos a creer que el proyecto europeo es realmente un plan. Ahora bien, necesitamos de vez en cuando una prueba, aunque sea falsa.
Juan José Millás 

Ni mu

19.09.2015 | 05:30
Ni mu
En la ya mundialmente famosa carnicería del Toro de la Vega hay normas. De hecho, al héroe que acabó este año con la vida del animal lo desposeyeron del premio porque se las saltó. Y a esto es a lo que íbamos, a lo curioso que resulta que las normas broten hasta en los sitios donde están prohibidas.
Si se trata de disfrutar con el despellejamiento y la muerte lenta del toro, por Dios, qué más da si se le alanceó de frente o de perfil.
O sea, que hasta para acabar con la civilización occidental, que diría Esperanza Aguirre, hay un código que tiene el mérito de haber sido escrito por ágrafos. Y no solo un código, sino un jurado encargado de hacerlo cumplir. Lo último que se le habría ocurrido a uno es que para garantizar la limpieza de esa fiesta obscena se reuniera un jurado.
Un jurado, sí, compuesto, no sé, de cuatro o cinco personas, por decir algo, que observaban muy serias el apaleamiento del animal, su acuchillamiento obstinado, el tamaño de los labios de sus heridas, etc., para determinar si el rito, por llamarlo de algún modo, se había llevado a cabo como Dios manda. El crimen como una de las bellas artes. Se supone que la función de la norma es la normalización.
La norma pone orden allá donde no lo había. Resulta difícil imaginar una fiesta del Toro de la Vega más desordenada que la actual. Hemos visto a los bravos mozos morder al toro e intentar introducirle palos por el culo.
Pero quizá hubo una época, no sabemos en qué momento de la prehistoria, donde se le sometía a monstruosidades que no somos capaces de imaginar. De ahí, se nos ocurre, que con la aparición del pensamiento simbólico surgiera un caudillo que dijera hasta aquí hemos llegado. No sé, quizá se le ocurrió prohibir violar al todo una vez muerto.
He ahí una norma que quizá continúe vigente y de ahí también la necesidad de un jurado con competencias suficientes para castigar a los desnormalizadores. El ganador de este año pertenecía a esa categoría. Se saltó la norma, el pobre, y le arrebataron el título después de haberlo acariciado.
Asegura el PSOE que cuando gane las elecciones, suprimirá la fiesta. Con toda la cara, ya que el alcalde de Tordesillas es socialista y no le han dicho ni mu.
Juan José Millás 

La repetición

16.09.2015 | 05:30
La repetición
He aquí un titular inquietante para esta época del año: ´Dos personas desaparecen al día en España sin dejar rastro´. Muchas de ellas, suponemos, por voluntad propia. Desaparecer, qué tentación. En vez de morirse o suicidarse, dejar de estar donde estabas. Producir un vacío, si tu ausencia tiene esa capacidad. Si no, mejor todavía. No regresar en septiembre, como todo el mundo, al lugar de autos. ¿Pero adónde ir? ¿Hay un cielo para los que desaparecen? ¿Hay una especie de barca de Caronte en la que viajan todos, hombres y mujeres, matemáticos y poetas? Los protagonistas, en las reuniones de antiguos alumnos, suelen ser lo que no acuden a la convocatoria, los desaparecidos. Solo se habla de ellos.
– ¿Qué sería de aquél Sáenz de Jubera?
–dice Jorge.
– Se lo tragó la tierra –asegura Luis.
– Yo creí verlo un día en Valladolid, pero se esfumó al doblar una esquina –cuenta Ricardo.
La conversación conduce al tema de los testigos protegidos. Desaparecer con la complicidad del mismísimo Estado. Que sea Él quien te proporcione una nueva identidad, un domicilio nuevo, quizá un sueldo para ir tirando. Es conocido el caso de aquel tipo de EE UU que mató a su mujer y a sus dos hijos y desapareció. Fue descubierto muchos años más tarde en otro Estado. Se había casado con una mujer idéntica y tenía dos hijos iguales a los asesinados. Por lo general, piensa uno, se desaparece para ser otro, pero hay una especie de inercia que nos empuja a ser el mismo. Ahí están también las parejas que se divorcian para volver a casarse con gente muy parecida a la que dejaron. La compulsión a la repetición. 730 personas desaparecen en España cada año sin dejar rastro. Si les añadiéramos las que desaparecen en EE UU y en Canadá y en Suecia y en Finlandia, las que desaparecen en todo el mundo, arrojaría una cifra estremecedora. Una cifra con la que se podría formar un país. ¿Cómo serían las gentes de ese país? ¿Cuáles sus hábitos de consumo? ¿Qué historias contarían a sus hijos? Pero sobre todo: ¿serían nacionalistas?
Juan José Millás 

No saben nada

15.09.2015 | 02:04
No saben nada
La estimulación tiene muy buena prensa. Hace años que el término se coló en los manuales de psicopedagogía. Quizá estuvo siempre, no sé. Yo lo escuché por vez primera en una reunión de padres de alumnos. Estábamos allí, los progenitores, sentados en las sillas plegables repartidas para el encuentro, cuando el jefe de estudios se quejó de que algunos niños estaban poco estimulados en sus casas. No lo dijo así, pero entendí que debían llegar al colegio estimulados al modo en que llegaban limpios. El problema no acababa ahí, pues había niños muy estimulados intelectualmente y poco o nada físicamente y viceversa. Ello creaba descompensaciones que el colegio nos invitaba a corregir. Era una advertencia a los padres que leían muchos cuentos a sus hijos, pero también a aquellos otros que los tenían todo el día en el parque, tirándose por el tobogán. En este asunto, como en el de la alimentación, era preciso hallar equilibrios saludables.

Salí muy confundido de la reunión. En mi fantasía, el niño ideal (un ideal inalcanzable, claro) se convirtió en el que leía un cuento mientras se columpiaba. Y el que comía con gusto zanahorias hervidas con pollo a la plancha (otro propósito improbable). El caso es que a partir de ese momento fue cuando empecé a escuchar con una frecuencia desacostumbrada el término estimulación y adláteres.
-Este niño está poco estimulado.
O bien:
-Este niño está hipertestimulado.
Traté de recordar cómo había sido mi propia infancia desde este punto de vista y alcancé la conclusión de que los estímulos, entonces, nos los buscábamos nosotros, los niños. No había, por entendernos, un mercado de la estimulación. Significa que la estimulación externa era escasa y hecha a mano, podríamos añadir. Quizá por eso se trataba también de un bien escaso. De hecho, no conocíamos mayor estímulo que el del aburrimiento. Ahora, cuando me quedo a solas con mi nieta, no hago nada, pese a que ella no cesa de estimularme. Transcurrida media hora o así, empieza a quejarse de que se aburre. Y es en ese instante, cuando atraviesa la barrera del aburrimiento, cuando empiezan a ocurrir cosas increíbles para los dos. Sus padres no saben nada.
Juan José Millás 

Línea editorial

12.09.2015 | 01:37
Línea editorial
No recuerdo ahora en qué cementerio (he visitado miles) leí este epitafio: «Retiro lo dicho». Lo apunté en algún cuaderno y me ha venido a la memoria estos días en los que leemos más opiniones que noticias. En general, nos pasamos la vida opinando, a veces de modo compulsivo, como los fumadores que encienden un cigarrillo con la colilla del anterior. Los bares son auténticos templos de la opinión, tanto que algunos de ellos tienen su propia línea editorial. Puede que admitan a parroquianos que no comulguen con esa línea, pero siempre de un modo condescendiente y a condición de que no eleven demasiado la voz. Tú entras en un bar al caer la tarde y aquello es un fragor de ideas acerca de esto o de lo otro que se cruzan y entrecruzan como el plomo en una balacera.
Parecería que la opinión es un estímulo. A veces, es como un balón en el patio del colegio. Surge un asunto y todo el mundo (yo el primero) se abalanza sobre él sin orden ni concierto. El asunto es el balón, que empieza a recibir patadas que lo llevan de una a otra portería, por lo general sin entrar en ninguna. En el intercambio de opiniones rara vez se produce la elegancia que vemos en los buenos partidos de fútbol, donde el defensa le pasa delicadamente la opinión al central, que la conduce suavemente a su vez a la delantera. Los programas de TV en los que se debaten opiniones, y a los que suele acudir gente cultivada, se convierten con frecuencia en un desastre retórico, en un bar sin copas, en una acumulación insoportable de lugares comunes.
En ocasiones, cuando la realidad se pone excesiva y uno lleva en el cuerpo un par de ansiolíticos productores de distancia, se da cuenta de la inutilidad de las palabras puestas al servicio de la opinión urgente. Dile a alguien, en el lecho de muerte, que opine sobre el asunto del día, trátese del movimiento secesionista catalán o de la ausencia de una política fiscal común en la Europa comunitaria. En esos momentos uno está en otra cosa, no sabemos en cuál, pero otra. En esos momentos sería perfectamente verosímil que el moribundo anunciara: «Retiro lo dicho». Retiro todas mis opiniones, todos mis juicios, todas las estimaciones personales que he realizado a lo largo de la vida. Ahí os quedáis.
Juan José Millás 

Se necesita empleado

10.09.2015 | 05:30
Se necesita empleado
En el tiempo que tardo yo en dar mi paseo matinal alrededor del barrio (hora y media), la Estación Espacial Internacional da una vuelta a la Tierra con tres o cuatro individuos dentro. Fíjense, la Tierra como barrio. El de mi infancia tenía cuatro calles y nunca llegué a recorrerlas del todo en su sentido más profundo. No sé muy bien a qué llamo ´sentido más profundo´, pero lo cierto es que algunas noches, a punto de dormirme, doy una vuelta imaginaria por aquellas calles y se me aparecen portales en los que no entré. Hablo de portales oscuros como agujeros negros detrás de cuyas puertas se escondían brevemente las mujeres para subirse las medias desprendidas del liguero. Hablo también de tejados desde los que veíamos el barrio desde arriba y de alcantarillas por las que nos colábamos para observarlo desde abajo. Estudiamos todas las perspectivas posibles y sin embargo ahora, contemplando el asunto a la luz de la memoria, que tiene la misma calidad que la de una vela, se nos revelan una infinidad de puntos ciegos.
Y mientras un servidor, metido entre las sábanas, recorre obsesivamente su historia, la nave espacial internacional pasa por encima de mi cabeza, tan solo a 400 quilómetros de distancia, menos de la que hay de Asturias a Madrid, que la recorres en un suspiro. Con un telescopio modesto, si sabes la hora a la que sobrevuela tu bloque, puedes verla con toda claridad (aparece siempre por el oeste), incluso con cierto detalle. Casi puedes saludar a los astronautas que a lo mejor, en ese instante, están esperando la llegada de la cápsula con suministros. Esta cápsula lleva a cabo la función que de críos, nosotros mismos, cumplíamos al llevar la tartera a nuestro padre a la obra.
– Y no te entretengas por el camino –decía mamá.
Han cambiado las distancias, la tartera, la velocidad, pero en el fondo seguimos haciendo las mismas cosas de entonces: dar vueltas al barrio o dar vueltas a la Tierra. Muchos jóvenes, ahora mismo, dan también vueltas por Europa como si Europa fuera una plaza. Como nosotros mismos, de pequeños, van buscando en los comercios de esa plaza un cartel que ponga: «Se necesita empleado». Suerte.
Juan José Millás 

Emociones y dignidad

09.09.2015 | 05:30
Emociones y dignidad
Cuánto pesaba el cadáver de ese niño muerto que ha salido en todos los periódicos? ¿Cuánto los catorce mil menores cuya vida se ha cobrado, ella sola, la guerra de Siria? ¿Cuánto los millones de refugiados y desplazados que aparecen en forma de puntitos oscuros en las infografías de la prensa? La infografía es uno de los grandes inventos de la Humanidad porque nos convierte a todos en generales. Te levantas, coges la taza de café, despliegas el periódico y ahí está todo lo que en su día no lograste aprender en tu viejo libro de Geografía. Ahí aparecen Siria y Turquía y Hungría y el Mar Negro (más negro que nunca) y Rumanía y Hungría y Austria? Puedes ver todo el recorrido que realizan los vivos y los muertos en eso que venimos llamando ´crisis migratoria´, que es una cosa, lo de dar nombres, que tranquiliza mucho la conciencia y el estómago. De momento, ya sabemos cómo se llama esa catástrofe. Ahora nos podemos sentar a analizarla.

Si entras en Internet con la mano que te deja libre el café humeante recién hecho, resulta que hay mapas interactivos con los que puedes aumentar la sensación de general ya aludida en el anterior párrafo. Y si eres un usuario medianamente hábil, hasta podrás localizar las vías del tren por las que avanzan los fantasmas que mueren en las costas del Mediterráneo, quizá puedas verlos en tiempo real gracias a las cámaras de los satélites que hemos logrado colocar en órbita para estudiar, con expresión de coronel en tienda de campaña, los movimientos migratorios. El power point, otro de los grandes inventos de la Humanidad, está ya al alcance de cualquiera y nos convierte a todos en estrategas de la realidad. Desde la cocina de tu casa, puedes observar el avance de las sombras que nos devuelve al medievo. Solo nos falta una buena epidemia de peste.
Nos preguntábamos al principio de estas líneas por el peso de los cadáveres porque el número ya lo sabemos. A veces, cambiando los patrones para medir las cosas, cambia también la actitud ante ellas. Si la cantidad de muertos ha dejado de impresionarnos, tal vez su peso logre conmovernos todavía. Urge recuperar la emoción, a ver si hay suerte y con ella recuperamos también la dignidad.
Juan José Millás 

Buenos y malos

05.09.2015 | 05:30
Buenos y malos
Hubo un tiempo en el que solo teníamos noticia de un Muro de la Vergüenza, el de Berlín, que lo habían levantado los malos. Eso, quieras que no, resultaba muy tranquilizador porque cada uno hacía lo que le correspondía: los malos, el mal y los buenos el bien. El día tenía 24 horas, el año 12 meses y las semanas 7 días. La vida estaba en orden. Hacerse mayor fue tremendo, no porque las horas dejaran de tener 60 minutos (que con frecuencia también), sino porque el mal era a veces un excelente productor del bien y viceversa. Viene todo esto a cuento de que ahora los muros de la vergüenza los levantan los buenos. O, sea, nosotros. Y son mucho peores que el de Berlín, porque aquél tenía al menos la elegancia de la piedra, además de ser el objeto visible de la Guerra Fría, que dio para muchas y excelentes novelas de espías. Consolidó un género.
Los malos construían mejores muros de la vergüenza que nosotros, los buenos.
Trato de imaginarme qué diría, de vivir, el prefecto de disciplina de mi cole, que cuando llegábamos a la lección del Muro de Berlín elevaba los brazos para clamar al cielo y se ponía rojo de la santa ira que le provocaba aquel sindiós. ¿Qué pensaría de los muros que levantamos en la actualidad? No hay día sin que aparezca uno nuevo, cada vez con las cuchillas más enhiestas a fin de provocar más desgarros musculares, más descosidos, más litros de sangre también, en fin, mayor espanto. Lo que me pregunto es si hemos dejado de ser los buenos, si ya entonces éramos los malos, o si ni entonces ni ahora éramos una cosa ni otra, que es lo más probable. Quizá éramos y somos unos gilipollas.
El caso es que el tablero de ajedrez que venía siendo la vida se ha deformado con los años, al modo de los relojes blandos de Dalí, y no hay forma de conocer los movimientos del caballo ni del alfil ni de las torres, ni de nada. Las aguas fecales se mezclan con las de consumo, la temperatura de la Tierra sube, Rajoy y Merkel se fotografían para fingir que la emergencia humanitaria está bajo control, mientras el sálvese quien pueda llega a la existencia cotidiana de las personas y los pueblos con la fuerza de una peste medieval.
Juan José Millás 

Preguntas y respuestas

02.09.2015 | 05:30
Preguntas y respuestas
Frente a una ventana abierta que da al campo, mientras los dedos amenazan a las teclas todavía mudas del ordenador, la mirada se pierde en la lluvia perezosa que cae al otro lado del mosquitero. El mosquitero, que es nuevo, de este año, actúa como un velo entre la realidad y los ojos. Como si me hubieran salido unas cataratas ligerísimas que redondean o difuminan las aristas del mundo. Deberían vender lentillas con efecto mosquitero y pasarme un 10% de derechos de autor. Septiembre, en fin, tiene un punto de emboscada. Avanzamos por sus primeras horas, por sus primeros días, con sensación de arrepentimiento, como si un desastre que hubiéramos alimentado en agosto fuera a ocurrir al doblar la primera esquina de este nuevo mes. Y eso que nosotros, los mayores, ya no tenemos que volver al cole.
En esto, tratando de descubrir la amenaza que se esconde tras la naturaleza húmeda, de la que me separa el mosquitero, recuerdo el título de un libro de aforismos de Jorge Wagensberg: «Si la naturaleza era la respuesta, ¿cuál era la pregunta?». Los aforismos no están para aclarar, sino para confundir. Nos divierten porque nos confunden. En todo caso, septiembre parece la respuesta a agosto. Significa que hay meses-pregunta y meses-respuesta. El mes pregunta por excelencia, para mí, ha sido siempre octubre. ¿Cogeré este año la gripe? La respuesta, por lo general de carácter afirmativo, llega a primeros de noviembre.
En todo caso, la primera gripe nacional llegará con las elecciones catalanas. Basta, para advertirlo, con encender la tele a la hora del telediario o de las tertulias. Esos dolores musculares que se transmiten a través de la cadena linfática del Ebro, esos escalofríos provocados por la retórica febril de nuestros próceres, todo ese conjunto de síntomas que ahora hasta nos divierten, desembocarán en una gripe de carácter político cuyo virus no procede precisamente de Asia. Viene de nuestra médula. Lleva años, quizá siglos, en estado latente, dentro del tuétano de los huesos de España. Si la independencia era la respuesta, ¿cuál era la pregunta? Conviene observar lo que seremos a través de la tela del mosquitero, para evitar las picaduras. Y para tomar distancia.
Juan José Millás 

El niño y la pistola

01.09.2015 | 05:30
El niño y la pistola
Llega Burger King, le propone a McDonald´s crear una hamburguesa con lo mejor de cada una de las marcas, y McDonald´s se niega. ¿Por qué? No estamos seguros, pero a primera vista nos parece que es como si la diabetes y el colesterol se pusieran de acuerdo para provocar un fallo multiorgánico. Entretanto, China dice que la caída de la Bolsa se debe a que ha habido manipulación en los mercados. Es como quejarse de que el cocido lleve garbanzos. No sabemos qué relación hay entre la crisis china, que ya es de aquí, y las hamburguesas, pero las dos noticias venían en la misma página. Significa que la realidad, o la información sobre ella, ha copiado el modelo de la carne picada de tercera: mucha materia ósea, mucho cartílago y a veces materia fecal para tapar los huecos.
Llega uno del quiosco con el periódico debajo del brazo y con la camisa llena de la grasa que sueltan las noticias, adobadas también con un poco de cebolla frita de bote y pepinillos. Ahora mismo, lo más difícil de ordenar en un diario son las noticias. ¿Dónde colocamos, por ejemplo, que el Banco de España se dispone a llevar a cabo una encuesta entre 20.000 hogares para evaluar nuestros conocimientos económicos? ¿Ha evaluado el Banco de España los suyos? Según nuestras noticias, no. Gran parte del desastre bancario padecido por este país, y repercutido en sus sufridos ciudadanos, se debe a la ignorancia del Banco de España, que no se dio cuenta de que las Cajas, en vez de hacer finanzas, estaban haciendo hamburguesas. Con mucha materia fecal, por cierto. Para tapar los huecos.

Explicar a un marciano qué es la carne analizando una hamburguesa del montón es como explicar la honradez en los colegios mostrando una acción preferente. Las preferentes vienen a ser las hamburguesas de la economía, pero se les escaparon vivas al Banco de España porque solo se alimentaban de ellas los jubilados. Ahí es precisamente donde se dirige Linde, a los jubilados del futuro, a quienes aconseja abrirse planes privados de pensiones con los que la banca juega como un niño con una pistola. Estudien, si no, la rentabilidad de estos planes en los últimos años.
Juan José Millás 

Ah, era esto

29.08.2015 | 05:30
Ah, era esto
Leo en El País una crónica sobre Andrés Caicedo, un autor colombiano que se suicidó a los 25 años, el mismo día que recibió en su casa un ejemplar de su primera novela y una nevera, no sabemos si en este orden. La nevera introduce en la historia un factor de distorsión casi cómico que lo complica todo. Mis allegados, sin excepción, coinciden en que lo que motivó el suicidio fue la novela. El timbre de la puerta sonó, el escritor fue a abrir, le entregaron el paquete que, más que desenvolver, descerrajó. Estaba a punto de ver su nombre, por primera vez, en la tapa de un libro. Se trata de un momento fundacional en la vida de cualquier escritor. Hay pocas emociones tan fuertes, tan decepcionantes también. ¿Era esto? Pues sí, era eso. Al final de ´La muerte de Ivan Ilich´, de Tolstoi, el protagonista, cuando comprende que se va a morir, dice algo parecido: «Ah, era esto». La muerte se le aparece de súbito como un asunto banal, doméstico, del día a día. Hay decepción, pero también alivio. De modo que era esto.
Creo que es Lacan, con perdón, el que asegura que el deseo carece de objeto porque nunca deseamos lo que creemos desear, sino lo que aquello representa. De ahí que toda conquista importante proporcione una pequeña (o grande) decepción. ¿Era esto? El desengaño dura lo que se tarda en elegir otro objeto de deseo que, esta vez sí (eso creemos), colmará nuestras expectativas. Tal es el motor de la vida, el deseo, que va cambiando de objeto hasta la hora final. Pero ya ven, según Ivan Ilich, la muerte resulta, en líneas generales, tan decepcionante como la vida.
¿Y si lo que hubiera decepcionado a Andrés Caicedo, el escritor Colombiano con el que comenzábamos estas líneas, hubiera sido el frigorífico?
Recuerdo el primero que tuve en mi primer apartamento de soltero. La compré a plazos y estuve dos días esperándolo con ansiedad. Pensaba en los cubitos de hielo, en el cajón de las frutas y verduras. La carne y el pescado me durarían más de dos días, mis padres al fin me tomarían en serio. La nevera representaba una forma de ascenso social que formaba parte de mis deseos más oscuros. «Ah, era esto», me dije con tristeza después de instalarla. ¿Debería haberme suicidado? Quizá sí.
Juan José Millás 

El sofrito de cebolla

27.08.2015 | 01:36
El sofrito de cebolla
Acabamos de descubrir la mano, las manos. Tantos años con ellas y de repente, ¡zas!, oye, tú, mira las manos, vaya invento. El cuerpo tiene algo de desván en el que siempre encontramos algo nuevo que luego resulta que es antiguo. Lo más oculto es lo que está a la vista (véase ´La carta robada´, de Poe), como las manos. ¿Qué creíamos que era ese artilugio de carne que se deslizaba por el teclado del cajero automático? Era una mano, en efecto, una mano con cinco dedos, cada uno de ellos con la memoria de algo. El dedo recuerda el código del cajero mejor que tu cerebro. De hecho, si se lo preguntas a tu cerebro, no aciertas porque le haces un lío al dedo (y al cerebro). El dedo tiene detrás, en la palma de la mano, más conexiones nerviosas que un portátil de última generación.
Viene todo esto a cuento de la mano que ha encontrado en África un grupo de científicos españoles. Una mano de casi dos millones de años. No una mano completa se entiende, pero sí una falange a partir de la cual podemos reconstruir imaginariamente el resto. Y resulta que el resto es contemporáneo. En otras palabras, que ya servía para lo que la utilizamos ahora, sea en el onanismo o en el tajo, en la vigilia o en el sueño, en la casa de papá y mamá o en el burdel. Una mano de dos millones de años que ya entonces tenía la versatilidad de unos alicates perfectos, con su pulgar multifunción, como el del panda (véase ´El Pulgar del panda´, de Stephen Jay Gould). La pregunta, ahora, es si fue la capacidad manipuladora de esa mano la que construyó el cerebro o la capacidad manipuladora del cerebro la que construyó la mano. O si interactuaron de tal forma que crecieron juntos, aunque sin perder su individualidad.
Escucho la noticia por la radio, mientras pico una cebolla para hacer un sofrito. La visión de mis manos sobre la tabla de madera, una de ellas sujetando el vegetal y la otra manejando el cuchillo, me turba y me confunde. Resulta que esos apéndices vienen, geográficamente, de África y, temporalmente, de Matusalén. Total, que al conectar de manera consciente mi cerebro y mis manos, se hacen un lío los dos y me doy un corte en un dedo de la izquierda sobre el que aplico una tirita con los de la derecha.
Juan José Millás 

Corbatas y descorbatas

22.08.2015 | 02:01
Corbatas y descorbatas
Quién está más comprometido hoy con su época, el que preside un banco o el que lo atraca? Mejor aún: ¿el que escribe la biografía novelada del presidente o del atracador? La proposición peca de maniqueísmo: se puede atracar un banco al tiempo de presidirlo (entre nosotros hay varios ejemplos) y viceversa. Es un modo de decir que las cosas no son ni blancas ni negras, pues en medio están todos los matices del gris, etcétera. De hecho, lo interesante desde el punto de vista de la literatura es el personaje ambiguo, turbio, enigmático, que no sabes si se ha puesto la corbata para presidir un consejo de administración o para venderte una moto. Las corbatas, curiosamente, siguen vendiendo. Las descorbatas también. Los políticos convencionales se las ponen para ir al Congreso y se las quitan para actuar en la Sexta Noche. En un sitio nos atracan y en otro nos venden la moto, ya saben ustedes dónde una cosa y dónde la otra.
El Gobernador del Banco de España, Enrique Linde, va siempre con corbata porque está siempre vendiéndonos la moto. Uno juraría que su trabajo consiste en una cosa, pero esa cosa ya se la hacen Bruselas, de modo que se dedica a la otra, que es salir en el telediario leyendo un papel que le ha escrito Moragas (es un decir), donde pone que si por un azar electoral saltaran los fusibles de la política económica del Gobierno, la realidad se iría al carajo. En otras palabras: que mucho cuidado con lo que votamos. El Banco de España ha devenido así en una extensión de Moncloa (o de Génova, no sabemos dónde termina aquella y empieza esta), al modo en que Tele Madrid era una extensión del encéfalo de Esperanza Aguirre.
Significa que las extensiones están de moda. Llámenlas rastas. Queda aproximadamente un cuarto de hora para que veamos a Javier Arenas (otro decir) con rastas. Una vez aceptados los tatuajes (Cristina Cifuentes), lo demás es una cuestión de tiempo. La presidenta de la Comunidad de Madrid debe gran parte de su carrera política a los tatuajes, que aparecen en todas sus biografías. Pero lo que queríamos señalar es que ahora mismo resulta complicado distinguir a un novelista malo de uno comprometido con su tiempo. Tanto como a un banquero de un vendedor de motos.
Juan José Millás 

Felicidades, ministro

19.08.2015 | 05:30
Felicidades, ministro
Lo sabíamos, sabíamos que el encuentro entre Jorge Fernández Díaz y Rodrigo Rato había sido normal. Llámenlo intuición, olfato, experiencia, pero desde el primer momento nos dimos cuenta de que se trataba de la reunión lógica entre un acusado de evasión fiscal, alzamiento de bienes y demás delitos que se le imputan, y un ministro del Interior de una democracia estándar, como la nuestra. Solo podían ver algo raro en esa cita quienes ya se extrañaron en su día de que el PP destruyera los discos duros del ordenador tras los que andaba el juez, quienes no comprendieron que el mismo magistrado (u otro, ahora no caigo) expulsara al partido de Rajoy de la causa en la que se había presentado como acusación particular para actuar en realidad de defensores, y quienes andan, en fin, todo el día buscando pruebas de hechos que no han sucedido y que nadie «podrá probar» («Luis, sé fuerte, hacemos lo que podemos»).
Si el policía de calle se reúne con el soplón, con el confidente y con otros tipos de mal vivir, ¿cómo no se va a encontrar el ministro con un supuesto ladrón de guante blanco? Quienes se quejan retóricamente de que Fernández Díaz no reciba al primer ratero que le pide audiencia, es que no acepta la existencia de las clases sociales ni de las jerarquías, no acepta el orden por el que se rige el mundo, es un ácrata de la peor especie, quizá un antistema. En cuanto a la oposición, no creo que proteste por cálculos electoralistas; lo hacen más bien porque no tienen las cosas claras. No saben quién manda. Esa ignorancia es la que ha levantado la polvareda de los días pasados y que todavía nos impide respirar. Afortunadamente, las explicaciones del ministro fueron tan prístinas (con perdón), tan convincentes, tan claras, que hasta el español menos favorable al PP ha comprendido al fin la diferencia entre lo anormal y lo normal. La escena de Jorge Fernández Díaz y Rodrigo Rato, sentados frente a frente en un despacho oficial, hablando de sus cosas, representa un grado de cordura, de sensatez, de buen juicio, que para sí lo quisieran, no sé, los alemanes, que dimiten por un quítame allá esas pajas.
Nuestras felicitaciones, ministro.
Nuestra comprensión, señor Rato.

Como quien no quiere la cosa

El blog que estás leyendo es una recopilación de artículos de Juan José Millás publicados en los periódicos de la Editorial Prensa Ibérica, S.A. Estos artículos, en la edición digital de sus cabeceras, son sólo accesibles previa suscripción, por lo que para poder leerlos tengo que hacer una búsqueda trabajosa de los mismos. En un principio no tenía pensado hacer públicos estos hallazgos, pero puede que alguien más esté interesado en leerlos y, quizás, este sitio pueda facilitar la tarea.