Juan José Millás
Homo antecesor
27.10.2015 | 05:30
Amancio Ortega, que es a ratos el hombre más rico del mundo, ha hecho su
fortuna vendiendo ropa. ¿Quién habría podido imaginar en la Prehistoria
que el negocio del futuro estaba ahí? Ni en el pedernal ni en las
hamburguesas ni en las cerbatanas. En la ropa. Como no tengo nada que
hacer, imagino que soy capaz de aparecerme a un homo sapiens y que se lo
adelanto:
– Si quieres hacerte rico, dedícate a la confección.
¿Qué me diría él?
– Te preguntaría que qué es eso de hacerse rico, idiota.
Es
cierto, la riqueza debe de ser una cosa relativamente moderna, lo mismo
que la confección. Hace poco abrieron en la Gran Vía de Madrid una
tienda de ropa y las colas daban la vuelta a la manzana. Se convirtió en
una noticia de alcance nacional. Daba la impresión de que se acababa de
inventar la indumentaria barata. Primark, que tal es el nombre del
establecimiento, viene de Irlanda, pero fabrica sus productos en la
India o por ahí. Es una de las marcas que ocupaban el Rana Plaza de
Bangladés cuando se derrumbó matando a más de mil semiesclavos e
hiriendo a otros dos mil quinientos. Vete a contarle esto a un
neandertal. Los neandertales eran muy sensibles, más que los sapiens,
quizá lo habrían entendido. A lo mejor se les apareció alguien
revelándoles que el futuro estaba en la confección low cost y decidieron
exterminarse ipso facto, que significa por el mismo hecho.
Estuve
en la Gran Vía, entré en Primark y juro que era, formalmente hablando,
como penetrar en un templo. Lo difícil era encontrar a Dios. En cambio,
había ángeles por todas partes. Los ángeles eran las empleadas que por
700 euros al mes te atendían con una dedicación que ningún ser humano se
merece. Salí francamente impresionado, pensando en la Prehistoria.
Siempre pienso en la Prehistoria cuando no entiendo el presente. Luego,
ya en el metro, de vuelta a casa, imaginé que yo mismo era un homo
antecesor al que se le aparecía una cajera de Primark del año 2015 para
explicarle su trabajo de tantas horas a la semana a tanto la hora. En el
supuesto de que hubiera logrado entenderla, ¿qué habría hecho? Lo tengo
claro: dejarme devorar dulcemente por un oso. Ipso facto, o sea, por el
hecho en sí.
Juan José Millás
Todo en orden
24.10.2015 | 05:30
Según vamos viendo, la espalda de Europa está llena de callejones sin
asfaltar, azotados por la lluvia y el frío. No pasaría nada si solo
sirvieran para colocar los cubos de la basura, pero están llenos de
hombres, mujeres y niños a los que las ONG apenas pueden proporcionar un
trozo de plástico para resguardarse del agua. Hablamos de un resguardo
más bien de carácter simbólico, pues cuando las cámaras de TV entran en
esos callejones vemos que tanto los niños como los adultos tienen los
pies empapados. Los pies empapados y a temperaturas cercanas a los cero
grados.
Según los representantes de las organizaciones
humanitarias, pronto habrá muertes. La pregunta es si las autoridades
europeas dirigirán el tráfico de los muertos con la misma ineficacia con
la que están gestionando el de los vivos. La hipotermia, como el
terror, puede entrar por cualquier parte, a veces por la boca, por los
ojos, a veces por las manos o los pies, en ocasiones por varios sitios
de forma simultánea. Una vez que se enfría la piel es como si se hubiera
enfriado todo el mapa, pues eso somos un territorio y un mapa. Cada
zona de nuestro cuerpo, desde que conquistamos la capacidad simbólica,
representa una región moral que puede quedar reducida a la mera
animalidad cuando las condiciones ambientales devienen extremas. Esos
grupos de hombres, mujeres y niños, andrajosos, tocados ya por el frío y
la lluvia del invierno, sufren inevitablemente un proceso de
animalización que nosotros hemos completado, de otro modo no se entiende
la pasividad con la que contemplamos el panorama.
Pronto habrá
muertes que los aguerridos reporteros nos mostrarán con pelos y señales.
Veremos excelentes grupos escultóricos formados por matrimonios
extintos con un niño o dos, también cadáveres, entre los brazos. No nos
faltarán ocasiones para enternecernos y disfrutar de la buena conciencia
que el enternecimiento proporciona. Todavía nos acordamos del arrebato
sentimental por el que fuimos atacados cuando lo del niño ahogado en una
playa turca. Nos vamos a poner hasta aquí de buenos sentimientos.
Quizá, si hay suerte, coincidan con el turrón. El gozo, entonces,
carecerá de límites. El frío pondrá los muertos y nosotros las lágrimas
de cocodrilo. Todo en orden.
Juan José Millás
Propuestas comerciales
21.10.2015 | 05:30
Toni Cantó ha acabado en Ciudadanos e Irene Lozano en el PSOE. Los
partidos grandes se reparten los restos de UPyD como los soldados
romanos la túnica de Cristo. No hay sonido más audible que el que
produce el desgarro de un tejido. La política como ganapán. Le pregunté
en la radio a Irene Lozano, por quien siento cierta simpatía, si no
había dudado ni siquiera un minuto, por razones estéticas, y me dio una
respuesta política. Significa que no dijo nada. Esa misma tarde, las
radios reprodujeron los piropos que la diputada había dedicado al PSOE
durante la legislatura que agoniza. Les dijo de todo. La suponíamos
incapaz por tanto de entrar en un partido en el que admitieran a gente
como Sánchez. Pero no. He ahí un seguro de cuatro años al precio de
desdecirse hasta el tuétano. Ya no le importan ni el bipartidismo ni la
corrupción ni la regeneración democrática.
Un minuto. ¡Nos habría
gustado tanto que dudara un minuto! Uno de los problemas del votante
frente a los partidos tradicionales es que apenas se diferencian.
Llegado el momento, todos son intercambiables, o reversibles, como las
gabardinas. Irene Lozano lo acaba de demostrar.
También lo ha
demostrado Sánchez al ofrecerle trabajo. Le pregunté a la exdiputada de
UPyD qué puesto le iban a dar en las listas. Dijo que lo ignoraba, pero
se supo horas después. Lo más probable era que mintiera. El puesto forma
parte de la negociación, o del negocio, como prefieran llamarlo.
-No voy a pasar este bochorno –le diría a Sánchez– si no me colocas bien.
No
bien, muy bien: el número cuatro. Se comprende el enfado de los
militantes de toda la vida. Pero vamos a ver, ¿por qué el PSOE hace
esto? ¿Necesitan de verdad a Lozano para lo que sea que la hayan
contratado? Es evidente que no. ¿Entonces? Por puro márquetin, o
marketing o mercadotecnia, elijan ustedes el término. Sánchez debe de
haber sido vendedor en una existencia pasada, posee la arquitectura
física de un comercial, pero le falta, pues ha descontentado a muchos
sin contentar a nadie, excepto a Lozano, le falta, decíamos, tacto. Y es
que la política no es un chiringuito, o no debería serlo. Y ahí los
tienen. Argumentando.
Juan José Millás
Tome nota
20.10.2015 | 05:30
Si siempre llevamos doblados los billetes de banco por la mitad, ¿por
qué no los hacen más pequeños? Piensen en la cantidad de papel que nos
ahorraríamos y en los bosques que salvaríamos. Durante años, nuestro
carnet de identidad tenía un tamaño incómodo sin que se supiera muy bien
por qué. Un día, a alguien, en el ministerio del Interior, se le
ocurrió reducirlos a las dimensiones de la tarjeta de crédito y la idea
afortunadamente prosperó. Muchos recordarán todavía el viejo carné de
conducir: parecía un desplegable. De hecho, lo era. Debido a ello,
envejecía mal. Antes de que caducara estaba lleno de grietas. Daba apuro
enseñárselo a la autoridad competente cuando lo requería. Pero un día
llegó a Tráfico un director nuevo que preguntó:
-¿Hay alguna razón por la que el carné de conducir tenga que ser más grande que una tarjeta de crédito?
Como
nadie respondiera, se tomaron las disposiciones pertinentes y llegamos a
la situación actual. El DNI y el de conducir tienen el tamaño de la
Visa y puedes almacenarlos junto a ella en el departamento
correspondiente de la billetera. Con todo esto, vamos viendo que las
tarjetas de crédito han marcado tendencia. Resulta imposible no plegarse
a su funcionalidad, a su encanto, a sus prestaciones. Pero el papel
moneda llega tarde a todas partes. De hecho, llega a finales de mes,
cuando estamos ya al borde de la asfixia financiera. Eso forma parte de
su carácter, muy ligado al salario mínimo. Se puede corregir, pero se
requieren cambios políticos que no se aprecian en el horizonte. En
cambio, para modificar su tamaño solo haría falta una decisión
administrativa.
Si hay algo que se deteriora en la cartera es el
dinero, incluso cuando dure poco. ¿Por qué un billete de cincuenta euros
no puede tener el tamaño de una 4B? Seguramente, porque nadie se lo ha
preguntado todavía. Es posible que la gente que ordena la fabricación
los billetes no los use, ya que los ricos no llevan billetera para que
no se les deforme la chaqueta. Y para no mancharse, que el dinero pasa
por muchas manos y transmite multitud de infecciones. Si el presidente
del Banco Central Europeo leyera estas líneas, cosa poco probable, tome
nota. Gracias.
Juan José Millás
Vamos a mejor
17.10.2015 | 01:14
Parece un chiste de indios y americanos, pero resulta que el 1% de la
población mundial tiene rodeado al 90% restante. Setenta millones de
personas dominan a casi siete mil millones. ¿Cómo? Con una mezcla de
recursos militares y psicológicos, cabe deducir, y con cientos de miles
de capataces a su servicio.
Todo el dinero que emiten los bancos
mundiales va a parar a manos de esa minoría que es la que dicta las
leyes laborales, de modo que lo reparte como le da la gana.
En un
país de este modo y en aquel de este otro, depende de las resistencias
que encuentre. Esos cuatro gatos son también los dueños de la mayor
parte de las tierras cultivables y de las minas, así que confeccionan a
su gusto la geografía del hambre y hasta la de las enfermedades, porque
poseen las grandes corporaciones farmacéuticas y las materias primas de
las que se nutren. Son los dueños de todo, para qué enumerar uno a uno
los recursos de la Tierra.
Si solo tuvieran el monopolio de las
cosas, quizá podríamos oponernos, pero detentan también el del
vocabulario. Ese 1% de la población mundial decide, por ejemplo, qué es
violencia y qué no. Especular con el trigo y matar de hambre a
poblaciones enteras no es violencia. Sin embargo protestar pacíficamente
delante de un Congreso, donde se están tomando decisiones que
perjudican a millones de seres humanos, sí. Y se castiga, porque así lo
disponen ellos, con penas privativas de libertad.
Quiere decirse
que, del mismo modo que logran llegar con sus tentáculos a una sucursal
bancaria de un barrio de la periferia de Londres o Manila, pueden
modificar el diccionario. En otras palabras, monopolizan el pensamiento,
que está hecho de palabras, hasta el punto de que pueden permitirse el
lujo de que se publique este dato («El 1% posee tanto dinero como el 99%
restante») sin que suceda escándalo alguno en parte alguna del planeta.
Podría
pensarse que a ese 1% le interesaría crecer, aunque solo fuera por
equilibrar un poco la balanza, pero tiende por el contrario a disminuir
para que solo un individuo mande en toda la Galaxia.
Vamos a mejor.
Juan José Millás
Vender el alma
14.10.2015 | 05:30
Economía con alma».Parece un eslogan, aunque no sabemos de quién o qué.
Ninguna empresa capitalista (en el caso de que haya empresas
socialistas) se atrevería a utilizarlo en un anuncio. ¿Se imaginan al
Banco de Santander o al BBVA, por citar dos grandes, presumiendo de
espíritu? Saltarían chispas en las secciones de opinión de la prensa
diaria y en las parodias de la tele. No digamos si se le hubiera
ocurrido la idea a Volkswagen. Automóviles con alma. Volkswagen como la
banca, de tener, tiene intestinos por los que expulsa desechos que nos
matan. Lo más parecido a la insinuación del alma fueron las
´Conversaciones´ del Sabadell, de las que huíamos como de la peste.
Parecían sermones. Iker Casillas, que en su día promocionó al BBVA,
anuncia ahora una firma de abogados que se querella contra Bankia. Al
portero le metieron un gol de unos cuantos cientos de miles con esas
acciones que arruinaron a multitud de ahorradores.
Lo curioso, o
contradictorio, es que si algo tiene alma en este mundo es el dinero.
¿Se atrevería usted a tirar a la basura un billete, pongamos, de 50
euros? Desde luego que no. Y no por su valor material, pues
materialmente hablando no es más que un pedazo de papel que a lo mejor
ha pasado ya por más de cien manos, algunas muy sucias. Lo que
proporciona valor al billete es su capacidad de compra, su espíritu.
Nada más espiritual, perdónenme porque acabo de descubrirlo, que el
papel moneda. De hecho, no lo amamos por su aspecto físico, sino por su
inteligencia. Y si un billete de 50 euros tiene el talento que tiene,
imagínense uno de 500. De mil no existen porque no existe cuerpo físico
capaz de contener un alma de ese tamaño. Bien visto, las cajas fuertes
de los bancos, más que materia, contienen cantidades ingentes de
espíritu.
Íbamos a que lo de la ´Economía con alma´ es, según
hemos leído, un invento de los asesores de Rajoy para la campaña
electoral en curso. Le han dicho que después de estos cuatro años de
economía criminal hay vender un poco de ilusión, de inmaterialidad, de
quimera. Ha llegado, con la recuperación, el momento de vender el alma y
de venderla asociada a los números. Ni el diablo, creo yo, la
compraría.
Juan José Millás
Datos y metadatos
13.10.2015 | 05:30
Si tanto nos preocupa la protección de datos, es porque están a la
intemperie. Ahora bien, ¿a qué llamamos dato? En la antigüedad
(anteayer) un dato era la fecha de nacimiento. Otro dato era el nombre, y
los apellidos. A los treinta o cuarenta años habías acumulado siete u
ocho datos, pongamos que diez, y casi todos cabían en el carné de
identidad. La Humanidad era poco datosa, si se nos permite el
neologismo. La datitis, que no es una inflamación del dato, sino un
aumento desmesurado de su cantidad, es una patología reciente, muy
ligada a la aparición de las tarjetas de crédito y del mundo virtual.
Cada uno de nosotros tenemos adheridos más datos que mejillones una roca
marina. Ahí están, en forma de racimos invisibles que nos identifican
con determinados hábitos de compra, con tales preferencias
gastronómicas, o con inclinaciones sexuales del montón.
Entras en
Google para buscar un restaurante japonés cercano a tu domicilio, y
acabas de crear un dato. Un dato que necesita protección para evitar que
durante las siguientes semanas te bombardeen con ofertas de sushi. A
Max Schrems, un joven abogado austriaco, se le ocurrió un día reclamar a
Facebook el registro de los datos que la red social almacenaba sobre
él, y le enviaron 1.200 páginas. El bueno de Schrems, con tan solo 28
años de edad, había producido sobre sí mismo más datos, que una
población mediana del siglo XIX en toda su historia. Entre la
información que recibió figuraba, por poner un ejemplo, las veces que
había pichado el icono de ´me gusta´. Tú estás leyendo sin meterte con
nadie un artículo de prensa, le das a la manita que tiene el pulgar
hacia arriba, y acabas de enviar un mensaje a un coleccionista de datos.
Los coleccionistas de datos, como los filatélicos, acaban vendiendo el
álbum. A veces se forran.
Significa que o bien conviene proteger
los datos o bien no crearlos, aunque esto último resulta imposible en
nuestros días. Exudamos datos como producimos jugos gástricos. Se trata
de un movimiento involuntario, como el pestañear. Pero cuando nosotros
vamos, los ladrones de datos están de vuelta. De hecho, lo que más les
interesa ahora son los metadatos, de los que hablaremos en otra ocasión.
Juan José Millás
Ideólogos
10.10.2015 | 02:32
La filosofía desaparece de la dieta intelectual porque el pensamiento
entorpece el avance del liberalismo económico. El pensamiento emite
radiaciones que conviene aislar en zonas de exclusión. Se traza un
perímetro en torno a él y se prohíbe la entrada para evitar que los
jóvenes se contaminen. Se hizo en Chernóbil y se hizo en Fukushima,
cuando sus respectivos desastres nucleares. La zona de exclusión queda
así aureolada de misterio.
Permanecen en ella las casas, con sus
enseres, pues sus dueños han sido evacuados a toda prisa. La vegetación
crece en los jardines. Los animales domésticos, que ignoran la
prohibición, regresan con frecuencia a sus antiguos hogares y ocupan,
frente al televisor apagado, el lugar en el que se acomodaban sus
dueños. Ciertas personas entran de madrugada, clandestinamente, a la
zona de exclusión para dar de comer a sus gatos, que se niegan a cambiar
de domicilio. Los pájaros cruzan continuamente la frontera en una u
otra dirección sin que las autoridades puedan hacer nada por evitarlo.
La
Filosofía ha sido decretada zona de exclusión. Apenas se estudiará en
el bachillerato por miedo a sus efectos contaminantes. Platón y
Aristóteles permanecerán dentro del perímetro prohibido, como los gatos
del párrafo anterior. Quizá sean leídos por gente que se aventure a
penetrar en la zona sellada. Tal vez haya jóvenes rebeldes que se
acerquen a la biblioteca de sus mayores y cojan un tomo de Lógica. Y que
después del tomo de lógica se interesen por la historia de los sistemas
filosóficos y averigüen por su cuenta, y con gran peligro para la
estabilidad política, quiénes fueron Descartes o Kant o Spinoza. Tal vez
se acerquen al existencialismo o al marxismo, quizá averigüen
secretamente las diferencias entre la esencia o la existencia. ¡Qué
peligro!
Seguro que quienes vienen creando desde hace tiempo zonas
de exclusión en torno a las humanidades lo hacen con la mejor de sus
voluntades. Es posible que argumenten para sí razones de orden práctico,
pero en realidad, lo sepan o no, son ideólogos del tipo de José Ignacio
Wert, nuestro anterior ministro de Educación. Y ya sabemos qué pensaba
este hombre de los estudios.
Juan José Millás
Aliviar la rabia
06.10.2015 | 05:30
Volkswagen ha mostrado unos reflejos increíbles para llevar a cabo dos
acciones que se anulan entre sí: A) Habilitar un teléfono para los
clientes afectados por su estafa, y B) Que el teléfono naciera
colapsado. Viene a ser como devolver una deuda con billetes falsos. Se
trataba de cubrir las apariencias y cubiertas están. Solo cometieron un
fallo: que el teléfono para la supuesta reclamación fuera gratuito.
Deberían haber puesto un 902.
O mejor, un número erótico en los
que el minuto sale por un ojo de la cara. Seguro que a algún directivo
se le ocurrió y lo propuso, entre las risotadas de los consejeros,
aunque no prosperó porque querían darle una nota de gravedad al asunto.
– Un teléfono colapsado – concluiría el presidente.
Y
así se hizo sin que el asunto produjera gran escándalo porque comemos
ya de todo. Una marca que ha puesto en circulación millones de
automóviles defectuosos, y que ha cobrado subvenciones públicas
fingiendo que no contaminaban, no se ruboriza por nada. Si antes
engañaban con las cantidades de CO2, ahora engañan con el servicio de
atención al cliente. Para el capitalismo ya no hay límites. Fíjense en
todo lo que sigue saliendo de Bankia, de Rato, piensen en la cantidad de
personas que adquirieron de buena fe acciones de la Caja o a las que
les colaron las preferentes. Todas esas personas, de lo único de que
disponen después de su ruina es de un teléfono colapsado, o de un
sistema judicial colapsado, o de una honradez institucional colapsada,
da lo mismo, que los tiene a la espera.
– Si es usted moreno, pulse 1; si rubio, pulse 2; si llama por las preferentes, pulse 3; si por las acciones, pulse 4.
Pulsar. Tal es el último consuelo que le queda al usuario de la democracia, de Bankia o de Volkswagen.
– ¿Qué haces colgado del teléfono todo el día, querido? –pregunta la esposa.
– Pulso, para aliviar la rabia.
A
todo esto, de un momento a otro aparecerá un emprendedor que haya
tomado nota y empiece a vender números de teléfonos colapsados desde su
nacimiento. ¿Cómo no se le ha ocurrido todavía a ningún servicio de
reclamaciones? ¿O sí?
Juan José Millás
A oscuras
05.10.2015 | 05:30
Si usted va al supermercado a comprar un litro de leche, compra un litro
de leche y santas pascuas. No necesita saber álgebra para coger la
botella de la estantería y pasar por caja. Tampoco para calcular el
gasto mensual en desayunos. Cuando se le acaba la botella, vuelve al
súper o manda al niño a los chinos de la esquina. Lo único que debe
indicarle al crío es si la quiere entera, semi o desnatada. Así de
sencillo. Ahora bien, si a usted se le ocurre adquirir un vatio (el frío
acecha) y no quiere que su eléctrica le estafe o se lo cobre a precio
de oro, usted debe entrar todos los días en una página web y consultar
unos baremos de los que deducirá (si tiene estudios superiores) cuándo
es mejor comprarlo, si al mediodía o de madrugada.
No es que haya
vatios desnatados o enteros, sino que hay vatios que, proporcionando
idéntica cantidad de prestaciones, cuestan esto o lo otro en función de
variables que un usuario medio no comprende.
O que se niega a
comprender porque ya tenemos la vida diaria lo suficientemente
complicada como para andar haciendo ecuaciones de tercer grado para ver
si podemos leer un rato en la cama, antes de dormirnos, sin que la
bombilla de bajo consumo, que nos costó un riñón, nos cueste el otro.
Además,
piensa uno que si han sustituido los contadores tontos por los
inteligentes, es para que ellos te hagan el trabajo a ti y no al revés.
La inteligencia de verdad, en lo que se refiere a servicios esenciales,
consistiría en hacer sencillo lo complejo. En definitiva, que no haya
sido preciso leer a Kant para decidir a qué hora haces la colada.
La
relación de las eléctricas con el usuario parece un ensayo de
laboratorio en el que el usuario es el ratón. Es como si intentaran
averiguar hasta qué punto podemos aceptar lo anormal como normal o
cuántas humillaciones seremos capaces de resistir antes de colgarnos del
hilo de cobre cuyo enganche ya nos salió en su día por un ojo de la
cara.
Todo ello en complicidad con el Gobierno o los gobiernos,
cuyos miembros, una vez retirados de la política, acabarán formando
parte del consejo de Endesa o Iberdrola. La electricidad, que debería
servir para alumbrarnos, nos tiene a oscuras.
Juan José Millás
Fallo patriótico
03.10.2015 | 02:10
La dulce idea de irse a Marte, ahora que resulta que hay agua.
Acabaremos allí, no es más que una cuestión de tiempo, haciendo escala
en la Luna. Lo dice Stephen Hawking, creo: solo sobreviviremos
colonizando otros planetas. Aquí empezamos a ser demasiados para los
recursos naturales que malgastamos de forma concienzuda. Hacer las
maletas, pues, ponernos el traje de astronauta y entrar a dar un beso a
papá y mamá, que siguen en la cama, y a los que hemos hecho creer que
volveremos en Nochebuena, para discutir durante la cena sobre la
independencia de Cataluña.
Tomar el metro para acudir a la
estación espacial despidiéndonos mentalmente de todos esos viajeros con
los que llevamos años coincidiendo a las mismas horas y en posturas
idénticas. Adiós, adiós, queridos, nos marchamos a colonizar Marte como
el que decide irse a vivir a Cuenca, solo que de Cuenca te puedes
arrepentir. De Marte, no. Las autoridades solo nos facilitan el viaje de
ida. Hay en el vagón otras seis u ocho personas con traje de
astronauta, colonizadoras también, de las que la mitad son mujeres.
Quizá una de ellas, andando el tiempo, se convierta en tu pareja
marciana. Tal vez tengáis hijos marcianos, aunque para tener hijos
marcianos, dirán algunos, tampoco es necesario irse tan lejos.
La
estación espacial, a las alturas de las que hablamos, no es muy
diferente de una estación de autobuses. Digamos que se trata de una
estación espacial costumbrista, con olor a calamares fritos, desde la
que despegas en dirección a la luna. El trasbordo se debe a cuestiones
operativas. Llegar desde la Tierra a Marte es más costoso que hacerlo
desde la luna, debido a la ausencia de gravedad del satélite. La
estación de la luna es menos cutre que la de la Tierra, pero no
demasiado.
Mientras pasas de una nave a otra te preguntas si,
transcurrido el tiempo, te sentirás marciano como otros se sienten
catalanes, españoles, norteamericanos o finlandeses. Incluso si
diseñarás una bandera de Marte que colgarás del balcón de tu casa. La
pregunta te hace gracia porque allá abajo, en esa abola azul de la que
ahora te alejas, fuiste siempre un marciano sin bandera. Qué fallo
patriótico, el de la bandera.
Juan José Millás
Mal asunto
01.10.2015 | 01:26
En España, ahora mismo, trabajamos a ratos. O por horas, que viene a ser
lo mismo. Es lo que dicen los informes que nos comparan con el resto de
los países europeos y de los que salimos muy mal parados. Nos estamos
convirtiendo en una especie de domingueros del trabajo como ya hay
domingueros de la literatura, de la cocina o del bricolaje. El otro día,
en El Intermedio, entrevistaron a un joven que en una vida laboral
cortísima había firmado 130 contratos diferentes, el último de 4 horas.
Significa que vamos a transformar todos los días de la semana en
domingo, para hacer chapuzas por las que cobraremos poco o nada. Un país
sin lunes, martes, miércoles, etc., puede resultar divertido para un
cuento, sobre todo para un cuento infantil. Pero llevado a la realidad
es un desastre. Ya dijo el poeta que «quizá, quizá, tienen razón los
días laborables» (Gil de Biedma). No lo duden. Darle la razón al domingo
y a sus chapuzas domésticas del modo en que se la estamos dando solo
puede acarrear desgracias. De hecho, tenemos la tasa de paro juvenil más
alta de la UE. En cuanto a los afortunados que trabajan, la mayoría son
domingueros, aunque los contraten un miércoles. Hay hogares en los que
la familia se levanta de la cama a las 8, y se miran unos a otros con la
tristeza de los festivos.
Eso quiere decir que ninguno tiene
adónde ir porque ya han recorrido todas las colas de las oficinas de
empleo y han echado todos los currículos del mundo. A lo mejor, en ese
instante del café con leche suena el teléfono y es una empresa de
trabajo temporal que propone al más joven un empleo de cuatro horas para
arreglar un par de cisternas que gotean. Una actividad de domingo,
vaya. Claro que, cuando hayamos convertido los laborables en festivos
tristes, valga la contradicción, los domingos devendrán e dobles
festivos. Si el domingo por la tarde es de por sí un poco siniestro,
imagíneselo, querido lector, funcionando al doble de su potencia. Piense
en un domingo por la tarde con turbo y se hará cargo de lo que
intentamos llevar a su ánimo. Pues bien, hacia ese horizonte nos
dirigimos trabajando a ratos, que es en lo que estamos. Mal asunto.
Juan José Millás
Quitarse de conducir
30.09.2015 | 05:30
Gran parte del éxito popular del automóvil continúa apoyado en lo que
simboliza, aunque se haya convertido en un estorbo. He ahí un símbolo
mustio, agonizante, un símbolo en vías de extinción. Si uno hace
números, el automóvil en propiedad sale por un ojo de la cara. Hay que
comprarlo, claro, pero luego es preciso mantenerlo, lo que cada día es
más caro. Tienen que aparecer, quizá estén apareciendo ahora mismo,
formas de propiedad colectiva que nos liberen de su esclavitud.
El
automóvil ya no representa la idea de libertad individual de mi
juventud, cuando lo primero que queríamos hacer al cumplir los 18 era
irnos de la casa de nuestros padres y sacarnos el carné de conducir, no
sé si por este orden. También ha dejado de simbolizar la potencia
sexual. Ahora, resultan dramáticos los hombres que siguen confundiendo
su vehículo con su pene. El automóvil es, literalmente, un trasto que
llena las calles de chatarra y el aire de CO2 y que nos obliga a tener
un garaje cuando apenas tenemos cocina. Puedes prescindir del garaje,
claro, pero te dará más disgustos al aire libre que encerrado. Conozco a
muchos jóvenes a los que ni se les pasa por la cabeza sacarse el carné
de conducir y a los que resulta difícil explicarles por qué a nosotros
nos provocaba tanta ansiedad no tenerlo. El coche ha dejado de ser una
herramienta práctica para convertirse en una tortura que además, tarde o
temprano (siempre en el peor momento), te dejará tirado.
Sobran
coches por todas partes. Con el mío, nos podríamos arreglar tres
familias y con el de mi vecino otras tres. Bastaría con que nos
pusiéramos de acuerdo. Los avances de la economía colaborativa tendrán,
creo, un efecto letal sobre la producción de estos trastos. Se trata de
un sector tocado, aunque él aún no lo sabe. En Alemania, uno de cada
siete puestos de trabajo depende directa o indirectamente de la
industria automovilística. Nos hemos enterado de ello a propósito del
escándalo de Volkswagen. Los gobiernos no se han percatado de que la
gente está intentando quitarse del coche como el que intenta quitarse de
fumar (y lo consigue). El automóvil también mata, más que el tabaco, y
en parte por las mismas razones.
Juan José Millás
El retrete
26.09.2015 | 05:30
La convivencia entre el coche y la bici en las grandes ciudades se nos
antoja tan difícil como la del insecto palo y el elefante en la
naturaleza. Lo curioso es que se va logrando gracias a la capacidad de
mímesis del ciclista, que se adapta a un paisaje francamente hostil
cuando no declaradamente antagonista. Lo decía mi madre:
-Hijo, lleva cuidado, que en la bici el chasis eres tú.
Lo
de ser un chasis me impresionaba vivamente por la posibilidad de las
abolladuras. Siempre tuve un respeto enorme por este término,
abolladura, que se aplicaba, además de a la chapa de los coches, al
hierro de las cacerolas y las sartenes. Pero yo, más que como un chasis,
me veía como un insecto palo, no ya por el aspecto de mis piernas y mis
brazos, tan delgados, sino por las formas alambicadas de la bicicleta
sobre la que me mimetizaba con el entorno. Nunca me atropellaron,
seguramente por piedad, pero volvía a casa con la cara sucia y los
pulmones llenos de CO2, o lo que quiera que suelten los tubos de escape.
Me desintoxicaba, ¡qué tiempos!, con un Camel.
Lo que acabamos de
averiguar sobre el Volkswagen no va a facilitar la convivencia de la
que hablábamos al principio. La boca y las narices del ciclista son como
sumideros por los que penetran los restos de la combustión de estos
vehículos que nos venden como el no va más del respeto a la naturaleza.
Si pudiéramos unir las vías respiratorias de todos los ciclistas de una
ciudad como Madrid o Barcelona, nos saldría una alcantarilla más
pestilente que las del subsuelo.
Lleva razón, pues, el gran jefe
de la marca alemana al decir que «la hemos cagado». No sé si lo ha dicho
en inglés o en alemán, pero todos los que la han traducido al español
coinciden en la cagada. El problema es dónde venían cagándola. Yo se lo
digo: en los pulmones de los ciclistas ingenuos que cuando veían un
Volkswagen se colocaban detrás de él en la creencia de que sus emisiones
eran más limpias que las de los otros. Ahora sabemos que no eran
emisiones sino defecaciones. Lo ha dicho el mismísimo consejero delegado
de la marca, que increíblemente (busquen las fotos) tiene cara de culo.
Hijo, lleva cuidado porque en la bici tú eres el retrete.
Juan José Millás
Vergüenza
23.09.2015 | 05:30
Me piden que firme un papel por el que se solicita el establecimiento de
una normativa que proteja a las víctimas de las novatadas en los
colegios mayores y aledaños. Las seguimos llamando novatadas, que suena a
broma inocente, pero constituyen vejaciones insoportables. Sus
promotores no están culturalmente muy lejos de los neandertales que en
Tordesillas, excitados por los efluvios del vino barato, persiguen hasta
la muerte a un pobre toro que, lógicamente, expira sin haber entendido
nada. En España, pese a nuestros excelentes caldos, siempre hemos tenido
muy mal vino. Lo malo es que ha gozado de prestigio. Si repasamos
nuestro álbum de fotos familiar, aparecen bebedores egregios, tipo
Millán Astray, que cuando olía el tapón de una botella daba vivas a la
muerte (a la de los otros, no a la suya) con la guerrera desabrochada y
la baba (la mala baba) a la altura de la barbilla. Aquí hemos tenido mal
vino incluso cuando no hemos bebido, porque el mal vino, como la mala
leche y la mala baba, parece que se maman o que vienen de serie. Entre
las bromas más inocentes de estos muchachotes que van para
universitarios y que están destinados a ser los líderes de la comunidad
el día de mañana, vemos la de llenar de sangría, con la ayuda de un
embudo, el estómago del novato hasta que pierde el sentido. Se parece
mucho a una de las torturas empleadas en Guantánamo por aguerridos
soldados que defienden de ese modo la civilización occidental.
El
catálogo de novatadas es es amplio e ingenioso. Fíjense en esta otra
consistente en utilizar a la víctima de cenicero durante toda una noche.
El novato ha de permanecer en paños menores, de rodillas y con la boca
abierta, para que el culto veterano de clase media sacuda sobre ella la
ceniza de su cigarrillo. No mencionaremos la de obligar al aspirante a
limpiarse los dientes con la escobilla del váter para no herir la
sensibilidad del lector. Le llegan a uno peticiones rarísimas. Firmo una
media de dos o tres manifiestos a la semana. En muchos de ellos pongo
mi nombre con orgullo. En otros, como en el de las novatadas, lo hago
con la vergüenza de pertenecer a esta especie, raza, o lo que quiera que
hemos llegado a ser.
Juan José Millás
Una prueba
22.09.2015 | 05:30
Europa es una casa con habitaciones grandes y habitaciones pequeñas, con
salones de ricos y de pobres, con cuartos de baño limpios y retretes
infames. Hay esquinas de Europa en las que se amontonan alcobas de dos
metros cuadrados separadas entre sí, más que por tabiques, por
concertinas, esos alambres de espino que suenan a música, pero que le
dejan a uno la piel hecha un mapa. Europa es un edificio enorme con
dependencias miserables para la servidumbre y lujos increíbles para los
señores. Europa empezó a ponerse mal cuando se convirtió en un proyecto
del mismo modo que el tráfico de drogas comenzó a crecer cuando empezó a
perseguirse.
Antes del proyecto, nos encantaba porque era un
espacio amplio de saber, de saberes, de arquitectura, urbanismo, novela,
literatura, filosofía, teatro? Cuando Europa representaba un proyecto
personal, más que político, daba gusto llamar a sus puertas. El
proyecto, que venía de lejos, como un runrún al que apenas prestábamos
atención, se concretó en el euro. Y ahí en donde las cosas empezaron a
torcerse. De entrada, el euro nos empobreció un 30% o así. A veces, si
descendíamos a precio del café con leche, todavía más. Mil pesetas, que
era un dinero, al traducirlas a euros (seis) se quedaban en nada, te los
gastabas antes de llegar a la esquina. Con el euro nos dieron un
recorte, en fin, a cambio de mucha retórica sobre las ventajas de la
cama de Procusto, o moneda única, de la que ahora mismo afirman los
economistas más solventes del universo mundo que fue un disparate porque
se olvidaron, que ya es olvidarse, de montar también una unidad fiscal.
Entre otras cosas.
Pero todo está perdonado. Continuamos dispuestos a
creer, o a fingirlo, que el proyecto europeo, además de ilusionante, es
sensato y viable y tan beneficioso para los del norte como para los del
sur. Viene a ser como imaginar que la Ley Seca sirvió para sacar el
alcohol de la circulación o que la política antidroga evita su
contrabando. Pero somos gente ingenua. Incluso con el drama griego
delante de las narices, colocado ahí a modo de amenaza para los países
díscolos, estamos dispuestos a creer que el proyecto europeo es
realmente un plan. Ahora bien, necesitamos de vez en cuando una prueba,
aunque sea falsa.
Juan José Millás
Ni mu
19.09.2015 | 05:30
En la ya mundialmente famosa carnicería del Toro de la Vega hay normas.
De hecho, al héroe que acabó este año con la vida del animal lo
desposeyeron del premio porque se las saltó. Y a esto es a lo que
íbamos, a lo curioso que resulta que las normas broten hasta en los
sitios donde están prohibidas.
Si se trata de disfrutar con el
despellejamiento y la muerte lenta del toro, por Dios, qué más da si se
le alanceó de frente o de perfil.
O sea, que hasta para acabar con
la civilización occidental, que diría Esperanza Aguirre, hay un código
que tiene el mérito de haber sido escrito por ágrafos. Y no solo un
código, sino un jurado encargado de hacerlo cumplir. Lo último que se le
habría ocurrido a uno es que para garantizar la limpieza de esa fiesta
obscena se reuniera un jurado.
Un jurado, sí, compuesto, no sé,
de cuatro o cinco personas, por decir algo, que observaban muy serias el
apaleamiento del animal, su acuchillamiento obstinado, el tamaño de los
labios de sus heridas, etc., para determinar si el rito, por llamarlo
de algún modo, se había llevado a cabo como Dios manda. El crimen como
una de las bellas artes. Se supone que la función de la norma es la
normalización.
La norma pone orden allá donde no lo había. Resulta
difícil imaginar una fiesta del Toro de la Vega más desordenada que la
actual. Hemos visto a los bravos mozos morder al toro e intentar
introducirle palos por el culo.
Pero quizá hubo una época, no
sabemos en qué momento de la prehistoria, donde se le sometía a
monstruosidades que no somos capaces de imaginar. De ahí, se nos ocurre,
que con la aparición del pensamiento simbólico surgiera un caudillo que
dijera hasta aquí hemos llegado. No sé, quizá se le ocurrió prohibir
violar al todo una vez muerto.
He ahí una norma que quizá
continúe vigente y de ahí también la necesidad de un jurado con
competencias suficientes para castigar a los desnormalizadores. El
ganador de este año pertenecía a esa categoría. Se saltó la norma, el
pobre, y le arrebataron el título después de haberlo acariciado.
Asegura
el PSOE que cuando gane las elecciones, suprimirá la fiesta. Con toda
la cara, ya que el alcalde de Tordesillas es socialista y no le han
dicho ni mu.
Juan José Millás
La repetición
16.09.2015 | 05:30
He aquí un titular inquietante para esta época del año: ´Dos personas
desaparecen al día en España sin dejar rastro´. Muchas de ellas,
suponemos, por voluntad propia. Desaparecer, qué tentación. En vez de
morirse o suicidarse, dejar de estar donde estabas. Producir un vacío,
si tu ausencia tiene esa capacidad. Si no, mejor todavía. No regresar en
septiembre, como todo el mundo, al lugar de autos. ¿Pero adónde ir?
¿Hay un cielo para los que desaparecen? ¿Hay una especie de barca de
Caronte en la que viajan todos, hombres y mujeres, matemáticos y poetas?
Los protagonistas, en las reuniones de antiguos alumnos, suelen ser lo
que no acuden a la convocatoria, los desaparecidos. Solo se habla de
ellos.
– ¿Qué sería de aquél Sáenz de Jubera?
–dice Jorge.
– Se lo tragó la tierra –asegura Luis.
– Yo creí verlo un día en Valladolid, pero se esfumó al doblar una esquina –cuenta Ricardo.
La
conversación conduce al tema de los testigos protegidos. Desaparecer
con la complicidad del mismísimo Estado. Que sea Él quien te proporcione
una nueva identidad, un domicilio nuevo, quizá un sueldo para ir
tirando. Es conocido el caso de aquel tipo de EE UU que mató a su mujer y
a sus dos hijos y desapareció. Fue descubierto muchos años más tarde en
otro Estado. Se había casado con una mujer idéntica y tenía dos hijos
iguales a los asesinados. Por lo general, piensa uno, se desaparece para
ser otro, pero hay una especie de inercia que nos empuja a ser el
mismo. Ahí están también las parejas que se divorcian para volver a
casarse con gente muy parecida a la que dejaron. La compulsión a la
repetición. 730 personas desaparecen en España cada año sin dejar
rastro. Si les añadiéramos las que desaparecen en EE UU y en Canadá y en
Suecia y en Finlandia, las que desaparecen en todo el mundo, arrojaría
una cifra estremecedora. Una cifra con la que se podría formar un país.
¿Cómo serían las gentes de ese país? ¿Cuáles sus hábitos de consumo?
¿Qué historias contarían a sus hijos? Pero sobre todo: ¿serían
nacionalistas?
Juan José Millás
No saben nada
15.09.2015 | 02:04
La estimulación tiene muy buena prensa. Hace años que el término se coló
en los manuales de psicopedagogía. Quizá estuvo siempre, no sé. Yo lo
escuché por vez primera en una reunión de padres de alumnos. Estábamos
allí, los progenitores, sentados en las sillas plegables repartidas para
el encuentro, cuando el jefe de estudios se quejó de que algunos niños
estaban poco estimulados en sus casas. No lo dijo así, pero entendí que
debían llegar al colegio estimulados al modo en que llegaban limpios. El
problema no acababa ahí, pues había niños muy estimulados
intelectualmente y poco o nada físicamente y viceversa. Ello creaba
descompensaciones que el colegio nos invitaba a corregir. Era una
advertencia a los padres que leían muchos cuentos a sus hijos, pero
también a aquellos otros que los tenían todo el día en el parque,
tirándose por el tobogán. En este asunto, como en el de la alimentación,
era preciso hallar equilibrios saludables.
Salí muy confundido
de la reunión. En mi fantasía, el niño ideal (un ideal inalcanzable,
claro) se convirtió en el que leía un cuento mientras se columpiaba. Y
el que comía con gusto zanahorias hervidas con pollo a la plancha (otro
propósito improbable). El caso es que a partir de ese momento fue cuando
empecé a escuchar con una frecuencia desacostumbrada el término
estimulación y adláteres.
-Este niño está poco estimulado.
O bien:
-Este niño está hipertestimulado.
Traté
de recordar cómo había sido mi propia infancia desde este punto de
vista y alcancé la conclusión de que los estímulos, entonces, nos los
buscábamos nosotros, los niños. No había, por entendernos, un mercado de
la estimulación. Significa que la estimulación externa era escasa y
hecha a mano, podríamos añadir. Quizá por eso se trataba también de un
bien escaso. De hecho, no conocíamos mayor estímulo que el del
aburrimiento. Ahora, cuando me quedo a solas con mi nieta, no hago nada,
pese a que ella no cesa de estimularme. Transcurrida media hora o así,
empieza a quejarse de que se aburre. Y es en ese instante, cuando
atraviesa la barrera del aburrimiento, cuando empiezan a ocurrir cosas
increíbles para los dos. Sus padres no saben nada.
Juan José Millás
Línea editorial
12.09.2015 | 01:37
No recuerdo ahora en qué cementerio (he visitado miles) leí este
epitafio: «Retiro lo dicho». Lo apunté en algún cuaderno y me ha venido a
la memoria estos días en los que leemos más opiniones que noticias. En
general, nos pasamos la vida opinando, a veces de modo compulsivo, como
los fumadores que encienden un cigarrillo con la colilla del anterior.
Los bares son auténticos templos de la opinión, tanto que algunos de
ellos tienen su propia línea editorial. Puede que admitan a parroquianos
que no comulguen con esa línea, pero siempre de un modo condescendiente
y a condición de que no eleven demasiado la voz. Tú entras en un bar al
caer la tarde y aquello es un fragor de ideas acerca de esto o de lo
otro que se cruzan y entrecruzan como el plomo en una balacera.
Parecería
que la opinión es un estímulo. A veces, es como un balón en el patio
del colegio. Surge un asunto y todo el mundo (yo el primero) se abalanza
sobre él sin orden ni concierto. El asunto es el balón, que empieza a
recibir patadas que lo llevan de una a otra portería, por lo general sin
entrar en ninguna. En el intercambio de opiniones rara vez se produce
la elegancia que vemos en los buenos partidos de fútbol, donde el
defensa le pasa delicadamente la opinión al central, que la conduce
suavemente a su vez a la delantera. Los programas de TV en los que se
debaten opiniones, y a los que suele acudir gente cultivada, se
convierten con frecuencia en un desastre retórico, en un bar sin copas,
en una acumulación insoportable de lugares comunes.
En ocasiones,
cuando la realidad se pone excesiva y uno lleva en el cuerpo un par de
ansiolíticos productores de distancia, se da cuenta de la inutilidad de
las palabras puestas al servicio de la opinión urgente. Dile a alguien,
en el lecho de muerte, que opine sobre el asunto del día, trátese del
movimiento secesionista catalán o de la ausencia de una política fiscal
común en la Europa comunitaria. En esos momentos uno está en otra cosa,
no sabemos en cuál, pero otra. En esos momentos sería perfectamente
verosímil que el moribundo anunciara: «Retiro lo dicho». Retiro todas
mis opiniones, todos mis juicios, todas las estimaciones personales que
he realizado a lo largo de la vida. Ahí os quedáis.
Juan José Millás
Se necesita empleado
10.09.2015 | 05:30
En el tiempo que tardo yo en dar mi paseo matinal alrededor del barrio
(hora y media), la Estación Espacial Internacional da una vuelta a la
Tierra con tres o cuatro individuos dentro. Fíjense, la Tierra como
barrio. El de mi infancia tenía cuatro calles y nunca llegué a
recorrerlas del todo en su sentido más profundo. No sé muy bien a qué
llamo ´sentido más profundo´, pero lo cierto es que algunas noches, a
punto de dormirme, doy una vuelta imaginaria por aquellas calles y se me
aparecen portales en los que no entré. Hablo de portales oscuros como
agujeros negros detrás de cuyas puertas se escondían brevemente las
mujeres para subirse las medias desprendidas del liguero. Hablo también
de tejados desde los que veíamos el barrio desde arriba y de
alcantarillas por las que nos colábamos para observarlo desde abajo.
Estudiamos todas las perspectivas posibles y sin embargo ahora,
contemplando el asunto a la luz de la memoria, que tiene la misma
calidad que la de una vela, se nos revelan una infinidad de puntos
ciegos.
Y mientras un servidor, metido entre las sábanas, recorre
obsesivamente su historia, la nave espacial internacional pasa por
encima de mi cabeza, tan solo a 400 quilómetros de distancia, menos de
la que hay de Asturias a Madrid, que la recorres en un suspiro. Con un
telescopio modesto, si sabes la hora a la que sobrevuela tu bloque,
puedes verla con toda claridad (aparece siempre por el oeste), incluso
con cierto detalle. Casi puedes saludar a los astronautas que a lo
mejor, en ese instante, están esperando la llegada de la cápsula con
suministros. Esta cápsula lleva a cabo la función que de críos, nosotros
mismos, cumplíamos al llevar la tartera a nuestro padre a la obra.
– Y no te entretengas por el camino –decía mamá.
Han
cambiado las distancias, la tartera, la velocidad, pero en el fondo
seguimos haciendo las mismas cosas de entonces: dar vueltas al barrio o
dar vueltas a la Tierra. Muchos jóvenes, ahora mismo, dan también
vueltas por Europa como si Europa fuera una plaza. Como nosotros mismos,
de pequeños, van buscando en los comercios de esa plaza un cartel que
ponga: «Se necesita empleado». Suerte.
Juan José Millás
Emociones y dignidad
09.09.2015 | 05:30
Cuánto pesaba el cadáver de ese niño muerto que ha salido en todos los
periódicos? ¿Cuánto los catorce mil menores cuya vida se ha cobrado,
ella sola, la guerra de Siria? ¿Cuánto los millones de refugiados y
desplazados que aparecen en forma de puntitos oscuros en las infografías
de la prensa? La infografía es uno de los grandes inventos de la
Humanidad porque nos convierte a todos en generales. Te levantas, coges
la taza de café, despliegas el periódico y ahí está todo lo que en su
día no lograste aprender en tu viejo libro de Geografía. Ahí aparecen
Siria y Turquía y Hungría y el Mar Negro (más negro que nunca) y Rumanía
y Hungría y Austria? Puedes ver todo el recorrido que realizan los
vivos y los muertos en eso que venimos llamando ´crisis migratoria´, que
es una cosa, lo de dar nombres, que tranquiliza mucho la conciencia y
el estómago. De momento, ya sabemos cómo se llama esa catástrofe. Ahora
nos podemos sentar a analizarla.
Si entras en Internet con la
mano que te deja libre el café humeante recién hecho, resulta que hay
mapas interactivos con los que puedes aumentar la sensación de general
ya aludida en el anterior párrafo. Y si eres un usuario medianamente
hábil, hasta podrás localizar las vías del tren por las que avanzan los
fantasmas que mueren en las costas del Mediterráneo, quizá puedas verlos
en tiempo real gracias a las cámaras de los satélites que hemos logrado
colocar en órbita para estudiar, con expresión de coronel en tienda de
campaña, los movimientos migratorios. El power point, otro de los
grandes inventos de la Humanidad, está ya al alcance de cualquiera y nos
convierte a todos en estrategas de la realidad. Desde la cocina de tu
casa, puedes observar el avance de las sombras que nos devuelve al
medievo. Solo nos falta una buena epidemia de peste.
Nos
preguntábamos al principio de estas líneas por el peso de los cadáveres
porque el número ya lo sabemos. A veces, cambiando los patrones para
medir las cosas, cambia también la actitud ante ellas. Si la cantidad de
muertos ha dejado de impresionarnos, tal vez su peso logre conmovernos
todavía. Urge recuperar la emoción, a ver si hay suerte y con ella
recuperamos también la dignidad.
Juan José Millás
Buenos y malos
05.09.2015 | 05:30
Hubo un tiempo en el que solo teníamos noticia de un Muro de la
Vergüenza, el de Berlín, que lo habían levantado los malos. Eso, quieras
que no, resultaba muy tranquilizador porque cada uno hacía lo que le
correspondía: los malos, el mal y los buenos el bien. El día tenía 24
horas, el año 12 meses y las semanas 7 días. La vida estaba en orden.
Hacerse mayor fue tremendo, no porque las horas dejaran de tener 60
minutos (que con frecuencia también), sino porque el mal era a veces un
excelente productor del bien y viceversa. Viene todo esto a cuento de
que ahora los muros de la vergüenza los levantan los buenos. O, sea,
nosotros. Y son mucho peores que el de Berlín, porque aquél tenía al
menos la elegancia de la piedra, además de ser el objeto visible de la
Guerra Fría, que dio para muchas y excelentes novelas de espías.
Consolidó un género.
Los malos construían mejores muros de la vergüenza que nosotros, los buenos.
Trato
de imaginarme qué diría, de vivir, el prefecto de disciplina de mi
cole, que cuando llegábamos a la lección del Muro de Berlín elevaba los
brazos para clamar al cielo y se ponía rojo de la santa ira que le
provocaba aquel sindiós. ¿Qué pensaría de los muros que levantamos en la
actualidad? No hay día sin que aparezca uno nuevo, cada vez con las
cuchillas más enhiestas a fin de provocar más desgarros musculares, más
descosidos, más litros de sangre también, en fin, mayor espanto. Lo que
me pregunto es si hemos dejado de ser los buenos, si ya entonces éramos
los malos, o si ni entonces ni ahora éramos una cosa ni otra, que es lo
más probable. Quizá éramos y somos unos gilipollas.
El caso es que el
tablero de ajedrez que venía siendo la vida se ha deformado con los
años, al modo de los relojes blandos de Dalí, y no hay forma de conocer
los movimientos del caballo ni del alfil ni de las torres, ni de nada.
Las aguas fecales se mezclan con las de consumo, la temperatura de la
Tierra sube, Rajoy y Merkel se fotografían para fingir que la emergencia
humanitaria está bajo control, mientras el sálvese quien pueda llega a
la existencia cotidiana de las personas y los pueblos con la fuerza de
una peste medieval.
Juan José Millás
Preguntas y respuestas
02.09.2015 | 05:30
Frente a una ventana abierta que da al campo, mientras los dedos
amenazan a las teclas todavía mudas del ordenador, la mirada se pierde
en la lluvia perezosa que cae al otro lado del mosquitero. El
mosquitero, que es nuevo, de este año, actúa como un velo entre la
realidad y los ojos. Como si me hubieran salido unas cataratas
ligerísimas que redondean o difuminan las aristas del mundo. Deberían
vender lentillas con efecto mosquitero y pasarme un 10% de derechos de
autor. Septiembre, en fin, tiene un punto de emboscada. Avanzamos por
sus primeras horas, por sus primeros días, con sensación de
arrepentimiento, como si un desastre que hubiéramos alimentado en agosto
fuera a ocurrir al doblar la primera esquina de este nuevo mes. Y eso
que nosotros, los mayores, ya no tenemos que volver al cole.
En
esto, tratando de descubrir la amenaza que se esconde tras la naturaleza
húmeda, de la que me separa el mosquitero, recuerdo el título de un
libro de aforismos de Jorge Wagensberg: «Si la naturaleza era la
respuesta, ¿cuál era la pregunta?». Los aforismos no están para aclarar,
sino para confundir. Nos divierten porque nos confunden. En todo caso,
septiembre parece la respuesta a agosto. Significa que hay
meses-pregunta y meses-respuesta. El mes pregunta por excelencia, para
mí, ha sido siempre octubre. ¿Cogeré este año la gripe? La respuesta,
por lo general de carácter afirmativo, llega a primeros de noviembre.
En
todo caso, la primera gripe nacional llegará con las elecciones
catalanas. Basta, para advertirlo, con encender la tele a la hora del
telediario o de las tertulias. Esos dolores musculares que se transmiten
a través de la cadena linfática del Ebro, esos escalofríos provocados
por la retórica febril de nuestros próceres, todo ese conjunto de
síntomas que ahora hasta nos divierten, desembocarán en una gripe de
carácter político cuyo virus no procede precisamente de Asia. Viene de
nuestra médula. Lleva años, quizá siglos, en estado latente, dentro del
tuétano de los huesos de España. Si la independencia era la respuesta,
¿cuál era la pregunta? Conviene observar lo que seremos a través de la
tela del mosquitero, para evitar las picaduras. Y para tomar distancia.
Juan José Millás
El niño y la pistola
01.09.2015 | 05:30
Llega Burger King, le propone a McDonald´s crear una hamburguesa con lo
mejor de cada una de las marcas, y McDonald´s se niega. ¿Por qué? No
estamos seguros, pero a primera vista nos parece que es como si la
diabetes y el colesterol se pusieran de acuerdo para provocar un fallo
multiorgánico. Entretanto, China dice que la caída de la Bolsa se debe a
que ha habido manipulación en los mercados. Es como quejarse de que el
cocido lleve garbanzos. No sabemos qué relación hay entre la crisis
china, que ya es de aquí, y las hamburguesas, pero las dos noticias
venían en la misma página. Significa que la realidad, o la información
sobre ella, ha copiado el modelo de la carne picada de tercera: mucha
materia ósea, mucho cartílago y a veces materia fecal para tapar los
huecos.
Llega uno del quiosco con el periódico debajo del brazo y
con la camisa llena de la grasa que sueltan las noticias, adobadas
también con un poco de cebolla frita de bote y pepinillos. Ahora mismo,
lo más difícil de ordenar en un diario son las noticias. ¿Dónde
colocamos, por ejemplo, que el Banco de España se dispone a llevar a
cabo una encuesta entre 20.000 hogares para evaluar nuestros
conocimientos económicos? ¿Ha evaluado el Banco de España los suyos?
Según nuestras noticias, no. Gran parte del desastre bancario padecido
por este país, y repercutido en sus sufridos ciudadanos, se debe a la
ignorancia del Banco de España, que no se dio cuenta de que las Cajas,
en vez de hacer finanzas, estaban haciendo hamburguesas. Con mucha
materia fecal, por cierto. Para tapar los huecos.
Explicar a un
marciano qué es la carne analizando una hamburguesa del montón es como
explicar la honradez en los colegios mostrando una acción preferente.
Las preferentes vienen a ser las hamburguesas de la economía, pero se
les escaparon vivas al Banco de España porque solo se alimentaban de
ellas los jubilados. Ahí es precisamente donde se dirige Linde, a los
jubilados del futuro, a quienes aconseja abrirse planes privados de
pensiones con los que la banca juega como un niño con una pistola.
Estudien, si no, la rentabilidad de estos planes en los últimos años.
Juan José Millás
Ah, era esto
29.08.2015 | 05:30
Leo en El País una crónica sobre Andrés Caicedo, un autor colombiano que
se suicidó a los 25 años, el mismo día que recibió en su casa un
ejemplar de su primera novela y una nevera, no sabemos si en este orden.
La nevera introduce en la historia un factor de distorsión casi cómico
que lo complica todo. Mis allegados, sin excepción, coinciden en que lo
que motivó el suicidio fue la novela. El timbre de la puerta sonó, el
escritor fue a abrir, le entregaron el paquete que, más que desenvolver,
descerrajó. Estaba a punto de ver su nombre, por primera vez, en la
tapa de un libro. Se trata de un momento fundacional en la vida de
cualquier escritor. Hay pocas emociones tan fuertes, tan decepcionantes
también. ¿Era esto? Pues sí, era eso. Al final de ´La muerte de Ivan
Ilich´, de Tolstoi, el protagonista, cuando comprende que se va a morir,
dice algo parecido: «Ah, era esto». La muerte se le aparece de súbito
como un asunto banal, doméstico, del día a día. Hay decepción, pero
también alivio. De modo que era esto.
Creo que es Lacan, con
perdón, el que asegura que el deseo carece de objeto porque nunca
deseamos lo que creemos desear, sino lo que aquello representa. De ahí
que toda conquista importante proporcione una pequeña (o grande)
decepción. ¿Era esto? El desengaño dura lo que se tarda en elegir otro
objeto de deseo que, esta vez sí (eso creemos), colmará nuestras
expectativas. Tal es el motor de la vida, el deseo, que va cambiando de
objeto hasta la hora final. Pero ya ven, según Ivan Ilich, la muerte
resulta, en líneas generales, tan decepcionante como la vida.
¿Y
si lo que hubiera decepcionado a Andrés Caicedo, el escritor Colombiano
con el que comenzábamos estas líneas, hubiera sido el frigorífico?
Recuerdo
el primero que tuve en mi primer apartamento de soltero. La compré a
plazos y estuve dos días esperándolo con ansiedad. Pensaba en los
cubitos de hielo, en el cajón de las frutas y verduras. La carne y el
pescado me durarían más de dos días, mis padres al fin me tomarían en
serio. La nevera representaba una forma de ascenso social que formaba
parte de mis deseos más oscuros. «Ah, era esto», me dije con tristeza
después de instalarla. ¿Debería haberme suicidado? Quizá sí.
Juan José Millás
El sofrito de cebolla
27.08.2015 | 01:36
Acabamos de descubrir la mano, las manos. Tantos años con ellas y de
repente, ¡zas!, oye, tú, mira las manos, vaya invento. El cuerpo tiene
algo de desván en el que siempre encontramos algo nuevo que luego
resulta que es antiguo. Lo más oculto es lo que está a la vista (véase
´La carta robada´, de Poe), como las manos. ¿Qué creíamos que era ese
artilugio de carne que se deslizaba por el teclado del cajero
automático? Era una mano, en efecto, una mano con cinco dedos, cada uno
de ellos con la memoria de algo. El dedo recuerda el código del cajero
mejor que tu cerebro. De hecho, si se lo preguntas a tu cerebro, no
aciertas porque le haces un lío al dedo (y al cerebro). El dedo tiene
detrás, en la palma de la mano, más conexiones nerviosas que un portátil
de última generación.
Viene todo esto a cuento de la mano que ha
encontrado en África un grupo de científicos españoles. Una mano de
casi dos millones de años. No una mano completa se entiende, pero sí una
falange a partir de la cual podemos reconstruir imaginariamente el
resto. Y resulta que el resto es contemporáneo. En otras palabras, que
ya servía para lo que la utilizamos ahora, sea en el onanismo o en el
tajo, en la vigilia o en el sueño, en la casa de papá y mamá o en el
burdel. Una mano de dos millones de años que ya entonces tenía la
versatilidad de unos alicates perfectos, con su pulgar multifunción,
como el del panda (véase ´El Pulgar del panda´, de Stephen Jay Gould).
La pregunta, ahora, es si fue la capacidad manipuladora de esa mano la
que construyó el cerebro o la capacidad manipuladora del cerebro la que
construyó la mano. O si interactuaron de tal forma que crecieron juntos,
aunque sin perder su individualidad.
Escucho la noticia por la
radio, mientras pico una cebolla para hacer un sofrito. La visión de mis
manos sobre la tabla de madera, una de ellas sujetando el vegetal y la
otra manejando el cuchillo, me turba y me confunde. Resulta que esos
apéndices vienen, geográficamente, de África y, temporalmente, de
Matusalén. Total, que al conectar de manera consciente mi cerebro y mis
manos, se hacen un lío los dos y me doy un corte en un dedo de la
izquierda sobre el que aplico una tirita con los de la derecha.
Juan José Millás
Corbatas y descorbatas
22.08.2015 | 02:01
Quién está más comprometido hoy con su época, el que preside un banco o
el que lo atraca? Mejor aún: ¿el que escribe la biografía novelada del
presidente o del atracador? La proposición peca de maniqueísmo: se puede
atracar un banco al tiempo de presidirlo (entre nosotros hay varios
ejemplos) y viceversa. Es un modo de decir que las cosas no son ni
blancas ni negras, pues en medio están todos los matices del gris,
etcétera. De hecho, lo interesante desde el punto de vista de la
literatura es el personaje ambiguo, turbio, enigmático, que no sabes si
se ha puesto la corbata para presidir un consejo de administración o
para venderte una moto. Las corbatas, curiosamente, siguen vendiendo.
Las descorbatas también. Los políticos convencionales se las ponen para
ir al Congreso y se las quitan para actuar en la Sexta Noche. En un
sitio nos atracan y en otro nos venden la moto, ya saben ustedes dónde
una cosa y dónde la otra.
El Gobernador del Banco de España,
Enrique Linde, va siempre con corbata porque está siempre vendiéndonos
la moto. Uno juraría que su trabajo consiste en una cosa, pero esa cosa
ya se la hacen Bruselas, de modo que se dedica a la otra, que es salir
en el telediario leyendo un papel que le ha escrito Moragas (es un
decir), donde pone que si por un azar electoral saltaran los fusibles de
la política económica del Gobierno, la realidad se iría al carajo. En
otras palabras: que mucho cuidado con lo que votamos. El Banco de España
ha devenido así en una extensión de Moncloa (o de Génova, no sabemos
dónde termina aquella y empieza esta), al modo en que Tele Madrid era
una extensión del encéfalo de Esperanza Aguirre.
Significa que las
extensiones están de moda. Llámenlas rastas. Queda aproximadamente un
cuarto de hora para que veamos a Javier Arenas (otro decir) con rastas.
Una vez aceptados los tatuajes (Cristina Cifuentes), lo demás es una
cuestión de tiempo. La presidenta de la Comunidad de Madrid debe gran
parte de su carrera política a los tatuajes, que aparecen en todas sus
biografías. Pero lo que queríamos señalar es que ahora mismo resulta
complicado distinguir a un novelista malo de uno comprometido con su
tiempo. Tanto como a un banquero de un vendedor de motos.
Juan José Millás
Felicidades, ministro
19.08.2015 | 05:30
Lo sabíamos, sabíamos que el encuentro entre Jorge Fernández Díaz y
Rodrigo Rato había sido normal. Llámenlo intuición, olfato, experiencia,
pero desde el primer momento nos dimos cuenta de que se trataba de la
reunión lógica entre un acusado de evasión fiscal, alzamiento de bienes y
demás delitos que se le imputan, y un ministro del Interior de una
democracia estándar, como la nuestra. Solo podían ver algo raro en esa
cita quienes ya se extrañaron en su día de que el PP destruyera los
discos duros del ordenador tras los que andaba el juez, quienes no
comprendieron que el mismo magistrado (u otro, ahora no caigo) expulsara
al partido de Rajoy de la causa en la que se había presentado como
acusación particular para actuar en realidad de defensores, y quienes
andan, en fin, todo el día buscando pruebas de hechos que no han
sucedido y que nadie «podrá probar» («Luis, sé fuerte, hacemos lo que
podemos»).
Si el policía de calle se reúne con el soplón, con el
confidente y con otros tipos de mal vivir, ¿cómo no se va a encontrar el
ministro con un supuesto ladrón de guante blanco? Quienes se quejan
retóricamente de que Fernández Díaz no reciba al primer ratero que le
pide audiencia, es que no acepta la existencia de las clases sociales ni
de las jerarquías, no acepta el orden por el que se rige el mundo, es
un ácrata de la peor especie, quizá un antistema. En cuanto a la
oposición, no creo que proteste por cálculos electoralistas; lo hacen
más bien porque no tienen las cosas claras. No saben quién manda. Esa
ignorancia es la que ha levantado la polvareda de los días pasados y que
todavía nos impide respirar. Afortunadamente, las explicaciones del
ministro fueron tan prístinas (con perdón), tan convincentes, tan
claras, que hasta el español menos favorable al PP ha comprendido al fin
la diferencia entre lo anormal y lo normal. La escena de Jorge
Fernández Díaz y Rodrigo Rato, sentados frente a frente en un despacho
oficial, hablando de sus cosas, representa un grado de cordura, de
sensatez, de buen juicio, que para sí lo quisieran, no sé, los alemanes,
que dimiten por un quítame allá esas pajas.
Nuestras felicitaciones, ministro.
Nuestra comprensión, señor Rato.
Como quien no quiere la cosa
El blog que estás leyendo es una recopilación de artículos de Juan José Millás publicados en los periódicos de la Editorial Prensa Ibérica, S.A. Estos artículos, en la edición digital de sus cabeceras, son sólo accesibles previa suscripción, por lo que para poder leerlos tengo que hacer una búsqueda trabajosa de los mismos. En un principio no tenía pensado hacer públicos estos hallazgos, pero puede que alguien más esté interesado en leerlos y, quizás, este sitio pueda facilitar la tarea.