Cataluña y el cambio climático

27.06.2017 | 05:30
Curiosamente, uno de los modos más eficaces de no hablar de un asunto consiste en hablar de él en exceso. Pongamos como ejemplo el cambio climático, ahora mismo protagonista de todas las conversaciones familiares

- La paella ha quedado un poco emplastada.
- Sí, por culpa del cambio climático.

El cambio climático es real, palpable, tan real y tan palpable que el mundo se está acabando debido a sus efectos. Lo notas cuando te acercas al centro de una de nuestras grandes ciudades en alerta naranja por el calor. Uno no ignora que las dificultades respiratorias de sus pulmones tienen que ver con un fuego que viene del infierno. Uno sabe que si el semáforo tarda mucho en cambiar a verde, parte de la suela de sus zapatos se quedará pegada a la acera, que está al rojo vivo. Los sabios hacen previsiones catastróficas para dentro de nada que nadie escucha. Pero lo cierto es que en 50 años, si no comenzamos a actuar ya, una parte de la humanidad habrá desaparecido.

¿Qué hacer para fingir que nos preocupa? Incluir el tema en todas las conversaciones hasta desgastarlo. Que cuando aparezca una cucaracha en la cocina se lo achaquemos al cambio climático. Que cuando el niño tosa por noche, se lo achaquemos al cambio climático. Que cuando se nos sequen las plantas de la terraza, se lo achaquemos al cambio climático. Que cuando nos devuelvan un recibo del banco, se lo achaquemos al cambio climático. Todo ello, medio en broma, medio en serio, citando a Aznar y al primo de Rajoy. La cuestión es que el sintagma «cambio climático» aparezca en todas las conversaciones venga o no a cuento. Y eso es precisamente lo que está sucediendo ahora. Significa que hemos llegado a ese punto en el que hemos dejado de hablar del cambio climático precisamente porque no se nos cae de la boca. Ocurre algo parecido con el «tema catalán». Hemos leído tantos editoriales, tantos artículos, hemos escuchado tantas opiniones acerca de lo que ocurrirá o dejará de ocurrir, que es como si jamás hubiéramos hablado del asunto. Yo, al menos, estoy pez. Pero no nos agobiemos: es posible que el problema catalán lo resuelva el cambio climático. O viceversa.

Cucarachas

26.06.2017 | 05:30
 
Quizá lleve razón el presidente de Telefónica cuando afirma que los datos podrían sustituir al petróleo como el recurso más valioso del futuro. De hecho, ya hay empresas que viven exclusivamente de su tratamiento. Del tratamiento, además, de datos periféricos, como el del color de su pelo de usted o el de mis hábitos higiénicos. Me lo explicó el otro día un mendigo que había sido analista de sistemas.

Me dijo que cada vez que entro en la Red, y como al que se le cae la caspa sobre los hombros, voy dejando rastros de mi personalidad. No rasgos centrales, de los muy definitorios, sino fragmentos de carácter de los que ni siquiera tengo conciencia. La máquina ordena esos datos, los somete a unos algoritmos de enorme sutileza (qué rayos será un algoritmo), y de ahí que cuando enciendo mi portátil me ofrezcan publicidad de una cosa y no de la otra.

Todo esto lo sabemos, lo venimos sabiendo, mejor dicho, desde hace algún tiempo, pero no le prestamos atención porque lo sabemos con la cabeza, no con los afectos. La diferencia entre el presidente de Telefónica y yo es que él lo sabe con el cerebro y con el corazón. El viaje de una idea desde el cerebro al corazón resulta muy costoso, pero es la base del éxito. Me lo explicó un día mi terapeuta: Usted sabe racionalmente lo que le ocurre. Pero el conocimiento racional no basta. Hasta que no lo comprenda con las emociones, no le abandonarán las migrañas

Y llevaba razón. La broma me costó cuatro o cinco años de diván, pero una vez que se produjo el tránsito desde el encéfalo al colon, desaparecieron las jaquecas (ahora tengo colon irritable). Lo raro es que las máquinas, con sus algoritmos, sean capaces de mezclar lo racional con lo irracional de tal modo que la publicidad resultante te llegue, además de al cerebro, a los intestinos. De ahí el valor económico de los datos al que se refería Pallete. Valen más que el petróleo, con la ventaja de que los datos son renovables. Ahora mismo me acabo de enterar de que el Marañón, uno de los hospitales más importantes de Madrid, acaba de cerrar siete quirófanos por una invasión de cucarachas. Las cucarachas, al contrario que el petróleo, no se acaban nunca.

No duermo

25.06.2017 | 05:30
Hay gente como Ronaldo que se puede enfadar con un país y gente que solo se puede enfadar con su cuñado, que además vive en el piso de arriba. El que se enfada con su cuñado no puede irse de la comunidad de vecinos porque está pagando la hipoteca. Significa que coincide con él en el ascensor y los dos miran al techo durante unos segundos interminables. A veces se tropiezan en el mercado o en la panadería y se ignoran como si cada uno fuera invisible para el otro. La situación, en fin, resulta un poco incómoda. De ahí la envidia que produce Ronaldo, capaz de enfadarse con un país entero y amenazar con marcharse de él. No sabemos qué pasaría si Cataluña se marchara de España, pero si lo hiciera Ronaldo, dadas la importancia del fútbol, seriamos menos España. Y quizá Ronaldo sería más Ronaldo. No lo sé, pero he oído que hay equipos extranjeros dispuestos a pagar casi doscientos millones de euros por el jugador. Si alguien estuviera dispuesto a pagar esa cantidad por mí, yo sería más yo. La construcción del yo empieza a ponerse por las nubes.
Hace años conocí a un tipo que se había enfadado con El Corte Inglés. Enfadarse con el Corte Inglés es como enfadarse con la Telefónica o con Endesa. Una desproporción. Así intenté hacérselo ver al individuo. Lo mejor es no enfadarse con nadie, pero, si está en tu carácter, deberías buscar objetivos menos ambiciosos. Tu cuñado, por ejemplo. A tu cuñado le puedes dejar notas insultantes en el buzón.

Te puedes enfadar incluso con tu madre en la seguridad de que tu enfado le hará daño. Si lo que buscas es ese tipo de satisfacción moral (o inmoral, que viene a ser lo mismo), seguro que tienes a tu alcance un montón de objetivos. Ahí están tus hermanos, tus amigos de toda la vida, tus compañeros de oficina? Pero enfadarse con la General Motors, por poner otro ejemplo, resulta frustrante, además de megalómano.
No sabemos si Ronaldo es megalómano, pero de momento se ha enfado con España y algunos se han arrugado ante su ira. A ver cómo evoluciona el asunto. Quizá, si le damos mejor trato fiscal, acabe perdonándonos. Personalmente, no duermo desde que me enteré. Y mi cuñado, el del piso de arriba, tampoco.

Las humillaciones del día

21.06.2017 | 05:30
A medida que la realidad digital crece, la analógica, por comparación, se vuelve más mostrenca, signifique lo que signifique mostrenca. En todo caso, cuando a uno le colocan esas gafas de realidad virtual que le conducen desde la taza del retrete de su cuarto de baño a una playa del Pacífico, el ácido úrico sigue su marcha hacia el dedo gordo del pie. Significa que, aun alcanzando la calidad de un fantasma, no logramos reducir las servidumbres del cuerpo. Digo bien cuando digo fantasma, pues tal es lo que somos (creo que acabo de construir una anáfora, quizá una catáfora, no estoy seguro), pues tal es lo que somos, decíamos, en esos parajes virtuales a los que nos asomamos con las gafas de ver parajes virtuales. Pero mientras una gaviota vuela delante de nuestros ojos bajo una luz caribeña, en la cocina se nos quema el arroz y el cartero llama a la puerta por segunda vez para que le firmemos la entrega de una multa de tráfico.
La frontera entre la realidad analógica y la digital está formada por una pantalla infranqueable en la que nos estrellamos como las moscas contra el cristal. Jamás alcanzaremos a ese duplicado fantasma de nosotros mismos que hemos creado en Facebook o en Twitter, o donde quiera que viajemos por las noches para aliviar las humillaciones del día. En el cristal de mi salón, durante la última semana, se han estrellado dos mirlos y una cotorra. Los tres han perecido. Los pájaros se rompen la cabeza al intentar entrar en nuestro mundo y nosotros la crisma al intentar penetrar en el suyo. Lo digo porque me han regalado unas gafas virtuales para observar aves de todos los tamaños y colores. ¿Qué digo observar? Cuando me las pongo, estoy con ellas, con las aves, evolucionando sobre un acantilado o volando en escuadra hacia lugares más cálidos (más cálidos en todos los sentidos). Pero cuando intento progresar, cuando estoy ya a punto de convertirme en cigüeña, me estrello contra el cristal que separa una dimensión de la otra.
No hay grieta por la que huir de la realidad real ni agujero alguno por el que escapar del cuerpo. Lo malo es que, una vez conocida la realidad cibernética, el cuerpo se parece a esto: a una mazmorra medieval (¿otra catáfora?).

La primera piedra

20.06.2017 | 05:30
En cuanto a la idea del progreso, conviene recordar que la humanidad no va a ninguna parte. Las avispas, tampoco. La existencia carece de sentido, en las diferentes acepciones de la palabra. Avanzamos a ciegas, sin objetivo alguno que alcanzar. El fuego se podría haber inventado o no. No fue una manifestación del progreso, sino del azar. La mayoría de los mamíferos no lo inventaron y siguen comiéndose crudas a sus presas sin la sensación de que les falte algo. No hay progreso, en fin, hay un avance que, según todos los cálculos, conduce a nuestra desaparición. Pero tampoco eso constituye un retroceso. Quizá esté en la naturaleza de las cosas que nos autodestruyamos por las mismas razones azarosas por las que nos construimos.
Ahora bien, tal vez en el interior del sinsentido podamos hallar grumos de eso que venimos denominando progreso. Uno de ellos sería la invención de la moral. De la moral sabemos que se puede utilizar para una cosa y para su contraria. No hay crimen que no posea una razón moral (o inmoral, que viene a ser lo mismo). Pero la moral, en su significado más simple y esquemático, debería traducirse en solidaridad. Solo eso: solidaridad. El triunfo de la solidaridad implicaría que la desigualdad desaparecería al proceder al reparto de las riquezas que poseemos, y que son limitadas. Se repartirían de tal forma que todos los habitantes de este pedrusco al que llamamos Tierra tendríamos acceso a los bienes indispensables para vivir en condiciones de dignidad. Pero eso no ha sucedido nunca a lo largo de la historia ni sucede ahora, cuando más conscientes somos del absurdo.
Librar una batalla contra el absurdo, aun sabiendo que está perdida de antemano, provoca un sentimiento de piedad que quizá sea equiparable a la idea que tenemos de progreso. Un gramo de orden en el interior del caos. Alguien debería hacer de la piedad un programa político. Ya tenemos inventada la palabra (si piedad no les gusta, escojan solidaridad), ahora solo es cuestión de desarrollar su significado, sus ventajas, y el modo de aplicarla para que sus efectos lleguen a todo el mundo. Hay mucha gente dispuesta a poner la primera piedra. ¿Por qué yo no? Porque yo ya estoy echado a perder.

Me lo debe

19.06.2017 | 05:30
En cierta ocasión, cuando trabajaba con Gemma Nierga en La Ventana, viajamos a una ciudad pequeña para realizar desde allí el programa. Unos minutos antes de comenzar, llegó la noticia de que un conocido escritor había muerto. Gemma reunió a su gente para decidir qué parte del guion se levantaba y si se le dedicaban los 20 minutos de antes de la publicidad o los de después. Los colaboradores externos, asombrados por los reflejos del equipo, paseábamos inquietos alrededor de la mesa en la que discutían. Cabía también, claro, la posibilidad de dedicar todo el programa al escritor eximio (qué rayos significará eximio), pero nadie tenía la seguridad de que ese esfuerzo estuviera a la altura de su importancia. Unos aseguraban que sí, otros que no y algunos ni que sí ni que no. Era preciso contar además con la dificultad de hallarnos fuera de Madrid y de Barcelona, donde habría sido relativamente fácil hacer desfilar por la emisora a amigos o admiradores del finado para arrancarles un recuerdo o una anécdota. Estaba el teléfono, pero el teléfono es el enemigo del directo.
Yo llevaba poco tiempo en la radio y no me había acostumbrado a estas situaciones en las que la actualidad te obliga a cambiar de arriba abajo el programa minutos antes de entrar en antena. Ignoraba la adrenalina que produce ese hecho, también el pánico de abrir el micrófono sin la red de seguridad que proporciona un buen guion. Como admiraba mucho, además, al escritor muerto, no entendía que se hablara con aquella frialdad (necesaria, sin embargo) del asunto. Entonces, aunque nadie me había dado vela en aquel entierro, interrumpí al grupo y dije:
„A ver, cuando yo me muera, ¿vais a ser tan mezquinos conmigo? Que si los 20 minutos de antes de la publicidad, que si los 20 de después?
Gemma se levantó, vino a darme un beso y dijo que cuando yo muriera no se hablaría de otra cosa a lo largo de su programa, lo que me conmovió hasta el tuétano. Muchas veces he fantaseado con la posibilidad de morirme, incluso de morirme en antena, para ver si cumplía. Pero ya no podrá ser a menos que me muera antes del 7 de julio, que no digo que no, para ver si cumple. Me lo debe.

¿Quién lo entiende?

15.06.2017 | 05:30
Las historias verdaderas, como las ficticias, comienzan con un accidente. Un accidente en el que alguien nace o muere o descubre que es adoptado. El tipo de accidente da igual, la cuestión es que sea capaz de nuclear los materiales sucesivos. La historia real de la crisis -o de lo que para abreviar llamamos de ese modo- comenzó con la quiebra de Lehmans Brothers, allá en la lejana América. Alguien, a miles de quilómetros, tropezó al bajar las escaleras y usted y yo nos rompimos las piernas. Las historias reales tienen esta complejidad: un día nos levantamos con ardor de estómago por culpa de un individuo, al que ni siquiera conocemos, que ayer cenó alubias con chile. Lo malo es que nos tomamos un par de antiácidos para combatirlo y a lo mejor le hacen efecto al vecino, en vez de a nosotros. Significa que se han roto los hilos de la causalidad, que no hay correspondencia entre los hechos y sus consecuencias. O que no somos capaces de verla al menos.
Contemplo en la tele a los accionistas desesperados del Banco Popular, que lo han perdido todo. Todo. Es verdad que adquirieron voluntariamente las acciones, pero ignoran por completo el proceso por el que uno de los mayores bancos del país, de la noche a la mañana, ha sido adquirido por un euro. ¿Qué relación hubo entre la adquisición de las acciones y la quiebra? Cuando las adquirían, ¿estaban colaborando a la destrucción del banco o estaban retrasándola?

Los pequeños accionistas no tienen ni idea. Pero ya hay cientos de abogados ofreciendo sus servicios a las víctimas, que desean tanto recuperar sus ahorros como averiguar qué pudo ocurrir. Todos anhelamos una explicación, no por nada, sino por comprender el mundo. En momentos como el actual, si sabes lo que ocurre dentro del Santander, sabes lo que sucede en el interior de la realidad. Por cierto, ¿corren peligro también los accionistas de este banco que se acaba de zampar al Popular como un camaleón a un mosquito?
En la carretera que conduce al aeropuerto de Madrid, llevan meses construyendo un edificio gigantesco, con capacidad para cinco mil o seis mil personas. Pertenece (pertenecía ya) al Banco Popular. Se trata de un edificio de ricos riquísimos, pero aún no lo han acabado y ya está en ruinas. ¿Quién lo entiende?

No molestar

13.06.2017 | 05:30
Como no somos muy listos, necesitamos ayuda. Para eso está, por ejemplo, el Tribunal Constitucional. ¿Tienes dudas acerca del significado de tal cual artículo de la Carta Magna? Acudes a los jueces del TC y en dos, tres años, o cinco años, no sé, te lo aclaran. Como acabo de decir, no somos listos, pero tampoco somos tan bobos como para no haber comprendido en su momento que la amnistía fiscal de Montoro era una amnistía fiscal pensada para gente que siempre cae de pie porque tiene influencias. Sabíamos, como ahora nos confirman los sabios, que «supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos». Quizá no habríamos sabido expresarlo de una forma tan clara (aunque habríamos evitado la rima entre dos palabras tan próximas «abdicación» y «obligación»), pero en el fondo, aun sin utilizar palabra alguna, teníamos la seguridad de que se estaba premiando a los defraudadores y humillando por tanto a quienes por estas fechas cumplimos con nuestras obligaciones fiscales.
No somos muy inteligentes, ya digo, pero tampoco somos completamente idiotas. Significa que ya entonces, con varios años de adelanto sobre el Constitucional, nos pareció que con aquella amnistía se legitimaba la conducta de los evasores.
No necesitamos darnos el tiempo que se han dado los jueces. Fue leer la noticia y decir: «Aquí hay gato encerrado». Y había gato encerrado, en efecto: el que acaba de liberar el TC. Lo de liberarlo es un forma de hablar, porque está muerto. No se puede tener a un bicho cinco años en una cajón, al menos que se trate del gato de Schrödinger, que era un animal teórico. Los de carne y hueso son menos resistentes. De hecho, la sentencia del Alto Tribunal no tendrá efecto alguno sobre los que «regularizaron» su situación. Afecta únicamente a la dignidad de quienes cumplimos y a la indignidad de Montoro, que debería dimitir. Pero volvamos al asunto del principio. Hay cuestiones para las que no necesitamos la orientación de ningún sabio, y este es uno de ellos. Significa que deberíamos confiar más en nuestras intuiciones y no molestar a gente ocupada con nuestras inseguridades.

Las manías

12.06.2017 | 05:30
Puede haber un hormiguero de dos hormigas? Esto es lo que discutían acaloradamente, de madrugada, en la radio, un hombre y una mujer. La mujer aseguraba que sí y el hombre que no.
–¿Pues cuántas hormigas hacen falta? –preguntaba ella.
–Millones –respondió él.
Eran las tres de la mañana y me acababa de tomar un ansiolítico, el segundo de la noche, que comenzó a hacerme efecto enseguida, de modo que apagué la radio e intenté imaginar un hormiguero de dos hormigas. Entonces me vino a la memoria aquella película, 'La extraña pareja', en la que Jack Lemmon y Walter Matthau intentaban conciliar sus manías en un piso de tres habitaciones. Las manías, pensé, son producto del espacio libre. En un hormiguero de 18 millones de hormigas, que es más o menos normal, no hay manías que valgan. Cada una va a lo suyo, que es lo de todas, y nadie protesta porque el cuarto de baño esté ocupado.
Creo que dos hormigas solas desarrollarían manías incompatibles con la vida en común, de modo que acabarían poniendo un tabique para aislarse la una de la otra. ¿Puede entonces haber un hormiguero de una sola hormiga? Quizá sí, no sé. Me acordé entonces de que el día anterior, dando una vuelta por el parque, sorprendí a una hormiga arrastrando penosamente la colilla de un porro. Lo curioso es que se desvió de la columna que formaban sus congéneres, como si los restos de la marihuana le hubieran hecho efecto, y se aventuró por un camino solitario, seguramente en busca de una intimidad de la que carecía en el hormiguero.

Quizá esa hormiga construyó un hormiguero propio y tal vez, por una de esas cosas de los estupefacientes, adquirió de súbito conciencia de sí misma. Me la imaginaba yendo de un lado a otro de la cueva diciéndose «soy yo, soy yo, por fin soy yo». La idea me desveló, pese a los ansiolíticos, y tuve que levantarme de la cama. Me dirigí a la cocina preguntándome si yo era yo o una hormiga que acaba de adquirir conciencia de sí misma y bebí un vaso de agua (los ansiolíticos resecan). Luego estuve viendo hormigueros en YouTube hasta el amanecer.

El 'Titanic'

05.06.2017 | 05:30
Se afianza el «Sálvese quien pueda» como forma de vida. Muchos de los condenados o investigados por corrupción fueron el producto del «Sálvese quien pueda». El producto y el origen. Pregonaron esa filosofía de la vida de la que luego fueron víctimas. De ahí que hayan acabado en las mismas cárceles cuyas primeras piedras colocaron con sus manos. Gritaron «Muera el Estado» y se entregaron a la rapiña. La gente honrada, en cambio, se puso a la cola (a la del paro, a la del ministerio de Trabajo, a la del subsidio) sin percatarse de que los ministerios y las direcciones generales eran meras conchas vacías. El caracol se había largado con la nómina del mes. Algunos, ingenuamente, todavía siguen a la cola porque por la tele sale un señor que asegura ser el presidente del Gobierno.
Pero el presidente del Gobierno es el principal valedor del «Sálvese quien pueda». De hecho, para que le aprobaran los presupuestos, ha llevado a cabo una subasta vergonzosa. Estamos ante un panorama de codazos, empujones y avalanchas en las que caeremos como moscas. La actitud más decente, cuando uno escucha ese grito, es ponerse a tocar el violín, como hicieron los músicos del 'Titanic'.

Pero hay que tener mucha sangre fría para tocar el violín en medio del pánico, que es donde nos hallamos ahora, buscando el modo de salir adelante de forma individual porque han desaparecido las soluciones colectivas. «Sea usted emprendedor», nos aconsejan.
El emprendimiento, cuando se da en cantidades patológicas, constituye una forma de salvación individual. No hay espacio para tantos emprendedores, de ahí los codazos, los empujones y las avalanchas mortales ante las puertas de emergencia.
Se pregunta uno si el sentido de la vida debe ser una conquista de orden personal o si el Estado tiene algo que ver en ella. Hay países en los que la felicidad de sus habitantes forma parte del PIB. Y forma parte del PIB porque la suma de las felicidades individuales da lugar a un espacio público amable, en el que nadie arranca un ojo a otro para tener dos. Significa que es preciso hallar un equilibrio entre lo que pone uno y lo que pone el Estado. Cuando el Estado no pone nada, aparece el «Sálvese quien pueda».

Chapuzón de verano

03.06.2017 | 01:13
Me pregunto qué ocurriría si los billetes de banco que los millonarios mueven de un continente a otro se hundieran en el mar como los refugiados que huyen del hambre y de las guerras. ¿Qué pasaría si en los servicios de ayuda marítima italianos o españoles se recibiera de súbito una llamada alertando sobre la existencia de una barcaza cargada con billetes de 500 euros, propiedad de uno de los cincuenta hombres más ricos de este mundo? Está claro que no se perdería ni un céntimo porque se pondrían los medios para que el dinero circulara sin correr riesgo alguno. De hecho, ya circula así. La globalización ha hallado el modo de que la pasta, incluso la pasta ilegal, se mueva sin problemas de Madrid a Andorra y de Andorra a Singapur, y de Singapur a Delaware. A veces, da la vuelta al mundo en cuestión de minutos y regresa al punto de partida multiplicada por 10 o por 15, según, no sabemos de qué depende. Un emigrante, en cambio, que recorra media África a pie con su familia para alcanzar un lugar seguro, puede llegar a destino con su cuerpo o con su familia mutilada.
Significa que la globalización está pensada para quien está pensada. Mientras el mar se traga a las personas, muchas veces con nuestra ayuda, los euros viajan en primera clase, recibiendo un tratamiento de verdaderos dioses. Y eso, insistimos, vale lo mismo para el dinero blanco que para el dinero negro. Muchos de los chorizos que ahora mismo se encuentran en prisión preventiva por un rosario de delitos que van del cohecho al alzamiento de bienes, y del alzamiento de bienes al blanqueo, continúan cambiando su dinero de lugar para disponer de un plan de pensiones cuando salgan. Esto ocurre, insistimos, al mismo tiempo que decenas de barcas o cayucos naufragan en el Mediterráneo mientras las fuerzas de salvamento italianas les dicen que llamen a Malta y Malta les dice que telefoneen a Italia.
–Es que se me acaba la batería –suplica el náufrago con desesperación.
–Pues llámeles a gritos.
El resultado final es el de un grupo de cadáveres, muchos de ellos niños, flotando en las mismas aguas en las que nos daremos un chapuzón este verano.

Cólera

31.05.2017 | 05:30
Hace poco, en la localidad de Torrejón de Ardoz, muy cerca de Madrid, un chaval de 18 años mató de un puñetazo a un anciano de 81 que se ayudaba para andar de un bastón. Por lo visto, el anciano se disponía a cruzar un paso de cebra, cuando el coche del joven pasó a gran velocidad. Inmediatamente, y al observar los gestos de protesta del viejo, el agresor detuvo el automóvil, se bajó, y mató, como decimos, al señor del bastón. Escuché la noticia por la radio y luego la leí con creciente asombro en el periódico. Siempre he sentido espanto ante la violencia física, pero el espanto se multiplica cuando a la tragedia se le añade la banalidad. ¿Qué tenía que demostrar o demostrarse ese joven para enfrentarse a un tipo desvalido, que además venía de la farmacia? ¿Con qué fuerza le atizó para que el anciano cayera hacia atrás, golpeándose en la nuca contra el suelo? ¿Escuchó el ruido de la cabeza al quebrarse contra el asfalto? ¿Se dio cuenta de que al romper ese cráneo estaba destrozando también su vida?
No lo sabemos. Lo cierto es que abandonó al herido y huyó. Horas después, al enterarse de que la policía seguía su pista gracias a la descripción de los testigos, se presentó de forma voluntaria y lo detuvieron, claro. Ahí debe de estar, en el calabozo, jugando a rebobinar los últimos días de su existencia, imaginando cómo actuaría ahora, conociendo el final de su hazaña. Quizá se vea deteniéndose amablemente frente al paso de cebra. Tal vez no, tal vez en su fantasía se salta el paso de peatones, pero sigue su camino sin prestar atención a los gestos de protesta del anciano, al que aún puede ver por el retrovisor. De las fantasías de la víctima no podemos aventurar nada: está muerta. Un abrazo a su familiares, pues, y que la tierra le sea leve.

Estos días, hablando aquí y allá acerca de mi última novela, ha salido a relucir en algunas entrevistas el asunto de los futuribles. ¿Qué habría ocurrido si uno hubiera salido un minuto antes o un minuto después de casa? A veces, bastan unos segundos de diferencia para cambiar la historia. Pero lo que en este caso nos inquieta más no es el tiempo, que habría podido cambiarlo todo, desde luego, sino la rabia que había en ese chico para perpetrar un acto de esa naturaleza. ¿Dónde nace esa cólera cada vez más extendida? ¿Cómo hacerle frente?

Problemas psicológicos

28.05.2017 | 05:30
Vi la foto de un ratón al que habían trasplantado la cabeza de otro sin eliminarle la original. Un ratón con mucha cabeza, pensé, mientras mis ojos se deslizaban hacia la noticia. La cabeza del donante vivió 36 horas durante las que llevó a cabo las funciones de cualquier cabeza. Ignoramos cómo se comunicó con la ya existente, si llegó a darse la comunicación, o si se pusieron de acuerdo para, a la hora de manejar el cuerpo, cederse alternativamente los mandos. La idea platoniana o platónica del «yo» como mero pasajero del cuerpo se afianza en la ficción y en la realidad. En la ficción, con la película «Déjame salir», de gran éxito, y en la realidad con experimentos como el citado más arriba.
Uno de los neurocirujanos responsables del ensayo asegura que en unos meses podrá llevar a cabo un trasplante de cabeza humana a un cuerpo sano que la haya perdido. Tras la operación, al paciente se le inducirá un coma de un mes, al objeto de que no se mueva, y luego se le despertará con el nuevo organismo, al que deberá adaptarse con ejercicios de rehabilitación.

Si el cuerpo ha cambiado de conductor, lo lógico es que el nuevo chofer se acostumbre a la dureza del embrague o a las particularidades del cambio de marcha. ¿Y la identidad? La identidad reside en la cabeza, claro, pero algo influye el cuerpo. Hay gente que cambia de carácter cuando da el salto de un Seat Toledo a un BMW. O viceversa.
Aceptamos ya como normales los trasplantes de hígado, de páncreas, de riñones, de corazón. Un forofo del Real Madrid puede vivir sin problemas con el hígado de un seguidor del Atlético. Y un militante del PP con un páncreas de uno del PSOE. Las vísceras (pese a la mala fama de «lo visceral») no conocen colores. Su trabajo es puramente técnico y lo realizan allá donde las colocan si las condiciones son las que deben ser. Ahora bien, un cuerpo, un cuerpo entero, desde el cuello hasta los pies, con su estómago y sus intestinos y sus alveolos pulmonares? Parte de la subjetividad de cada uno tiene que ver con el cuerpo que le ha caído en suerte. Creo yo. De ahí que se trate de un trasplante con complicaciones psicológicas de las que carecen los anteriores. De momento, a mí, la imagen del ratón me ha trastornado un poco.

El dictador

27.05.2017 | 05:30
El domingo 21, casi al mismo tiempo que el Madrid ganaba la Liga, Pedro Sánchez asaltaba la Secretaría General del PSOE. Los medios de comunicación no sabían a qué suceso dar prioridad. Ambos, aunque de naturaleza tan diferente, habían generado muchas expectativas. Había, en fin, un público deseando escuchar las primeras declaraciones de Zidane, y, otro, muy pendiente de las de Sánchez. A veces, esos dos públicos convivían en el mismo cuerpo. ¿A qué atender, pues, a qué conceder el protagonismo informativo? El mando a distancia del televisor se convirtió en el verdadero objeto del deseo de las familias. Las pantallas cambiaban de La Sexta, que ofreció una cobertura completa de lo que ocurría en Ferraz, a los telediarios convencionales, en los que se dedicaba un espacio considerable al fútbol.
Mi impresión general es que, tanto en las emisoras de radio como en las de TV, ganó la batalla el fútbol. Y bien, el Real Madrid se alzó con el trofeo, vale. Eso no cambiará nuestras vidas en los próximos meses o años. El éxito, en cambio, de Pedro Sánchez alterará el mapa político hasta extremos que ahora mismo no somos capaces de imaginar. No es que se vaya a producir una revolución ni nada parecido, pero no hay duda de que se modificarán los equilibrios que venían manteniéndose hasta ahora en el Parlamento. Las dificultades del gobierno de Rajoy aumentarán y no es descartable un adelanto de las elecciones. España entera, en fin, y no solo el PSOE, se jugaba algo en esas primarias que tanto ruido hicieron y continúan haciendo.
Pero la batalla informativa, la noche de autos, la ganó en fútbol. Y al día siguiente, en la celebración que los merengues llevaron a cabo en la plaza de la Cibeles, había más gente que en la manifestación convocada por Podemos en la Puerta del Sol dos días antes. No sabe uno qué pensar de todo esto. Si hubiéramos vivido bajo una dictadura, habríamos achacado a una orden del dictador la rareza de que los medios eligieran el deporte como la noticia de la jornada. Pero no es el caso. Los medios pudieron elegir en libertad qué suceso destacar sobre el otro. Debemos deducir, pues, que cada uno de nosotros lleva dentro un pequeño dictador que proporciona relevancia a lo que no la tiene.