Cataluña y el cambio climático
Juan José Millás
27.06.2017 | 05:30
Curiosamente, uno de los modos más eficaces de no hablar de un asunto
consiste en hablar de él en exceso. Pongamos como ejemplo el cambio
climático, ahora mismo protagonista de todas las conversaciones
familiares
- La paella ha quedado un poco emplastada.
- Sí, por culpa del cambio climático.
El
cambio climático es real, palpable, tan real y tan palpable que el
mundo se está acabando debido a sus efectos. Lo notas cuando te acercas
al centro de una de nuestras grandes ciudades en alerta naranja por el
calor. Uno no ignora que las dificultades respiratorias de sus pulmones
tienen que ver con un fuego que viene del infierno. Uno sabe que si el
semáforo tarda mucho en cambiar a verde, parte de la suela de sus
zapatos se quedará pegada a la acera, que está al rojo vivo. Los sabios
hacen previsiones catastróficas para dentro de nada que nadie escucha.
Pero lo cierto es que en 50 años, si no comenzamos a actuar ya, una
parte de la humanidad habrá desaparecido.
¿Qué hacer para
fingir que nos preocupa? Incluir el tema en todas las conversaciones
hasta desgastarlo. Que cuando aparezca una cucaracha en la cocina se lo
achaquemos al cambio climático. Que cuando el niño tosa por noche, se lo
achaquemos al cambio climático. Que cuando se nos sequen las plantas de
la terraza, se lo achaquemos al cambio climático. Que cuando nos
devuelvan un recibo del banco, se lo achaquemos al cambio climático.
Todo ello, medio en broma, medio en serio, citando a Aznar y al primo de
Rajoy. La cuestión es que el sintagma «cambio climático» aparezca en
todas las conversaciones venga o no a cuento. Y eso es precisamente lo
que está sucediendo ahora. Significa que hemos llegado a ese punto en el
que hemos dejado de hablar del cambio climático precisamente porque no
se nos cae de la boca. Ocurre algo parecido con el «tema catalán». Hemos
leído tantos editoriales, tantos artículos, hemos escuchado tantas
opiniones acerca de lo que ocurrirá o dejará de ocurrir, que es como si
jamás hubiéramos hablado del asunto. Yo, al menos, estoy pez. Pero no
nos agobiemos: es posible que el problema catalán lo resuelva el cambio
climático. O viceversa.
Cucarachas
Juan José Millas
26.06.2017 | 05:30
Quizá lleve razón el presidente de Telefónica cuando afirma que los
datos podrían sustituir al petróleo como el recurso más valioso del
futuro. De hecho, ya hay empresas que viven exclusivamente de su
tratamiento. Del tratamiento, además, de datos periféricos, como el del
color de su pelo de usted o el de mis hábitos higiénicos. Me lo explicó
el otro día un mendigo que había sido analista de sistemas.
Me dijo que
cada vez que entro en la Red, y como al que se le cae la caspa sobre los
hombros, voy dejando rastros de mi personalidad. No rasgos centrales,
de los muy definitorios, sino fragmentos de carácter de los que ni
siquiera tengo conciencia. La máquina ordena esos datos, los somete a
unos algoritmos de enorme sutileza (qué rayos será un algoritmo), y de
ahí que cuando enciendo mi portátil me ofrezcan publicidad de una cosa y
no de la otra.
Todo esto lo sabemos, lo venimos sabiendo, mejor
dicho, desde hace algún tiempo, pero no le prestamos atención porque lo
sabemos con la cabeza, no con los afectos. La diferencia entre el
presidente de Telefónica y yo es que él lo sabe con el cerebro y con el
corazón. El viaje de una idea desde el cerebro al corazón resulta muy
costoso, pero es la base del éxito. Me lo explicó un día mi terapeuta: Usted
sabe racionalmente lo que le ocurre. Pero el conocimiento racional no
basta. Hasta que no lo comprenda con las emociones, no le abandonarán
las migrañas
Y llevaba razón. La broma me costó cuatro o
cinco años de diván, pero una vez que se produjo el tránsito desde el
encéfalo al colon, desaparecieron las jaquecas (ahora tengo colon
irritable). Lo raro es que las máquinas, con sus algoritmos, sean
capaces de mezclar lo racional con lo irracional de tal modo que la
publicidad resultante te llegue, además de al cerebro, a los intestinos.
De ahí el valor económico de los datos al que se refería Pallete. Valen
más que el petróleo, con la ventaja de que los datos son renovables.
Ahora mismo me acabo de enterar de que el Marañón, uno de los hospitales
más importantes de Madrid, acaba de cerrar siete quirófanos por una
invasión de cucarachas. Las cucarachas, al contrario que el petróleo, no
se acaban nunca.
No duermo
Juan José Millás
25.06.2017 | 05:30
Hay gente como Ronaldo que se puede enfadar con un país y gente que
solo se puede enfadar con su cuñado, que además vive en el piso de
arriba. El que se enfada con su cuñado no puede irse de la comunidad de
vecinos porque está pagando la hipoteca. Significa que coincide con él
en el ascensor y los dos miran al techo durante unos segundos
interminables. A veces se tropiezan en el mercado o en la panadería y se
ignoran como si cada uno fuera invisible para el otro. La situación, en
fin, resulta un poco incómoda. De ahí la envidia que produce Ronaldo,
capaz de enfadarse con un país entero y amenazar con marcharse de él. No
sabemos qué pasaría si Cataluña se marchara de España, pero si lo
hiciera Ronaldo, dadas la importancia del fútbol, seriamos menos España.
Y quizá Ronaldo sería más Ronaldo. No lo sé, pero he oído que hay
equipos extranjeros dispuestos a pagar casi doscientos millones de euros
por el jugador. Si alguien estuviera dispuesto a pagar esa cantidad por
mí, yo sería más yo. La construcción del yo empieza a ponerse por las
nubes.
Hace años conocí a un tipo que se había enfadado con El
Corte Inglés. Enfadarse con el Corte Inglés es como enfadarse con la
Telefónica o con Endesa. Una desproporción. Así intenté hacérselo ver al
individuo. Lo mejor es no enfadarse con nadie, pero, si está en tu
carácter, deberías buscar objetivos menos ambiciosos. Tu cuñado, por
ejemplo. A tu cuñado le puedes dejar notas insultantes en el buzón.
Te
puedes enfadar incluso con tu madre en la seguridad de que tu enfado le
hará daño. Si lo que buscas es ese tipo de satisfacción moral (o
inmoral, que viene a ser lo mismo), seguro que tienes a tu alcance un
montón de objetivos. Ahí están tus hermanos, tus amigos de toda la vida,
tus compañeros de oficina? Pero enfadarse con la General Motors, por
poner otro ejemplo, resulta frustrante, además de megalómano.
No
sabemos si Ronaldo es megalómano, pero de momento se ha enfado con
España y algunos se han arrugado ante su ira. A ver cómo evoluciona el
asunto. Quizá, si le damos mejor trato fiscal, acabe perdonándonos.
Personalmente, no duermo desde que me enteré. Y mi cuñado, el del piso
de arriba, tampoco.
Las humillaciones del día
Juan José Millás
21.06.2017 | 05:30
A medida que la realidad digital crece, la analógica, por
comparación, se vuelve más mostrenca, signifique lo que signifique
mostrenca. En todo caso, cuando a uno le colocan esas gafas de realidad
virtual que le conducen desde la taza del retrete de su cuarto de baño a
una playa del Pacífico, el ácido úrico sigue su marcha hacia el dedo
gordo del pie. Significa que, aun alcanzando la calidad de un fantasma,
no logramos reducir las servidumbres del cuerpo. Digo bien cuando digo
fantasma, pues tal es lo que somos (creo que acabo de construir una
anáfora, quizá una catáfora, no estoy seguro), pues tal es lo que somos,
decíamos, en esos parajes virtuales a los que nos asomamos con las
gafas de ver parajes virtuales. Pero mientras una gaviota vuela delante
de nuestros ojos bajo una luz caribeña, en la cocina se nos quema el
arroz y el cartero llama a la puerta por segunda vez para que le
firmemos la entrega de una multa de tráfico.
La frontera entre
la realidad analógica y la digital está formada por una pantalla
infranqueable en la que nos estrellamos como las moscas contra el
cristal. Jamás alcanzaremos a ese duplicado fantasma de nosotros mismos
que hemos creado en Facebook o en Twitter, o donde quiera que viajemos
por las noches para aliviar las humillaciones del día. En el cristal de
mi salón, durante la última semana, se han estrellado dos mirlos y una
cotorra. Los tres han perecido. Los pájaros se rompen la cabeza al
intentar entrar en nuestro mundo y nosotros la crisma al intentar
penetrar en el suyo. Lo digo porque me han regalado unas gafas virtuales
para observar aves de todos los tamaños y colores. ¿Qué digo observar?
Cuando me las pongo, estoy con ellas, con las aves, evolucionando sobre
un acantilado o volando en escuadra hacia lugares más cálidos (más
cálidos en todos los sentidos). Pero cuando intento progresar, cuando
estoy ya a punto de convertirme en cigüeña, me estrello contra el
cristal que separa una dimensión de la otra.
No hay grieta por
la que huir de la realidad real ni agujero alguno por el que escapar del
cuerpo. Lo malo es que, una vez conocida la realidad cibernética, el
cuerpo se parece a esto: a una mazmorra medieval (¿otra catáfora?).
La primera piedra
Juan José Millás
20.06.2017 | 05:30
En cuanto a la idea del progreso, conviene recordar que la humanidad
no va a ninguna parte. Las avispas, tampoco. La existencia carece de
sentido, en las diferentes acepciones de la palabra. Avanzamos a ciegas,
sin objetivo alguno que alcanzar. El fuego se podría haber inventado o
no. No fue una manifestación del progreso, sino del azar. La mayoría de
los mamíferos no lo inventaron y siguen comiéndose crudas a sus presas
sin la sensación de que les falte algo. No hay progreso, en fin, hay un
avance que, según todos los cálculos, conduce a nuestra desaparición.
Pero tampoco eso constituye un retroceso. Quizá esté en la naturaleza de
las cosas que nos autodestruyamos por las mismas razones azarosas por
las que nos construimos.
Ahora bien, tal vez en el interior del
sinsentido podamos hallar grumos de eso que venimos denominando
progreso. Uno de ellos sería la invención de la moral. De la moral
sabemos que se puede utilizar para una cosa y para su contraria. No hay
crimen que no posea una razón moral (o inmoral, que viene a ser lo
mismo). Pero la moral, en su significado más simple y esquemático,
debería traducirse en solidaridad. Solo eso: solidaridad. El triunfo de
la solidaridad implicaría que la desigualdad desaparecería al proceder
al reparto de las riquezas que poseemos, y que son limitadas. Se
repartirían de tal forma que todos los habitantes de este pedrusco al
que llamamos Tierra tendríamos acceso a los bienes indispensables para
vivir en condiciones de dignidad. Pero eso no ha sucedido nunca a lo
largo de la historia ni sucede ahora, cuando más conscientes somos del
absurdo.
Librar una batalla contra el absurdo, aun sabiendo que
está perdida de antemano, provoca un sentimiento de piedad que quizá sea
equiparable a la idea que tenemos de progreso. Un gramo de orden en el
interior del caos. Alguien debería hacer de la piedad un programa
político. Ya tenemos inventada la palabra (si piedad no les gusta,
escojan solidaridad), ahora solo es cuestión de desarrollar su
significado, sus ventajas, y el modo de aplicarla para que sus efectos
lleguen a todo el mundo. Hay mucha gente dispuesta a poner la primera
piedra. ¿Por qué yo no? Porque yo ya estoy echado a perder.
Me lo debe
Juan José Millas
19.06.2017 | 05:30
En cierta ocasión, cuando trabajaba con Gemma Nierga en La Ventana,
viajamos a una ciudad pequeña para realizar desde allí el programa. Unos
minutos antes de comenzar, llegó la noticia de que un conocido escritor
había muerto. Gemma reunió a su gente para decidir qué parte del guion
se levantaba y si se le dedicaban los 20 minutos de antes de la
publicidad o los de después. Los colaboradores externos, asombrados por
los reflejos del equipo, paseábamos inquietos alrededor de la mesa en la
que discutían. Cabía también, claro, la posibilidad de dedicar todo el
programa al escritor eximio (qué rayos significará eximio), pero nadie
tenía la seguridad de que ese esfuerzo estuviera a la altura de su
importancia. Unos aseguraban que sí, otros que no y algunos ni que sí ni
que no. Era preciso contar además con la dificultad de hallarnos fuera
de Madrid y de Barcelona, donde habría sido relativamente fácil hacer
desfilar por la emisora a amigos o admiradores del finado para
arrancarles un recuerdo o una anécdota. Estaba el teléfono, pero el
teléfono es el enemigo del directo.
Yo llevaba poco tiempo en la
radio y no me había acostumbrado a estas situaciones en las que la
actualidad te obliga a cambiar de arriba abajo el programa minutos antes
de entrar en antena. Ignoraba la adrenalina que produce ese hecho,
también el pánico de abrir el micrófono sin la red de seguridad que
proporciona un buen guion. Como admiraba mucho, además, al escritor
muerto, no entendía que se hablara con aquella frialdad (necesaria, sin
embargo) del asunto. Entonces, aunque nadie me había dado vela en aquel
entierro, interrumpí al grupo y dije:
„A ver, cuando yo me
muera, ¿vais a ser tan mezquinos conmigo? Que si los 20 minutos de antes
de la publicidad, que si los 20 de después?
Gemma se levantó,
vino a darme un beso y dijo que cuando yo muriera no se hablaría de otra
cosa a lo largo de su programa, lo que me conmovió hasta el tuétano.
Muchas veces he fantaseado con la posibilidad de morirme, incluso de
morirme en antena, para ver si cumplía. Pero ya no podrá ser a menos que
me muera antes del 7 de julio, que no digo que no, para ver si cumple.
Me lo debe.
¿Quién lo entiende?
Juan José Millás
15.06.2017 | 05:30
Las historias verdaderas, como las ficticias, comienzan con un
accidente. Un accidente en el que alguien nace o muere o descubre que es
adoptado. El tipo de accidente da igual, la cuestión es que sea capaz
de nuclear los materiales sucesivos. La historia real de la crisis -o de
lo que para abreviar llamamos de ese modo- comenzó con la quiebra de
Lehmans Brothers, allá en la lejana América. Alguien, a miles de
quilómetros, tropezó al bajar las escaleras y usted y yo nos rompimos
las piernas. Las historias reales tienen esta complejidad: un día nos
levantamos con ardor de estómago por culpa de un individuo, al que ni
siquiera conocemos, que ayer cenó alubias con chile. Lo malo es que nos
tomamos un par de antiácidos para combatirlo y a lo mejor le hacen
efecto al vecino, en vez de a nosotros. Significa que se han roto los
hilos de la causalidad, que no hay correspondencia entre los hechos y
sus consecuencias. O que no somos capaces de verla al menos.
Contemplo
en la tele a los accionistas desesperados del Banco Popular, que lo han
perdido todo. Todo. Es verdad que adquirieron voluntariamente las
acciones, pero ignoran por completo el proceso por el que uno de los
mayores bancos del país, de la noche a la mañana, ha sido adquirido por
un euro. ¿Qué relación hubo entre la adquisición de las acciones y la
quiebra? Cuando las adquirían, ¿estaban colaborando a la destrucción del
banco o estaban retrasándola?
Los pequeños accionistas no
tienen ni idea. Pero ya hay cientos de abogados ofreciendo sus servicios
a las víctimas, que desean tanto recuperar sus ahorros como averiguar
qué pudo ocurrir. Todos anhelamos una explicación, no por nada, sino por
comprender el mundo. En momentos como el actual, si sabes lo que ocurre
dentro del Santander, sabes lo que sucede en el interior de la
realidad. Por cierto, ¿corren peligro también los accionistas de este
banco que se acaba de zampar al Popular como un camaleón a un mosquito?
En
la carretera que conduce al aeropuerto de Madrid, llevan meses
construyendo un edificio gigantesco, con capacidad para cinco mil o seis
mil personas. Pertenece (pertenecía ya) al Banco Popular. Se trata de
un edificio de ricos riquísimos, pero aún no lo han acabado y ya está en
ruinas. ¿Quién lo entiende?
No molestar
Juan José Millás
13.06.2017 | 05:30
Como no somos muy listos, necesitamos ayuda. Para eso está, por
ejemplo, el Tribunal Constitucional. ¿Tienes dudas acerca del
significado de tal cual artículo de la Carta Magna? Acudes a los jueces
del TC y en dos, tres años, o cinco años, no sé, te lo aclaran. Como
acabo de decir, no somos listos, pero tampoco somos tan bobos como para
no haber comprendido en su momento que la amnistía fiscal de Montoro era
una amnistía fiscal pensada para gente que siempre cae de pie porque
tiene influencias. Sabíamos, como ahora nos confirman los sabios, que
«supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el
deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos». Quizá no
habríamos sabido expresarlo de una forma tan clara (aunque habríamos
evitado la rima entre dos palabras tan próximas «abdicación» y
«obligación»), pero en el fondo, aun sin utilizar palabra alguna,
teníamos la seguridad de que se estaba premiando a los defraudadores y
humillando por tanto a quienes por estas fechas cumplimos con nuestras
obligaciones fiscales.
No somos muy inteligentes, ya digo, pero
tampoco somos completamente idiotas. Significa que ya entonces, con
varios años de adelanto sobre el Constitucional, nos pareció que con
aquella amnistía se legitimaba la conducta de los evasores.
No
necesitamos darnos el tiempo que se han dado los jueces. Fue leer la
noticia y decir: «Aquí hay gato encerrado». Y había gato encerrado, en
efecto: el que acaba de liberar el TC. Lo de liberarlo es un forma de
hablar, porque está muerto. No se puede tener a un bicho cinco años en
una cajón, al menos que se trate del gato de Schrödinger, que era un
animal teórico. Los de carne y hueso son menos resistentes. De hecho, la
sentencia del Alto Tribunal no tendrá efecto alguno sobre los que
«regularizaron» su situación. Afecta únicamente a la dignidad de quienes
cumplimos y a la indignidad de Montoro, que debería dimitir. Pero
volvamos al asunto del principio. Hay cuestiones para las que no
necesitamos la orientación de ningún sabio, y este es uno de ellos.
Significa que deberíamos confiar más en nuestras intuiciones y no
molestar a gente ocupada con nuestras inseguridades.
Las manías
Juan José Millás
12.06.2017 | 05:30
Puede haber un hormiguero de dos hormigas? Esto es lo que discutían
acaloradamente, de madrugada, en la radio, un hombre y una mujer. La
mujer aseguraba que sí y el hombre que no.
–¿Pues cuántas hormigas hacen falta? –preguntaba ella.
–Millones –respondió él.
Eran
las tres de la mañana y me acababa de tomar un ansiolítico, el segundo
de la noche, que comenzó a hacerme efecto enseguida, de modo que apagué
la radio e intenté imaginar un hormiguero de dos hormigas. Entonces me
vino a la memoria aquella película, 'La extraña pareja', en la que Jack
Lemmon y Walter Matthau intentaban conciliar sus manías en un piso de
tres habitaciones. Las manías, pensé, son producto del espacio libre. En
un hormiguero de 18 millones de hormigas, que es más o menos normal, no
hay manías que valgan. Cada una va a lo suyo, que es lo de todas, y
nadie protesta porque el cuarto de baño esté ocupado.
Creo que
dos hormigas solas desarrollarían manías incompatibles con la vida en
común, de modo que acabarían poniendo un tabique para aislarse la una de
la otra. ¿Puede entonces haber un hormiguero de una sola hormiga? Quizá
sí, no sé. Me acordé entonces de que el día anterior, dando una vuelta
por el parque, sorprendí a una hormiga arrastrando penosamente la
colilla de un porro. Lo curioso es que se desvió de la columna que
formaban sus congéneres, como si los restos de la marihuana le hubieran
hecho efecto, y se aventuró por un camino solitario, seguramente en
busca de una intimidad de la que carecía en el hormiguero.
Quizá
esa hormiga construyó un hormiguero propio y tal vez, por una de esas
cosas de los estupefacientes, adquirió de súbito conciencia de sí misma.
Me la imaginaba yendo de un lado a otro de la cueva diciéndose «soy yo,
soy yo, por fin soy yo». La idea me desveló, pese a los ansiolíticos, y
tuve que levantarme de la cama. Me dirigí a la cocina preguntándome si
yo era yo o una hormiga que acaba de adquirir conciencia de sí misma y
bebí un vaso de agua (los ansiolíticos resecan). Luego estuve viendo
hormigueros en YouTube hasta el amanecer.
El 'Titanic'
Juan José Millás
05.06.2017 | 05:30
Se afianza el «Sálvese quien pueda» como forma de vida. Muchos de los
condenados o investigados por corrupción fueron el producto del
«Sálvese quien pueda». El producto y el origen. Pregonaron esa filosofía
de la vida de la que luego fueron víctimas. De ahí que hayan acabado en
las mismas cárceles cuyas primeras piedras colocaron con sus manos.
Gritaron «Muera el Estado» y se entregaron a la rapiña. La gente
honrada, en cambio, se puso a la cola (a la del paro, a la del
ministerio de Trabajo, a la del subsidio) sin percatarse de que los
ministerios y las direcciones generales eran meras conchas vacías. El
caracol se había largado con la nómina del mes. Algunos, ingenuamente,
todavía siguen a la cola porque por la tele sale un señor que asegura
ser el presidente del Gobierno.
Pero el presidente del Gobierno
es el principal valedor del «Sálvese quien pueda». De hecho, para que le
aprobaran los presupuestos, ha llevado a cabo una subasta vergonzosa.
Estamos ante un panorama de codazos, empujones y avalanchas en las que
caeremos como moscas. La actitud más decente, cuando uno escucha ese
grito, es ponerse a tocar el violín, como hicieron los músicos del
'Titanic'.
Pero hay que tener mucha sangre fría para tocar
el violín en medio del pánico, que es donde nos hallamos ahora, buscando
el modo de salir adelante de forma individual porque han desaparecido
las soluciones colectivas. «Sea usted emprendedor», nos aconsejan.
El
emprendimiento, cuando se da en cantidades patológicas, constituye una
forma de salvación individual. No hay espacio para tantos emprendedores,
de ahí los codazos, los empujones y las avalanchas mortales ante las
puertas de emergencia.
Se pregunta uno si el sentido de la vida
debe ser una conquista de orden personal o si el Estado tiene algo que
ver en ella. Hay países en los que la felicidad de sus habitantes forma
parte del PIB. Y forma parte del PIB porque la suma de las felicidades
individuales da lugar a un espacio público amable, en el que nadie
arranca un ojo a otro para tener dos. Significa que es preciso hallar un
equilibrio entre lo que pone uno y lo que pone el Estado. Cuando el
Estado no pone nada, aparece el «Sálvese quien pueda».
Chapuzón de verano
Juan José Millás
03.06.2017 | 01:13
Me pregunto qué ocurriría si los billetes de banco que los
millonarios mueven de un continente a otro se hundieran en el mar como
los refugiados que huyen del hambre y de las guerras. ¿Qué pasaría si en
los servicios de ayuda marítima italianos o españoles se recibiera de
súbito una llamada alertando sobre la existencia de una barcaza cargada
con billetes de 500 euros, propiedad de uno de los cincuenta hombres más
ricos de este mundo? Está claro que no se perdería ni un céntimo porque
se pondrían los medios para que el dinero circulara sin correr riesgo
alguno. De hecho, ya circula así. La globalización ha hallado el modo de
que la pasta, incluso la pasta ilegal, se mueva sin problemas de Madrid
a Andorra y de Andorra a Singapur, y de Singapur a Delaware. A veces,
da la vuelta al mundo en cuestión de minutos y regresa al punto de
partida multiplicada por 10 o por 15, según, no sabemos de qué depende.
Un emigrante, en cambio, que recorra media África a pie con su familia
para alcanzar un lugar seguro, puede llegar a destino con su cuerpo o
con su familia mutilada.
Significa que la globalización está
pensada para quien está pensada. Mientras el mar se traga a las
personas, muchas veces con nuestra ayuda, los euros viajan en primera
clase, recibiendo un tratamiento de verdaderos dioses. Y eso,
insistimos, vale lo mismo para el dinero blanco que para el dinero
negro. Muchos de los chorizos que ahora mismo se encuentran en prisión
preventiva por un rosario de delitos que van del cohecho al alzamiento
de bienes, y del alzamiento de bienes al blanqueo, continúan cambiando
su dinero de lugar para disponer de un plan de pensiones cuando salgan.
Esto ocurre, insistimos, al mismo tiempo que decenas de barcas o cayucos
naufragan en el Mediterráneo mientras las fuerzas de salvamento
italianas les dicen que llamen a Malta y Malta les dice que telefoneen a
Italia.
–Es que se me acaba la batería –suplica el náufrago con desesperación.
–Pues llámeles a gritos.
El
resultado final es el de un grupo de cadáveres, muchos de ellos niños,
flotando en las mismas aguas en las que nos daremos un chapuzón este
verano.
Cólera
Juan José Millás
31.05.2017 | 05:30
Hace poco, en la localidad de Torrejón de Ardoz, muy cerca de Madrid,
un chaval de 18 años mató de un puñetazo a un anciano de 81 que se
ayudaba para andar de un bastón. Por lo visto, el anciano se disponía a
cruzar un paso de cebra, cuando el coche del joven pasó a gran
velocidad. Inmediatamente, y al observar los gestos de protesta del
viejo, el agresor detuvo el automóvil, se bajó, y mató, como decimos, al
señor del bastón. Escuché la noticia por la radio y luego la leí con
creciente asombro en el periódico. Siempre he sentido espanto ante la
violencia física, pero el espanto se multiplica cuando a la tragedia se
le añade la banalidad. ¿Qué tenía que demostrar o demostrarse ese joven
para enfrentarse a un tipo desvalido, que además venía de la farmacia?
¿Con qué fuerza le atizó para que el anciano cayera hacia atrás,
golpeándose en la nuca contra el suelo? ¿Escuchó el ruido de la cabeza
al quebrarse contra el asfalto? ¿Se dio cuenta de que al romper ese
cráneo estaba destrozando también su vida?
No lo sabemos. Lo
cierto es que abandonó al herido y huyó. Horas después, al enterarse de
que la policía seguía su pista gracias a la descripción de los testigos,
se presentó de forma voluntaria y lo detuvieron, claro. Ahí debe de
estar, en el calabozo, jugando a rebobinar los últimos días de su
existencia, imaginando cómo actuaría ahora, conociendo el final de su
hazaña. Quizá se vea deteniéndose amablemente frente al paso de cebra.
Tal vez no, tal vez en su fantasía se salta el paso de peatones, pero
sigue su camino sin prestar atención a los gestos de protesta del
anciano, al que aún puede ver por el retrovisor. De las fantasías de la
víctima no podemos aventurar nada: está muerta. Un abrazo a su
familiares, pues, y que la tierra le sea leve.
Estos días,
hablando aquí y allá acerca de mi última novela, ha salido a relucir en
algunas entrevistas el asunto de los futuribles. ¿Qué habría ocurrido si
uno hubiera salido un minuto antes o un minuto después de casa? A
veces, bastan unos segundos de diferencia para cambiar la historia. Pero
lo que en este caso nos inquieta más no es el tiempo, que habría podido
cambiarlo todo, desde luego, sino la rabia que había en ese chico para
perpetrar un acto de esa naturaleza. ¿Dónde nace esa cólera cada vez más
extendida? ¿Cómo hacerle frente?
Problemas psicológicos
Juan José Millás
28.05.2017 | 05:30
Vi la foto de un ratón al que habían trasplantado la cabeza de otro
sin eliminarle la original. Un ratón con mucha cabeza, pensé, mientras
mis ojos se deslizaban hacia la noticia. La cabeza del donante vivió 36
horas durante las que llevó a cabo las funciones de cualquier cabeza.
Ignoramos cómo se comunicó con la ya existente, si llegó a darse la
comunicación, o si se pusieron de acuerdo para, a la hora de manejar el
cuerpo, cederse alternativamente los mandos. La idea platoniana o
platónica del «yo» como mero pasajero del cuerpo se afianza en la
ficción y en la realidad. En la ficción, con la película «Déjame salir»,
de gran éxito, y en la realidad con experimentos como el citado más
arriba.
Uno de los neurocirujanos responsables del ensayo
asegura que en unos meses podrá llevar a cabo un trasplante de cabeza
humana a un cuerpo sano que la haya perdido. Tras la operación, al
paciente se le inducirá un coma de un mes, al objeto de que no se mueva,
y luego se le despertará con el nuevo organismo, al que deberá
adaptarse con ejercicios de rehabilitación.
Si el cuerpo ha
cambiado de conductor, lo lógico es que el nuevo chofer se acostumbre a
la dureza del embrague o a las particularidades del cambio de marcha.
¿Y la identidad? La identidad reside en la cabeza, claro, pero algo
influye el cuerpo. Hay gente que cambia de carácter cuando da el salto
de un Seat Toledo a un BMW. O viceversa.
Aceptamos ya como
normales los trasplantes de hígado, de páncreas, de riñones, de corazón.
Un forofo del Real Madrid puede vivir sin problemas con el hígado de un
seguidor del Atlético. Y un militante del PP con un páncreas de uno del
PSOE. Las vísceras (pese a la mala fama de «lo visceral») no conocen
colores. Su trabajo es puramente técnico y lo realizan allá donde las
colocan si las condiciones son las que deben ser. Ahora bien, un cuerpo,
un cuerpo entero, desde el cuello hasta los pies, con su estómago y sus
intestinos y sus alveolos pulmonares? Parte de la subjetividad de cada
uno tiene que ver con el cuerpo que le ha caído en suerte. Creo yo. De
ahí que se trate de un trasplante con complicaciones psicológicas de las
que carecen los anteriores. De momento, a mí, la imagen del ratón me ha
trastornado un poco.
El dictador
Juan José Millás
27.05.2017 | 05:30
El domingo 21, casi al mismo tiempo que el Madrid ganaba la Liga,
Pedro Sánchez asaltaba la Secretaría General del PSOE. Los medios de
comunicación no sabían a qué suceso dar prioridad. Ambos, aunque de
naturaleza tan diferente, habían generado muchas expectativas. Había, en
fin, un público deseando escuchar las primeras declaraciones de Zidane,
y, otro, muy pendiente de las de Sánchez. A veces, esos dos públicos
convivían en el mismo cuerpo. ¿A qué atender, pues, a qué conceder el
protagonismo informativo? El mando a distancia del televisor se
convirtió en el verdadero objeto del deseo de las familias. Las
pantallas cambiaban de La Sexta, que ofreció una cobertura completa de
lo que ocurría en Ferraz, a los telediarios convencionales, en los que
se dedicaba un espacio considerable al fútbol.
Mi impresión
general es que, tanto en las emisoras de radio como en las de TV, ganó
la batalla el fútbol. Y bien, el Real Madrid se alzó con el trofeo,
vale. Eso no cambiará nuestras vidas en los próximos meses o años. El
éxito, en cambio, de Pedro Sánchez alterará el mapa político hasta
extremos que ahora mismo no somos capaces de imaginar. No es que se vaya
a producir una revolución ni nada parecido, pero no hay duda de que se
modificarán los equilibrios que venían manteniéndose hasta ahora en el
Parlamento. Las dificultades del gobierno de Rajoy aumentarán y no es
descartable un adelanto de las elecciones. España entera, en fin, y no
solo el PSOE, se jugaba algo en esas primarias que tanto ruido hicieron y
continúan haciendo.
Pero la batalla informativa, la noche de
autos, la ganó en fútbol. Y al día siguiente, en la celebración que los
merengues llevaron a cabo en la plaza de la Cibeles, había más gente que
en la manifestación convocada por Podemos en la Puerta del Sol dos días
antes. No sabe uno qué pensar de todo esto. Si hubiéramos vivido bajo
una dictadura, habríamos achacado a una orden del dictador la rareza de
que los medios eligieran el deporte como la noticia de la jornada. Pero
no es el caso. Los medios pudieron elegir en libertad qué suceso
destacar sobre el otro. Debemos deducir, pues, que cada uno de nosotros
lleva dentro un pequeño dictador que proporciona relevancia a lo que no
la tiene.