Juan José Millás 

Andamios al sol

15.06.2016 | 05:30
Andamios al sol
El otro día, en la localidad madrileña de San Sebastián de los Reyes, murió un obrero afectado por un golpe de calor. El relato, de tan sencillo, resulta emocionante. El hombre se encontraba en el andamio cuando se sintió mal. No muy mal, un poco. Sin aspavientos de ninguna clase, con la naturalidad con la que otros salen del despacho a fumar un cigarrillo, se volvió a sus compañeros de faena y les dijo que iba a bajar un rato, suponemos que a dar un paseo por la sombra.
Sus colegas le hicieron un gesto con la mano y siguieron a lo suyo. Ya en la superficie terrestre, el afectado caminó unos pasos y se mareó. Como no volvía en sí, llamaron a una ambulancia que no logró reanimarlo. Murió de varios infartos, ignoro si seguidos o simultáneos.
Eso es todo. Un suceso imposible de adornar. Inténtelo usted y verá que rechaza cualquier clase de retórica.
– Oye, que parece que me estoy mareando. Voy a tomar un poco el fresco –le dices al de al lado.
– Vale, no te apures –te contesta.
Llegas a la calle, buscas la sombra del edificio en cuya fachada te encontrabas trabajando y el malestar del andamio se convierte en desmayo. Una lipotimia, piensas, antes de caer redondo al suelo. De lipotimia nada. Cuatro paradas cardiacas que destrozan en cinco minutos los músculos del corazón. Chico, así son las cosas. Mucho calor, mucho sol.
Pongamos que hay que decírselo a la viuda y a los hijos. Aquí ya se puede aderezar el asunto con una porción de sentimentalidad en la que evitó caer el periódico donde leí la noticia. Un obrero muere de un golpe de calor y punto. Hidrátense ustedes de vez en cuando. Nada, en fin, que añadir, prohibido hacer periodismo de sentimientos. Eso lo dejamos para cuando muere un banquero, aunque haya muerto hidratado hasta las cejas.
Cuando fallece un banquero, te enteras de la conmoción que provoca a su alrededor. Es posible que tú mismo te conmuevas al hacerte cargo del desconsolado estado de la viuda. Si uno fuera más joven, averiguaría la dirección del obrero muerto y acudiría a su casa para escribir un reportaje sobre los andamios al sol.
Juan José Millás 

Problemas educativos

14.06.2016 | 05:30
Problemas educativos
En la mesa de al lado, a la hora de la merienda, un adolescente se quejaba a su padre de la situación mundial. El padre lo escuchaba como si él fuera responsable de todo: de las amnistías fiscales, de la brecha salarial con Europa, de la desigualdad creciente, de la indigencia galopante, del falso empleo, de la corrupción legalizada, de los encarcelamientos injustos, del acné, del vitíligo, de la campaña electoral?
Cuando el hijo tomó un respiro para dar cuenta del refresco, el padre pronunció esta frase: «Partiendo de la base de que hay gente a la que no le gusta el jamón, cualquier cosa es posible, hijo, incluso que a mayor crecimiento económico haya más pobres y a mayor prosperidad más déficit».
Al hijo debía de gustarle el jamón, y mucho, por la cara de extrañeza que puso frente a la aseveración del adulto. El caso es que dejó de protestar y cayó en un ensimismamiento que el padre aprovechó para encender un cigarrillo (nos encontrábamos en una terraza de verano).
Pensé que hay padres que saben responder y padres que no. Me encuentro entre los que no. Las respuestas me llegan con retraso, cuando ya han perdido toda su eficacia. Digo que ´me llegan´ como si vinieran del algún sitio y quizá sea así, pero ignoramos de dónde. Una mañana estaba paseando por el parque, dejando volar mi imaginación, cuando de súbito se me ocurrió lo que debía haber respondido a mi hijo mayor cuando, hace veinte o treinta años, me preguntó por los secretos de la vida. Tuve la tentación de llamarle, para decirle que ya tenía la respuesta, pero a esa hora estaría llevando a su propia hija al colegio y no podrá coger el móvil.

Cuando salió del ensimismamiento, el joven de la mesa de al lado reprochó al padre que fumara.
-Me das mal ejemplo –añadió.
El padre expulsó el humo y respondió que fumaba porque la daba la gana, a lo que el adolescente volvió a sumirse en el silencio. Yo jamás me habría atrevido a responder de ese modo, ni siquiera me habría atrevido a encender un cigarrillo delante de mis hijos, y no era cuestión de encenderlos ahora, retrospectivamente. Regresé a casa confundido, pensando en lo difícil que resulta educar.
Juan José Millás 

Gastritis

11.06.2016 | 02:13
Gastritis
Imagine que es usted crítico de libros y que cada semana, durante meses, debe comentar la misma novela. A lo mejor consigue que las tres primeras reseñas resulten originales, pero qué decir de ella después de dieciocho críticas. Tal es la situación actual de los comentaristas políticos. Se levantan cada día con la mejor voluntad del mundo, se asoman a una realidad idéntica a la de ayer y a la de anteayer, y luego se sientan frente al ordenador dispuestos a escribir el artículo de hoy, que debería ser distinto al de mañana.
La realidad se puede repetir; el análisis político, no. Por eso los expertos agradecen cualquier cambio, por previsible que resulte. Que la CUP, sin ir más lejos, no apruebe los presupuestos. Pero cambios, lo que se dice cambios, hay pocos por no decir ninguno. Se asoma uno al tablero y ahí siguen los cuatro (Rajoy, Rivera, Sánchez e Iglesias), de guardia, en la misma casilla en la que se encontraban cuando nos fuimos a la cama.

Nadie ha movido ficha.
Es un milagro que sin dejar de ir de acá para allá continúen en los mismos lugares. ¿Qué escribir, pues? Del debate moderado por Évole en La Sexta, por ejemplo, lo único que llamaba la atención era el sudor del candidato Rivera. No podía uno dejar de mirar las manchas de humedad que aparecían en la camisa, bajo las axilas, y que avanzaban hacia el pecho del candidato a velocidad de vértigo.
También llamaba la atención el sudor de su frente. Este dato orgánico no debería formar parte de un análisis político, pero dado que sus palabras carecían de interés y que los usuarios no podíamos cambiar de canal sin riesgo de perdernos algo interesante, no nos quedaba otro remedio que decírselo a la esposa. O al marido.
-Cómo suda.
Tampoco de Iglesias escuchamos nada sorprendente, pero como no sudaba ni se metía el dedo en la nariz, resultaba más difícil analizarle. De manera que cada día, al abrir la prensa, busco los artículos de los politólogos, para ver si han logrado decir algo nuevo sobre una realidad vieja. Y algunos lo logran, ¡qué mérito! Es como si un crítico gastronómico tuviera que escribir una nota diaria sobre el mismo cocido. Acabaría con gastritis.
Juan José Millás 

El sudor frío

09.06.2016 | 05:30
El sudor frío
La realidad no es líquida, es viscosa. Si fuera líquida, fluiría, pero observen, por ejemplo, el tráfico en las ciudades y tomen nota del estreñimiento de la campaña electoral. Nuestras vidas empiezan a tener la viscosidad del aceite. Los filósofos de la ´modernidad líquida´ deberían revisar sus ideas, no ya por la pérdida evidente de liquidez, que afecta incluso a Tita Cervera, sino por la ausencia general de modernidad en la vida moderna. O contemporánea. Siempre ha habido tensión entre lo contemporáneo y lo moderno.
Lo más moderno que tenemos ahora mismo es la exposición de El Bosco en el Museo del Prado. Lo digo por poner un ejemplo claro como el agua. Por cierto, que las temáticas de Hieronymus son más bien viscosas, como el semen del diablo (y el nuestro). No hemos escuchado a los biólogos hablar del semen líquido, aunque sí de un semen menos rico en espermatozoides.
¿Hubo un tiempo en el que la modernidad (o la contemporaneidad, si lo prefieren) fue sólida? Quizá en la foto fija sí. Cada uno, al repasar su vida, puede hallar momentos macizos, seguros, arraigados. Pero si observa la película entera, y no el fotograma fuera de contexto, comprobará que la realidad ha sido casi siempre viscosa, no viscosa como el mercurio, que brilla y no pringa, sino como la melaza, que lo deja todo perdido. La realidad siempre estuvo desaseada, por lo menos a partir de la fundación de la Historia. La Prehistoria era otra cosa. En la Prehistoria lo moderno y lo contemporáneo estaban dotados de una sincronía especial por inconsciente. El neandertal era líquido, en el sentido de puro y cristalino. El sapiens, turbio. Ganaron las batallas los turbios, de ahí la viscosidad en la que chapoteamos.
Ahora se emplea también el término volátil para describir un mundo en el que nada dura. De nuevo se equivocan. Lo viscosidad es incompatible con la volatilidad. Estamos en campaña electoral desde diciembre del año pasado. Una campaña gaseosa no puede durar tanto. Dura porque se desliza con la pereza con la que la leche condensada cae del bote a la taza. Así de lenta, así de atroz y perezosa, pero menos dulce, aunque muy indigesta. El mundo no es volátil ni líquido, ya nos gustaría, es espeso como el sudor frío de las pesadillas.
Juan José Millás 

Ambientadores y anvientadores

08.06.2016 | 05:30
Ambientadores y anvientadores
Ayer compré el pan en una gasolinera. Una excentricidad, como la de llamar zika al mosquito cica. El pan era malo por ser de gasolinera como el zika es malo por no llamarse cica. Al salir a la calle con el pan debajo del brazo, comprendí por qué a la barra de pan se la denomina ´pistola´: porque nos la ponemos donde los policías de la secreta y los gánsteres se ponen la sobaquera. Además, mata el hambre. Llevaba años dándole vueltas a este asunto y de repente, ya ven, me alcanzó la iluminación junto a un surtidor de diésel. Así es la vida. Por cierto, que en la caja de la gasolinera, cuando me disponía a pagar, descubrí unos botes pequeños, como de paté caro, que resultaron ser ambientadores. Los había con olor a vainilla y a bosque. Aunque detesto los ambientadores, algo me impulsó a llevarme el del bosque, que, según la leyenda de la tapa, duraba sesenta días. Me pareció barato: tres euros con ochenta a cambio de trabajar durante dos meses en medio de la naturaleza.

Al llegar a casa, me encerré en mi estudió y abrí el bote, del que salió un aroma excesivo, no sé si a bosque, quizá a bosque en estado de putrefacción. En el interior del recipiente había una especie de gasa empapada en algo muy oscuro, como si el diablo se la hubiera aplicado en una herida infectada antes de envasarla. Al leer con más atención las instrucciones, advertí que resultaba peligroso el contacto directo con la sustancia olorosa. Estoy viendo por la tele una serie sobre ´La semilla del diablo´ que me ha sensibilizado mucho sobre los vendedores de semillas, incluido Monsanto, que estos días sale mucho en los papeles.
En todo caso, coloqué el ambientador en la estantería de los diccionarios y me puse a trabajar. Al poco, me entró un picor de garganta insoportable, acompañado de una somnolencia que no hallaba forma de combatir. Tuve varios microsueños donde me veía en medio de un bosque encantado en el que unas brujas de cuento de brujas me sacaban el hígado y se lo repartían. En uno de los despertares, reuní las fuerzas suficientes para coger el ambientador con aroma de bosque, que debería haberse llamado «anvientador con aroma de vosque» y lo arrojé a la basura.
Como digo, esto fue ayer, pero aún no he conseguido eliminar el olor.
Juan José Millás 

Interior y Agricultura

07.06.2016 | 01:53
Interior y Agricultura
Me paró un individuo en la calle y me preguntó por favor cuántas eran ocho por cinco. Cuarenta, le dije. El sujeto me dio las gracias y seguimos cada uno nuestro camino. Al llegar a casa se lo conté a mi mujer y me dijo que a ella, el día anterior, le habían preguntado quién era el autor de ´La divina comedia´. Le describí al tipo del ocho por cinco, por si se trata de la misma persona, pero no se parecía nada al de Dante. Me fui a la cama asombrado por la situación. Al día siguiente, estaba en un bar, tomándome un café con una ensaimada, cuando la mujer que desayunaba a mi lado me preguntó por las propiedades del sustantivo. En mi mundo, hasta entonces, los desconocidos te abordaban para preguntar por la hora, por una dirección, o para pedirte fuego. Estas demandas me parecieron completamente nuevas. Al salir a la calle, me acerqué a una parada de autobús y pregunté a una adolescente por la composición del agua.
Dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno –me respondió con naturalidad, sin mostrar extrañeza alguna por mi interés. Comprendí que el mundo había cambiado sin que yo, dado como soy al ensimismamiento, lo hubiera advertido. Ese mismo día, después de comer, encendí la tele para ver las noticias y salió el ministro del Interior, que, según dijo, acababa de leer una novela de Dostoievski de la que se deshizo en elogios. También apareció el de Agricultura para recomendar ´De rerum natura´, el célebre poema de Lucrecio sobre la naturaleza del universo. Cuando llegó el momento de la información deportiva, el capitán del Madrid, después de felicitarse brevemente por los últimos éxitos de su equipo, recomendó a los espectadores que acudieran al Museo del Prado para visitar la exposición de El Bosco. Como ya habrán adivinado ustedes, todo esto no fue más que un sueño.
Lo portentoso es que al salir a por la prensa pasé por un colegio en cuya puerta había un crío haciendo a toda prisa los deberes. Al verme, se dirigió a mí para preguntar cuántas eran ocho por cinco. Cuarenta, respondí con la sorpresa que cabe imaginar, y continué mi camino en la esperanza de que se reprodujera también el resto del sueño.
Juan José Millás 

Nos ayudan bastante

02.06.2016 | 01:20
Nos ayudan bastante
Si Albert Rivera, para ir a Venezuela, hubiera salido por la puerta de atrás de Europa, en vez de por la de delante, habría tropezado con miles de hambrientos chapoteando medio desnudos en el barro. Hablo de esos fantasmas a los que llamamos impropiamente refugiados y entre los que hay niños, mujeres, viejos, gente de mediana edad y de distintas procedencias. Los hay con fiebre, con forúnculos, con muletas; los hay ciegos y tuertos y cojos, casi todos con muestras de raquitismo. También hay mujeres embarazadas y familias rotas y quizá hay (si el hambre de sus dueños no ha dado cuenta de todos) algún animal doméstico. Si Rivera hubiera salido por esa puerta, con la conciencia social que le caracteriza, no habría llegado a Venezuela. Se habría quedado en la frontera, echando una mano antes de dar una rueda de prensa para denunciar el vergonzoso comportamiento de Europa ante esa crisis humanitaria que nos importa un rábano.
Pero ni siquiera necesitaba salir de Europa. En vez de marcharse tan lejos, podría haber visitado algunos barrios de Madrid, de Barcelona o de cualquier otra ciudad española donde, hasta hace cuatro días, vivían familias de clase de media que han devenido pobres. Hay casi un tercio de la población española en esa situación predemocrática, casi prehistórica. Gente que no puede ir al dentista, que no puede adquirir unas gafas, que no puede arreglar la nevera, que no puede comprar una caja de Ibuprofeno, que se tiene que colar en el metro para ir o volver de la casa de sus padres. Lo piensas, piensas en todas las necesidades que tenemos aquí al lado, por las que la política hace tan poco, y cada vez entiendes menos ese viaje a Venezuela.
– No seas idiota, no lo hizo por razones humanitarias.
– ¿Qué fue a buscar entonces?
– Votos, votos baratos, de los que se obtienen llorando en público para presumir de una sensibilidad de la que careces.
– ¿Entonces Rivera es un sinvergüenza?
– Decídelo tú mismo.
Nos pasamos el día decidiendo a qué categoría mental y moral pertenecen nuestros políticos. Tenemos que agradecerles, eso sí, que ellos nos ayudan bastante.
Juan José Millás 

Siga usted pensando

01.06.2016 | 05:30
Siga usted pensando
Leo con asombro que los amigos del Toro de la Vega reivindican el festejo como parte de su identidad colectiva. Según El País, un funcionario del ayuntamiento, cuyo nombre omito en consideración a su familia, ha llegado a declarar que prohibirlo equivale a tirar abajo un monumento. No precisa a qué llama «monumento» ni si está comparando, por decir algo, la tortura con la catedral de Burgos. La catedral de Burgos es, en efecto, una de las cimas del gótico. Si hubiera manifestaciones a favor de su demolición, deberíamos preocuparnos, pues significaría que la barbarie habría llegado ya a las puertas de nuestros domicilios. Me horrorizaría vivir en un mundo en el que a la gente le hiciera daño la existencia del acueducto de Segovia, por decir otro algo. Y me incomoda que el funcionario aludido más arriba asegure que lo que se pone en juego en el espectáculo de marras es la inteligencia del hombre contra la bravura del toro.
Doy por supuesta la bravura del toro, pero dudo de la inteligencia del hombre. He visto en la tele algunas imágenes de la fiesta que no parecían un modelo de agudeza intelectual. Vete a saber si este hombre llama inteligencia a lo mismo que llama monumento. Lo que aquí ha ocurrido (suponemos nosotros) es que nuestro funcionario municipal se puso a pensar en horas de trabajo (quizá le pagan para eso, para pensar) y se le encendió una luz.
Una luz negra, cabría decir, o siniestra, para entendernos. Se dijo: «Ya está: las tradiciones son como las catedrales». Y se quedó tan ancho. Luego le vino a la cabeza el tópico de la identidad colectiva, que está al alcance de cualquiera en las tiendas de Todo a cien, y armó un discurso para la prensa con el que se quedó más contento que unas pascuas. No advirtió en su ceguera que hay zonas de la identidad que es mejor reprimir y, a ser posible, eliminar. ¿Imaginan ustedes a un pederasta defendiendo que su inclinación es sagrada porque forma parte de su identidad? Pues ahí lo tienen. No se apure usted, querido funcionario. La cultura nace precisamente de la represión de nuestros instintos más bajos: verbi gratia, aquel que nos lleva a torturar sin ton ni son a un pobre astado. Pero no se nos desanime usted, siga pensando.
Juan José Millás 

Texto y contexto

31.05.2016 | 01:57
Texto y contexto
Los telediarios nos dejan sin palabras, aunque tengamos muchas. Escuchas a Soraya Sáenz de Santamaría o a Montoro decir que la carta de Rajoy a Juncker prometiendo recortes no es la carta de Rajoy a Juncker prometiendo recortes, y te quedas absurdo, porque tú mismo la acabas de leer y jurarías que es una carta de Rajoy a Juncker prometiendo recortes. No para ahora mismo, claro, sino para después de que ganen las elecciones. Niegan, sin ponerse colorados, lo que todos hemos visto y escuchado y hasta tocado con estos dedos que se han de comer la tierra (¿o lo que se comía la tierra eran los ojos?). Te levantas un momento del sofá para ir al botiquín a por un antiácido y al volver está Andrea Levy asegurando que un millón doscientos mil euros de fianza no van a ninguna parte. No significa nada, en fin, que un juez te ponga, como partido político, en esa tesitura. Para rematar la faena, termina asegurando que no volverá a ocurrir lo que un poco antes ha dicho que no había ocurrido.

Yo hablo mucho en mis talleres de escritura de la diferencia entre lo que ocurre y lo que se nos ocurre. Resulta fundamental conocerla para un escritor. Si bien es cierto que la frontera entre la realidad y la ficción es más porosa de lo que creemos, no es menos exacto que ese límite existe y que cualquier persona con dos dedos de frente debe saber a cada instante en qué lado se encuentra. Pero al cuarto de hora de estar viendo el telediario, dudas de si lo que ocurre se te está ocurriendo o viceversa. Pongamos que aparecen en la pantalla Miguel Roca y el juez Castro, y que el primero niega la información que acaba de dar el segundo acerca de la solicitud de una reunión secreta que el bufete del abogado pretendía mantener con el magistrado. Uno de los dos miente y todos sabemos cuál. Pero, incluso sabiéndolo, sientes una vergüenza enorme y una sensación de irrealidad con la que te vas a la cama y sueñas lo que sueñas. ¿Qué rayos vamos a soñar después de la terapia de choque del telediario?
¿Y qué me dicen de ese otro juez al que hemos escuchado pactar la declaración con un imputado para perjudicar a una compañera? Pues tampoco ha sucedido. Han sacado las cosas de contexto. ¿Pero queda todavía contexto o todo es ya puro texto?