Juan José Millás
Espero la llamada
08.10.2016 | 01:46
La distancia entre nosotros y la realidad es la que hay entre
cualquier dependencia de la vivienda y el salón en el que se encuentra
la tele. Hay más teles en la casa, de acuerdo, pero la del salón
continúa siendo la canónica, aparte de la más grande. Mucha gente se
pasó el último fin de semana sentado frente a la realidad política
(concentrada en las desventuras del PSOE), con ligeros intervalos para
ir al baño o a la cocina, a picar algo.
Para que nos traigan el pedido del supermercado, todavía tenemos que
hacer el esfuerzo de llamar, pero la realidad política te la traen sin
pedirla. Basta con apretar un botón del mando a distancia. También puede
llegarte a través del ordenador, abriéndolo, o del móvil, conectándote a
la web que más te guste. Se tarda en llegar a la realidad lo que se
tarda en recorrer el pasillo.
Quienes tenemos cierta edad recordamos aún la época en la que ibas tú a la realidad en vez de que ella llamara a tu puerta
-¿Quién es?
-El pedido de la frutería.
-¿Y ahora quién llama?
-Le traigo el libro que solicitó ayer por internet.
Si quieres recorrer una ciudad de China, entras en la página
correspondiente de la Red y te pasas la tarde yendo de un lado a otro,
incluso puedes montarte en el metro. La realidad, servicio a domicilio.
A las personas que el sábado pasado se hallaban a las puertas de la
sede del PSOE, en la calle Ferraz, habría que pagarlas por trabajar como
extras de esa realidad que otros contemplábamos desde el salón. Daban
mucho colorido al ambiente y proporcionaban al relato una verosimilitud
increíble, valga la paradoja, además de hacer compañía a la prensa.
Salir a la realidad, cuando no hay necesidad alguna de ello, debería
tener algún tipo de subvención. Yo, que voy a por el periódico de papel
todos los días, soy grabado por 15 o 20 cámaras entre la ida y la
vuelta. Significa que animo un poco la calle. No digo que me den un
sueldo, pero sí algún tipo de reconocimiento simbólico.
Espero la llamada de quien corresponda.
Juan José Millás
Un espejismo
05.10.2016 | 05:30
El otro día alguien, en una conversación, dijo que el relato había
cambiado. Por relato no se refería solo a la peripecia argumental, sino,
sobre todo, a la forma de contarla. Tampoco se refería al relato
novelesco, sino al de la vida cotidiana. Yo, que voy muy atento a las
conversaciones del metro y escucho siempre lo que se dice en la mesa de
al lado, en la cafetería, no estoy seguro de que ese cambio se haya
producido. Los hijos discuten con los padres por las mismas cosas que
nosotros discutíamos con los nuestros. Nosotros, de pequeños, no
queríamos un teléfono móvil porque no existían, pero queríamos tebeos de
´La pequeña Lulú´, que eran carísimos porque los traían de México,
creo. Y queríamos un mecano, que también estaba fuera del alcance de la
economía de nuestros mayores. En cuanto a las parejas de novios, no veo
tampoco que se peleen por cuestiones muy diferentes a las de entonces.
Y el modo de pelearse, o de quererse, reproduce fielmente los modelos
aprendidos en la televisión o el cine: igual que hace 40 años con
pequeñas variaciones morfológicas que no afectan en absoluto a la
sustancia de lo que señalamos. El relato cambia más despacio de lo que
nos gustaría, o de lo que les gustaría a los sociólogos, que siempre
están a punto de escribir un libro sobre el cambio del relato.
El machismo, por ejemplo, que constituye una forma de relación
(palabra de la que se desprende relato) antigua, tiene una vigencia
sorprendente en los institutos de enseñanza media, incluso en la
universidad. El malote de la clase sigue teniendo éxito entre las chicas
y la bondad se sigue identificando como una forma de idiotez. La
igualdad real entre hombres y mujeres: eso sí que significaría un cambio
espectacular del relato o del modo de relacionarnos.
Que las mujeres, a igual trabajo, ganaran lo mismo que los hombres,
que en el mercado del servicio doméstico hubiera también varones, que
las tareas de casa no fueran responsabilidad de ellas en el grado en el
que continúan siéndolo. ¿De verdad ha cambiado el relato? Quizá sí, pero
para volverse más antiguo. Las relaciones laborales actuales, por
ejemplo, se parecen más ahora a las del siglo XIX que a las del XX. El
cambio de relato, en fin, constituye un espejismo de la sociología.
Juan José Millás
'Panta rei'
04.10.2016 | 05:30
Opinar sobre la actualidad es cada día
más difícil, sobre todo porque la actualidad no dura. Escribes un
párrafo sobre esto o lo otro, sales a la calle a fumar un cigarrillo, y
ese párrafo se ha quedado antiguo cuando vuelves a la mesa. Fíjense en
el PSOE, cuyos infortunios cambian minuto a minuto. No se puede escribir
un artículo cada sesenta segundos. La actualidad se ha vuelto
heraclitiana, con perdón. Panta rei. Todo pasa, decía el de Éfeso, por
lo que resulta imposible bañarse dos veces en el mismo río, etc.
Ignoramos si Heráclito se refería a la actualidad, en el caso de que
entonces existiera ese concepto, pero se anticipó unos cuantos siglos a
su época. Quizá intuía ya las complejidades informativas que conllevaría
la aparición de internet y de la realidad líquida. Abres el grifo de la
actualidad y salen las noticias como un chorro de agua imposible de
contener entre los dedos.
Lo paradójico es que te duermes quince días seguidos y al despertar
todo sigue en el mismo punto en el que lo habías dejado. Significa que
la actualidad es dinámica y estática de manera simultánea. Cuando el
muro de Berlín no sucedían estas cosas. Si el muro se caía, se caía. Lo
que resultaba imposible era que se mantuviera y se cayera a la vez. Hay
una película magnífica sobre el asunto. Se titulaba ´Good Bye, Lenin´, y
trataba de una señora que entraba en coma en la Alemania del Este y se
despertaba cuando todo era Oeste. El asunto nos trae a la memoria la
peripecia de aquellos astronautas que despegaron de la URSS y
aterrizaron simplemente en Rusia. Hubo un tiempo, en fin, en el que las
crónicas duraban más de 24 horas.
Supongamos que diriges un periódico y que envías a un redactor a
Ferraz, para que cubra lo que ocurre en la recepción. Lo más probable es
que antes de que llegue tengas que llamarle al móvil para que vuelva
porque Ferraz ya no existe o porque el PSOE ha cambiado de sede. Si no
hubiera móviles, no podrías llamarle. El móvil es en gran medida
responsable de la crisis del periodismo. Por su culpa, las noticias
mueren antes de nacer. Todo esto era para explicar que no afirmo ni
niego nada respecto a Pedro Sánchez para no quedarme antiguo antes de
enviar el artículo.
Juan José Millás
Reiniciarse
01.10.2016 | 01:44
Cuando Faemino y Cansado era más jóvenes y se metían en un jardín verbal sin salida, uno de los dos decía:
– ¡Qué va, qué va, qué va!
A lo que el público respondía a coro:
– ¡Yo leo a Kierkegaard!
Era
un modo ingenioso e irónico de resetearse que hoy no funcionaría porque
la gente ya no sabe quién es Kierkegaard. Es lo que tiene prohibir la
Filosofía, que tarde o temprano se resiente el humor. El efecto
mariposa, dirán algunos, y no estaría mal visto. El caso es que llega un
momento en el que nos duele el humor. Metafóricamente hablando, se
entiende, pues el humor no forma parte del hígado ni de ningún otro
órgano. Tampoco el zapato forma parte del pie y a veces se dice «me
duele el zapato». He aquí una metáfora que podría dar el salto a la
literalidad si la marca de deportivas Nike se empeña, y parece que sí,
que se empeña.
Acabo de leer que está a punto de sacar unas
zapatillas que se ajustan como un guante al pie de cada uno gracias a
unos sensores que, instalados en el tacón, generan en el cuerpo del
calzado unos movimientos orgánicos dirigidos a convertirlo en pie del
mismo modo que el agua, al envasarla, se convierte en botella.
– ¡Qué va, qué va, que va!
– ¡Yo leo a Kierkegaard!
En
serio, tengo el recorte del periódico con la noticia. Significa que la
frontera entre el pie y la zapatilla se borrará de tal modo que cada uno
adquirirá las cualidades del otro, por lo que la frase ´me duele el
zapato´ perderá su calidad simbólica para caer en una expresión
realista, incluso de realismo sucio si acabas de pisar una caca de
perro.
Me duele el zapato.
Me duele el PSOE.
Al final, todo se resume en el dolor de cabeza que nos produce la política y sus aledaños.
– ¡Qué va, qué va, qué va!
– ¡Yo leo a Kierkegaard!
Pues eso, que a ver si nos reseteamos.
Juan José Millás
Sin talento
28.09.2016 | 05:30
Tiene uno la impresión, escuchados atentamente los análisis
poselectorales, de que el país del que nos hablan ya no existe. Quizá no
vuelva a existir. Significa que votamos programas políticos tan
fantásticos como los líderes que los encarnan. Toda esta sucesión de
campañas y domingos electorales empieza a adquirir el tono de un relato
fantástico, a veces de terror, en el que vamos entrando sin darnos
cuenta, como en una película de género. La película dura hora y media o
dos, pero la realidad es para los años venideros; la sufriremos
nosotros, nuestros hijos, nietos y biznietos, a menos que nos parta un
rayo a todos en mitad de la proyección. Día a día, cada uno ha de
enfrentarse individualmente a lo que le ha tocado y, colectivamente, a
lo que nos ha tocado. ¿Se habla en las campañas de lo que nos ha tocado
(o de lo que nos hemos buscado)? Sin duda, no.
Se habla de una
película que ya como ficción es mala, de manera que cuando uno intenta
transitar desde ella al mundo real, y si no está muy enajenado, se rompe
la crisma. Si está muy enajenado, también. Un país rompe crismas. Nos
la rompemos individual y colectivamente cada vez, que rascando la
pintura informativa superficial, vamos a los datos reales de la
corrupción, de la deuda, del déficit, del paro, de la calidad del
trabajo, de la eficacia de la educación, pero también de la competencia
de la sanidad, del equilibrio de la justicia y hasta de los servicios de
limpieza de nuestra ciudad y hasta del estado de las papeleras de
nuestra calle. Cuando escuchamos atentamente las propuestas políticas,
advertimos con horror que los discursos van por un lado y la vida por
otro. Y no es que no se encuentren, es que se alejan más y más hasta el
punto de que quizá tengamos que votar el día de Navidad, con reflexión
en la cena familiar de Nochebuena. Bárbaro.
Viven nuestros
partidos, y sus dirigentes en un universo paralelo. Sufrimos una escasez
histórica de talento político. No encontramos, ni utilizando la
linterna de Diógenes, un líder carismático, inteligente, uno que esté a
la altura de las circunstancias. Pero no solo pasa aquí, en España:
sucede en todo el mundo. Examinen uno a uno a los dirigentes del globo y
comprenderán de qué hablamos.
Juan José Millás
Darle la vuelta
27.09.2016 | 05:30
Curioseando una vez más en el ´internet de las cosas´, descubro una
raqueta de tenis inteligente (y cara), que tras el partido te muestra lo
que ha pasado en su laberinto de cuerdas: en qué parte ha golpeado más
veces la pelota, con qué intensidad, en qué ángulo, a qué velocidad la
ha despedido, a cuál la había recibido. Quizá también, no sé, las
calorías que has quemado durante el juego, los porcentajes de sudor
caliente y frío de tus manos en función de que fueras ganando o
perdiendo el Roland Garros.
Un robot sofisticado, en fin, bajo la
humilde forma de una pala. Doy la vuelta a la página del periódico y
leo que la bombona de butano ha subido un 4%. La bombona de butano no
forma parte del internet de las cosas. Ningún sensor indica si se va a
acabar cuando estás debajo de la ducha, con el pelo enjabonado. Ninguna
aplicación te avisa de la hora exacta a la que pasará el camión de
reparto. Nadie te ayudará a sacar de debajo del calentador el envase
vacío y sustituirlo por el lleno. La bombona de butano es ya un 4% más
cara, pero continúa igual de boba. Pobre.
Me entero por la
Wikipedia de que estamos rodeados de mil a cinco mil objetos, aunque
solo utilizamos quince o veinte. Pasa lo mismo con las palabras:
disponemos de cientos de miles, pero nos vamos arreglando con las
sobras. Y eso si no vives solo, como multitud de ancianos y ancianas que
se pasan el día sin hablar y a los que acaban de subir de precio el
butano. En un hemisferio de mi cabeza aparece la raqueta inteligente y
en el otro la bombona de butano. Es casi como comparar un hacha de sílex
con una de acero. Seguramente, en el internet de las cosas existan ya
hachas conectadas digitalmente a la red para saber la intensidad con la
que has golpeado el tronco del árbol, cuántas veces, con qué gasto
energético, etc.
La pesada bombona de butano, junto al iPhone 7,
por cuya posesión la gente se pasa una noche haciendo cola ante la
tienda de Apple, parece un artefacto de la época de las cavernas. Ya
vamos viendo que el internet de las cosas no significa lo mismo que las
cosas de internet. A veces basta con darle una vuelta a la frase para
situarse en el mundo.
Juan José Millás
Por encima del hombro
21.09.2016 | 05:30
En aquella época solo había un modo de empezar el día: leyendo el
periódico. Yo entraba a trabajar a las ocho de la mañana, pero a las
siete y media ya estaba en los alrededores de mi empresa, al pie de un
quiosco en el que compraba el diario que leía a continuación en un bar
próximo, combinando sorbos de café con ingestión de artículos de fondo.
Cuando llegaba a la oficina, quizá no sabía mucho más del mundo, pero
sabía más de mí mismo porque en los periódicos no solo buscábamos lo que
ocurría fuera, sino lo que ocurría dentro.
Mejor aún: al
enterarnos de lo que ocurría fuera, intuíamos algo de lo que sucedía
dentro. Las crónicas de la Guerra del Vietnam, por citar un suceso de
larga duración, constituían las crónicas de las diferentes versiones en
lucha dentro de uno mismo. Zara acaba de abrir una tienda en Ho Chi Min,
la antigua Saigón, noticia que de primeras me desconcierta y de
segundas también. No evoluciono al ritmo del mercado.
Pero
hablábamos de los hábitos para comenzar la jornada. En aquel tiempo, los
quioscos de la Gran Vía madrileña abrían a las seis de la mañana porque
lo primero que hacía la gente al salir del metro era comprar el
periódico. Ahora abren más tarde porque solo compramos agua e imanes
para la nevera. Todo el mundo llevaba su periódico debajo del brazo
(ahora lleva su botella de agua), aunque había quien lo leía por encima
del hombro del compañero de autobús.
Las noticias te concernían
menos si las leías de ese modo. Ayer mismo, en el metro, me enteré por
el diario de mi vecino de asiento que el Estado daba ya por perdidos
26.300 millones de ayudas a la banca. Aquellos que Guindos juró que
recuperaríamos sin duda alguna.
Parte de esos 26.300 millones de
euros son míos, se los presté al Estado para que saliera del apuro y
esperaba que me los devolviera. Ya sé que no. Pero no me importa porque
al enterarme de ello por un periódico ajeno, misteriosamente, me
concierne menos que si lo hubiese leído en el mío.
Dada nuestra
pasividad ante la corrupción y demás males de la patria, parece que
todos leemos la prensa por encima del hombro de alguien, no sé muy bien
de quién. Por cierto, que acabo de adquirir para la nevera un imán que
tiene la forma de un periódico pequeño.
Juan José Millás
Una mujer multitarea
20.09.2016 | 05:30
La situación de Rita Barberá, bajándose en marcha de un tren que la
conducía a Madrid para tomar otro que la devolvía a Valencia, tiene algo
de vodevil siniestro. Si se pudiera introducir un vagón del AVE en el
escenario de un teatro, a modo de decorado, y colocar en él a la
exalcaldesa de Valencia en el momento de recibir la noticia de su
imputación, nos encontraríamos ante un momento teatral de una intensidad
inigualable. Los trenes metaforizan tantas cosas...
«El último
tren», suele decirse de la última oportunidad perdida. Tal vez Barberá
viajaba, sin saberlo, en el último tren de su existencia política.
Imaginamos
su rostro de incredulidad, casi podemos ver los relámpagos de
indignación y miedo que iluminaban los espacios vacíos de su famoso
cardado. De modo, decíamos, que cambió de tren prácticamente en marcha.
Se asomó a la ventanilla del que iba y se arrojó a una de las
ventanillas del que volvía. La acrobacia, dada las corrientes de aire
que se produce entre dos trenes que se cruzan a 200 por hora, exige una
pericia notable.
Para haberse matado, dirán algunos. En el último
instante, sin embargo, logró agarrarse al escaño de senadora y ahí la
tienen, escribiendo comunicados de ´Todo por la Patria´. Abandona el
partido porque la han echado, pero continúa aforada, no por ella, dice,
sino por el bien común.
Quizá no recuerda aquella máxima del Dr.
Johnson según la cual el patriotismo es el último reducto de los
canallas. O quizá prefiera esta otra, también de Johnson: «El éxito en
la vida consiste en seguir siempre adelante».
Rita Barberá ha
seguido siempre adelante, aunque en dirección al abismo, por lo que
vamos viendo. De un modo u otro, y haga lo que haga, siempre da un
espectáculo fallero. Da igual verla arrojando petardos a los pies de sus
invitados, que subiéndose a un taxi, que cambiando de tren o asomándose
a la calle entre los visillos de su ventana. Da igual verla en una
rueda de prensa, defendiendo un regalo de Vuitton que en una sala de
fiestas, bailando la cumba. Ha devenido, queriendo o no, en un ninot a
la que ella misma, y dado que es una mujer multitarea, acaba de prender
fuego. ¡Vivan las fallas!