Feliz jornada

23.05.2017 | 05:30
En la mesa de al lado, una mujer le pregunta su marido (supongo que es su marido) si le duele la cabeza.
"Soy «yo» el que le duelo a mi cabeza" responde el hombre subrayando el pronombre, como si acabara de descubrir esta nueva forma de daño.
Nunca se me habría ocurrido que «yo» pudiera dolerle a mi cabeza. Siempre he pensado que era ella la que me dolía a mí. La perspectiva cambia por completo. Si «yo» soy el causante del dolor, en vez de tomar una pastilla contra la neuralgia, debería tomarla contra el «yo». ¿Hay remedios contra el «yo» en el mercado? No lo creo. En todo caso, tampoco me atrevería a preguntarlo en la farmacia.
"Perdona, llevo dos días doliéndole a mi cabeza. ¿Qué me recomiendas?"
Estoy viendo la cara de mi farmacéutica, a la que, por cierto, debo ya tres recetas de tranquilizantes. La gente está acostumbrada a que los órganos molesten al «yo». No al revés. Como si los pronombres personales tuvieran menos capacidad que el hígado para amargarte el día. Pero los pronombres personales duelen. El mundo está lleno de mujeres a las que «él» mata, y al revés. Hablamos de matar en sentido figurado. También el «ello» puede provocar un malestar insoportable. Hay días en los que te levantas con una incomodidad imprecisa que llevas a todas las partes y que no tienes ni idea de dónde procede. Yo te lo digo: del «ello». El ello es un pronombre raro, oculto en la zona del páncreas, muy cerca del agujero por el que se accede al inconsciente, esa gusanera de deseos reprimidos. El «ello» se encuentra ahí, en la frontera entre lo manifiesto y lo latente. Por lo general, no se percibe su existencia. Pero hay días en las que se inflama y provoca el desasosiego difuso al que nos referíamos.

El «nosotros» otro pronombre a considerar, también es muy suyo. Te invitan a cenar a una casa en la que enseguida percibes un ambiente hostil. ¿Qué ocurre? Que a la familia anfitriona se le ha ulcerado el «nosotros». Un nosotros ulcerado puede fastidiar una reunión de amigos. Cuidado, en fin, con los pronombres y feliz jornada.

Conclusión

21.05.2017 | 02:00
 
La silicona es un gran invento, pero no sirve para todo. Envejece muy mal, por ejemplo, en el ángulo que forma el borde de la bañera con la pared. Y resulta difícil de aplicar, pese a las pistolas fabricadas para ese fin. Y pega fatal. Todo lo que he pegado con silicona, tarde o temprano, se ha venido abajo. Sin embargo, parece que funciona bien como materia prima para la fabricación de prótesis, de implantes mamarios y de moldes para flanes. Está compuesta por átomos de silicio y oxígeno, aunque no sabríamos decir cómo logran unirlos. El caso es que se encuentra en todas partes, como una especie de acero inverso con el que, cuando se seca, jugamos compulsivamente como el que juega con sus mocos, ya que tiene algo de materia orgánica.
-¿Y qué hacemos con esta ranura? –le pregunto al operario que me ha reformado la cocina.
-La tapamos con silicona.
-¿Y cuándo envejezca? –le pregunto.
-Te morirás tú antes de que ella envejezca.
No es cierto. Sé que cuando la silicona se deshidrata, pierde volumen y se agrieta. Además, es un caldo de cultivo excelente para toda clase de hongos. Le tengo desconfianza, ¿qué le vamos a hacer? El operario me asegura que no hay, para las junturas, alternativa a este polímero inorgánico que tiene, sin embargo, la consistencia de muchas de nuestras vísceras.
-¿Sabes cuántos tornillos se habrían ahorrado si cuando se construyó la Torre Eiffel hubiera existido ya la silicona.
La imagen de una Torre Eiffel pegada con silicona me pone los pelos de punta.
-No digas tonterías –le digo.
-Como quieras –dice él-. Si lo prefieres rellenamos todas las junturas con masilla.
¡Dios mío, la masilla! Si nombre me ha traído un recuerdo olfativo. Hace años que no sé de ella, pero recuerdo lo bien que se aplicaba y se alisaba luego con la yema del dedo. La masilla era una silicona sin pretensiones. Le digo que sí, que prefiero que utilice masilla y dice que estoy loco.
-Aunque yo la utilizo mucho en mi casa –concluye.

Qué bueno

20.05.2017 | 05:30
 
Estaba comiendo en un restaurante del aeropuerto, sin meterme con nadie, cuando un hombre, en la mesa de al lado, le dijo a otro:

Tesla pone hoy a la venta la teja fotovoltaica.

La frase me arrancó del ensimismamiento en el que había caído. Observé a mis vecinos de mesa. Eran dos ejecutivos como de treinta y cinco años, bien trajeados, que daban cuenta de una ración de pulpo con patatas. Pensé que 'La teja fotovoltaica' era un excelente título para un poema, de modo que cuando me devolvieron, incómodos, la mirada, se lo dije:

"Perdonen, no he podido evitar escucharles. Qué hermosa expresión, 'teja fotovoltaica'. Debería ser el título de un poema". Los dos rieron al unísono. A ellos les parecía un sintagma prosaico. Se habían acostumbrado a él. Les pregunté por ella, por la teja, y uno de ellos sacó el móvil, entró en internet y me mostró algunos modelos, cada uno más hermoso que el anterior. Las había de colores distintos, y hasta de cristal, y tenían la ventaja de adaptarse a las tejas tradicionales. Eran mucho más bellas, desde luego, que los paneles solares, que ocupan tanto espacio y que nos resultan tan marcianos.

Les conté que en mi barrio, cuando yo era pequeño, había una fábrica de tejas árabes que se hacían prácticamente a mano. Las tejas árabes reúnen una cantidad de talento insoportable. Se imbrican entre sí de un modo que no permite el paso de una gota de agua, y que aísla también del frío en invierno y del calor en verano. Se trata de la pieza de cerámica más simple que quepa imaginar, aunque de una eficacia demoledora. Puede crear sobre su superficie un musgo que colorea los tejados con una gama increíble de verdes. Cuando estas tejas, que duran siglos, se retiran, funcionan perfectamente como esculturas de jardín. Las recuerdo secando al sol sobre listones de madera. El fabricante nos miraba a los niños y nos preguntaba si queríamos pasar. Le decíamos que no.

¿Por qué le decíais que no? –dice uno de los ejecutivos.

Porque era un hombre turbio –digo yo.

En esto, anuncian la salida de mi vuelo y nos tenemos que despedir. La teja fotovoltaica, qué bueno. Muchas gracias.

Espina dorsal

16.05.2017 | 05:30
 
De la España Invertebrada a la España Alucinada, hablando en términos históricos, no hay más que cuatro días. De ahí que no le haya dado tiempo a vertebrarse antes de alucinarse. Continuamos, pues, sin una articulación ideológica capaz de someter a unidad sus diferentes territorios, a lo que hemos de añadir ahora un problema de percepción que nos obliga a ver lo que no es. Resulta, en fin, que el PP jamás destruyó a martillazos las pruebas de a corrupción de su partido, infiltrado por bandas mafiosas cuyos hilos (o hilillos, que diría Rajoy) recorrían Génova desde el primero al último piso. He ahí un caso de desvarío colectivo. España Alucinada, víctima de las sustancias psicotrópicas que nos ponen en los telediarios, todavía no sabemos quién.

Bárcenas no existió. Pero, de existir, su relación con el núcleo duro sería nula. Ganaba una millonada infrecuente en un tesorero, y cobraba sobresueldos homéricos a la vista de todo el mundo. Pero en realidad no pasaba de ser un oficial de tercera administrativo, que disfrutaba de coche oficial, secretaria, chófer y despacho con moqueta. Todo ello (para mayor estupefacción) en forma de simulación de salario en diferido etc. Y hablamos de Bárcenas por no hablar del ministro de Justicia, del Fiscal Jefe y del Fiscal Anticorrupción. Los españoles nos asomamos a estos señores y lo que vemos es una trinidad empeñada en salvar de la quema a Ignacio González.

Escuchamos las grabaciones de la poli, las procesamos, sumamos dos y dos y nos salen cuatro. Pero nos salen cuatro porque sumamos mal. Luego comparece el Secretario de Estado de Interior y asegura que dos más dos son cinco, o tres, le da lo mismo una cifra que otra con tal de que no sea la correcta. Y lo asegura con tal seriedad que le hace a uno dudar. A uno, no; a toda España, a la vertebrada y a la invertebrada, a la ebria y a la sobria, a la de arriba y a la de abajo.

Deliramos, en fin. Miren, lo de la madre superiora y los misales era una fotocomposición. Un falsificador imitó la letra de Sor Ferrusola para tenderle esa trampa que no se le puede ocurrir a nadie excepto a doña Marta. De manera que tantos años después, además de sin espina dorsal, continuamos sin sindéresis. Y sin sintaxis. Pero qué simpática es Susana Diaz. Una cosa por otra, en fin.

La esquina

14.05.2017 | 05:30
Los Pujol no se corrompieron en el ejercicio del poder. Llegaron corrompidos de casa. Esta diferencia entre los que se corrompen antes y se corrompen después resulta zoológicamente interesante. Los que se corrompen después son los típicos advenedizos que aparecen en todas las profesiones y clases sociales. No sé, el cocinero que al tener a su alcance una nevera, se lleva un cuarto de langostinos a casa en los bolsillos de la gabardina. El advenedizo se conforma con poco, carece de la ambición del corrupto nato. Un corrupto nato, hablando en términos supuestos, es un Ignacio González, que enseguida se compra una mansión. O un Granados, que cambia de peluquero a los dos días de llegar al cargo. Los Pujol eran corruptos natos.

Para el desarrollo de la corrupción nata conviene tener ideales, bien de tipo político, bien de tipo religioso, bien una mezcla de ambos. Si además de amar a tu patria por encima de todo, eres de comunión diaria, tu horizonte económico está garantizado. Todos los ministros de Franco, por ejemplo, empezaban la jornada con una misa. Muchos de sus descendientes continúan viviendo a cuerpo de rey de las fortunas que amasaron en las sacristías y detrás de las mesas de sus despachos. Observen la vida que llevan las nietísimas y los bieznietísimos del Caudillo tantas décadas después y sin haber dado un palo al agua.

Los Pujol pertenecen a esta clase de corruptos religioso-patrióticos. La matriarca del grupo era la madre superiora; el hijo mayor, el capellán, y así de forma sucesiva.

Mientras el prior lanzaba soflamas nacionalistas, la superiora llenaba los misales de billetes de dinero negro. Lo que nos preguntamos es si los gobiernos a los que apoyaron ignoraban estos tejemanejes o les dejaban hacer porque les proporcionaban las mayorías que necesitaban para gobernarnos a usted y a mí. ¿Sospecharon algo Felipe González o Aznar? Después de todo, apenas se escondían. Tiene uno, en fin, la duda de que los Pujol hubieran caído si se hubieran quedado en nacionalistas nada más. Quizá fue el independentismo lo que colmó el vaso de quienes sabían y callaban. Les ocurrió lo que a los traficantes de drogas cuando se ponen a vender en una esquina que no les pertenece.

Nos persiguen

Sobre las últimas revelaciones de Wikileaks

12.03.2017 | 00:29

Nos persiguen
Hace años, en casa de un amigo, observé con sorpresa que había colocado una tirita sobre la cámara de su portátil. Le pregunté irónicamente si estaba herida y me dijo que no, que la había puesto para protegerse de posibles mirones. Como advirtió que no acababa de entender, me explicó que era relativamente fácil que alguien entrara en tu ordenador y empleara su cámara para observarte y observar las partes de tu casa expuestas a ella. Pensé, claro, que mi amigo se había vuelto paranoico y cambié de conversación. No obstante, empecé a mirar la cámara de mi portátil con desconfianza. Lo que hasta entonces no había sido más que un pequeño objetivo de cristal colocado en la parte alta de la pantalla, su fue transformando en un ojo que tomaba nota de las expresiones de mi rostro mientras escribía un artículo, encendía un cigarrillo para premiarme un buen párrafo, o hacía muecas de disgusto cuando no encontraba el adjetivo adecuado. Me volví paranoico y yo también y acabé tapando la cámara de mi ordenador con un pedazo de cinta americana.

Poco tiempo después me enteré de que el problema no era que mi amigo tuviera delirios de persecución, sino que la persecución existía realmente. En un telediario pusieron varios ejemplos de imágenes domésticas captadas por las cámaras de personas que se dejaban el ordenador abierto en cualquier sitio. En la cama, por ejemplo. Yo no lo utilizo en la cama, pero hay muchos internautas que sí. A veces se levantan y se van con él baño para cepillarse los dientes, mientras alguien, quizá desde Australia, observa todas esas idas y venidas como el que se asoma a una habitación a través del ojo de la cerradura. Ahora muy pocas cerraduras tienen ojo. Para soportar esa pérdida hemos abierto el Gran Ojo capaz de vigilarnos desde los teléfonos móviles, los aparatos de TV llamados inteligentes (gran paradoja), o la cámara del ordenador a través de la cual vemos a nuestra familia cuando salimos de viaje y nos conectamos a Skype.

Significa que mi amigo el paranoico tenía razón. Todos los paranoicos, tarde o temprano, la tienen porque, de un modo u otro, acaban logrando que les persigan. Y eso es, según las últimas revelaciones de Wikileaks, lo que hemos conseguido globalmente: llevar razón. O que nos persigan, no sé es peor.

Zona de inclusión

La exclusión como argumento político

09.05.2017 | 00:10

Zona de inclusión
Cada época tiene sus sintagmas. "Crecimiento negativo", por ejemplo, es típico de la actual, y se estableció con una naturalidad sorprendente, aunque expresaba una contradicción en los términos. Ahí lo tienen, pues, funcionando como un lenitivo para las pérdidas. Los ministros de economía nos han hecho creer que no es lo mismo crecer negativamente que hundirse. Ahora, al rebufo de "exclusión social", se está instalando "exclusión financiera". Significa que un día recibiremos una carta de nuestro banco en la que dirán que no les interesamos como clientes. Nos habremos quedado fuera del Estado, ya que la banca es una de sus piezas fundamentales. Este sintagma, insisto, es nuevo, ni siquiera figura en el diccionario Redes, dirigido por Ignacio Bosque, en el que usted busca una palabra y aparecen aquellas a la que suele permanecer asociada.

Es nuevo y da miedo porque supone un paso más hacia la distopía en marcha. Imaginen un mundo en el que los bancos, sin haber dejado de ser imprescindibles, se reservaran el derecho de admisión. En un mundo en el que el dinero tiende a desaparecer porque pagamos ya con una aplicación del móvil, los "excluidos financieros" se verían obligados a ir de un lado a otro con billetes que quizá no les aceptaran ni en las tiendas de chuches. Ya existen los excluidos financieros, pero la exclusión avanza ahora hacia las clases medias, hacia las familias que llegan a fin de mes con la cuenta corriente a cero, cuando no con un ligero "crecimiento negativo".

Tomen nota

13.05.2017 | 05:30 La corrupción ocupa en nuestras vidas tanto espacio como el fútbol. No hay día sin partido ni sin apertura de sumario. Vivimos en un sistema binario en el que sales de los goles para entrar en las comisiones del 3% o viceversa. Significa que en los periódicos y en la tele no queda lugar para la vida cotidiana. No sabemos a qué se dedican los españoles de carne y hueso, cómo viven, cómo mueren, ni si siguen o no cortándole el rabo a sus perros. Tampoco con qué frecuencia se abren las venas a falta de una regulación de la eutanasia ¿Quién va a acordarse de legislar sobre la muerte digna o sobre el rabo de los perros, preocupados como estamos por la renovación de Mesi o los accesos místicos del clan Pujol?

Cuando los historiadores del futuro intenten escribir sobre la vida cotidiana de esta época, igual se encuentran con que la vida cotidiana ha desaparecido en los océanos de la corrupción institucional y del deporte.

–¿A qué se dedicaban los españoles en 2017?

–A la Champions, a los Pujol, a los González, a los Granados, los Marjalizas, a las Esperanzas Aguirres?

–¿Pero no iban a la compra?

–No sabemos, no han quedado registros.


Hombre, hombre, hurgando mucho en las esquinas de la realidad encuentras asuntos interesantes. Así, abundaban, por ejemplo, los falsos autónomos, abundaban tanto que llegaron a formar una clase social.

–¿Y qué era un falso autónomo?

–Un empleado fijo clandestino.

En 2017 éramos también los mejores cocineros del mundo, teníamos más estrellas Michelín de las que de verdad hay en el cielo. Pero la mitad de los empleados de estos restaurantes carecían de estatus. No eran becarios ni autónomos ni fijos discontinuos, no eran nada, aunque sacaban la mitad del trabajo en restaurantes cuyos cubiertos pasaban de 200 euros por persona, sin contar el vino. Significa que la vida cotidiana era dura, aunque nos la amenizaban con las hazañas de Ronaldo y el sentido del humor de Marta Ferrusola. Vayan tomando nota los estudiosos.

Inversión y desinversión

07.05.2017 | 05:30 Nunca sé si debo leer los suplementos económicos de la prensa o pasarlos de largo. Me pregunto si están pensados para los pobres, los ricos, o las clases medias. Teóricamente, deberían dirigirse a los pobres, que son lo que más dificultades tienen para ganar dinero. Pero me temo que los leen (o les echan un vistazo al menos), fundamentalmente, los ricos, que sin duda no los necesitan. No creo que Amancio Ortega se hiciera millonario leyendo artículos de economía. Tampoco yo, pese a leer las crónicas sobre los encuentros futbolísticos más importantes de la temporada, me he hecho aficionado al deporte. Sigo a Nadal porque me interesa su vida y siento curiosidad por sus lesiones, pero ignoro por qué, en tenis, los puntos se cuentan de quince en quince o así. En general, me gustan los artículos que hablan de sí mismos; si además de hablar de sí mismos, tratan de una materia extraña, mejor. La economía es para mí una materia extraña, pero no acabo de encontrar un discurso que me convenza.

La semana pasada, en una cena de carácter institucional, me pusieron al lado de un empleado de banca que se ocupaba de los clientes importantes de su empresa. Les aconsejaba dónde invertir y en qué momento desinvertir, etc. Me confesó que no estaba contento con lo que hacía.

–No logro que nadie gane dinero con mis consejos ni que deje de perderlo con mis advertencias.

–¿Y eso? –pregunté.

–La volatilidad –dijo.

Me pregunté entonces cuándo entró la palabra «volatilidad» en mi vida. Diría que tarde, y no a través de la poesía, como cabría suponer por su belleza, sino de la economía. Yo veo un titular con esta palabra y leo el artículo, por lo menos el primer párrafo, para ver si funciona. Lo que echo en falta en los textos económicos es la ausencia del relato. Claro, que es lo mismo que echo en falta ahora mismo en los textos sobre literatura. De ahí que me pregunte también si los suplementos literarios están pensados para la gente que lee o para la que no lee. A lo mejor no sirven ni a los primeros ni a los segundos. Quizá es el problema de los suplementos económicos: que no llegan a los ricos ni a los pobres.

Pollo al ajillo

06.05.2017 | 01:32 Comí con unos amigos y nos peleamos porque estábamos de acuerdo. Tal es la atmósfera de crispación que nos envuelve. Entre los gritos que sobrevolaban la paella de verduras, alguien vociferó de súbito:

-¡No sigáis, estamos de acuerdo!

Hubo un instante de silencio reflexivo, y luego la discusión continuó en el mismo tono porque necesitábamos estar en desacuerdo. El problema era que cuanto más luchábamos por disentir, más de acuerdo estábamos. Al final, cuando alcanzamos, sin querer, una unanimidad total en nuestros puntos de vista, nos empezamos a insultar, de modo que no hubo otro remedio que levantar la mesa e irse cada uno a su casa.

¿Qué había ocurrido? Un misterio. La política rompe tantas familias y amistades porque cuando se habla de política, se habla en realidad de otra cosa, no sabemos de qué. Ocurre también, en algunas ocasiones, cuando se habla de literatura o de cine. Hay asuntos bajo los que laten incompatibilidades de orden personal que no pueden expresarse de otro modo. No conozco ninguna amistad rota por una discusión sobre coches o sobre telescopios. Tampoco sobre cocina. Al contrario, las conversaciones gastronómicas inducen al buen rollo.

-Yo hago el pollo al ajillo así.

-Pues pruébalo de este modo que te digo y verás.

-Mañana mismo, sin falta.

A la gente le gusta intercambiar recetas de cocina y recomendarse vinos o cervezas, pero de repente, en ese clima de paz, alguien saca a relucir la moción de censura de Podemos a Rajoy y comienzan a silbar la balas. ¿Por qué? Con frecuencia, porque todos piensan lo mismo.

El caso es que salimos cabreados del encuentro y, a las tres horas de llegar a casa, supimos que uno de los amigos había tenido un accidente. Acudimos corriendo al hospital y allí, frente al enfermo, que se había roto siete costillas y un brazo, nos dimos cuenta, sin pronunciar palabra, de lo corta que era la vida y del modo en que la desperdiciábamos. Al despedirnos, quedamos para comer cuando el accidentado se recuperara.

Vomitar sangre

03.05.2017 | 05:30 Con la corrupción tenemos un problema de diagnóstico. Los cercanos a los corruptos, por piedad o por engañarse a sí mismos, hablan de pólipos sueltos aquí y allá, verruguitas o excrecencias benignas que en una colonoscopia se extirpan sin más, se envían a analizar por pura rutina, y vuelva usted dentro de cinco años porque le hemos dejado el intestino limpio, limpio, como un tubo de ensayo. Aquí es que ni siquiera hemos llevado a cabo la colonoscopia.

-No hay síntomas, son casos aislados.

A veces, se renuncia a la exploración porque está todo invadido y no vale la pena provocar más dolor en el cuerpo social. El cuerpo social vive atónito. No comprende que Ignacio González, por ejemplo, con las propiedades que tenía y los millones que apaleaba, consiguiera todavía un par de pisos de protección oficial para sus hijas. Dos pisos de protección oficial para un multimillonario, piénsalo. ¿Y lo de Esperanza Aguirre? Tú ves todos los días a un tipo que con un sueldo de servidor público vive en un palacio, tiene un ático en Marbella y lleva trajes y camisas a medida. Pero no te preguntas nada. Hablamos de una mujer que investigaba todo, que era capaz, casi, de pegar una bofetada, mientras masticaba un chicle, a una enfermera que osaba manifestarse a la puerta de un hospital. La misma Aguirre que calificaba de hijo de puta a un correligionario, que escribía cartas a todos los directores de todos los diarios quejándose de que habían dicho esto o lo otro de ella. Esa mujer que no descansaba ni los domingos, porque permanecía en un estado de vigilancia perpetua, tenía al lado a un tipo como González y no se percataba del olor a putrefacción que salía por su boca.

Hay algo que no cuadra en este caso, como hay algo que no cuadra en el caso del secretario de Estado de Interior, ni en el del Fiscal Jefe Anticorrupción ni en la Fiscalía del Estado. No cuadran los síntomas con el diagnóstico. Yo, del PP, pediría una segunda opinión, y una tercera si fuera necesario, hasta escuchar algo sensato. No se puede vomitar sangre y decir que aquí no ocurre nada. Una vez conocido el diagnóstico, el tratamiento caería por su propio peso. O por la fuerza de la gravedad.

Mesas redondas

01.05.2017 | 18:54 Aseguraba Zapatero en Barcelona que Susana Díaz era víctima de prejuicios machistas y andalucistas. Bueno, algo tenía que decir, pues para eso había ido, pero le salió lo que le habría salido a cualquiera que, en vez de prepararse, hubiera aprovechado el viaje desde Madrid para echar una siesta. En realidad, Susana Díaz es víctima del españolismo cutre que despliega allá donde da un mitin. Se trata de un españolismo que conocemos muy bien, pues viene, sociológicamente hablando, del mismísimo Franco y sus adláteres. En otras palabras, Susana Díaz no dice nada cuando habla, pero no dice nada con esa gracia que no se puede aguantar, propia de los discursos populistas que pasan por los intestinos antes de alcanzar el encéfalo. Esto es un hecho científico tan objetivable como que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, aunque todavía haya gente que defienda lo contrario.

Pues bien, si estamos convencidos de que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, la desenvoltura con la que los dinosaurios del PSOE apoyan a la lideresa andaluza solo se explica desde una desinhibición característica de los principios de la demencia senil en la que ha entrado la socialdemocracia, detectados por los electores franceses que acaban de enviar al candidato Hamon a la enfermería. A lo mejor, la España que lleva Díaz en la cabeza es la que han llevado siempre ellos en la suya, aunque venían disimulándolo hasta que la devastación neuronal ha comenzado a hacer lo que le es propio. Lo curioso es que esa devastación no afecte solo a individuos concretos, de cuya deriva intelectual se podría esperar que acabaran abrazando el geocentrismo, sino de instituciones como la gestora que, no habiendo cumplido un año de existencia, debería estar en la vanguardia del pensamiento crítico.

Frente a esa derecha rancia y populista, tenemos un centro representado por Patxi López y una izquierda aparentemente socialdemócrata representada por Pedro Sánchez, el candidato de las bases. El vasco se ve capaz de poner de acuerdo a los defensores del pensamiento ptolemaico con los valedores de la idea copernicana. Tal es el núcleo de su discurso. Agradecemos mucho su disposición, pero si le gusta moderar mesas redondas, podría elegir materias más modernas.

Deterioro

29.04.2017 | 00:23 Me pregunto qué ocurre las semanas antes de que te mate tu propio perro, que es lo que empieza a suceder, si no a diario, sí con una frecuencia inquietante. Ya saben: esas personas que crían razas peligrosas y que un día aparecen medio devoradas en el salón de su vivienda. ¿Dónde se torció la relación? ¿Hubo un lunes en el que el perro se sentó en la parte del sofá de su amo y le enseñó los dientes cuando éste intentó desalojarlo? El perro, por lo visto, piensa que forma parte de una manada (la familia que lo ha acogido) en la que conviene escalar puestos hasta alcanzar la jefatura. Por eso hay que recordarle todos los días que es el último mono de ese grupo. En todo caso, hay perros a los que les sueltas un bufido y se marchan con el rabo entre las piernas a su cojín, y perros que te plantan cara. Muchas veces, por no discutir, eres tú el que se marcha a cojín del animal.

Mal asunto. Lo digo por experiencia, pues he tenido mascotas que me sacaban de paseo, en vez de sacarlas yo a ellas. Hay un instante, en esa lucha de poder, en el que el perro y tú os miráis a los ojos y percibís lo extraño de la alianza que os mantiene unidos. Llega un momento, en fin, en el que aparece una sensación de otredad. No suele ocurrir con las razas muy domesticadas, pero sí con estos especímenes que un jueves, por un quítame allá esas pajas, se lanzan a la yugular de su dueño y acaban con él antes de que le dé una orden en inglés. Los perros obedecen las órdenes en inglés porque es un idioma de pocas sílabas. Con el español, que tiene palabras quilométricas, del tipo de otorrinolaringólogo, no se aclaran y hacen lo que les viene en gana. Pero volvemos a la pregunta del principio: ¿Qué ocurre, en los días previos al crimen, entre el amo y el animal? ¿Han discutido por el sitio desde el que ver la tele? ¿Se han peleado por una alita de pollo? ¿Ha detectado la mascota, al olfatear las prendas de su benefactor, que tiene relaciones con otros canes? ¿O se trata, por el contrario, de un proceso de deterioro en el que no es posible hallar un hecho fundacional? Nos inclinamos por esto último: por un deterioro progresivo de la convivencia que, en el fondo, resulta más humano que animal. A lo mejor, los perros asesinos se parecen más a nosotros que los pobres caniches.

Manos y narices

25.04.2017 | 05:30

Tenemos el proteccionismo por un lado y el liberalismo por otro. Tales son las dos corrientes de fondo que mueven las aguas de la superficie. Algunos intentan ser mitad proteccionistas y mitad liberales, pero no les sale. Una amiga proteccionista se casó con un hombre liberal y se divorciaron a los diez meses, cuando al liberal se le torcieron los negocios y empezó a pedir protección. Es lo que hacen los mercantilistas cuando falla el mercado. Estamos hechos de contrarios que, en lugar de pactar, chocan. Los políticos deberían aprender de los escritores, divididos permanentemente entre lo que las palabras quieren decir y lo que ellos desean formular. Se sienta uno a escribir con intención de contar esto, y el lenguaje le conduce enseguida a contar aquello. Un texto literario es el resultado de un pacto entre lo que desean decir las palabras y lo que necesitamos expresar nosotros. Si solo mandaran las palabras, nuestros textos serían previsibles. Si solo mandáramos nosotros, serían intransitivos.

Debe de ocurrir algo parecido con la pintura. Uno coloca el pincel sobre el lienzo con idea de hacerlo discurrir en esta dirección, y se nos escapa en esta otra. La cuestión es que ni el pincel ni tú alcancéis vuestros objetivos, sino que el cuadro sea un híbrido entre tus intenciones y las suyas. El arte funciona así, entre el deseo y la realidad. La ciencia, posiblemente, también. En ocasiones buscando un remedio para la fiebre se encuentra la solución para la diarrea. He ahí una forma de negociación. Lo importante es acudir al laboratorio todos los días. Como decía aquel, la inspiración existe, pero es imprescindible que nos coja trabajando.

Los contrarios, en fin, no se excluyen en casi ninguna de las actividades humanas. Lejos de eso, se interpenetran para dar lugar a lo posible. Se dice con mucha frecuencia que la política es el arte de lo posible, pero se practica poco. Los liberales piden auxilio cuando baja la Bolsa, y los proteccionistas privatizan la electricidad cuando sube. Si a estas contradicciones se le añade la salsa de la corrupción, el guiso está hecho. Pero fíjense cómo huele. Si España tuviera manos y nariz, estaría utilizando aquella para taparse esta.

Estamos muy solos

24.04.2017 | 05:30 La conectividad ha entrado en nuestras vidas de un modo lento, pero imperativo. Resulta obligatorio permanecer conectado. ¿A qué? No sabemos a qué. A todo y a nada. De la necesidad de estar conectados nace la de desconectar.
"Voy a ver si desconecto unos días".
Cuando uno era pequeño, los adultos no necesitaban desconectar porque no estaban conectados. A ver: había vínculos familiares y amistosos y laborales y vecinales, yo qué sé.
Pero hablamos de vínculos de los que no era preciso descansar porque parecían naturales.
Estábamos cenando un lunes cualquiera, cuando sonaba la puerta y era un primo segundo que vivía en Tánger y que venía a pasar un par de días en Madrid por razones de trabajo.
Pues nada, se sentaba a la mesa, se le ofrecían unas acelgas rehogadas, y se le preparaba la cama turca para que pasara la noche.
Ni siquiera había avisado por teléfono de su llegada porque no teníamos teléfono, o era muy caro. Pero ese primo estaba conectado mentalmente a la familia de tal manera que cuando llegaba se le hacía un hueco. Donde comen seis comen siete, etcétera.
La palabra conectividad, que el DRAE define como la capacidad de conectarse, no existía o no se utilizaba jamás, porque no éramos conscientes de nuestras conexiones.
Ahora estamos llenos de aparatos repletos de ranuras que están pidiendo a gritos ser penetradas por una clavija. Cada ordenador puede estar conectado a siete u ocho periféricos que admiten a su vez vincularse a una serie de subperiféricos y así de forma sucesiva. Y nosotros, pobres humanos, llenos de limitaciones, somos el centro de todo ese tinglado. Según Mark Zuckerberg, la conectividad es el futuro. Significa que estamos en la Edad de Piedra de la misma.
Las conexiones de las que disfrutamos, o que quizá sufrimos, en la actualidad son una tontería en relación con las que nos esperan. Es posible que desde el móvil, mañana mismo, te puedas conectar con la tumba de tu madre para ver el estado de sus huesos.
Lo curioso es que a medida que nos conectamos con el mundo, más desconectados estamos de nosotros mismos y del primo segundo que vivía en Tánger. Muy conectados, sí, pero muy solos.

Muy agradecido

22.04.2017 | 01:57 Me compré una Historia del Mundo Actual, para entenderlo, y a las 24 horas de comenzar a leerlo detuvieron a Ignacio González. Tras enterarme de los cargos que se le imputan, y que afectan a un tercio o así del Código Penal, entré en detalles y al cuarto de hora me había perdido. Ochenta y cuatro millones por aquí, diez por allá, cinco por acullá? Compra de empresas fraudulentas, o compra fraudulenta de empresas, ahora no caigo. Viajes extraños a Colombia, bolsas llenas, supuestamente, de metálico que aparecen y desaparecen. Todo ello sin contar el asunto del ático, regalo, se comenta, de un gánster que le devolvía de este modo favores llevados a cabo desde la Administración. Vi por la tele algunas imágenes de su casa de Madrid, en cuyas cercanías fue detenido, y resulta que vivía en una mansión incompatible con el sueldo de un servidor público.

Me perdí a los quince minutos de empezar a leer, ya digo, y volví al primer tomo de la Historia del Mundo Actual, que me pareció menos complicada, pese a que comienza después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando llevaba media hora enfrascado en sus páginas, comprendiéndolo todo, dejé el libro a un lado y me pregunté de qué me servía entender el mundo si no entendía el caso de Ignacio González. Ni el de Ignacio González, ni el de la Gürtel, ni el de la Púnica, ni el de la corrupción de Valencia, ni la psicología de Bárcenas o Rato. Algo fallaba: o me contaban mal la historia del mundo o me contaban mal la historia de Esperanza Aguirre al frente de la Comunidad de Madrid. O bien yo era idiota para una cosa y listo para otra.


Tomé entonces una Historia del Pensamiento que conservo desde mis tiempos de estudiante de Filosofía, revisé el índice y leí la 'Génesis ideal de la materia' en Bergson. Lo entendí, con dificultades, pero lo entendí. Es más, me enriqueció. ¿Cómo puedo, me pregunté, comprender un artículo filosófico y no entender la forma de comprar por veinte millones de euros una empresa que al mes siguiente vale cinco y, al siguiente, nada? ¿Puede uno saber lo que es una semana e ignorar lo que es un día? Así las cosas, abandoné los conflictos contemporáneos y regresé a Platón, que es muy agradecido.

El pastel de Trump

19.04.2017 | 05:30 La mejor hora para matar es la del café, después de una comida regada con los mejores vinos de la tierra. ¿Por qué? Porque uno se siente en paz con su estómago, que es como sentirse bien con el mundo, y mata menos, o con una pizca de piedad. Quizá incluso con educación:
-Usted perdone que le mate.
Un verdugo que te pide perdón antes de apretar el tornillo del garrote vil, te desarma (emocionalmente hablando, se entiende). Franco, el señor del Valle de los Caídos, ese monumento cuya fealdad carece de parangón, signifique lo que signifique parangón, firmaba las sentencias de muerte a los postres, porque era el momento del día en el que se sentía más generoso y de cada nueve o diez sentencias, apartaba una. Esa es la leyenda. No sabemos cuánta gente debe su vida a un solomillo con patatas. Los historiadores no entran en estos asuntos porque son muy difíciles de documentar. Ahora bien, nadie duda de que cuando Franco tenía ardor de estómago, aquí se fusilaba a mansalva. El Valle de los Caídos pudo ser perfectamente la traducción en piedra de una flatulencia o acumulación de gases en las entrañas del Caudillo.
A mí un día, hace años, me entró un ladrón en casa a las tres de la madrugada. Como duermo mal, oí ruidos, me levanté y nos encontramos en el pasillo: yo, en pijama; él, con un cuchillo de cocina que lanzaba reflejos en la penumbra. Cuando estaba a punto de clavármelo, sonó su móvil, lo cogió sin dejar de amenazarme y se echó a llorar porque su madre acababa de fallecer. Tuve que consolarle, invitarle a un café y llevarlo luego al tanatorio, pues había venido a robar sin coche. Quizá estoy vivo por aquella llamada. ¿Es increíble o no?
Viene todo esto a cuento de que Trump ordenó bombardear Siria después de comer. «Estaba sentado a la mesa», contaría después, «habíamos terminado de cenar y en ese momento estábamos tomando el postre, el más bonito pastel de chocolate que hayas visto jamás». Y en ese trance digestivo, ordenó lanzar 59 misiles, él dijo que contra Irak, porque no sabía ni a quien estaba matando, la cosa era ayudar a la digestión, pero ¿cuántos misiles habría enviado de no ser por el pastel de chocolate?

Están de aquí

18.04.2017 | 05:30 Los turistas chinos, que antes venía a España en grupo, empiezan a visitarnos de forma individual, ajenos a los paquetes que les ofrecen las agencias de viajes. Significa que ahora puedes ir al Museo del Prado y encontrarte en la sala de 'Las Meninas' a un chino solo. Es lo que me ocurrió a mí el otro día, antes de leer la noticia. Me hallaba contemplando el cuadro de Velázquez (voy a verlo una vez al año, como a un pariente lejano), cuando descubrí a un chino completamente solo entre el grupo de turistas que intentaba comprender el drama que ocurre dentro de esa pintura. Me extrañó tanto que me apresté a seguirle. De vez en cuando sigo a gente (no solo a chinos) para ver dónde acaban. Unos entran en un portal misterioso, otros en un bar, otros en un domicilio particular... Hay gente capaz de deambular durante horas antes de volver al hotel en el que se hallan hospedados.
Tampoco sigo mucho: una o dos veces al mes. Adquirí la costumbre hace un par de años. Resulta que estaba dando una clase de escritura creativa y sugerí este ejercicio a mis alumnos.
-Id al centro –les dije–, escoged a una persona que os llame la atención y seguidla disimuladamente. Luego, contad la aventura en cuatro o cinco folios.
La media de calidad de estos trabajos fue excelente, por lo que decidí aplicarme el cuento y comencé a seguir también. Al principio lo hacía como un ejercicio literario, pero luego se convirtió en una necesidad. Cuando sigues a alguien, pasan cosas por tu cabeza. Seguramente, es un modo de seguirte a ti mismo, pues a fin de cuentas no somos tan distintos unos de otros.
Bueno, pues me puse a seguir al chino, que después de visitar 'Las Meninas' abandonó el museo, caminó sin prisas hasta Atocha, y subió por la calle homónima, que abandonó a unos doscientos metros para deambular por el retículo de travesías de esa zona. Finalmente, se metió en una tienda de chinos. Como tardara en salir, entré yo también y lo vi atendiendo, detrás de la caja. Cogí, por disimular, un manojo de cebolletas y un alargador eléctrico. Al pagar, le pregunté de dónde era y me dijo que de aquí. O sea, que no es que vengan solos a España, es que a veces ni vienen porque ya están.

Platón

17.04.2017 | 05:30 Fui a visitar a mi amigo R., que está perdiendo la cabeza, y cuando nos quedamos solos me pidió un destornillador para arreglar la radio.

-¿Qué le pasa a la radio? -pregunté.

-Que está mal, solo emite fútbol -dijo.

-Lo que está mal no es la radio -dije yo-, es el mundo.

-Es la radio -insistió él-, tú déjame un destornillador.

No llevo encima destornilladores, pero me ofrecí a pedirle uno a su hijo, que estaba en la habitación de al lado.

-¡Ni se te ocurra! -gritó R.-, me los tiene prohibidos.

Prohibirle los destornilladores a R. es una crueldad. De joven, ganó un concurso de televisión que consistía en ver quién era capaz de arreglar más cosas utilizando solo esa herramienta. Mi amigo arreglaba puertas, enchufes, cisternas, cerraduras, bicicletas, desagües? Con un destornillador en el bolsillo era capaz de atravesar el mundo. Si le dejaba tirado el coche, metía el destornillador en sus entrañas y a los cinco minutos arrancaba de nuevo.

Tuvo una moto que armaba y desarmaba todos los domingos en el patio de su casa sin otra ayuda que la del destornillador. Abría los botes de conservas y las cervezas con el destornillador. Partía los cocos por la mitad, sin perder una gota de su leche, con el destornillador. Incluso enroscaba y desenroscaba tornillos con él. No obstante, como era un hombre muy previsor, además del destornillador, llevaba en el bolsillo una navaja suiza. Con el destornillador y la navaja suiza habría sido capaz de recomponer el motor de un avión en pleno vuelo.

Desposeerle del destornillador, en fin, era como arrancarle los dos brazos. Volví a casa profundamente entristecido y a los dos días fui a verle de nuevo con un destornillador que parecía un bolígrafo. Cuando nos quedamos solos en su habitación se lo di. R. cogió la radio, por la que salía un partido de fútbol, la abrió, manipuló en sus tripas, volvió a cerrarla, la encendió y apareció Ángel Gabilondo hablando de Platón. Estuvimos toda la tarde escuchándole, embelesados. Cuando me despedí al anochecer, R. me dijo.

-¿Era o no era la radio?

La fragilidad

16.04.2017 | 05:30 Las personas frágiles se rompen por dentro con el estrépito atenuado de una copa de vino. Se rompen en las oficinas y en los cócteles y en el autobús, se rompen también en las cocinas de sus casas sin que nadie se dé cuenta. Y cuando se recomponen, es para volver a romperse a la vuelta de la esquina. Pensaba esto en el metro, observando a una mujer ecuatoriana que mientras hablaba por teléfono se rompía como un reloj de arena. ¿En qué notaba yo que se rompía? En su rostro, que intentaba ocultar a medida que la conversación progresaba. Olvídate de las cataratas del Niágara, de las puestas de sol en África, de los amaneceres en el Peloponeso.
No has visto nada si no has presenciado el rompimiento de alguien en vivo y en directo. La mujer ecuatoriana estaba en ello, en romperse mientras asentía a lo que le decían al otro lado del móvil. Con cada asentimiento producía un crujido que solo era audible para mí, como si masticara una lámina de vidrio delgado. Hay personas tan desgraciadas que mastican cristal incluso cuando comen coles de Bruselas.
La mujer ecuatoriana colgó el teléfono, lo guardó en el bolso, y se apoyó en la puerta del vagón sorbiéndose delicadamente los mocos. Era la estampa del miedo, de la soledad, la imagen misma de la derrota. En su interior, mientras ella permanecía en pie, se derrumbaban edificios, reventaban cañerías, se sucedían truenos y relámpagos. Después, su pecho se quedaba a oscuras, como cuando cierras la nevera. Se desabrochó el primer botón del abrigo porque tenía dificultades para respirar debido a un ataque de hiperventilación. Debía de conocer los síntomas, puesto que empezó a administrar las inspiraciones, y se bajó en la siguiente parada, que seguramente no era la suya, en busca aire. Mientras el tren arrancaba de nuevo, la vi subir apresuradamente por las escaleras desde mi ventanilla.
Todos los días, en el metro, en el bar, en la calle, en la tienda de los chinos, descubro a alguien que se rompe por dentro como una varilla delgadísima de cristal. Se trata de un infrapoder que he adquirido de forma misteriosa y que podría acabar conmigo, pues cada vez que alguien se rompe ahí fuera, me rompo yo también aquí dentro.

El nudo de la angustia

11.04.2017 | 05:30 Rajoy no tiene miedo. Ni Montoro. Bueno, no vemos a nadie del Gobierno con miedo. De hecho, acaban de sacar unos presupuestos valientes, con el tipo de valentía que proporciona tener una organización detrás. No nos referimos a una organización de carácter social, qué sé yo, un sindicato obrero o un colectivo de estafados por las preferentes, las convertibles, las acciones de Bankia o las hipotecas con la cláusula suelo. Las organizaciones que respaldan al Gobierno tienen más que ver con el supermundo empresarial y el inframundo financiero. El Gobierno saca unos presupuestos duros con las clases medias y bajas, que constituyen la mayoría desarmada, y los publicita sin miedo, es más, con una osadía verbal que nos deja pasmados.

Montoro hablaba de otro país, no sabemos cuál, quizá del suyo, que desde luego no es el nuestro. ¿Dónde está el miedo, pues? En el lado de siempre, en el país de siempre. Nadie pone en cuestión la licitud de los beneficios empresariales ni la legitimidad de los enjuagues financieros, pero se duda en cambio del futuro de las pensiones. Enciendes la radio y hay alguien asegurando que no llegamos al 2020. Te asomas al telediario y aparece un experto afirmando que el futuro de las pensiones está en juego. Abres el periódico y un artículo muy sesudo explica para tontos por qué el sistema, sobre las bases actuales, resulta insostenible. Entiéndase que lo que resulta insostenible es sostener a los sostenedores.

Los sostenedores son los que han cotizado durante cuarenta o cincuenta años para que el tinglado no se viniera abajo. Todo eso está en juego. Hay quien, con una crueldad que supera todos los límites, sugiere que la gente contrate seguros privados. ¿Con este paro? ¿Con estos salarios? ¿Con esta depresión?

Lo de las pensiones, conociendo el percal, asusta. El miedo, en fin, está del lado de acá, donde ha estado siempre, pero más agudizado que en otras épocas. El miedo de esta época da miedo. Uno no es partidario de que el miedo cambie de bando, pues nos hallaríamos ante posiciones simétricas, pero sí de que se reparta. No debería haber ciudadanos con más miedo que otros. Hay miedo para todos como hay riqueza para todos. Repartamos ambas cosas y quitémonos ese nudo de angustia que nos paraliza.

Un mensaje

10.04.2017 | 05:30 Yo creo que la ternura es una de las formas de la lástima. Nos produce ternura lo que nos da un poco de pena. Los niños, qué lástima que crezcan. Los padres viejos, qué pena que se mueran. Los perros abandonados, qué lástima verlos en la gasolinera, esperando el regreso del coche de sus dueños. Los recién casados, qué pena que no se quieran siempre como hoy. Y así de forma sucesiva. Esta mañana maté a una hormiga en el cuarto de baño. Deambulaba, errática, por el borde del lavabo como si la hubieran colocado de súbito en Marte. La atrapé con un pedazo de papel higiénico y la aplaste entre los dedos. Fue un acto de crueldad del que me di cuenta cuando ya era tarde. Y ahí sufrí un ataque de ternura, de lástima, con efectos retroactivos. Todavía, unas horas después del suceso, me viene cada poco a la memoria. Estoy en pijama, frente al espejo, observando mi barba, calculando si debería afeitarme o si resistiría un día más. Por la tarde, he de ir al dentista, para el que quizá resulte más agradable verme afeitado.

Eran las siete de la mañana. Abrí el grifo de la ducha, para que fuera saliendo caliente y continué revisando las incidencias de mi rostro. Hay noches en las que, por alguna razón, se envejece más que otras. Estaba, pues, escuchando el agua de la ducha, cuyo sonido cambia de manera sutil al salir caliente, y pensando, claro, en el dentista, cuando mi visión periférica descubrió a la hormiga que zigzagueaba angustiada por el borde del lavabo.

Quizá se había asustado cuando encendí la luz. ¿Qué rayos hacía sola allí? ¿Desde dónde había llegado? La verdad es que en aquel momento no me hice pregunta alguna. Actué como el macho de una especie superior, o que se cree superior. ¿Superior por qué? ¿Por el pijama? ¿Por el papel higiénico hábilmente introducido en su portarrollos? ¿Por el espejo en el que calculaba el espesor de mi barba? Lo ignoro, pero lo evidente es que mi primer instinto fue el de matar sin saber a quién mataba a ciencia cierta. Podía haber intentado hablar con la hormiga, incluso a costa de hacer el ridículo. ¿Eres la reencarnación de mamá? ¿Has venido a darme un mensaje? El mensaje me vino tras su muerte. Y era este; que la ternura es una de las formas de la lástima por uno mismo.

Me mira raro

08.04.2017 | 00:59 El otro día intenté acceder a una aplicación de pago de la que soy socio, pero había olvidado la clave. Inicié, pues un tortuoso recorrido para recuperarla. Finalmente, alcancé una etapa del proceso en la que se me pedía que demostrara que no era un robot. Para ello, tenía seguir unas instrucciones a las que me apliqué con un sentimiento de culpa semejante a aquel con el que atravieso los controles fronterizos, aunque no esconda nada prohibido en la maleta. Lo llevo escrito en la cara de tal modo, que siempre me ordenan abrirla y siempre la abro con el pánico a que aparezca en su interior un quilo de cocaína. Por eso he dejado de viajar, por miedo a que descubran lo que no llevo. A lo que íbamos: intenté demostrar a la aplicación que no era un robot y salió que sí, que lo era. Me quedé perplejo, claro, porque las aplicaciones son muy inteligentes y no se equivocan con frecuencia. Repetí el paso, a ver qué ocurría, y volvió a salir que era un robot. En esto, mi mujer entró en la habitación y yo cerré corriendo el portátil.

-¿Qué pasa? –dijo.

-¿Qué va a pasar? –dije yo.

-No sé -dijo ella-, te has puesto pálido, como si estuvieras haciendo algo malo.

Estuve a punto de contarle lo que me había ocurrido, pero pensé que quizá ella también creyera entonces que yo era un robot. En Blade Runner, casi no hay forma de distinguir a los replicantes de los seres humanos de verdad. En muchas ocasiones, ellos mismos, los replicantes, ignoran que lo son. ¿Podría yo ser un robot sin conciencia de ello?

Ya sé que parece una pregunta retórica. Parece una pregunta retórica cuando tienes poca imaginación. Si te ha ocurrido lo que me ocurrió a mí con una aplicación y has leído los cuatro libros fundamentales de la ciencia ficción, el asunto cambia. Pensé que mi mujer había abandonado mi estudio convencida de que estaba viendo pornografía, lo que me dejó muy mal cuerpo. De modo que la llamé y le dije la verdad.

-Pero tú no eres un robot -dijo entre la negación y la pregunta.

-Claro que no -aseguré.

Y ahí quedó la cosa, pero desde entonces me mira raro.

A correr

03.04.2017 | 05:30 Fernando Alonso necesita urgentemente un Seat Toledo, un Skoda Octavia o, no sé, un Dacia Sandero. Por lo menos, que acabe las carreras. Algunos de estos coches, según mi taxista de referencia, han hecho 500.000 kilómetros sin perder la compostura. Además, corren lo suyo, más de 200 por hora, según el relojito del cuadro de mandos. A veces, la solución se encuentra ahí al lado, en el concesionario de automóviles de la esquina, y no somos capaces de verla ofuscados como estamos por la alta gama. Nos desespera ver al asturiano bajarse del bólido en mitad de la carrera y frente a competidores que no le llegan al tobillo. Denle a ese hombre un coche normal, de cinco o seis velocidades y freno de mano, que tenga un mantenimiento barato y ya verán lo que hace con él.

Resulta curioso que mucha gente no siguiera a Alonso cuando ganaba y le siga ahora que no hace otra cosa que perder. Yo soy uno de ellos, pero me lo he analizado. En el diván. Y no es porque me gusten los ídolos caídos, sino por puro amor a los héroes inversos. Un héroe inverso es el que lleva su desgracia con buen talante, incluso con sentido del humor. Un héroe inverso es el que duerme la siesta. Así empieza, por cierto, La Regenta: «La heroica ciudad dormía la siesta». Siempre hablo, en los talleres de escritura, de este genial comienzo que podría aplicarse ahora a nuestro corredor de Fórmula 1: «El bicampeón mundial dormía la siesta». Cuando era bicampeón no podía permitirse ese lujo, nos habría decepcionado. Pero una vez instalado en el revés del éxito, puede dar una cabezada después de comer sin provocar desasosiego.

–A usted –apunta mi psicoanalista– le gusta la derrota porque se siente derrotado.

–¿Derrotado por quién? –pregunto.

–Por la vida.

Bueno, no es lo mismo ser derrotado por la vida que por un coche. Tiene más grandeza la vida, creo yo. Por eso no duermo la siesta. Me decepcionaría a mí mismo. Ni la siesta ni nada, porque tengo insomnio, como corresponde a alguien derrotado por la vida.

Ahora bien, yo, en las circunstancias de Fernando Alonso, me hacía con un Seat Toledo o con un Skoda Octavia, y a correr.

Apagar la tele

02.04.2017 | 05:30 La política se parece cada día más a la telenovela de sobremesa, no ya por su carácter costumbrista, sino porque la mitad de cada capítulo consiste en contar lo ocurrido en los anteriores. Para seguir la pista de las corrupciones del viernes, te tienen que poner al día de las del miércoles, pues todas están relacionadas. Si pierdes una, pierdes el hilo general. ¿Esto era de la Púnica, de los Ere de Andalucía, de la Gürtel, de los terrenos de la Ciudad de la Justicia, de la familia Pujol, del piso del Director General de Tráfico, de las escuchas policiales o qué?

El relato avanza con la digestión de cada día, pero si das una cabezada en el sofá, te lo tienen que resumir de nuevo. Y te lo resumen. Es una telenovela que ya no te emociona, ni siquiera te irrita, pero que sigues por costumbre, más que por amor. La política y sus usuarios constituyen un matrimonio abatido que todavía se soporta.

Piensa uno que podrían introducir tramas de otro calado, pero luego mira la cara (el rostro, más bien) de Pedro Antonio Sánchez y comprende que con esa cara resulta imposible escribir otro argumento. La cara es el espejo del guion. Hay una solución alternativa, que es convertir la serie en un relato histórico, de forma que al tiempo de contarnos la peripecia de los líderes filtraran la de las ciudades. Ignoro si han suprimido también la geografía de los estudios de secundaria. De ser así, cada vez que saltara un escándalo, los jóvenes recibirían una lección de la ciudad donde ha sucedido. Conviene colar por aquí los saberes que se pierden por allá. Si hubieran hablado de Murcia tanto como de Pedro Antonio, seríamos expertos en la región.


Quien dice Murcia, dice Madrid, Cataluña, Andalucía, Valencia? Lo que no puede ser, en todo caso, es esta sucesión de capítulos que nos hacen perder la sensibilidad moral sin aportarnos cien gramos de conocimiento. Lo digo como espectador de novelas de sobremesa y como seguidor de la política nacional, en el caso de que todo esto merezca el nombre de política y de nacional. De seguir las cosas así, apago la tele. La Hora del Planeta debería fijar un día para apagar la tele. Si la apagáramos todos a la vez, el relato se iría al cuerno y surgiría de su ausencia una historia que volvería a indignarnos. Hagan algo.

Da lástima

29.03.2017 | 05:30 Lo de Millet y las bodas de sus hijas provoca la carcajada. Ese tipo no es un corrupto, es un bromista. ¡Cobrar al consuegro la mitad de unos gastos de los que se hizo cargo el Palau! Eso ya no se puede hacer por avaricia, o no solo por avaricia. Hasta ahí, hasta el increíble momento en el que le pasa la factura al padre de su yerno, todo se puede explicar rápidamente aludiendo a la naturaleza humana, podríamos tomarlo por un delincuente normal, un pillo del tres al cuarto, un ratero y un mentiroso, vale. Pero a partir de ahí es otra cosa, porque inaugura una patología sin nombre. A partir de ahí, Millet se convierte en activista de un tipo de humor todavía por catalogar. Al cruzar esa raya, Millet deviene en un héroe del absurdo, pero también en el representante de un humor capaz de hacer reír hacia dentro, método por el que te acabas asfixiando.

Millet llega al borde de la Tierra (si lo tuviera) y continúa andando. No lo detiene nada ni nadie. Si le diera tiempo a ver la boda de sus nietos, volvería a hacer negocio, y no por necesidad, pues está forrado, sino por el afán de continuar una performance existencial a través de la cual alcanza el éxtasis. Millet es un místico de la estafa. No le interesa el valor del dinero, sino la orfebrería del complot preciso para obtenerlo. Es la pura esencia de la transgresión. Resulta injusto aplicarle las mismas leyes a las que estamos sometidas las personas vulgares. Es un poeta, un precursor, es la representación de un pensamiento económico de uñas largas y sucias. Muy largas y muy sucias.

Claro que, a la vista del panorama de la corrupción patria, parece haber creado una escuela, el Milletismo, cuyo lema sería Sálvese quien pueda. Lo curioso es que la fundara un hombre que no tenía ninguna necesidad de que lo salvaran, porque con el sueldo y unos extras, y teniendo en cuenta que vivía gratis total, podría haberse pasado el día en una hamaca. Pero no. Veía a sus hijas crecer y se imaginaba la rentabilidad de los banquetes de boda. No dejaba de hacer números, pues el número es una de las vías hacia la trascendencia. Da lástima ver a ese artista entre los delincuentes comunes junto a los que se ve obligado a declarar.

Hasta mañana

28.03.2017 | 05:30 ¿Cuántas energías se deben gastar en lo que no tiene arreglo? La repuesta es ninguna, claro, pero en la práctica consumimos más tiempo y esfuerzo en lo que no tiene arreglo que en lo que lo tiene. En alguna ocasión deberíamos ir a favor del desarreglo. Eso significa abandonarse al caos. El caos es más benigno de lo que parece. Cuando dejas de oponerle resistencia, te das cuenta de que también tiene sus límites, incluso sus límites morales. Me dice todo esto un amigo enfermo en su cama de hospital, conectado a un ordenador en cuya pantalla aparece una rayita verde que forma picos y valles. Resulta hipnotizante.

Mi amigo dice que todos dependemos de una rayita como esa, aunque no la veamos. Cuando desaparecen los picos y los valles, significa que te has muerto. O que se ha ido la luz. A veces, cuando se va la luz, creemos que nos hemos muerto. El problema, añade mi amigo, es de punto de vista, de emplazamiento de cámara. Antes del infarto, dice, pasé dos semanas con un nudo de angustia en el pecho. Ese nudo fue actuando sobre las arterias, las comprimía, creo.

–Digo que las comprimía por decir algo -añade-, no sé cómo la angustia se transformó en infarto. Juanjo, lleva cuidado con la angustia.

Mi amigo estaba angustiado por un problema personal que se solucionó solo mientras lo conducían a la UVI. Churchill decía que había perdido la mitad de la vida pensando en cómo arreglar catástrofes que nunca llegaron a suceder.

Mientras mi amigo me cuenta todo esto con la paz del recién infartado, mi nudo de angustia crece. De súbito, empieza a dolerme el pie derecho por culpa del nudo de los cordones, demasiado apretado. Lo deshago y lo vuelvo a hacer. Una metáfora. Al levantar la vista, observo que la rayita verde del ordenador comienza a oscilar de una manera irregular. Mi amigo dice: "Aquí está otra vez". Toco el timbre y enseguida llegan un par de enfermeros que se llevan corriendo a mi amigo, supongo que al quirófano. Poco después, nos comunican su fallecimiento.

Vuelvo a casa dándole vueltas al asunto del emplazamiento de cámara. El problema no es el problema, sino el lugar desde el que lo miras. Me abandono mentalmente al caos, y el nudo del pecho se afloja un poco. Hasta mañana, supongo.

Problemas de altura

25.03.2017 | 05:30 Un amigo lleva un diario de las tonterías de las que se entera al cabo de la semana. A veces, me llama por teléfono para comentarlas o para pedir mi opinión sobre su grado de estupidez. Yo le insisto en que hay tonterías y tonterías y que debería distinguir las unas de las otras. La tontería, por ejemplo, de que Carlos de Inglaterra se subiera a una caja para parecer más alto que Diana de Gales está llena de significado. Nos recuerda a la tontería de Sarkozy, que en su visita a una fábrica prohibió que se le acercaran a saludarle obreros más altos que él. O a la de Aznar, cuando se negó a debatir de pie, en televisión, con Felipe González, convencido de que los centímetros que le separaban del líder socialista metaforizaban la distancia intelectual entre uno y otro. Hace poco, un eurodiputado polaco afirmó en el Parlamento que las mujeres deben cobrar menos porque son más bajas. Con frecuencia se confunde la estatura física con la talla moral. Es lo que le pasaba al tonto de Carlos de Inglaterra con la inteligente Diana de Gales. Lo que yo me pregunto es quién le llevaba la caja de un lado a otro y de qué material estaba hecha.

–Eso sí que es una tontería insignificante -dice mi amigo.

No estoy de acuerdo. Si un príncipe ajado como Carlos tenía que pasarse el día encima de una caja, resulta pertinente preguntarse por sus características. ¿Era de madera o de metal? ¿Tenía el tamaño de una caja de zapatos o de un archivador? ¿Llevaba grabado el escudo de la casa real o su nombre? De súbito, a medida que hablo del asunto, me parece una historia fabulosa.


–Imagínate –le digo–, la existencia de un hombre que vivió siempre encima de una caja por miedo a parecer bajo.

–En la misma caja en la que luego lo enterrarían o guardarían sus cenizas –apunta él.

–¿La escribes tú o la escribo yo? –pregunto. Lo echamos a suertes y le toca a él, de modo que cuelgo el teléfono con sentimiento de derrota, aunque no puedo quitarme el asunto de la cabeza. Las cajas físicas. El ataúd verdadero. ¿Pero qué decir de las cajas morales sobre las que nos pasamos la vida por miedo a no estar a nuestra altura?

Cómplices

22.03.2017 | 05:30 En el metro, madre e hija discuten sobre si las obsesiones son buenas o malas. La madre dice que matan, a lo que la hija responde con un gruñido.

-Por ejemplo, la obsesión de lavarte las manos todo el rato -insiste la madre- no conduce a nada.
-Yo no me lavo las manos todo el rato -protesta la hija.
-Todo el rato no, pero siete u ocho veces al día sí -dice la madre.
-Siete u ocho veces al día no es todo el rato -replica la hija.
-¿Y qué obtienes de ello? -ataca la madre.
-Placer -dice la hija-, me gusta colocarlas debajo del chorro de agua fresca, enjabonarlas, ver como la espuma crece entre los dedos, sentir cómo arranca la suciedad de los poros de la piel y luego aclararlas.

Escuchándola, dan ganas de buscar corriendo un lavabo y proceder.

Tras unos instantes de silencio rencoroso, la hija pregunta a la madre si no es una obsesión limpiar todos los días los pomos metálicos de los armarios de la cocina. La madre dice que fue un error ponerlos de cobre, porque el cobre es muy sucio y hay que sacarle continuamente el brillo.

-Además –añade-, lo hago también por una cuestión de higiene, pues cada vez que los abrimos y los cerramos dejamos en ellos una buena cantidad de gérmenes.
-Los dejaréis vosotros -dice la hija-, yo los toco siempre con las manos limpias.

Advierto, pues, que las dos son obsesivas, aunque cada una piensa que el problema es de la otra. Me gustaría decirles que viven distanciadas por aquello que debería unirlas, pero no soy quién para meterme en la conversación. Entonces saco una toallita refrescante de las que llevo siempre en el bolsillo y me desinfecto ostensiblemente las manos con ella. La madre le da con el codo a la hija, señalándome con la mirada, y ambas sonríen, cómplices, frente a quien toman por un loco de la limpieza.

¡Qué fácil es colaborar a que la gente se lleve bien!, pienso.

Un desahogo

19.03.2017 | 05:30 Un compañero de gin tonic me asegura que la profesión del futuro es la de analista de datos. Ello se debe a que estamos invadidos por ellos, por los datos, pero ignoramos cómo sacarles partido. Sacarles partido equivale a monetarizarlos, según la nueva nomenclatura. Digo yo que no todos los datos son monetarizables, a lo que mi amigo responde que el dato no monetarizable es un dato basura. Reflexiono durante unos instantes acerca de los datos de los que dispongo: amo a mi familia, por ejemplo. Me preocupa el futuro de mis hijos cuyos números de teléfono me sé de memoria. También me sé de memoria la matrícula de mi coche, mi número de pasaporte, el de mi carné de identidad y el de mi mujer. Conozco el nombre de mi calle y sé la línea de metro que he de tomar para llegar a casa desde el centro. Ahora mismo podría acercarme al cajero automático y sacar 20 euros sin consultar mi número secreto en ningún sitio: lo tengo grabado aquí, ya saben ustedes dónde. Todo eso son datos no monetarizables.

Es posible que alguna empresa de la que soy usuario saque partido a mi fecha de nacimiento y a mi sexo, he oído que se venden entre sí esas porquerías, pero yo no sabría a quién ofrecérselas ni siquiera a cambio de un café o de este gin tonic que bebo a sorbos prudentes, para que me dure más. ¿Constituye, por cierto, un dato que a eso de media tarde, si encuentro con quién, me tome todos los días una copa? Quizá, no sé.

He citado un conjunto de datos que atañen a lo personal, pero estoy hasta las cejas de miles, cuando no de millones, de datos que afectan a esa otra realidad que se agita más allá de mi perímetro. Acabo de leer, sin ir más lejos, que la hambruna amenaza con acabar con más de veinte millones de personas en África. ¿Hay alguien capaz de sacarle partido a eso? Dígame usted, querido analista de datos, qué significa un dato de ese calibre. En fin, para mí un analista de datos sería alguien capaz de interpretarlos, no alguien capaz de sacarles cien euros. Sin embargo, hay gente, lo sé, lo sabemos, que se hará millonaria con esa hambruna que ya ha comenzado a disparar. Aunque se nos hace tarde para la cena, mi amigo y yo pedimos otro gin tonic, lo que no implica que seamos alcohólicos, sino que estamos tristes.

Nos persiguen

18.03.2017 | 05:30 Hace años, en casa de un amigo, observé con sorpresa que había colocado una tirita sobre la cámara de su portátil. Le pregunté irónicamente si estaba herida y me dijo que no, que la había puesto para protegerse de posibles mirones. Como advirtió que no acababa de entender, me explicó que era relativamente fácil que alguien entrara en tu ordenador y empleara su cámara para observarte y observar las partes de tu casa expuestas a ella. Pensé, claro, que mi amigo se había vuelto paranoico y cambié de conversación. No obstante, empecé a mirar la cámara de mi portátil con desconfianza. Lo que hasta entonces no había sido más que un pequeño objetivo de cristal colocado en la parte alta de la pantalla, su fue transformando en un ojo que tomaba nota de las expresiones de mi rostro mientras escribía un artículo, encendía un cigarrillo para premiarme un buen párrafo, o hacía muecas de disgusto cuando no encontraba el adjetivo adecuado. Me volví paranoico y yo también y acabé tapando la cámara de mi ordenador con un pedazo de cinta americana.

Poco tiempo después me enteré de que el problema no era que mi amigo tuviera delirios de persecución, sino que la persecución existía realmente. En un telediario pusieron varios ejemplos de imágenes domésticas captadas por las cámaras de personas que se dejaban el ordenador abierto en cualquier sitio. En la cama, por ejemplo.

Yo no lo utilizo en la cama, pero hay muchos internautas que sí. A veces se levantan y se van con él baño para cepillarse los dientes, mientras alguien, quizá desde Australia, observa todas esas idas y venidas como el que se asoma a una habitación a través del ojo de la cerradura. Ahora muy pocas cerraduras tienen ojo. Para soportar esa pérdida hemos abierto el Gran Ojo capaz de vigilarnos desde los teléfonos móviles, los aparatos de TV llamados inteligentes (gran paradoja), o la cámara del ordenador a través de la cual vemos a nuestra familia cuando salimos de viaje y nos conectamos a Skype.

Significa que mi amigo el paranoico tenía razón. Todos los paranoicos, tarde o temprano, la tienen porque, de un modo u otro, acaban logrando que les persigan. Y eso es, según las últimas revelaciones de Wikileaks, lo que hemos conseguido globalmente: llevar razón. O que nos persigan, no sé es peor.

La auténtica noticia

14.03.2017 | 05:30 Con la planificación, nos protegemos del azar. La historia de la humanidad se podría contar desde el intento de controlar la suerte. Por eso comenzamos a sembrar: para recolectar. Y a domesticar animales: para disponer regularmente de leche y carne. De este modo el azar quedó malherido, pero fue sustituido por la fatalidad: la fatalidad de la sequía que diera al traste con lo sembrado, o de una epidemia que acabara con nuestra cabaña. A veces, con las dos cosas a la vez. No obstante, los márgenes de la incertidumbre, en nuestra fantasía al menos, se fueron reduciendo hasta el punto de que todo cuanto nos ocurre es producto de un diseño previo. Eso es lo que creemos. Cuando alguien se muere, lo primero que preguntamos es si fumaba. Lo segundo, si bebía. Lo tercero, si hacía deporte. No nos cabe en la cabeza que alguien que corra, que no pruebe el alcohol y que evite el tabaco sufra un infarto. Si te mueres, algo has hecho mal.

A lo mejor, no has hecho nada mal. Quizá el azar, nuestro viejo amigo, he entrado en escena. El azar es la vida y la vida se presenta cuando menos lo esperas. Estás escuchando la radio, por ejemplo, y suena el móvil del locutor, que olvidó apagarlo. Se trata de un suceso nimio que rompe la planificación. Nos gusta por eso, porque al quebrar el proyecto, nos pone en contacto con la condición esencial de nuestras existencias. El otro día, la BBC entrevistaba en directo al profesor Robert Kelly, que hablaba desde su casa, cuando la puerta de la habitación se abrió y entró una niña alborotadora.

Y, tras ella, un bebé en un taca-taca. El profesor continuó hablando como si no ocurriera nada mientras una niñera se llevaba a los pequeños. La imagen ha salido en todas partes. ¿Por qué? Porque era una muestra de que la vida verdadera, no la vida enlatada, en la que pasamos la mayor parte del tiempo, interrumpió la planificación. Ignoramos de qué hablaba el profesor porque la noticia no era de qué hablaba, sino de lo que ocurría en su despacho mientras hablaba.

La noticia no es lo que viene en el periódico o lo que vemos en la tele. La noticia es lo que nos ocurre mientras vemos las noticias. Lo que nos ocurre y lo que se nos ocurre. En ocasiones, lo que se nos ocurre resulta más letal que lo que nos ocurre.

Sin cuerpo

13.03.2017 | 05:30 Cambiamos de estímulos a tal velocidad que el miércoles ya hemos olvidado los del lunes. ¿Cuándo leímos que habían aparecido decenas o cientos de esqueletos de bebés en una fosa común de un convento de Irlanda? Ni idea. Sí recuerdo que nos quedamos en el titular y que no nos dio tiempo, en consecuencia, a imaginar la fosa. ¿Era rectangular, cuadrada, redonda? ¿Y cómo estaban ordenados los cuerpecitos de los niños? ¿Tal vez como lápices en un estuche, o contrapeados, como las sardinas en lata? Ahora nos preguntamos un montón de cosas que entonces, con las prisas de leer el siguiente titular, se nos pasaron por alto. ¿Era el convento una residencia de madres solteras? Quizá sí, pero tampoco lo podríamos jurar. La memoria, en esta época, se relaciona con el mundo como un jugador malo de ajedrez en una partida simultánea. No recordamos los últimos movimientos.

A todo, esto, ¿llegó la Asamblea de Madrid a votar la ley sobre la muerte digna? He ahí un asunto de enorme interés que acabó desapareciendo entre twitter y twitter como una lagartija por una grieta. La prensa virtual está llena de rendijas por las que se cuelan las noticias cuando apenas hemos tenido tiempo de asimilarlas. Por cierto, que hablando de la muerte, también nos suena haber leído, como en una nebulosa, el anuncio de que en Arkansas habían decidido ejecutar de hoy para mañana a ocho presos para evitar que caducaran unas inyecciones letales que guardaba en la nevera. ¿Han comenzado las ejecuciones? Ni idea. A mí están a punto de caducarme también varias cajas de ansiolíticos que venía ahorrando por si el suicidio. Pero las voy a dejar caducar porque estos días he de hacer algunas gestiones en Hacienda. El problema es que no recuerdo con exactitud a qué gestiones me refiero. Además se casa el hijo de un amigo con el que tengo mucho compromiso. No encuentra uno tiempo ni para pegarse un tiro.

La vida, como la prensa dgital, ha devenido en un conjunto de titulares por los que deambulamos como borrachos de tres de la madrugada entre automóviles mal aparcados. Por cierto, que un físico cuántico acaba de decir en no sé dónde que dentro de 300 años no necesitaremos cuerpo.

Climatizar y refrigerar

07.03.2017 | 05:30 Ignoraba que se habían celebrado ya 16 ediciones de un congreso titulado Climatización & Refrigeración. Estos días, en Madrid, se acaba de celebrar la 17, a la que han asistido decenas de empresas especializadas. Quiere decirse que la climatización y la refrigeración, o viceversa, se encuentran altamente institucionalizadas. Significa que cuando usted se instala en casa un aparato de aire acondicionado, ese aparato está respaldado por un pensamiento técnico y seguramente filosófico. Significa asimismo que la frontera entre la refrigeración y la climatización está más clara que la línea que divide a la ficción de la realidad. Significa, cómo no, que cuando usted va por la calle y se tropieza con un edificio grande de cuya fachada cuelgan cientos de compresores (creo que así se llaman), cada uno de un tamaño o forma diferente, afeando el paisaje y expulsando bacterias por doquier, significa, decíamos, que ese ataque a la estética y a la salud tienen un sentido, un respaldo intelectual, un porqué. Quizá usted y yo no lo comprendamos, pero lo tiene. Ahora bien, hay un problema que el pensamiento refrigerador-climatizador no ha resuelto. Nos referimos a la temperatura del AVE, donde siempre hace frío, no importa la estación del año, y donde, si a usted le toca del lado de la ventanilla, tiene garantizada una gripe.

En efecto, el aire (siempre frío insistimos) sale de unas rejillas situadas justo a la altura de los tobillos, a los que convierte enseguida en témpanos. Una vez colonizada esa zona del cuerpo, el frío sube por las pantorrillas, alcanza los muslos, y desde allí conquista el bajo vientre. Cuando penetra en los intestinos, ya está usted listo. Nos preguntamos si han tratado este asunto en el congreso de Madrid y si están dispuestos a aconsejar a Renfe para que cese en esa agresión constante a sus viajeros, sobre todo a quienes ingenuamente eligen ventanilla. A lo mejor, piensa uno, es que Renfe no conoce la diferencia entre climatizar y refrigerar. Quizá piense que lo segundo equivale a lo primero. Y no es lo mismo. Refrigerar, con los adelantos actuales, resulta sencillo. Climatizar, en cambio, implica crear un ambiente grato para la lectura o para la contemplación del paisaje. Alguien debería explicárselo.

El diluvio

05.03.2017 | 05:30 Tremendas, las conclusiones del Libro Blanco de la UE sobre el futuro de la misma! Reconoce, entre otras cosas, que "la Unión ha estado por debajo de las expectativas en la peor crisis financiera, económica y social de la posguerra". No es que haya estado por debajo de las expectativas, añadimos nosotros, es que ha estado subterránea. Y ahí sigue, en el subsuelo, resignada a que por primera vez en muchas generaciones los hijos y los nietos vivan peor que los padres y los abuelos. La UE nació mal, con la ayuda de fórceps oxidados que produjeron daños irreversibles en el cerebro de la criatura. De su encéfalo, también llamado euro, muchos expertos aseguran que no debería haber venido al mundo, aunque nadie sabe ahora cómo sacarlo de él. En otras palabras, que el remedio sería peor que la enfermedad.
El Libro Blanco de la UE es un diagnóstico sobre nuestro futuro, pues pertenecemos a ella, aunque hablemos como si no. Cuando leemos en el periódico que Bruselas exige a España que profundice en las reformas laborales, por ejemplo, estamos tratando a Bruselas como una fuerza colonial que no hace otra cosa que pedirnos sacrificios. Aún recordamos al ministro Guindos, sorprendido por un micrófono indiscreto, confesando a nuestros colonizadores que el Gobierno español estaba a punto de cerrar una reforma laboral "extremadamente agresiva". Ignoramos qué se estaba haciendo perdonar, pero la reforma fue, en efecto, colérica. ¿Sirvió para calmarlos? Parece que no.
Europa, según nuestros líderes políticos, era un proyecto magnífico, pero huían de ella a la menor oportunidad. El Europarlamento parece un buen sitio para empezar o para acabar, pero no para hacer carrera cuando uno está en la edad de hacerla.
Hay tal disparidad entre lo que se dice y lo que se hace que muy poca gente asume como propio el proyecto europeo. Peor aún: de Bruselas y de Alemania, que es quien manda en Bruselas, por lo general solo llegan malas noticias.
El Libro Blanco es una confesión de impotencia sin precedentes con el que vienen a decirnos que vayamos preparándonos. ¿Para qué? Para el diluvio. ¿Acaso les parece poco diluvio el que venimos padeciendo de diez o quince años a esta parte?

Valor y precio

02.03.2017 | 05:30 No sabemos cuál fue la mejor de las obras que se expusieron este año en ARCO, no nos lo han dicho. Pero sí nos dijeron cuál era la más cara: una escultura de Juan Muñoz de un millón y medio de euros. En algunas páginas de Cultura de la prensa, se publicó la lista de las obras más caras en una especie de réplica de Los libros más vendidos. La crítica ha sido sustituida por la contabilidad. Si nos dieran a elegir entre una obra buena (suponiendo que tuviéramos capacidad para localizarla) y una cara, elegiríamos la cara porque el criterio de bondad es el precio. Del mismo modo, si tuviéramos que elegir entre el libro más vendido y el mejor, elegiríamos el más vendido, también por una cuestión de orden cuantitativo. El canon, en fin, se ha ido al carajo. Si nueve de cada diez estrellas usan Lux, fiat Lux.
El otro día comí en un restaurante caro y malo, pero cuando me preguntaron, dije que estaba muy bien, y no solo por complejo de inferioridad, sino por la necesidad psicológica de amortizar la inversión. La calidad de todo viene determinada por el precio. Al salir de comer, me compré una camisa cara a la que, en el primer lavado, se le cayeron los botones. Fui a protestar y me dijeron que se trataba de una característica de las camisas buenas. No me atreví a decir nada porque me he quedado un poco fuera de la realidad, pero lo cierto es que a las camisas baratas que tengo desde hace tres o cuatro años no se les ha caído jamás un botón. Por la noche, mientras veía la tele, fui cosiendo los botones uno a uno (imposible coserlos de dos en dos) y decidí que no volvería a comprarme nunca más una camisa cara.
En ARCO vi cosas que al primer golpe de vista me parecieron buenas, pero debían de ser malas porque tenían precios asequibles. No compré ninguna, claro, porque yo soy muy influenciable. Recordé entonces aquello que decía Machado; que solo el necio confunde valor y precio, y pensé que habíamos caído globalmente, yo también, en esa necedad. Gran visión, la de Machado, si tenemos en cuenta que en su época aún no existían las listas de los libros más vendidos ni de las obras de arte más caras. Evidentemente, Trump ha ganado las elecciones por rico.

Usted verá

28.02.2017 | 05:30 Vengo observando que en algunos periódicos digitales, sobre el texto que uno acaba de seleccionar, pone el tiempo que se tarda en leerlo. Confieso que me ha costado comprender el significado de esa cifra. Al principio pensé que se refería a los minutos que el artículo llevaba colgado en la red. Como las cosas no encajaban, acabé deduciendo lo expuesto. ¿Se trata de un dato útil, necesario, de un dato significativo? No lo sé, pero hay algo en esa información que me desasosiega. Supongamos que al espectador de Las Meninas, de Velázquez, se le informara del tiempo que se tarda en ver el cuadro. En verlo se tarda muy poco, desde luego, pero mirarlo lleva más, a algunos les lleva toda la vida. No se trata de comparar una humilde crónica de periódico con una obra maestra de la pintura, pero ¿de qué rama del saber procede el individuo que indica a la velocidad a la que debo leer y, sobre todo, a qué velocidad debo digerir lo leído?
La trampa consiste en eso: en hacernos creer que el tiempo de la lectura y el de la digestión coinciden, que es lo que ocurre con la comida rápida. O mejor aún: que el tiempo de digestión no existe porque la lectura, como los pañuelos de papel, se consume y ya. Lectura de usar y tirar. Dentro de nada, en las portadas de El Quijote pondrá las horas que cuesta llegar hasta el final. ¿Para qué? Para desanimar a la gente, pues es sabido que leer a los clásicos, con lo entretenido que es leer los twits de Trump o de tu cuñado, deviene en un esfuerzo inútil. Cuando voy en coche, no sé, a Asturias, por ejemplo, agradezco mucho el cartel según el cual acabo de abandonar León, pues me sitúa espacialmente. Pero la información sobre los minutos que voy a tardar en leer un reportaje de Truman Capote no me sitúa temporalmente. Me enloquece porque lo siento como una orden. Me dicen que si tardo más soy un tonto de baba que no sabe administrar sus energías.
Me pregunto cuánta gente, desanimada por esta información, abandona, antes de comenzarlos, artículos que le concernían, textos que podrían cambiarle la vida. Es tal la falta de prestigio que aqueja a la escritura que el editor del periódico se ha visto obligado a advertir al lector de los minutos que va a perder leyendo su propio editorial. Solo le falta añadir un «usted verá».

Nadie

21.02.2017 | 05:30 Hace unos días, en los aledaños de Teruel, un hombre que conducía un camión frigorífico escuchó ruidos en la cabina. Al comprobar que la cinta del precinto estaba rota, avisó a la Guardia Civil. Abierta la cabina, resultó que en su interior viajaba una familia de seis miembros: el matrimonio y cuatro hijos de entre seis y doce años. En el momento de escribir estas líneas se ignora si se trataba de refugiados sirios o afganos. En cualquier caso, estamos hablando de una familia como la de usted o la mía cuyas penalidades, antes de llegar al camión frigorífico, no podemos ni imaginar. Si nos da pereza ir el sábado por la tarde con nuestros niños al centro comercial para que no nos den la lata durante un par de horas, imaginen lo que supone recorrer miles de quilómetros, salvar decenas de obstáculos, esquivar balas, pasar hambre y frío con cuatro críos de esas edades de la mano.
Esta familia habría tenido seguramente un salón-comedor con tele y con sofá en su lugar de origen. Cómo, desde ese sofá, llegaron al interior de una nevera que circulaba cerca de Teruel, es un misterio. Tal vez tuvieron que pagar a las mafias que planifican estos viajes alucinantes. Quizá lo hicieron por su cuenta, tantos quilómetros a pie, tantos en autobús, tantos en coche, no hay modo de saberlo. Pero sí podemos hacernos cargo del sufrimiento de los adultos y los niños. Podemos suponer que hasta llegar al área de servicio de la A-23, donde fueron descubiertos, tuvieron que pasar días terroríficos y noches infernales. Si les suponemos la misma organización sentimental que nos constituye, tendremos que añadir, a las penalidades físicas, las de orden moral, quizá más insufribles.
Pero la noticia es escueta: al abrir la puerta de un camión frigorífico, la Guardia civil halló en su interior una familia de seis miembros. Tal como está el mundo, nosotros mismos podemos dar con un hallazgo semejante al abrir el armario empotrado de nuestro dormitorio. Tal vez, algunos de esos contenedores que se apilan a miles en nuestros puertos, llevan en su interior, en vez de muebles u hortalizas, familias horrorizadas que huyen del hambre y de las bombas. ¿Quién da respuesta a ese gulag disperso que se abre ante nuestra mirada? De momento, nadie. Nadie, nadie. Nadie.

A ver qué hacen

20.02.2017 | 05:30 La revista Play Boy, que había renunciado a los desnudos, vuelve a ellos. Creyeron que los cuerpos ya no vendían y resulta que sí, que el cuerpo vende, entre otras cosas porque el espíritu no se puede fotografiar. Lo que debe intentar la revista en esta nueva época es que el desnudo devenga en metáfora del espíritu. Ya advertimos que no resulta fácil. Los desfiles de moda funcionan porque tienen alma. Te pasas media hora sentado frente a la pasarela y al cabo te levantas con la impresión de que has asistido a un desfile de fantasmas, y no solo por la delgadez de las modelos, sino por la extraña sintaxis que el modisto establece entre sus cuerpos y su ropa.
Un año me enviaron a cubrir la Semana de la Moda de París y, aunque no tenía experiencia, comprendí de qué iba la cosa. Y la cosa iba del espíritu. Fue como hacer una semana de ejercicios espirituales.
Del mismo modo que hay gente que, aun vestida, parece desnuda, hay personas que, aún desnudas, parecen vestidas. Play Boy debería reflexionar sobre estas cuestiones fronterizas. Lo que estaba agotado, en fin, no era el desnudo, sino el desnudo sin alma (también ha perdido interés el vestido sin sustancia). No es lo mismo fotografiar el cuerpo como esencia que como existencia. La mayoría de las fotografías de desnudos son de carácter existencial. En otras palabras, identifican al modelo o a la modelo con su cuerpo. Los buenos fotógrafos consiguen que el cuerpo sea una mera posesión, un accidente. Lo interesante es lo que ocurre detrás del accidente.
Todo esto suena un poco metafísico,somos conscientes. Pero a la gente le gusta la metafísica, porque de física estamos hasta las narices. Y en esta época, debido a los catarros, más. Con la escritura ocurre algo parecido a lo que sucede con la fotografía. Lo que busca el lector no es la frase, sino lo que se oculta detrás de ella. La escritura literaria, lo hemos dicho infinidad de veces, sirve para fingir que cuentas una cosa cuando en realidad estás hablando de otra. La que interesa, es la otra. Una escritura visible que no contenga otra invisible es como la fotografía de un cuerpo visible que no contenga otro invisible. A ver cómo resuelven el dilema los de Play Boy.

Un vacío insufrible

18.02.2017 | 02:10 Hay tantas aplicaciones para el móvil como estrellas en el cielo. Y algunas, aunque todavía brillen, están muertas. Cuando se colapsa una estrella, aparece en su lugar un agujero negro. El móvil, en su pequeñez, contiene un universo de una complejidad insoportable. Hasta cuando lo tenemos apagado ocurren en su interior fenómenos astrales.
Ayer busqué en el mío una aplicación vieja y había desaparecido. Percibí en la pantalla un punto oscuro capaz de tragarse la agenda telefónica. Llevamos en el bolsillo una galaxia sin ser conscientes de ello. Pero, hablando de aplicaciones, he aquí que un cura, Ricardo Latorre, ha inventado una que sirve para confesarse. Se llama Confesor Go y con ella puedes localizar al sacerdote más cercano. Si prefieres confesarte en inglés, al más cercano que hable inglés.
Unas aplicaciones mueren, pero nacen otras. Yo espero la aplicación total, que debe de estar al caer. La aplicación total acabará con todas las aplicaciones como ´El Quijote´ acabó con las novelas de caballerías y, si se descuida, acaba con la novela a secas.
No sabemos en qué consistirá la aplicación total, pero sí para qué serviría: para clausurar la ansiedad que nos genera el resto de las aplicaciones. Teniéndola, no necesitarías de ninguna otra al modo en que teniendo ´El Quijote´ sobran todos los libros. No lo digo yo, lo dicen los estudiosos.
De hecho, no hay novela buena que no sea un remedo de la de Cervantes. Todo el mundo quiere escribir ´El Quijote´ como todo el mundo quiere comer en Zalacaín. Pero ni ´El Quijote´ ni Zalacaín están al alcance de todas las economías.
Mientras llega la aplicación total, no tenemos otra que entretenernos en las parciales. A la que nos señala las gasolineras más cercanas y los restaurantes japoneses de los alrededores, podemos añadir ahora la de los confesionarios abiertos en las inmediaciones. E insistimos: puedes solicitar que te confiesen en inglés, lo que para algunos pecados resulta menos violento que la utilización del español. Todo lo que necesitamos se encuentra, en fin, al alcance de un clic.
Y sin embargo, cada vez que encendemos y apagamos el móvil sentimos un vacío insufrible. Menos mal que en sus entrañas también cabe ´El Quijote´.

Prehistoria

16.02.2017 | 05:30 Nada muere tanto que no pueda resucitar. Durante muchos años creímos que la realidad estaba prácticamente terminada y que además nos había salido bien, una realidad de corte y confección, diríamos, nada de prêt-à-porter o platos precocinados, no, todo a medida o recién salido del horno. Recuerden que por entones se acuñó el término «mileurista» para dar nombre a los desfavorecidos del sistema cuando ahora mismo mil euros son un salario alto. Quedaban retoques, cómo no. Siempre hay que ajustar un poco los bajos del vestido, o las mangas, o añadir un sofrito casero al caldo de pollo industrial. Y en eso estábamos, en los retoques, cuando de súbito, la pobreza y la desigualdad estallaron como una tormenta en medio de la tarde de un verano feliz.
-Que no cunda el pánico -decía el entonces presidente Zapatero-, no es más que una desaceleración.
Todo estaba en orden, pero de momento había que levantar la manta sobre la que habíamos colocado la merienda campestre y huir hacia los coches protegiéndonos de la lluvia con el periódico destinado a encender la barbacoa. Y ahí seguimos, dentro del coche, esperando que pase una tormenta de verano que no era una tormenta de verano, sino una reedición de nuestros peores fantasmas. Acababan de resucitar de golpe la posguerra, los años de la emigración, las colas frente a las oficinas del paro, los enfermos crónicos sin asistencia, la universidad para ricos, la justicia para ricos. Volvían los cirios domésticos para los cortes de la luz, el frío, las estufas de butano, los braseros de leña o de carbón, los desahucios, los plazos impagados del robot de cocina, las muertes, los catarros? Volvía el moco endémico a las narices de los niños.
Por fortuna no volvía, aún no, la inflación, que se comía el poder adquisitivo de los sueldos como la termita deglute la madera. Pero empezaban, empiezan ya, las nuevas amenazas. Nada muere tanto que no sea capaz de resucitar. La inflación, sin ir más lejos, que debilita la pensión de los jubilados, ya empieza a asomar su mano por las rendijas de la tumba. Y hasta la prehistoria se aprecia en los rostros de los refugiados que aguardan, hambrientos, a las puertas de Europa.