Juan José Millás 

No es tan difícil

30.03.2016 | 05:30
No es tan difícil
Nuestro ministro del Interior decía en la radio que compartir inteligencia no es fácil. Hablaba de los atentados de Bruselas y se refería a la falta de coordinación entre los servicios de espionaje de los países europeos. Lo cierto es que la frase podía sacarse de contexto sin perder sentido. Compartir inteligencia no es fácil, en efecto. Lo primero, para compartirla, es poseerla. Y luego de poseerla, colocarla encima de la mesa, como una tarta de cumpleaños y repartirla entre los invitados. Hoy por hoy, y a juzgar por los programas más vistos de la tele, se comparte mejor la estupidez. Si ustedes se fijan, hay congresos de todo menos de estúpidos. Los estúpidos no necesita reunirse en un hotel, con ponencias agotadoras desde la mañana hasta la noche, porque sus cabezas trabajan en red, como los ordenadores. Y se trata de una red en la que estamos atrapados todos al modo en el que todos estamos contenidos en internet.

Conste que no me refiero a la estupidez peyorativamente. En cada uno de nosotros hay una cuota de simpleza. A veces dos o tres. Quien más, quien menos, todo el mundo tiene que lidiar con el idiota que lleva dentro. La pregunta es por qué el idiota tiene más habilidades sociales que el inteligente. El idiota se gana al público con una facilidad pasmosa. Un día, en un avión, el vecino de asiento, un hombre de unos sesenta años, me confesó que él solo tenía amigos tontos.
– ¿Y eso? –le pregunté.
– La vida me ha llevado por ahí –dijo.
Y él era listo, incluso muy listo. Dirigía una editorial que había fundado en su juventud y en la que publicaba preferentemente libros de ensayo. Tenía olfato para saber a quién debía publicar, pero no para elegir con quién se iba a cenar. Viajábamos a México y como el vuelo duraba muchas horas, temí que intimáramos hasta el punto de que me invitara a cenar. No lo hizo, pero tampoco me pidió un libro para su catálogo. No sé. En la prehistoria, los cazadores-recolectores trabajaban en grupo, perfectamente coordinados, para abatir a sus presas. Eso es compartir inteligencia. A primera vista no parece tan difícil.
Juan José Millás 

Lenguaje no verbal

29.03.2016 | 05:30
Lenguaje no verbal
Expresado de golpe, Obama fue a Cuba para acudir al funeral de la revolución, o la Revolución, como ustedes prefieran. Los paraguas negros con los que él y su familia descendieron del Air Force One daban a la comitiva un aire de entierro que ninguna de las partes reconocería. No importa, unas exequias son unas exequias, aunque se lleven a cabo bajo una forma inusual. Ahora bien, como ni al Gobierno cubano ni al presidente de los EE UU les interesaba que el público advirtiera este carácter funeral de la visita, lo planificaron todo de manera que pareciera otra cosa. ¿El qué? Eso está por estudiar.
De momento, Obama no acudió a la isla solo, o con sus generales, como en un viaje de trabajo, sino con su mujer e hijas, dándole así a la expedición un aire como de visita turística (pasábamos por aquí y nos dijimos: por qué no conocer la isla). Raúl Castro no acudió a recibirlos al aeropuerto también para quitar trascendencia al encuentro. Habría parecido, no sé, una especie de rendición. Lo recibiría desde luego, pero en su despacho, como recibe a un subsecretario y poco más. Para hacernos una idea del significado de este gesto, no tenemos más que recordar que en la visita del Papa a la isla, Raúl se encontraba a pie de escalerilla, para recibir a Francisco como si creyera que trataba del representante de Dios en la Tierra. ¿Dónde quedó eso de que la religión era el opio del pueblo?

Por último, Obama no se reunió con Fidel porque para Fidel sería como pedir la confesión en los últimos instantes de su vida. El gesto tiene algo de trágico, pues viene a ser como si Fidel estuviera ya muerto y enterrado, y quizá lo está, aunque lo saquen de vez en cuando a pasear con el chándal de Adidas. Todo muy medido, pues. Permitimos que los mismos yanquis del «go home» le den la puntilla al régimen, pero lo hacemos de tal manera que parece otra cosa. Aunque no sabríamos decir qué cosa, la verdad. En esta estrategia de dar dos pasos adelante y uno atrás, tampoco hay que olvidar la detención de numerosos opositores y ´damas de blanco´, que a estas alturas, suponemos, ya estarán en la calle. Hay que cumplir el calendario, que solo ellos conocen. Pero lo que decíamos al principio: un funeral.
Juan José Millás 

Falta de sentido

28.03.2016 | 05:30
Falta de sentido
Por razones que no vienen al caso, viví durante una época en la casa de un cura cuya sobrina dormía en el cuarto contiguo al mío. Pero como ya entonces era insomne, a eso de media noche escuchaba levantarse a la supuesta sobrina de su cama y acudir con pasos quedos a la habitación del sacerdote, donde permanecía hasta el amanecer, momento en el que regresaba a su dormitorio. Cuando nos levantábamos cada uno de nuestra cama, y después de un frugal desayuno, la joven me pedía que le ayudara a hacer la suya, para despejar así cualquier duda acerca de dónde había pasado la noche. Ya entonces me preguntaba yo por el fingimiento. Fingir que vives en una habitación cuando vives en otra, resulta difícil, a menos que cuentes con la complicidad tácita del resto de los habitantes de la casa. La mujer contaba con la mía, y con la del cura, lógicamente, de modo que no había problema, aunque todos percibíamos la existencia de un pequeño desorden. El desorden de la mentira.

Más complicado debe de ser decir que vives en Andorra y vivir en Madrid o Barcelona. Es de lo que Hacienda acusa a Borja Thyssen, que de este modo se habría ahorrado más de 600.000 euros en impuestos. La sobrina del sacerdote hacía como que dormía en un sitio, durmiendo en otro, por amor, de ahí que Hacienda no le reclamara nada. A Borja, que lo hace por dinero, le podrían caer tres años de cárcel más una multa que multiplicaría la deuda por siete. Significa que el amor está mejor visto que el dinero, incluso en el caso de que haya por medio un cura con voto de castidad. Con todo, lo que más nos interesa de esta historia es el modo en que el hijo de la Baronesa aparentaba hallarse en un sitio cuando se hallaba en otro. ¿Tendría en Andorra un empleado que le deshiciera y le hiciera la cama todos los días? ¿Habrá sacado fotos de las sábanas revueltas para mostrárselas al juez?
En cierta ocasión tuve la oportunidad de entrevistar a la madre de la criatura. Mi primera pregunta fue si la vida era absurda. Tita Cervera dudó unos instantes y respondió que el sentido se lo dábamos nosotros. En otras palabras, que no venía de serie. Borja Thyssen al contrario de la sobrina y el sacerdote del principio, no ha logrado dárselo. Invierte en todo menos en sentido.
Juan José Millás 

Confusión espacial

23.03.2016 | 00:58
Confusión espacial
Las autoridades que participaron hace poco en el VII Congreso Internacional de la Lengua, celebrado en Puerto Rico, no sabían si se encontraban en EE UU o en Latinoamérica, lo que provocó un pequeño conflicto diplomático. «¡Viva Honduras!», que gritó el exministro Trillo en donde no era. Una de las primeras tareas de las escuelas de educación infantil consiste en lograr que los niños se sitúen espacialmente. Por eso Epi y Blas, que son muy didácticos, hablan tanto del arriba/abajo, del cerca/lejos, del derecha/izquierda, del delante/detrás, del dentro/fuera, y así de forma sucesiva. Mal asunto que uno no sepa si está dentro o fuera de casa; si en el piso de arriba o en el de abajo; si cerca o lejos del bar. Puedes vivir sin tener ni idea del día de la semana, eso viene más tarde, pero para ya para dar los primeros pasos necesitas calcular la distancia del sofá al televisor.

El caso de las autoridades españolas no es único. Nos ocurre a nosotros. ¿Cómo decidir ahora mismo si estamos dentro o fuera de Europa? Puedes hallarte en el corazón mismo de Bruselas y dudar acerca de si lo que se decide allí tiene que ver con la idea que nos habíamos hecho del viejo continente y de la construcción de una identidad más o menos común. Significa que estamos desorientados en el sentido clínico del término. Un tío mío, en sus últimos años, pretendía salir de casa por el armario y se dirigía al cuarto de baño cuando pretendía ir a la cocina. «Demencia senil», dijeron en Urgencias. La casa se convirtió para el pobre en un laberinto. Ahora bien, no siempre sufría. A veces le hacía gracia salir de la despensa como si viniera del supermercado, o de donde quisiera que viniera cuando salía de allí.
-¿Dónde has estado, le preguntaba yo?
-En el lunes –respondía él.
Confundía el tiempo con el espacio, que es otro de los síntomas que produce este mal y del que como sociedad también estamos afectados. No hay más que ver el tiempo que ha transcurrido desde las elecciones del 20D. No obstante, si escuchas hablar a las autoridades, parece que fue ayer. De ahí que no tengan prisa alguna en formar o en deformar gobierno. Nos vendrían bien unas lecciones de Epi y Blas, para saber adónde vamos.
Juan José Millás 

Desazón colectiva

22.03.2016 | 05:30
Desazón colectiva
No sabemos si la realidad tiene espalda porque suele atacar de frente. De tenerla, deberíamos desnudarla para averiguar lo que ocurre en el cuarto de atrás. Conocí a un político, ya retirado, que era blanco de toda clase de ironías por su expresión permanente de disgusto. Un día le pregunté si se trataba de un problema formal, derivado de la disposición de sus músculos faciales, o si aquella expresión delataba una incomodidad auténtica.
-Me picaba la espalda –dijo–. Si me rascaba, me picaba más. Las etiquetas de las camisas eran una tortura, las arrancaba todas. El rictus que tanta gracia provocaba en mis adversarios provenía de ahí.
Lo probó todo el hombre: cremas de aloe vera, emplastes de cebolla hervida, ingesta de ansiolíticos? Se le quitó al regresar a la vida civil. Me he acordado de él porque a mí también ha comenzado a picarme. Nunca había reparado en la espalda. Guardaba con ella la misma relación que con una parcela en el desierto, heredada de una tía soltera. La espalda era un lugar vacío que conservabas en algún lugar del cuerpo, pero al que no se te ocurría visitar, ni siquiera a través del espejo.
Me sorprendía cuando la gente se quejaba de dolores en la espalda, uno de los males más frecuentes de nuestra época. Para mí, era como tener un quebradero de cabeza en Nueva York viviendo en Madrid. Pero todo llega, y a mí me ha llegado en forma de picor.
En Internet puedes encontrar tantas razones para el picor de espalda que no sabes con cuál quedarte. Entre ellas aparece, claro, el cáncer de piel. No importa el síntoma que busques, el cáncer siempre se manifiesta. Se cuela en todas partes. Pero yo he decidido que mi picor proviene de una mezcla de estrés y sequedad. En efecto, vivo en una ciudad muy seca y estoy agobiado por diferentes causas, entre ellas, ahora, el picor mismo.
Ya he comenzado a arrancar las etiquetas de las camisas, lo que no siempre es fácil (me he cargado dos), y a darme aloe vera. Lo que me pregunto es si esta desazón colectiva en la que vivimos instalados tiene que ver con que también a la realidad sociopolítica le pica la espalda. Quizá sí, pero dónde la tiene. He probado a leer el periódico al revés sin resultado alguno.
Juan José Millás 

No tenemos ni idea

19.03.2016 | 02:20
No tenemos ni idea
Los oyentes de radio sabemos que la mañana empieza con la información de la Bolsa. Por cierto, que cuando escribo estas líneas sube, pese a que el mundo baja, aunque no es raro que baje cuando el mundo sube. Se desploma y florece como un termómetro loco, obedeciendo a causas esotéricas. Parece mentira que Iker Jiménez no le haya dedicado todavía un programa. O dos. Significa que comenzamos el día con una información más propia de la fantasía que de la realidad. Pero no nos damos cuenta de ello. Vivimos, pues, en un ensueño atroz donde los movimientos económicos parecen dictados por un carácter semejante al de la Reina Loca de Alicia en el País de las Maravillas. Pura arbitrariedad cuyas consecuencias caen siempre sobre las mismas espaldas. Ahora mismo caen sobre las mías, posiblemente sobre las de usted, que se dirige en el coche a trabajar sin meterse con nadie. Siempre en el caso de que tenga trabajo, claro está.
Damos a la información mágica sobre la Bolsa el mismo valor que a la científica del termómetro, que nos dice si el niño debe o no debe ir al colegio. Una vecina, a cuya hijita cuido cuando los padres van al cine, me asegura que los colegios están llenos de niños con fiebre porque los progenitores no tienen con quién dejarlos. En ocasiones, las oficinas están llenas también de gente con neumonía por miedo al despido. Hoy mismo, después de la información sobre la Bolsa, la radio ha informado de que una mujer fue despedida de su trabajo en un hotel al poco de que le diagnosticaran un cáncer. Los departamentos de recursos humanos de las empresas se deshumanizan a cien por hora. Oculte usted sus diagnósticos, no busque piedad ni solidaridad allá donde se gana malamente la vida porque le condenarán a muerte. Es posible que el mismo día que recibimos un diagnóstico fatal suba la Bolsa. No nos enfademos. Ha subido por razones fantásticas, que nada tienen que ver con nuestra patología clínica. De hecho, ha subido mientras aumentaba la crisis de los refugiados, que mueren de tisis a las puertas de Europa. ¿Qué es lo que le conviene entonces a la Bolsa? No tenemos ni idea. Si lo supiéramos, intentaríamos satisfacerla, incluso sacrificando, como los antiguos, a nuestros jóvenes. ¿Pero acaso no los sacrificamos ya?
Juan José Millás 

Ética y hética

16.03.2016 | 05:30
Ética y hética
De súbito, todos los partidos políticos tienen un código ético con el que nos catequizan desde la mañana hasta la noche. Imagino el código ético como un cuadernillo escrito deprisa y corriendo, con escasa sintaxis y ninguna sindéresis. Un código ético de urgencia y de diez o quince páginas, cosidas con grapa, con las que pretenden enfrentarse a los millones de folios de los sumarios judiciales en los que chapotean las formaciones clásicas. ¿Cuántos tomos ocupa ya el sumario de la Gürtel? ¿Y el de los ERE? ¿Y el de la Púnica? Muchos más que los que tenía la vieja enciclopedia Espasa, ya descatalogada, pobre. Dan lástima esos catecismos rudimentarios, que caben en el bolsillo de atrás del vaquero y que vienen a ser como el intento de curar una enfermedad terminal a base de aspirinas. País difícil, que diría López Madrid y corroboraría el Rey.
El otro día, en la tele, vi cómo una representante del PSOE y otra del PP se daban mutuamente en la cabeza con sus respectivos códigos. Sin hacerse daño, claro, pues ya se ha dicho que son más delgados que el folleto de instrucciones del Parchís y están escritos en un solo idioma. Estas dos representantes iniciaron la discusión con el famoso ´y tú más´ y se deslizaron, sin darse cuenta al ´y tú menos´. Increíblemente, cada una acabó presumiendo de mayor corrupción que la otra. Eso sí, la expresión ´código ético´ (nada menos que dos esdrújulas) iba y venía sin parar de un extremo de la pantalla al otro. Se les llenaba la boca de código ético, como el que, para aturdirse, repite una letanía sin caer en su significado. Ora pro nobis.
Al poco, se manifestó en el mismo programa Pedro Sánchez, que tiene de secretario general del partido, en Galicia, a un sujeto imputado por diez delitos, diez, cada uno más grave que el otro. Dijo que no pasaba nada, pues su código ético tenía prevista estas situaciones y que se cumplirían los tiempos. Lo dijo con tal ligereza y aplomo, que yo mismo, por un momento, pensé que la situación era del todo normal. Pero no, era un desatino. No había manera de justificarla. Significa que los códigos éticos de los que hablan tanto últimamente son en realidad ´códigos héticos´. Lo que pasa es que la hache es muda y no la oímos.
Juan José Millás 

Una crueldad

15.03.2016 | 05:30
Una crueldad
Los quioscos de prensa forman una red de puntos de venta más tupida que un mantel de ganchillo. O la formaban hasta hace cuatro días porque se encuentran en peligro de extinción, como la mariposa Karner azul, de la que quedan cuatro o cinco ejemplares (quizá cuatro o cinco millones, ahora no caigo). Ya hemos escrito sobre este asunto, pero no cejaremos hasta que alguien haga algo. A lo mejor si uniéramos todos los quioscos de España con una línea, como en ese pasatiempo de las páginas de ocio del periódico, nos saldría una figura con sentido.
Después de todo, no brotaron de la nada. Fueron el resultado de una conquista cuyo objeto era colocar en cada esquina un grumo de cultura. El quiosco es un espacio apretadísimo de sabiduría. Además del diario y las revistas, puedes adquirir en él una Historia de la Filosofía. Yo tengo en mis estanterías colecciones de quiosco que van desde diversas selecciones de novelas policíacas a una biblioteca de temas científicos. Le debo mucho al quiosco. Preferiría morir yo antes que asistir a su defunción.
Con mi primera novia quedaba en un quiosco de la Gran Vía. A las siete de la tarde. Mientras la esperaba, leía las portadas de los semanarios y comentaba las noticias de primera página con la quiosquera, que era la madre de mi novia. De paso, me cogía un catarro porque entonces en Madrid hacía mucho frío. Tengo un par de zonas del pulmón derecho necrosadas pues enseguida me bajaba al pecho por efecto de la gravedad. Soy un superviviente de la última glaciación. Pero a lo que íbamos: mi segunda novia era hija de una librera y quedábamos en el interior de la librería, lo que fue un progreso médico y cultural. O eso creía equivocadamente yo. De hecho, las librerías acabaron vendiendo periódicos también. El padre de mi tercera novia era editor. Se negó a publicarme un libro de cuentos, por lo que rompimos. Al mes siguiente fui abandonado por la hija.
El caso es que si mañana se jubilara mi quiosquero, tendría que coger el metro para ir a por el periódico. Y lo cogería, pero me parece una crueldad. Por otra parte, el hábito de empezar el día leyendo la prensa de papel implica un instinto cultural del que resulta difícil deshacerse. O sea, que cogería el metro.
Juan José Millás 

Castigar la mentira

12.03.2016 | 05:30
Castigar la mentira
Sabemos, gracias a la encuesta del CIS, que la preocupación por la corrupción ha subido ocho puntos, pero ignoramos lo que ha crecido la corrupción en sí misma. No hay termómetro para medir esa fiebre subterránea. Mientras el Centro de Investigaciones Sociológicas llevaba a cabo su estudio, saltaban como liebres, por todo el paisaje, nuevos casos de sobornos, de comisiones, de viajes en yate y hoteles de lujo.
Era como hacer una encuesta sobre el consumo de munición en medio de una balacera. Si hubiéramos dejado el termómetro cinco minutos más en la boca del paciente, habría crecido el doble, quizá el triple. En proporción al menos a los casos que se descubren cada día. Vivimos sobre un pudridero todavía sin sanear.
– Hemos abierto al paciente, pero lo hemos cerrado sin hacer nada porque no había por dónde meter el bisturí.
He ahí una frase procedente de la jerga médica que todos hemos escuchado alguna vez. A partir de ese instante, solo cabe confiar en los cuidados paliativos, que son los que están aplicando, por poner un ejemplo, a Rita Barberá. El Senado, del que los mismos políticos dicen que no sirve para nada, se ha convertido en una unidad del dolor. Pero el dolor que habría que tratar es el de la ciudadanía, desconcertada ante tanto análisis clínico y tan escasa medicación.
– Nos pasamos la vida en Urgencias –le oí decir en el metro a una mujer, hablando de su hija enferma.
Nosotros, como país, también perdemos muchas horas en la sala de espera de un servicio de urgencias que no funciona como debiera. De aquí a la UVI no hay más que cuatro pasos. Pues claro que estamos preocupados por la corrupción, señoras y señores del CIS, señoras y señores diputados, señoras y señores senadores. Pero no parece que la corrupción esté preocupada por nosotros. Ahora mismo, por poner un ejemplo al alcance de cualquiera, el PP acaba de decirle al juez que no conserva las facturas de la obra de Génova, pagada supuestamente con dinero negro. ¿Se lo cree alguien? Evidentemente, no. Se han destruido, como los discos duros de Bárcenas. Empecemos por ahí, por castigar la mentira.
Juan José Millás 

Una historia de complicidades

09.03.2016 | 01:24
Una historia de complicidades
Hace años, con la idea de escribir un reportaje sobre El Corte Inglés, contacté con uno de sus directivos, Juan Hermoso, que me invitó a desayunar en uno de los centros de la calle de Serrano de Madrid. Le expliqué que, según mi punto de vista, El Corte Inglés y la clase media española habían crecido al mismo tiempo, de modo que al mirarse se reconocían como en un espejo.
– Qué bien nos ha ido a los dos –se decían en ese cruce de miradas.
¿Cuándo percibí por vez primera esa complicidad entre la clase media de entonces (ahora de capa caída) y los famosos almacenes? Un día en el que cenando en casa de unos amigos, tras celebrar yo la calidad de las viandas, me respondieron, casi al unísono, con cierta afectación:
– ¡Es que son del supermercado de El Corte Inglés!
También por aquella época, hacer un regalo envuelto en el papel de unos grandes almacenes significaba que el obsequiante no se había molestado mucho en buscar lo más apropiado para la persona homenajeada. Hubo un momento, sin embargo, en el que el papel de regalo de El Cortes Inglés se convirtió en una señal de prestigio. Algo está pasando aquí, me decía yo, atento a cualquier manifestación que mereciera una crónica. Estaba también lo de «si no le gusta le devolvemos su dinero» y la picaresca que trajo consigo: la de aquella gente, por ejemplo, que se compraba un vestido de fiesta el jueves y lo devolvía el lunes. Aquí hay materia, pensaba un servidor.

Cuando le expliqué todo esto a Juan Hermoso, estuvo de acuerdo conmigo, y me dio muy buenas palabras, pues es un hombre que derrocha simpatía. Pero no llegamos a más. Se lo perdoné al averiguar otra cosa insólita: que la función del gabinete de prensa de El Corte Inglés no era, como el de todas las grandes empresas, generar noticias sobre la marca, sino evitarlas. Fantástico, ¿no? Años después, y con motivo de su 75 aniversario, veo en la prensa una magnífica campaña de publicidad en la que late aquella idea: «Tu historia es nuestra historia». Me pregunto si El Corte Inglés sufre también las dificultades por las que atraviesa ahora la clase media con la que creció. En todo caso, felicidades. Y que volvamos a crecer.
Juan José Millás 

Un deseo conmovedor

08.03.2016 | 05:30
Un deseo conmovedor
Pedro Sánchez aspira a ser un político estándar. Por eso hizo un discurso estándar en el que reconocíamos el modelo, el patrón, la pauta.
Ignoro si esa ambición es buena para un político, pero supongo que sería nefasta para un poeta. Digo esto porque tuve hace tiempo, en el taller de escritura creativa, un alumno que ambicionaba ser un escritor del montón. Me reprochaba que no le enseñara cómo escribir de un modo convencional. A mí me aturdía su demanda, aunque de otro lado me resultaba muy conmovedora.
– No te entiendo –le decía.
– ¿No entiendes que quiera ser un escritor normal? ¿Por qué asociar siempre la escritura a la extravagancia, incluso a la locura? Mi padre es un médico normal y funciona. Mi madre es una ingeniera aeronáutica normal y funciona. Mi tío tiene una autoescuela normal que funciona.
Todo, en mi vida, está rodeado de normalidad, de una normalidad que funciona. ¿Por qué no puedo aspirar yo a ser un escritor normal?
Me acordé de una frase que le escuché a Gonzalo Suárez, hacia el segundo plato de un almuerzo, en un restaurante japonés en el que incurrimos con frecuencia: «Qué gran invento es la normalidad»., dijo. Gonzalo Suárez no es un escritor normal, ni un cineasta normal, ni siquiera una persona normal. Le pregunté si él habría preferido ser normal y cambió de tema. Pero tenemos pendiente una discusión sobre este asunto.

Me conmovía, digo, el deseo de mi alumno. Pensaba yo que solo se puede aspirar a la normalidad desde la anormalidad. En cierto modo, Jorge, que así se llamaba, escondía un loco bajo aquella apariencia suya tan reglamentaria. Me conmovía y me daba un poco de miedo, para decirlo todo. Desapareció un día del taller y al poco nos enteramos de que había sufrido un brote psicótico del que por fortuna está recuperado.
Quizá ahora mismo escribe una novela normal que será, sin duda, un éxito.
Observar en el debate de investidura la pulsión a la normalidad de Pedro Sánchez me puso un poco los pelos de punta. Es que llegó a mostrarse más normal incluso que Albert Rivera. No dejaba yo de preguntarme qué había debajo de tanta moderación. El caso es que no hubo investidura.
Juan José Millás 

La dichosa zona de confort

05.03.2016 | 05:30
La dichosa zona de confort
Apenas se utiliza ya la expresión ´masa crítica´, de moda hace algún tiempo y con la que los sociólogos se referían a la cantidad de gente que hacía falta para que sucediera algo. Quizá ha devenido obsoleta porque los sucesos más importantes de nuestra época ya no dependen de la cantidad. Veamos, el 10% de la población mundial posee los recursos del 90% restante. Como masa crítica, ese 10% es una basura comparado con el 90%, pero dispone de ejércitos, policías, medios de comunicación, universidades, además de cantidades notables de desvergüenza. No tengo ni idea, hablo por hablar, lo que sí sé es que la expresión ha pasado a mejor vida, al menos en los artículos periodísticos y en las mesas redondas de media tarde. A mí, la masa crítica me dio muchas esperanzas. Creía que si la pobreza aumentaba en la progresión geométrica que veníamos advirtiendo, los pobres podrían llevar a cabo una revolución incruenta. Bastaría con que alcanzaran una masa crítica tal que su mera presencia hiciera recapacitar a los más ricos. Pero los más ricos han recapacitado en el sentido contrario: se han dado cuenta de que pueden ser más ricos todavía. No importa la cantidad de refugiados, por ejemplo, que se agolpe ante una frontera, ni los niños que lleven de la mano, ni los ancianos que transporten a hombros, ni la rabia con la que golpeen las vallas que les cortan el paso. Basta con unos botes de gases asfixiantes para disolverlos. El dueño de la masa crítica es el dueño de los botes de humo. Dispones de tanta masa crítica como rifles poseas.

Si bien desaparecen unas expresiones, nacen otras. Ahora se habla mucho de la ´zona de confort´. Se nos invita desde todos los ámbitos a abandonar nuestra zona de confort, como si la mayoría habitáramos en un paraíso mental, pues ´zona de confort´ alude a una región del pensamiento. Vivimos en la zona de confort quienes pensamos que el salario mínimo no debería ser el que es o que las relaciones laborales no deberían ser las que son. Atendiendo exclusivamente a nuestro número, deberíamos constituir la masa crítica del mundo. En cambio, se nos empuja a abandonar esas ideas ´confortables´, viejas, aseguran, para los tiempos que corren. ¿Está o no está todo patas arriba?
Juan José Millás 

Expresiones fósiles

01.03.2016 | 05:30
Expresiones fósiles
El «ático de González» va a quedar como una expresión acuñada, una especie de fósil que sirve para lo que sirven los fósiles: para estudiar el pasado. Le echas un vistazo a la aventura de ese inmueble en el que el expresidente de la Comunidad de Madrid veraneaba o pasaba los fines de semanas, y te sale una novela. Primero, dice él, lo tenía alquilado, por un precio muy inferior a su valor, a una especie de empresa fantasma, radicada en un paraíso fiscal. Luego, asegura él, lo compró a ese mismo dueño del que no sabemos nada.
La fiscalía sospecha que siempre fue de González, aunque se inventó una personalidad jurídica para alquilárselo a sí mismo. Hay gente con problemas de doble personalidad, yo mismo, pero no se sabe de nadie que se desdoble en una identidad jurídica. Nadie dice de sí mismo, por poner un ejemplo, que al tiempo de ser Fulano de Tal es El Corte Inglés. Para desdoblarse en El Corte Inglés, además de un poco de esquizofrenia, has de tener delirios de grandeza. Desde luego, para poseer un ático en Marbella, y en el piso de arriba de la nieta de Franco, un poco de delirio no viene mal. A nosotros, lo que nos extraña es que el interfecto hable con esa naturalidad de la operación. Como si fuera normal tener tratos con personas jurídicas que actúan desde paraísos fiscales. No resulta normal, desde luego, para la gente de la clase media, ni siquiera para la gente con posibles.
Lo común, cuando uno alquila un chalé en la sierra, es que, después de firmar el contrato, te tomes un café con el propietario, que aprovechará para explicarte las características de la caldera de gas. La caldera de gas tiene su idiosincrasia, que no sabemos a ciencia cierta qué quiere decir, pero alude, nos parece, a su personalidad. Del mismo modo que cuando llevas al niño a la guardería por primera vez pones al tanto a la cuidadora de sus costumbres, cuando alquilas un apartamento en la sierra, su dueño te advierte sobre las veleidades de la caldera y el modo de suavizarlas. Eso es lo normal. Pero la gente que rodeó a Esperanza Aguirre tenía gustos caros y secretos inconfesables que lo están empapando todo, como la lluvia fina de la que hablaba Aznar. «Lluvia fina», otra expresión fósil cuyo estudio dejamos para más adelante.
Juan José Millás 

Electrodomésticos

29.02.2016 | 05:30
Electrodomésticos
Tiempo ha hizo fortuna el neologismo ´aspiracional´, que ha desaparecido sin haber llegado a entrar en el diccionario. Procedía del mundo del márquetin y se utilizaba para adjetivar un producto deseable, especialmente en términos de cultura. Uno aspiraba, por ejemplo, a que sus hijos estudiasen una carrera, sobre todo si uno solo tenía estudios primarios. Así, una buena universidad privada devenía producto ´aspiracional´. Lo ´aspiracional´, como decimos, poseía connotaciones que guardaban relación con el intelecto.
A mucha gente le gustaría conducir un BMW, pero se trata de un anhelo demasiado materialista para entrar en esa categoría. Un yate es para mucha gente deseable, pero tampoco se le habría aplicado el adjetivo en cuestión. La pregunta es si el término ha pasado a mejor vida por feo o porque lo que nombraba ha desaparecido. Leer el Quijote debería ser ´aspiracional´, pero el director de la RAE acaba de quejarse del poco interés del Estado en festejar el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. La cultura está convirtiéndose en algo con lo que no queda más remedio que convivir, pero cuya existencia nos amarga la vida. Vean, si no, lo pesada que está la gente del teatro con el asunto del IVA. ¡Qué cruz!, exclaman los políticos.
En tiempos remotos, cuando se decía de alguien que era una ´persona con aspiraciones´, se entendía que alimentaba esperanzas nobles. Pero las esperanzas nobles, como algunas especies animales, se encuentran en vías de extinción. ¿Qué esperanzas nobles había en Undargarín, el ´duque empalmado´, según su propia definición, cuando ascendió de clase social? Ninguna. Fue allí para forrarse. De la propia infanta, su esposa, se decía con orgullo que era la primera mujer de la casa Casa Real con estudios superiores (cursó Políticas en la Complutense de Madrid). ¿Para qué, visto lo visto? ¿Para qué deseaba el otrora justiciero del PSOE Juan Pedro Hernández Moltó presidir Caja Castilla La Mancha? ¿Para reactivar la economía de la región? Nada de eso. Acaban de condenarlo a dos años de cárcel por malo.
De modo que si en una cena de matrimonios escucha usted el palabro ´aspiracional´, tenga la seguridad de que se habla de un electrodoméstico.

La moral

27.02.2016 | 01:45
La moral
Los alemanes que hace unos días bailaban, eufóricos, alrededor de las llamas de un centro de asilados de Bautzen, impidiendo a los bomberos llevar a cabo su trabajo, ven la tele. Todo el mundo la ve, ¿por qué ellos no? Significa que deben de estar al tanto de las penalidades de las familias que huyen de la guerra o del hambre con bebés a cuestas, con mujeres embarazadas, con ancianos enfermos. Conocerán sin duda la foto del pequeño Aylan, arrojado por las olas, como el cadáver de un pez, a las costas de Turquía. Nombramos a Aylan a sabiendas de que se ha quedado un poco antiguo, pues los horrores no han dejado de crecer desde su muerte, pero quizá su nombre todavía les suene.
Si los alemanes de los que hablamos le echan un vistazo al periódico que encuentran cada mañana en la barra del bar, se tropezarán, como cualquiera, con las imágenes de barrios sirios destruidos por las bombas, las ventanas de las casas sin marcos, como los ojos de las calaveras. Son gente informada, en fin, no marcianos recién caídos en este perro mundo que ellos colaboran a que sea más perro. ¿Cómo entonces pueden alegrarse de que arda un modesto y pequeño refugio encargado de recoger a esta pobre gente? ¿Cómo es posible que ellos mismos, según se sospecha, hayan provocado el incendio? Pues es posible por las mismas razones por las que los gobiernos de la vieja y culta Europa escuchan los lamentos de los ahogados sin cortarse las venas. Quizá cuando todo esto aparezca en los libros de Historia, dentro de cuarenta años, sintamos un estremecimiento semejante al que nos produce ahora la narración del Holocausto. O quizá no.
Casi de forma simultánea a este baile ritual bárbaro, Cameron regresaba a Londres después de haberse cargado, con la complicidad de los 28, una de las vigas maestras de la UE. Quede dicho en su descargo que la demolieron con la excusa paradójica de no acabar con la Unión, y de que se trataba de una viga moral. La moral, digámoslo rápido, nos la sopla. No hicimos este invento para ser mejores, sino para que se forraran unos cuantos que están en ello, y con qué ganas. He ahí otra forma de corrupción legal, no la que han llevado a cabo estos tontos del PP, que van a acabar todos en la cárcel.