Juan José Millás
Mala gente
05.11.2015 | 05:30
Imaginemos que nos gusta fusilar. No en tiempos de paz, claro, porque en
tiempos de paz a ver quién se atreve. Nos gusta fusilar en momentos de
revueltas populares o antipopulares, en épocas de confusión, cuando
nadie se fija mucho en lo que haces. Esta es la nuestra, nos decimos
mientras arden por doquier las pasiones más bajas, cuando la gente
denuncia por denunciar o porque debe dinero al denunciado. O porque ese
primo nuestro nos cae mal desde siempre, sin más explicaciones. Como
ocurre, en fin, en las guerras civiles, donde la gente mata a la misma
persona a la que hace dos días le pedía un par de ajos para hacer un
sofrito. Tienes que pensar a quien le prestas los ajos, hay vecinos que
no soportan que les hagas un favor. Bueno, pues estamos ahí, en esa
situación en la que podemos tirar la piedra y esconder la mano o fusilar
sin problemas legales porque la ley es precisamente su ausencia. Nos
apuntamos a un pelotón de fusilamiento y preguntamos al jefe dónde
fusilamos esta noche. En tal barranco, o frente a la tapia de tal
cementerio, nos dice el mandamás. Y nosotros, dóciles frente a la
autoridad, nos subimos a la caja del camión, junto a los fusilables, que
van con las manos atadas a la espalda y hacemos el camino gastando
bromas y escupiendo de medio lado y mirando con superioridad a los
pobres infelices que dentro de dos horas estarán enterrados en una
cuneta o abandonados en un vertedero. A lo mejor, en un acto de
generosidad supremo, ofrecemos una calada del cigarrillo que acabamos de
encender al que va a nuestro lado.
Bien, ya tenemos una imagen
más o menos precisa de lo que es ir a fusilar y de lo perverso que hay
que ser para participar de una de esas expediciones. Pero nosotros
disfrutamos matando, torturando, haciendo sufrir en general. Así que el
camión se detiene no sabemos dónde, hacemos bajar a los presos, les
obligamos a cavar su tumba mientras contamos unos chistes, y luego los
colocamos en fila para fusilarlos por orden. En ese instante, vemos que
una de nuestras víctimas va en pijama. ¿Quién sería capaz de matar a un
hombre en pijama, con la vulnerabilidad que eso produce? Nosotros, pese a
lo malos que somos, no, desde luego. Pero así es como fusilaron a
Lorca, pobre, en pijama. Qué mundo.