Armarse de valor
Juan José Millás
04.10.2017 | 05:30
El otro día me perdí en los intestinos de una gran torre moderna de
oficinas, adonde había ido a hacer una gestión. Estamos hablando de
cuarenta pisos, quizá más. Al acabar la gestión, fui a recoger el coche,
que había dejado en el sótano quinto, pero antes tenía que pasar por
una máquina para pagar la estancia. Siguiendo las indicaciones, abrí una
puerta que daba a un pequeño espacio absurdo, sin función, de cuatro o
cinco metros cuadrados, en una de cuyas paredes había otra puerta que
abrí para acceder a unas escaleras como de servició, o eso me pareció.
Miré hacia arriba y hacia abajo para descubrir un paisaje en el que solo
había escalones que subían hacia no sabía dónde o descendían, supuse
que al infierno. Intenté dar marcha atrás, pero la puerta por la que
había alcanzado aquel espacio inhóspito no se abría desde este lado.
Aunque advertí enseguida que la situación era de pesadilla, me propuse
no perder los nervios. Después de todo, aquella gigantesca mole estaba
llena de oficinas. Tarde o temprano, alguien pasaría por allí y sería
rescatado. Entretanto, empecé a subir por las escaleras para descubrir
que cada veinte escalones, más o menos, había una puerta, todas
indefectiblemente cerradas con llave. Quizá, pensé, me había equivocado
de camino. Tal vez debería haber bajado en vez de subir. No lo hice
porque las profundidades me dan más claustrofobia que las alturas. Pero
como llegó un momento en el que perdí completamente las nociones de
abajo y arriba, me pregunté si al ascender no estaría descendiendo y
viceversa. Cuando había subido (¿subido?) doscientos o trescientos
escalones, me senté y comencé a llorar. Luego me sequé las lágrimas y
continué escalando.
Finalmente,
una de las puertas se abrió. Daba a un espacio también muy inhóspito,
pero de carácter horizontal. Recorrí varios pasillos de paredes sucias,
llenos de tuberías con pérdidas, y al cabo de un rato, detrás de una de
las innumerables puertas que iba abriendo a mi paso, fui a dar a una
oficina con doscientos o trescientos empleados absortos en las pantallas
de sus ordenadores que ni siquiera repararon en mí. Desde allí, alcancé
un ascensor que me condujo a la calle. No recogí el coche, que debe de
seguir allí. A ver si me armo de valor y vuelvo.